16
Fin a esta desesperación

—¡Hola!

Levanté la cabeza de golpe, aún agitado por el sueño. En la orilla vi un nimbo de luz junto a Katie. Me alcé y lo contemplé hasta que se desvaneció, y en su lugar apareció una mujer joven que vestía una túnica azul claro.

No sé por qué lo dije. Tal vez por algo en su forma de estar, el color y el corte de pelo, o porque Katie parecía feliz junto a ella.

—¿Ann? —pregunté.

—Me llamo Leona —replicó tras unos momentos de silencio.

Entonces fue cuando recapacité. Por supuesto que no era Ann. ¿Cómo podía haberlo sido? Me pregunté por un momento si Albert había enviado a aquella mujer debido a que me recordaría a Ann. No tenía mucho sentido. Estaba siendo injusto con él. De todas formas, ahora que me fijaba, tampoco se parecía tanto. El sueño me había hecho ver lo que esperaba, no lo que era.

Bajé la vista según me iba acercando a la playa. El agua resbalaba sobre la túnica. Se secó por completo para cuando llegué ante ella.

Dejó de acariciar la cabeza de Katie y se enderezó; luego me alargó la mano.

—Albert me envía. —Tenía una sonrisa muy dulce y su aura era de un color azulado, casi igual que el tono de su túnica.

Le di la mano.

—Encantado de conocerte, Leona. Supongo que ya sabes mi nombre.

Asintió.

—Creíste que era tu mujer.

—Pensaba en ella cuando llegaste —expliqué.

—Estoy segura de que se trataba de un recuerdo agradable.

—Lo fue al principio —respondí—. Pronto se transformó en todo lo contrario. —Me eché a temblar—. En realidad, en algo terrible.

—Cuánto lo siento. —Me cogió las manos—. No hay nada de lo que tener miedo —me aseguró—. Antes de que te des cuenta, volverás a estar con tu esposa.

Sentí una corriente de energía que emanaba de ella, similar a la que había experimentado en el lago. Me di cuenta de que resultaba lógico que también las personas poseyeran esa energía. Debí haberme dado cuenta cuando Albert me dio la mano. O tal vez la comunicación solo se estableciera al darse ambas manos.

—Gracias —dije en cuanto me soltó. Traté de pensar de forma más positiva. Ya eran dos las personas que me habían dicho que Ann y yo nos reuniríamos de nuevo. Tenía que aceptarlo.

Katie se ha alegrado de verte. —Forcé una sonrisa.

—Oh, sí, somos buenos amigos.

—Es toda una experiencia sumergirse en el agua. —Señalé al lago.

—¿Verdad? —Mientras hablaba me pregunté, de repente, de dónde había venido y cuánto tiempo llevaría en Summerland.

—Michigan —me dijo—. Mil novecientos cincuenta y uno. Un incendio.

Sonreí.

—Me llevará un poco acostumbrarme a esto de la lectura de mentes.

—En realidad no es lectura de mentes. Todos disponemos de algo de intimidad mental, pero ciertos pensamientos son más accesibles que otros. —Me indicó la campiña—. ¿Te gustaría dar un paseo? —añadió.

—Claro.

Empezamos a caminar y eché un vistazo atrás.

—Sería genial tener una casa ahí.

—Estoy seguro de que la tendrás.

—A mi esposa le encantaría.

—La tendrás lista para cuando llegue —afirmó.

—Sí. —La idea me reconfortó. Algo definido que hacer mientras esperaba a Ann: la preparación de nuestro nuevo hogar. Eso, más trabajar en algún libro, haría que el tiempo pasara con más rapidez. Aquello me regocijó.

—¿Hay también océanos aquí?

Asintió.

—Agua fresca. Calma. Sin tormentas ni marejadas.

—¿Y barcos?

—Por supuesto.

Otra ola de alegría. Tendría un barco de vela listo para cuando volviera Ann. Quizá prefiriera contar con una casa en el océano. La llenaría de júbilo encontrar la casa de nuestros sueños esperándola en la costa acompañada de un barco de vela a su disposición.

Tomé una profunda bocanada de aire dulce y fresco y me sentí mucho mejor. Su ahogamiento había sido solo un sueño, un residuo distorsionado de un desagradable incidente largo tiempo pasado.

Era hora de concentrarme en mi nueva existencia.

—¿Adónde ha ido Albert?

—Está ayudando a alguien en los reinos inferiores —le informó Leona—. Siempre hay mucho que hacer.

La expresión «reinos inferiores» evocó en mí una sensación bastante inquietante. Los «otros» lugares de los que Albert había hablado, los sitios «desagradables», parecían tan reales como Summerland. Y Albert viajaba a ellos.

¿Cómo serían?

—Me pregunto por qué no lo mencionó —pensé en voz alta a la vez que me esforzaba en apartar la ansiedad de mí.

—Sabía que necesitabas conocer este mundo. Te lo habría dicho a su debido tiempo.

—¿Le estoy obligando a que se quede en casa? —le pregunté—. ¿Debería conseguirme una para mí?

—No sé si eso es posible todavía. Pero no creo que molestes a Albert. Está muy contento de tenerte aquí.

Asentí y me pregunté cuál sería la razón por la que aún no podía tener mi propio hogar.

»Tenemos que ganarnos el derecho —respondió a mi pregunta sin formular—. Nos ocurre a todos. A mí también me llevó un tiempo conseguir mi propia casa.

Me di cuenta, cuando dijo aquello, de que Albert había sido muy amable al no decirme que por el momento no tenía más opción que quedarme con él. No importaba. No me molestaba. Siempre estuve a favor de labrarme mi propio camino.

—Albert debe de haber progresado mucho.

—Así es. Seguro que te has fijado en su túnica y en su aura.

«De acuerdo —me dije—. Haz preguntas para seguir aprendiendo».

—El aura me intriga. ¿Me puedes hablar de ella? ¿Existe en vida?

Para aquellos que son capaces de verla, sí. Simboliza la presencia del doble etéreo y el cuerpo espiritual. El doble etéreo existe dentro del cuerpo físico hasta la segunda muerte. Cada uno de ellos posee su propio cordón de plata. El cordel que conecta el cuerpo físico al doble etéreo es el más grueso. El que conecta el doble etéreo al cuerpo espiritual apenas tiene un par de centímetros de diámetro. Un tercer cordel, fino como una telaraña, conecta al cuerpo espiritual con… bueno, no lo tenía muy claro, Robert.

—Espíritu puro, imagino —aventuró—. Y la razón por la que sé tanto del aura es debido a que forma parte de mi campo de estudio aquí.

—No me dirás que Albert sabía que yo iba a realizar esta clase de preguntas, ¿no?

Su sonrisa fue mi respuesta.

Ella continuó su disertación y me contó que el aura del doble etéreo se extiende dos o cuatro centímetros más allá de los límites del cuerpo físico, y el aura del cuerpo espiritual hasta casi un metro de los límites del doble etéreo, y que muestra una mayor luminosidad cuanto más se aleja del efecto atenuante del cuerpo.

Me relató que todas las auras poseen aspectos diferentes, y que el abanico de colores es ilimitado. La gente incapaz de pensar en nada más allá de las sensaciones materiales posee auras que van desde el rojo al marrón. Cuanto más burdas sus concepciones, más oscuros serán los colores. Las auras de almas infelices emiten un verde intenso, deprimente. Una radiación lavanda significa que esa persona está adquiriendo una conciencia más espiritual. El amarillo claro indica que el individuo se halla triste y echa de menos la vida en la Tierra.

—No tengo ninguna duda de cuál es el color de la mía.

No contestó nada, así que sonreí.

»Lo sé —añadí—. Tampoco hay espejos.

Volvió a sonreír.

«Voy a ser positivo —me prometí—. Tiene que haber un fin a esta desesperación».