—Chris, tengo que dejarte un rato —soltó Albert de improviso—. Hay algo de lo que tengo que ocuparme.
Me sentí algo avergonzado.
—Lo siento —me dijo—. No se me había pasado por la cabeza que estuviera haciéndote perder el tiempo.
—En absoluto. —Me dio unos golpecitos en la espalda—. Enviaré a alguien para que te acompañe. Y mientras esperas, antes preguntaste por agua. Ven, cógeme de la mano.
Hice lo que me pidió.
—Cierra los ojos —me ordenó a la vez que recogía a Katie.
En el instante en que lo hice, advertí un movimiento rápido. Terminó tan de improviso que pensé que lo había imaginado.
—Ya los puedes abrir.
Lo hice y me quedé sin aliento. Estábamos en la orilla de un lago impresionante, rodeado de árboles. Embobado, observé su enorme superficie, calma salvo por algunas pequeñas ondulaciones, y aquella agua cristalina en la que cada diminuto rizo reflejaba la luz en el espectro de colores.
—Nunca había visto un lago tan hermoso.
—Pensé que te gustaría —respondió, y dejó a Katie en el suelo—. Te veré luego en mi casa. —Me agarró del brazo—. Que la paz sea contigo.
Parpadeé y ya se había marchado. Así de rápido. Ni destellos de luces, ni ninguna señal de que fuera a largarse. Un instante estaba allí, y al otro ya no lo estaba. Miré a Katie. No parecía sorprendida.
Volví a mirar el lago.
—Me recuerda al lago Arrowhead —le comenté al animal—. ¿Recuerdas la casa que teníamos allí? —La perra meneó el rabo—. Era bonita, pero nada parecido a esto. —Allí, el follaje marrón resaltaba siempre entre el verde, los desechos salpicaban la orilla, y a veces una niebla espesa flotaba por encima del lago.
Este lago carecía de todos esos defectos y el bosque y el aire también eran perfectos. A Ann le encantaría, seguro.
Me incomodó que, rodeado de tal belleza, aún me rondara la preocupación por ella. ¿Por qué no me desembarazaba de todo ello? Albert me había insistido para que lo hiciera. ¿Por qué persistía la ansiedad?
Me senté al lado de Katie y le acaricié la cabeza.
—¿Qué es lo que pasa conmigo, Kate?
Nos miramos a los ojos. Ella me comprendía, no había duda alguna. Casi percibí una ola de simpatía que emanaba del animal.
Se echó donde estaba y yo me esforcé en alejar de mi mente la preocupación que la embargaba pensando en las veces que habíamos estado en el lago Arrowhead. Íbamos con los niños los fines de semana durante todo el año, y en vacaciones un mes. Por aquel tiempo me iba bien en la televisión, y además de la casita teníamos una lancha motora, que almacenábamos en el embarcadero de North Shore.
Pasamos muchos días de verano en el lago. Por la mañana, después de desayunar, preparábamos el almuerzo, nos poníamos el bañador y nos marchábamos al embarcadero. También llevábamos a Katie. Nos dirigíamos a una cala situada en el extremo sur del lago donde los niños (Richard y Marie, y Louise cuando ella y su marido nos acompañaban) se equipaban con los esquís y los remolcábamos con la lancha. Ian era demasiado joven entonces, así que le compramos un trineo acuático en el que bautizó al capitán Zip. A Ann le gustaba montar en él porque los esquís no se le daban bien.
Rememoré a Ann tirada en el trineo, riendo sin parar mientras rebotaba en las aguas azul oscuro del lago. Visualicé a Ian, con una sonrisa radiante, sobre todo cuando conseguía ponerse en pie sobre él.
A la hora de comer amarrábamos la lancha en la cala y comíamos los sandwiches, las patatas fritas y los refrescos que llevábamos en la nevera portátil. El sol nos calentaba la espalda mientras yo disfrutaba con placer indecible al contemplar a Ann y a nuestros encantadores hijos comer y reír todos juntos.
Los recuerdos felices no sirvieron de mucho. Solo me hicieron sentir más melancólico, ya que esos momentos se habían perdido para siempre. Una molesta nostalgia se apoderó de mí. Echaba mucho de menos a Ann, y también a los niños. ¿Por qué no les había dicho más a menudo que los quería? Si tan solo pudiéramos compartir este lugar tan encantador… Si tan solo Ann y yo…
Me agité impaciente. Estaba en el Cielo. ¡El Cielo! Y aún le daba vueltas al asunto. Había sobrevivido a la muerte. Mi familia sobreviviría también. Y nos reuniríamos aquí de nuevo. ¿Qué me pasaba?
—Vamos, Kate —la apremié, y me puse en pie como un rayo—. Demos un paseo. —A cada momento que pasaba, entendía mejor lo que Albert me había dicho acerca del papel de la mente.
En cuanto empezamos a pasear por la playa, me pregunté si Albert habría querido que me quedara donde estaba para que ese «alguien» que iba a venir me encontrara. Entonces me di cuenta de que, sin importar quién fuera, me encontraría solo con pensar en mí.
Una playa se extendía ante nosotros, así que la bordeamos. La arena era blanda, no había piedras ni conchas a la vista.
Me paré, me arrodillé y recogí un puñado de arena. Allí no había ni una pequeña piedrecita. Aunque su consistencia era firme, seguía siendo suave. Aunque tenía consistencia, parecía polvo. Dejé caer algo entre los dedos y observé los gránulos de colores. Levanté la mano y los estudié con mayor detalle. A juzgar por la forma y el color, daban la impresión de ser joyas en miniatura.
Tiré el resto y me alcé. La arena no se me pegó ni a la palma ni la rodilla, como sí lo habría hecho en la Tierra.
Me estremecí. Arena. Una playa. Un bosque frondoso que rodeaba un lago. Un cielo azul sobre mi cabeza.
—Y la gente duda si esto es el Cielo —le dije a Katie—. Aunque yo mismo también lo hice. Increíble.
Pronuncié esta última palabra muchas más veces. Y no siempre en circunstancias igual de placenteras.
Me acerqué al borde del lago. Observé de cerca el delicado vaivén de las aguas. Daban el aspecto de ser frías. Al recordar lo helada que estaba el agua del lago Arrowhead, encogí los dedos de los pies.
Suspiré cuando los metí en el lago. La temperatura no era del todo desapacible. El agua emitía agradables vibraciones de energía. Miré a Katie. Seguía a mi lado. Sonreí. Nunca se acercó al agua en vida. Siempre la había odiado. Aquí estaba de lo más feliz.
Avancé hasta que tuve las espinillas sumergidas. El fondo del lago resultaba tan suave como la playa. Me incliné hacia delante y metí la mano en el agua. Sentí la energía que me fluía por el brazo.
—¿A que es agradable, Katie?
Me miró, meneó la cola, y otra vez sentí una oleada de felicidad al verla como en sus mejores momentos.
Me enderecé y tomé un poco de agua entre las manos ahuecadas. Brillaba con un fulgor delicado y percibía su energía pulsar entre los dedos. Como antes cuando recorrió mi piel, no noté humedad alguna.
Me pregunté si pasaría lo mismo con mi túnica, así que me sumergí hasta la altura de la cintura. Katie se quedó en la orilla, mirándome. No me dio la impresión de que tuviera miedo; más bien parecía que había decidido esperar.
Una vez inmerso en la energía anduve hasta que el agua me llegó al cuello. Una especie de manto me cubría, un manto que vibraba con delicadeza. Me gustaría describir la sensación con mayor detalle. Lo único que puedo decir es que se asemejaba a una corriente eléctrica de bajo voltaje, que acariciaba cada célula de mi cuerpo y que producía un efecto vigorizante.
Me eché atrás hasta quedar a flote en la superficie y miré el cielo mientras me mecía al compás del agua. ¿Por qué no había sol? Aunque no me molestaba, en el fondo. Me era más satisfactorio mirar el cielo sin que ningún destello me deslumbrara. Solo se trataba de curiosidad.
Otro interrogante se formuló en mi mente. No podía morir; ya estaba muerto. No, no muerto, tal palabra solo era un término confuso del lenguaje humano. Lo que quería decir es que no me ahogaría. ¿Pero qué ocurriría entonces si metía la cara bajo el agua?
Me di la vuelta y miré bajo la superficie. El agua no enturbió mi visión. Era capaz de ver a la perfección el fondo inmaculado, en el que no se apreciaba ni una sola roca o hierba. Al principio, y por puro instinto, contuve el aliento. Después impuse mi voluntad y respiré con cuidado.
En lugar de ahogarme, mi nariz y boca fueron bañadas por un frescor delicioso. Abrí la boca y la sensación se extendió por la garganta y el pecho, revitalizándome.
Me volví sobre la espalda, cerré los ojos y me tumbé en aquel lecho de aguas frías. Comencé a pensar en aquellas ocasiones en que Ann, los niños y yo disfrutábamos en la piscina. Todos los veranos (y sobre todo los domingos) celebrábamos los «días familiares», como los llamaba Ian.
Teníamos un tobogán en la piscina, y a Ann y a los niños les encantaba descender por él a toda velocidad y precipitarse al agua. Sonreí al recordar el gritito, mezcla de miedo y diversión, que soltaba cuando se tiraba por la rampa con la nariz bien apretada. Luego arqueaba el cuerpo al salir disparada y aterrizaba en el agua con un enorme chapuzón; solo su radiante rostro quedaba fuera del agua.
También jugábamos al voleibol con una red flotante que habíamos comprado: gritábamos, nos salpicábamos, reíamos, bromeábamos los unos con los otros. Luego Ann servía platos de fruta y queso y un poco de zumo, y nos sentábamos a hablar un rato para después volver a la carga con el voleibol: más horas de nadar, bucear y jugar. Por la tarde encendía la barbacoa y preparaba pollo o hamburguesas. Recordaba aquellas tardes largas y adorables con regocijo.
Ann nunca había disfrutado mucho con el agua hasta que nos casamos. Al principio le tenía miedo, pero al fin fue suficientemente valiente como para recibir clases de natación.
Fuimos socios del club Deauvill de Santa Mónica una temporada. Hubo un domingo por la tarde en el que los dos estábamos en el sótano, en la piscina olímpica donde Ann practicaba.
Llevábamos un mes horrible. Casi nos divorciamos. Era algo relacionado con mi carrera profesional. La ansiedad de Ann no me permitía viajar. Había perdido un destino en Alemania por ello, y estaba más molesto de lo que debería. La inseguridad financiera siempre me había asustado, creo que por algo de nuestro pasado: la separación de papá y mamá, los años de la depresión. De todas formas, me excedí y ella se excedió. Me dijo que me quería dejar.
Incluso una noche la dedicamos a discutir los pormenores de la separación. Ahora me parece increíble. Recuerdo a la perfección aquella noche: un restaurante francés en Sherman Oaks, los dos sentados en una mesa cenando y discutiendo los términos de la separación, algo que estuvo cerca de costarnos una indigestión. ¿Deberíamos vender la casa de las colinas Woodland? ¿Deberíamos separar a los niños? No, no puedo continuar. Incluso al transmitir estas palabras, revivo la náusea de aquella tarde.
Estuvimos muy cerca. Faltó un pelo. O esa es la impresión que tuve. Tal vez no lo estuviéramos tanto.
Sin embargo, en aquel momento me pareció inevitable. Hasta casi el momento final. El momento después de la fría discusión, de la separación, el momento en que recogí mis cosas y me marché en coche, dejando tras de mí a Ann. Ahí se colapsó todo. Se trataba de algo inconcebible para nosotros. Divorciarnos sería como partirnos por la mitad.
Así que el día de Deauville fue el primero después de la reconciliación.
La piscina nos parecía enorme, ya que no había nadie más que nosotros. Ann trató de cruzarla por su ancho, por la parte profunda. Ya lo había hecho varias veces y yo la abrazaba en cada ocasión para felicitarla (y la abrazaba diez veces más efusivamente de lo acostumbrado debido a nuestra reconciliación).
Ahora lo estaba intentando de nuevo.
Estaba a medio camino cuando tragó agua y comenzó a ahogarse. Me hallaba a su lado, así que la agarré sin perder tiempo. Tenía aletas en los pies, por lo que me impulsé con fuerza y logré mantenernos a flote a ambos.
Ella apretó los brazos en torno a mi cuello. La expresión de su rostro era de miedo.
—No pasa nada, cariño. Te tengo. —Me alegré de contar con las aletas; sin ellas no la habría podido ayudar.
Otra vez los recuerdos se alteraron. Al principio me sentí incómodo, pero estaba seguro de que la había conducido hasta el borde de la piscina, donde se agarró, asustada y sin aliento.
Pero esta vez fue diferente. No la pude sostener. Pesaba demasiado y mis piernas no tenían fuerza suficiente para movernos. Se debatía sin cesar. Empezó a llorar.
—No dejes que me hunda, Chris, por favor.
—No lo haré. Aguanta. —Agité las piernas con toda mi fuerza, pero no servía de nada. Ambos nos hundimos y luego volvimos a salir a la superficie. Ann gritó mi nombre. Su voz destilaba pánico. Nos hundimos por segunda vez, y es cuando vi su rostro aterrorizado bajo el agua y oí su grito en mi mente: ¡Por favor, no me dejes morir! Sabía que no podía pronunciar las palabras, pero aun así las oía con claridad.
Me abalancé hacia ella, pero el agua se había enturbiado y no veía bien. Sentí cómo sus dedos se agarraban a los míos y luego se soltaban. Arañé el agua pero no di con nada. Mi corazón se volvió loco. La busqué con denuedo, pero el agua era demasiado oscura y cenagosa. ¡Ann!, pensé. Angustiado, di vueltas a mi alrededor con la esperanza de alcanzarla. Yo estaba allí. Ese era el auténtico horror. Estaba en la piscina, impotente e inútil, y perdiendo a Ann de nuevo.