12
El poder de la mente

Sabía que estaba en lo cierto, y a pesar de la sempiterna ansiedad que me agobiaba, traté de apartarlo de mi mente.

—¿El único medio de transporte de aquí es andar? —le pregunté para cambiar de tema.

—De ningún modo —respondió Albert—. Cada uno de nosotros posee su propio medio de transporte.

—¿Y cuál es?

—Ya que no existen limitaciones espaciales —respondió—, el viaje es instantáneo. Antes comprobaste que llegué en cuanto pronunciaste mi nombre. Lo hice solo con pensar en mi casa.

—¿Y todo el mundo viaja así? —pregunté, sorprendido.

—Los que desean hacerlo así y son capaces de conceptualizarlo.

—No te sigo.

—Todo es mental, Chris. Nunca lo olvides. Los que creen que el transporte se reduce a coches y bicicletas, viajarán así. Los que creen que solo pueden hacerlo caminando, viajarán así. Sin embargo, aquí hay una inmensa diferencia entre lo que la gente cree que es necesario y lo que es necesario de verdad. Si echas un vistazo, verás vehículos, invernaderos, tiendas, fábricas, etcétera. No se necesita ninguno, pero existen porque alguien cree que sí es necesario.

—¿Me puedes enseñar a viajar con el pensamiento? —pregunté.

—Claro. Solo hay que hacer uso de la imaginación. Visualízate diez metros por delante de donde estamos.

—¿Y ya está?

Asintió.

—Inténtalo.

Cerré los ojos y lo hice. Sentí una sensación vibrante. Luego, y de súbito, me dio la impresión de estar inclinado. Sorprendido, abrí los ojos y miré alrededor. Albert estaba a unos dos metros y Katie corría hacia mí, sin dejar de mover la cola.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Te has parado antes de tiempo. Vuelve a intentarlo. No tienes que cerrar los ojos.

—No ha sido instantáneo. Noté que me movía.

—Eso es porque se trata de algo nuevo para ti —me explicó—. Una vez que te acostumbras, será instantáneo. Prueba una vez más.

Me centré en un punto bajo un abedul que se alzaba a unos veinte metros y me visualicé debajo de él.

El movimiento fue tan rápido que me resultó imposible seguirlo. Grité sorprendido cuando caí al suelo. No me dolió. Miré alrededor. Katie venía en mi dirección, ladrando.

Albert llegó a mi lado antes que ella. Ni idea de cómo lo hizo.

—Creo que te has esforzado demasiado —bromeó entre risas.

Esbocé una sonrisa tímida.

—Bueno, al menos no me he hecho daño.

—Nunca habrá dolor —me aclaró—. Nuestros cuerpos no pueden ser dañados.

Me arrodillé y palmeé a Katie cuando llegó a mi lado.

—¿No la asusta? —pregunté.

—No, no, sabe lo que ocurre.

Me levanté y pensé lo que Ann disfrutaría con esto. Me imaginé la mirada de su cara la primera vez que lo hiciera. Le encantaban las cosas nuevas y excitantes. Y, sobre todo, el poder compartirlas conmigo.

Antes de que la angustia volviera a hacer presa en mí, elegí la cima de una colina situada a varios cientos de metros y me visualicé allí.

Otra vez esa vibración. Para ser más correctos, esa vibración alteradora. Parpadeé y ya estaba allí.

No, no lo estaba. Miré a todos lados. Ni Albert ni Katie andaban por ningún lado. ¿Qué había hecho mal?

Un destello de luz apareció frente a mí y luego resonó la voz de Albert.

—Te has ido demasiado lejos.

Lo busqué con la mirada. En un parpadeo se plantó delante de mí, con Katie en los brazos.

—¿Qué ha sido ese estallido de luz? —pregunté en cuanto la soltó.

—Mi pensamiento —contestó—. También se transportan.

—¿Puedo enviar mis pensamientos a Ann? —solté de inmediato.

—Si fuera receptiva a ellos, tal vez recibiera algo —respondió—. Aun así, enviarle pensamientos sería una tarea muy complicada, si no imposible.

De nuevo, me vi obligado a deshacerme de la desazón que me provocaban los pensamientos sobre Ann. No había más remedio que confiar en las palabras de Albert.

—¿Puedo viajar hasta Inglaterra con el pensamiento? —le solté de sopetón—. Quiero decir la Inglaterra de aquí. Imagino que habrá una.

—La hay —respondió—. Y puedes ir allí, ya que lo hiciste en vida y sabes qué visualizar.

—¿Dónde estamos exactamente?

—En la contrapartida de Estados Unidos. Uno tiende a gravitar hacia la longitud de onda de su propio país y pueblo. Eso no significa que no puedas vivir donde quieras, siempre que estés cómodo en el lugar.

—Entonces, ¿hay un equivalente de cada país de la Tierra?

—Sí, aunque solo a este nivel —respondió Albert—. En reinos más elevados, la conciencia nacional cesa por completo de existir.

—¿Reinos más elevados? —No entendía nada.

—«La casa de mi padre tiene muchas moradas», Chris —citó—. Por ejemplo, más adelante encontrarás los cielos particulares de cada teología.

—¿Entonces cuál es la verdadera? —pregunté, desconcertado.

—Todas y ninguna —sentenció—. Budistas, hindúes, musulmanes, cristianos, judíos… Cada una se identifica con una experiencia posterior a la muerte que refleja sus propias creencias. Los vikingos tienen su Valhala, los nativos americanos su feliz coto de caza, los celotes su ciudad de oro. Todos son reales. Cada una es una porción de una realidad absoluta.

»Aquí encontrarás hasta a los que aseguran que el más allá es una estupidez. Golpean sus mesas inmateriales con sus puños inmateriales y se mofan ante cualquier sugerencia de que existe la vida más allá de la materia. Es la ironía definitiva del engaño.

»Recuerda esto —añadió—: todo lo que había en vida tiene su contrapartida en la vida tras la muerte. Y eso incluye lo más bonito y lo más horrible.

Sus palabras me produjeron una sensación incómoda. No sabía la razón y, de repente, me di cuenta de que no quería saberlo. De inmediato cambié de tema.

—Me siento raro con este aspecto. —Hablé de forma impulsiva, pero tras hacerlo reparé en que solo había dicho la verdad.

—¿No he sido yo el causante, no? —preguntó Albert, preocupado.

—En absoluto. Es solo que… —Me encogí de hombros—. Bueno ¿cómo lo hago?

—De igual manera que cambias de localización.

—¿Con la imaginación, con la mente?

Albert asintió.

—Siempre con la mente, Chris. Nunca lo remarcaré lo suficiente.

—Vale. —Cerré los ojos y me visualicé vestido con una túnica como la de Albert. De inmediato sentí esa sensación de alteración de nuevo, aunque esta vez parecía que mil mariposas me envolvían. La descripción resulta inexacta, pero soy incapaz de describirlo mejor.

—¿Ya?

—Mira —me respondió.

Abrí los ojos y me estudié.

Me eché a reír. En alguna ocasión había vestido una bata de terciopelo en casa, pero no se parecía en nada a esto. Me sentí un poco culpable por reírme tanto, pero no pude evitarlo.

—No pasa nada —me tranquilizó Albert con una sonrisa—. Mucha gente se ríe la primera vez que se ve con su túnica.

—No es como la tuya —le indiqué. La mía era blanca, sin cinto.

—Cambiará con el tiempo, como tú.

—¿Cómo se ha hecho?

—A través de la imposición del simbolismo mental sobre el medio ideoplástico de tu aura.

—¿Cómo?

Rió entre dientes.

—Digamos que, en la Tierra, las ropas pueden hacer al hombre, pero aquí el proceso es muy diferente. La atmósfera que nos rodea es maleable. De hecho, reproduce la imagen de cualquier pensamiento persistente. Es como un molde que espera que lo impriman. Excepto nuestros cuerpos, no existe ninguna forma estable a menos que obre de por medio un pensamiento concentrado.

—Increíble —respondí, incapaz de añadir nada más.

—No tanto, Chris. Todo lo contrario. En la Tierra, antes de que nada se hubiera creado materialmente, tuvo que crearse mentalmente, ¿no es cierto? Cuando obviamos la materia, toda la creación se reduce a algo mental, sin más. Tarde o temprano te apropiarás del poder de la mente.