11
Tus problemas están aquí

Algo extraño sucedió cuando abandonamos la casa. Al menos me pareció extraño a mí. Albert no se sorprendió. Incluso Katie no reaccionó como había esperado.

Un pájaro de color gris perla descendió y aterrizó sobre el hombro izquierdo de Albert, lo que me sobresaltó.

Las palabras de Albert me impresionaron más aún.

—Este es el animal al que cuidaba tu mujer —me informó—. Lo mantengo aquí para ella.

—¿Del que cuidaba mi mujer? —pregunté, y eché un vistazo a Katie. En vida, se habría puesto a ladrar nada más verlo. Ahora no hizo ni un solo movimiento.

Albert me explicó que Ann había establecido una conexión permanente con los pájaros heridos a los que había cuidado. Todas las aves a las que había salvado (y se contaban por decenas) vivían aquí, en Summerland, y esperaban su regreso. Albert incluso sabía que hubo un tiempo en que la llamaban Ann, la mujer pájaro de Hidden Hills.

Solo pude sacudir la cabeza.

—Increíble —comenté.

—Oh, aquí verás cosas mucho más increíbles —sonrió. Acarició al pájaro con un dedo—. ¿Cómo estás tú? —preguntó.

Me reí cuando el pájaro se atusó las alas y gorjeó.

—Espero que no vayas a decirme que te ha respondido —dije.

—A su manera —respondió Albert—. Igual que Katie. Dile hola.

Me sentí un tanto extraño, pero hice lo que me pidió. El pájaro se encaramó de inmediato a mi hombro derecho y pareció, Robert, que nuestras mentes intercambiaron algo. No sé cómo explicártelo, pero ese algo resultó encantador.

Después, el pájaro se alejó volando y Katie me sorprendió al ladrar una sola vez, como si se estuviera despidiendo. «Increíble», pensé mientras nos alejábamos de la casa.

—Me he dado cuenta de que no tienes espejos —le dije.

—No me sirven de nada —me contestó.

—¿Porque se trata de una frivolidad?

—No solo eso —replicó—. Aquellos que han arruinado su apariencia debido a sus actos en vida no son obligados a presenciar tal deterioro. Si fuera al contrario, su vergüenza les impediría concentrarse en mejorarse a sí mismos.

Me pregunté cuál sería mi apariencia. Sabía que Albert no me la diría si resultaba desagradable.

Traté de no pensar en ello mientras subíamos por una colina cubierta de hierba, con Katie corriendo por delante. Qué buen aspecto tenía, pensé complacido. A Ann le encantaría volver a verla. Pasaban mucho tiempo juntas. Ann no podía dejar la casa sin ella, en serio. Katie parecía saber cuándo Ann pensaba salir, lo que nos hacía mucha gracia. Daba la impresión de ser algún tipo de conexión psíquica.

Aparté la idea de mi mente e inhalé el aire, limpio y frío. La temperatura era la ideal.

—¿Por eso lo llaman Summerland? —pregunté, para probar si Albert sabía a lo que me refería.

Lo hizo.

—En parte. Pero también porque refleja el concepto de felicidad absoluta de cada persona.

—Si Ann estuviera aquí conmigo, sí sería perfecto —repliqué, incapaz de reprimir mis pensamientos.

—Estará, Chris.

—¿Tenéis agua por aquí? —pregunté, de pronto—. ¿Barcos? Esa es la idea que tiene Ann del cielo.

—Tenemos de ambos —respondió él.

—¿Oscurece? —Miré al cielo.

—No del todo —me aclaró—. Aunque tenemos crepúsculo.

—¿Era mi imaginación o la luz de tu estudio se fue apagando a la par que me iba durmiendo?

—Sí, se atenuó —me dijo—. En consonancia con tu necesidad de descanso.

—¿No es una molestia el no tener noches ni días? ¿Cómo se organiza uno?

—Mediante actividades —respondió—. En el fondo, ¿no es así como lo hace la gente en vida? Un tiempo para trabajar, un tiempo para comer, un tiempo de ocio, un tiempo para dormir. Hacemos lo mismo… salvo, claro está, que no tenemos que comer o dormir.

—Confío en que mi necesidad de dormir no tarde en desaparecer —dije—. No me gustaría volver a experimentar más sueños como el último.

—Desaparecerá —me aseguró.

Miré en derredor y exclamé.

—Se supone que me acostumbraré a esto, aunque por ahora es difícil de creer.

—No sé decirte cuánto tiempo me llevó a mí —me contó Albert—. Lo que más me costó fue admitir que había llegado a un lugar del que estaba seguro que no existía.

—Tampoco creías en ello. —Me sentí mejor.

—Poca gente lo hace —replicó—. Quizá lo afirman sin convencimiento. Tal vez hasta quieran creerlo. Pero pocas veces lo hacen.

Me paré y me incliné para quitarme los zapatos y los calcetines. Los recogí y me los guardé cuando reanudamos el camino. La hierba bajo mis pies era cálida y suave.

—No tienes que llevarlos.

—No me gustaría ensuciar un lugar tan bello como este.

Se echó a reír.

—No lo harás. Se desvanecen.

—¿Y van a parar a la matriz?

—Exacto.

Me detuve para dejar los zapatos y los calcetines, y luego seguí a Albert; Katie se situaba a nuestro lado y avanzaba sin pausa. Albert se apercibió de mi mirada de soslayo y me sonrió.

—Lleva cierto tiempo —me indicó.

Poco después llegamos hasta la cima de la colina, donde me paré para observar la campiña. A lo que más se parecía era a Inglaterra (tal vez Nueva Inglaterra) durante el verano: enormes prados verdes, bosques frondosos, bancos de flores y riachuelos brillantes…, todo coronado por un cielo azul salpicado de nubes borrascosas. No obstante, no había lugar en la Tierra comparable a este.

Allí de pie tomé varias bocanadas de aire. Me sentía genial, Robert. No solo habían desaparecido los dolores provocados por el accidente, sino también los del cuello y la espalda. Ya sabes los problemas que me daba la espalda.

—Me siento tan bien… —proclamé.

—Eso es que has aceptado dónde estás —me informó Albert.

No lo entendí, por lo que le pregunté qué quería decir.

—Mucha gente llega aquí con las convicciones que mantenían en vida. Creen que están enfermos y continúan estándolo hasta que se dan cuenta de que se hallan en un lugar donde la enfermedad no puede existir por sí misma. Solo entonces están completos. La mente lo es todo, recuérdalo.

—Ahora que lo mencionas —le interrumpí—, creo que soy capaz de pensar con más claridad.

—Porque ya no estás limitado por un cerebro físico.

Por el rabillo del ojo avisté un huerto de lo que me parecieron ciruelos. Era imposible, pero eso me hizo plantearme una pregunta.

—Aseguraste que no tenemos que comer. ¿Eso significa que nunca estaré sediento?

—Nos nutrimos directamente de la atmósfera —me explicó—. La luz, el aire, los colores, las plantas.

—Tampoco disponemos de estómago —añadí—. Ni de órganos digestivos.

—No los necesitamos —respondió—. En la Tierra nuestros cuerpos eliminaban todo lo que comíamos, salvo la energía de la luz del sol que ha incidido sobre la comida. Aquí, ingerimos esa energía de manera directa.

—¿Y qué pasa con los órganos reproductores?

—Todavía los conservas porque esperas tenerlos. Con el tiempo, entenderás que carecen de sentido y desaparecerán.

—Qué extraño —comenté.

Agitó la cabeza, con una sonrisa triste en los labios.

—Piensa en aquellos cuyas vidas dependen de esos órganos. Aquellos que, incluso después de la muerte, mantienen esa necesidad de usarlos porque no son capaces de concebir su existencia sin ellos. Aunque nunca están satisfechos, nunca se llenan con lo que hacen: es solo una ilusión. Pero no pueden liberarse de ello, y eso les impide progresar. Eso sí que es extraño, Chris.

—Lo entiendo —concedí—. Aun así, parte de mi relación con Ann era física.

—Y hay gente aquí, personas que se aman los unos a los otros, que mantienen relaciones sexuales. —Aquello me sorprendió—. La mente es capaz de cualquier cosa, recuerda eso. Sin embargo, con el tiempo, esa gente suele darse cuenta de que el contacto físico no significa tanto como lo fue en vida.

»Por eso mismo —continuó— no tenemos que usar nuestros cuerpos. Solo los poseemos porque nos son familiares. Si lo decidimos así, somos capaces de realizar cualquier cosa solo con la mente.

—Sin hambre —dije—. Sin sed. Sin fatiga. Sin dolor. —Solté una expresión de sorpresa—. Sin problemas —concluí.

—Yo no diría eso —me rebatió Albert—. Salvo por la ausencia de las necesidades que has citado, y el hecho de no tener que trabajar para ganarse la vida, todo sigue siendo igual. Tus problemas siguen siendo los mismos. Aún tienes que resolverlos.

Sus palabras me hicieron pensar en Ann. Resultaba perturbador creer que, después de todos los reveses que ella había sufrido en vida, no hubiera un momento de calma aquí para ella. Qué injusticia.

—Aunque también cuentas con más ayuda, recuerda —añadió Albert, que había vuelto a adentrarse en mis pensamientos—. Y una mejor percepción.

—Desearía contarle todo esto. Soy incapaz de deshacerme de este sentimiento de aprensión.

—Aún te afecta su tristeza —replicó—. Deberías superarlo.

—Entonces perdería el contacto con ella por completo —me quejé.

—Eso no es contacto. Ann no es consciente de ello. Ella te quiere de vuelta. Y tú estás aquí, Chris. Tus problemas están aquí.