10
El lugar donde estás

—Amén —respondí—. Lo acabo de comprobar.

Debí de sonreír al decirlo, puesto que la cara de Albert adoptó una expresión compasiva.

—Ya sé que es una lección dolorosa de aprender —reconoció— el que cada pensamiento nuestro toma forma y que, tarde o temprano, hemos de enfrentarnos a él.

—¿Pasaste por lo mismo?

Asintió.

—Todo el mundo lo hace.

—¿Desfiló tu vida ante los ojos? —pregunté—. ¿Desde el final al principio?

—No tan rápido como en tu caso, ya que yo morí de una enfermedad degenerativa —respondió—. Y sin embargo, la de un hombre ahogado pasa mucho más rápido, por ejemplo. Su muerte es tan súbita que su memoria subconsciente derrama su contenido en solo unos pocos segundos. Las impresiones de su mente se liberan casi de forma simultánea.

—¿Y qué me cuentas de la segunda vez que ocurrió? —pregunté—. La primera vez no fue demasiado mala, solo me dediqué a observar. En la segunda, reviví cada momento.

—Solo en tu mente —contestó—. En realidad no la reviviste.

—Me dio la impresión de hacerlo.

—Sí, lo cierto es que parece muy real —convino.

—Y doloroso.

—Más aún que en la experiencia original —replicó—, puesto que careces del cuerpo físico necesario para amortiguar el dolor de tu vida reexperimentada. Es el momento en que hombres y mujeres averiguan quiénes son en realidad. La hora de expurgarse.

Yo miraba el techo mientras él hablaba. Tras escuchar sus últimas palabras, volví la cara hacia él.

—¿Es lo que los católicos llaman purgatorio?

—En esencia, sí —asintió—. El período en el que cada alma se limpia por el reconocimiento de sus propios logros… y crímenes.

—Reconocimiento de sus propios logros —repetí—. ¿No hay un juicio de terceros?

—¿Qué condena sería más dura que la impuesta por cada uno cuando la autojustificación ya no es posible? —preguntó.

Aparté la cara y miré la campiña. Su belleza destacaba aún más los recuerdos de mis fracasos. Sobre todo, aquellos que concernían a Ann.

—¿Todo el mundo es feliz con lo que vuelve a experimentar?

—Lo dudo —respondió—. No importa quiénes sean, estoy convencido de que todos han realizado actos de los que se avergüenzan.

Alargué la mano y acaricié la cabeza de Katie. De no ser por mis recuerdos, habría sido un momento encantador: aquella preciosa casa, el arrebatador paisaje, Albert sentado a mi lado, la cabeza de Katie bajo mis dedos…

Sin embargo, los recuerdos seguían ahí.

—Si me hubiera portado mejor con Ann… —comenté—. Con los niños, con mi familia, con mis amigos.

—Eso le pasa a todo el mundo, Chris —replicó—. Todos podríamos habernos portado mejor con ellos.

—Y ahora es demasiado tarde.

—Eso no es cierto. Parte de lo que te aflige es un sentimiento de frustración porque no conseguiste darle a tu vida el sentido que deseabas para ella.

Lo miré de nuevo.

—No estoy seguro de comprender lo que acabas de decir.

—El pesar de tu esposa y tu preocupación por ella es lo que lo provocan. —Su sonrisa era comprensiva—. Acepta tus sentimientos, Chris. Significa que te preocupas de verdad por su bienestar. Si no lo hicieras, no te sentirías como lo haces.

—Desearía poder hacer algo al respecto —objeté.

Albert se puso de pie.

—Hablaremos de ello después —me aseguró—. Duerme ahora. Y, hasta que sepas qué vas a hacer, quédate aquí conmigo. Hay espacio de sobra, y por supuesto eres bienvenido.

Se lo agradecí a la vez que él se acercaba y me tocaba el hombro.

—Ahora me voy —me dijo—. Katie te dará compañía. Piensa en mí cuando despiertes y estaré aquí.

Sin una palabra más, se giró y se marchó del estudio. Lo contemplé desaparecer por la puerta. Albert, pensé. El primo Buddy. Muerto en 1940. Ataque al corazón. Ahora vivía en esta casa. Me resultaba complicado aceptar que todo esto era real.

Miré a Katie, tirada en el suelo al lado del sofá.

Kate, la vieja Kate —dije. Golpeó el suelo con la cola dos veces. Recordé las lágrimas cegadoras que había vertido por ella aquella tarde en el veterinario. Ahora estaba allí, viva, mirándome una vez más con expresión de alborozo.

Suspiré y estudié la habitación. Parecía absolutamente real. Sonreí al rememorar la habitación provincial francesa que salía en 2001 de Kubrick. ¿Tal vez me hubiera capturado un alienígena? Me reí solo con pensarlo.

Entonces me di cuenta de que no había ningún espejo en la habitación, y me percaté que no había visto ninguno en toda la casa. «Como en Drácula —pensé, divertido—. ¿Vampiros aquí?». Volví a reírme. ¿Cómo traza uno la línea entre realidad y fantasía?

Por ejemplo ¿me lo estaba imaginando o la luz de la habitación se iba atenuando?

* * *

Ann y yo estábamos en el Bosque Nacional de Sequoia. Cogidos de la mano, avanzábamos bajo las enormes secuoyas. Sentía sus dedos unidos a los míos, escuchaba el crujido de los zapatos sobre la alfombra de agujas secas que cubría el suelo, olía el agradable aroma de la corteza. No hablábamos. Andábamos a la par, rodeados por la belleza de la naturaleza; un paseo justo antes de la cena.

Anduvimos durante veinte minutos hasta llegar a un árbol caído, donde nos sentamos. Ann soltó un profundo suspiro. La rodeé con el brazo y ella se apoyó contra mí.

—¿Cansada? —pregunté.

—Un poco —sonrió—. Solo eso.

Había sido una experiencia reconfortante, aunque algo extenuante. Habíamos conducido un remolque de alquiler colina arriba hasta Sequoia. Nuestro Rambler se había sobrecalentado un par de veces. Luego montamos una tienda de campaña de seis plazas y metimos toda la comida en un baúl de madera para que los osos no se la comieran. Contábamos solo con una linterna Coleman, nada de hornillos, así que teníamos que mantener el fuego bajo la rejilla de la que disponía el propio camping. Lo más complicado era calentar el agua para los pañales de Ian una vez al día. Por aquel entonces solo tenía un año y medio. El campamento parecía una lavandería, con los biberones y las ropas de bebé tirados por todas partes.

—Será mejor que no nos vayamos demasiado tarde —dijo Ann tras descansar un rato. La mujer que acampaba a nuestro lado se había ofrecido a cuidar de nuestros hijos, pero tampoco queríamos abusar, ya que la mayor, Louise, solo tenía nueve años, Richard seis y medio y Marie no llegaba a cuatro, e incluso nuestro «perro guardián», Katie, no alcanzaba el año.

—Volveremos en breve —le prometí. La besé con suavidad en la frente y la abracé—. Descansa un par de minutos. —Le sonreí—. Es precioso ¿verdad?

—Precioso —asintió—. Duermo aquí mejor que en casa.

—Lo sé. —La crisis nerviosa de Ann había tenido lugar haría dos años. Llevaba bajo control médico desde hacía un año y medio. Este era el viaje más largo que hacíamos desde su crisis, y solo por insistencia de su médico.

—¿Qué tal tu estómago? —pregunté.

—Oh, mejor —respondió sin mucha convicción. Tenía problemas estomacales desde que la conocí. ¿Cómo había podido pasar por alto que aquello significaba algo serio? Desde su crisis, su afección había mejorado, pero aún la incordiaba. Como el médico le había dicho: «cuanto más enterrado está el estrés, más lo sufre el cuerpo». El sistema digestivo se llevó la peor parte.

—Tal vez podamos comprar una caravana uno de estos días —comenté. Ella lo había sugerido esa mañana—. Hacer la comida resultaría mucho más sencillo. Y la experiencia sería más gratificante.

—Lo sé, pero son tan caras… —respondió ella—. Y suficientes gastos hay ya conmigo.

—Debería empezar a hacer algo más que escribir para la televisión —le dije.

Ella me apretó la mano.

—Sé que llegarás lejos. —Levantó la mano hasta sus labios y me la besó—. La tienda está bien —me aseguró—. Y no me importa en absoluto.

Suspiró y miró hacia el follaje de los árboles, allí por encima de nosotros, a través del que asomaban las luces de sol.

—Me podría quedar aquí para siempre —murmuró.

—Podrías hacerte guardabosque —repliqué.

—Quería serlo —admitió—. Cuando era niña.

—¿En serio? —La idea me hizo sonreír—. La guardabosques Annie.

—Me parecía un modo estupendo para escapar —añadió.

Pobrecita. La apreté contra mí. Había tenido mucho de lo que escapar.

—Bien. —Se levantó—. Será mejor que nos pongamos en camino, jefe.

—Cierto. —Asentí y me puse en pie—. El camino da la vuelta, así que no tendremos que volver por el mismo sitio.

—Genial. —Ella me sonrió y me cogió la mano—. Allá vamos.

Comenzamos a andar de nuevo.

—¿Te alegras de haber venido? —me preguntó.

—Sí, esto es precioso —reconocí. Había dudado en llevar a nuestros hijos (tan jóvenes aún) de camping, pero como nunca había ido de camping tan de niño, tampoco era capaz de juzgar la situación—. Creo que ha salido todo estupendo —dije.

Entonces no lo sabía, pero Ann deseaba ir de campamento, a pesar de la ansiedad que la asaltaba por intentar algo nuevo bajo el estrés mental al que estaba sometida, para hacernos partícipes de una experiencia tan extraordinaria no solo a mí, sino también a los niños.

Después de un rato llegamos a un claro donde el camino se dividía. Donde se iniciaba el camino de la derecha, una señal indicaba que los excursionistas no debían ir por ahí.

Ann me miró con su expresión de niñita retorcida.

—Vayamos por ahí —me dijo, indicándome el camino de la derecha.

—Pero si ahí pone que no sigamos por ese camino —le advertí. Decidí seguirle el juego.

—Venga —me insistió.

—¿Quieres que una secuoya muerta nos aterrice en la cabeza? —le pregunté.

—Correremos si alguna se cae —respondió.

—Oh… —Cloqueé como una gallina y agité la cabeza—. Señorita Annie, usted ser maaala —le dije, en un remedo de Hattie McDaniel en Lo que el viento se llevó.

—Ajá —asintió, y me empujó hacia el camino de la derecha.

—No eres muy buena guardabosques —le recriminé.

Momentos después llegamos hasta un saliente rocoso que se cortaba de improviso en un precipicio de unos quince metros.

—¿Ves? —le dije a la vez que intentaba contener una sonrisa.

—De acuerdo, nos volvemos —convino. Reprimió una sonrisa—. Al menos sabemos la razón por la que se suponía que no teníamos que venir aquí.

La miré con seriedad fingida.

—Siempre me llevas allí donde se supone que no debería ir.

—Ese es mi trabajo: llevar la aventura a tu vida —asintió, complacida.

Dimos la vuelta en la cima del saliente y nos dirigimos hacia el otro camino. La superficie de la roca era resbaladiza y se encontraba cubierta por una capa de agujas secas, así que anduvimos en fila india, conmigo detrás.

Ann había recorrido solo unos pocos metros cuando perdió pie y cayó a la izquierda. Fui hacia ella y yo también me resbalé. Traté de recuperar el equilibrio pero no pude. Me eché a reír.

—Chris.

Su tono imperioso me hizo mirar hacia ella de inmediato. Se había comenzado a deslizar por la pendiente. Cada movimiento que efectuaba la acercaba un poco más al precipicio.

—No te muevas —le ordené. Mi corazón se puso a latir como loco—. Extiende los brazos y las piernas todo lo que puedas.

—Chris… —Su voz se le quebró cuando intentó hacer lo que le había dicho y resbaló aún más—. Oh, Dios mío —murmuró ella, asustada.

—No muevas ni un músculo —le dije.

Hizo lo que le mandé y eso consiguió detener su movimiento. Me acerqué con torpeza, pero me fue imposible alcanzarla con la mano. Si hubiera tratado de arrastrarme hasta donde estaba, ambos nos habríamos precipitado por el desfiladero.

Me deslicé y me arrodillé; solté un bufido debido al dolor. Entonces, con mucho cuidado, repté hasta la cima del saliente, sin dejar de hablarle.

—No te muevas. No te muevas —repetía—. Todo va a salir bien. No tengas miedo.

De repente, me golpeó de lleno. «Esto ya ha sucedido». Sentí una oleada de alivio. Encontré una rama rota, se la alargué y la arrastré hasta un lugar seguro. La acuné entre mis brazos y la besé, y ella…

—¡Chris!

Su lamento me hizo girarme. Consternado, vi cómo se deslizaba hacia el borde.

Olvidé todo y me tiré hacia el saliente para llegar hasta ella derrapando, sin dejar de mirar su pálida faz mientras resbalaba.

—Sálvame, Chris —rogó—. Sálvame. Por favor, ¡Chris!

Grité horrorizado cuando desapareció por el borde, fuera de la vista. Su chillido fue terrible.

—¡Ann! —vociferé.

* * *

Me desperté de repente, con el corazón a punto de salirme por la boca. Me senté a toda prisa y miré alrededor.

Katie seguía al lado del sofá, sin dejar de mover la cola, y me miraba de una forma que solo podía definir como preocupada. Le puse la mano sobre la cabeza.

—No pasa nada —murmuré—. Solo un sueño. He tenido un sueño.

Creo que, de algún modo, comprendió lo que le decía.

Me coloqué la mano en el pecho y constaté el acelerado latir de mi corazón. ¿Por qué había tenido ese sueño? ¿Y por qué había terminado tan diferente a como lo había hecho en realidad? La cuestión me atormentaba, por lo que me levanté, miré alrededor y pronuncié el nombre de Albert.

Quedé estupefacto ante la instantánea entrada de Albert en la habitación (y, Robert, no exagero al decir que fue instantánea). Sonrió al ver mi reacción, hasta que se fijó un poco más y vio que me hallaba algo desazonado, por lo que me preguntó qué era lo que pasaba.

Le conté el sueño y le pregunté qué significaba.

—Supongo que lo más probable es que se trate de un «residuo» simbólico —aventuró.

—Espero no tener más —reconocí entre temblores.

—Se pasarán —me aseguró.

Recordé que Katie estaba a mi lado cuando me desperté, así que se lo mencioné a Albert.

—Tengo la extraña sensación de que comprende lo que digo y siento —le comenté.

—Hay cierto entendimiento entre los dos —replicó a la par que se inclinaba para palmearle la cabeza—. ¿No es verdad, Katie?

El animal movió la cola con alegría mientras le miraba a los ojos.

Forcé una sonrisa.

—Cuando dijiste que pensara en ti y aparecerías, no bromeabas.

Me sonrió y se enderezó.

—Así es como funciona aquí —me contó—. Cuando quieres ver a alguien, solo tienes que pensar en él y aparece. Si desea estar aquí, por supuesto, como yo he deseado estarlo contigo. Teníamos química tú y yo. A pesar de haber estado separados durante años, nos hallamos en la misma longitud de onda, por decirlo así.

Parpadeé, sorprendido.

—¿Qué has dicho? —pregunté.

Lo repitió de nuevo y abrí la boca de par en par.

—No mueves los labios —dije.

Se rió al verme la expresión de la cara.

—¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora?

—Porque antes no lo hacía —me respondió. Los labios no se movieron.

Lo contemplé, confuso.

—¿Cómo puedo oír tu voz si no hablas? —pregunté.

—De la misma manera que yo oigo la tuya.

—¿Tampoco muevo los labios?

—Charlamos mediante la mente —respondió.

—Increíble —exclamé. Pensé lo que exclamé.

—En realidad, hablar propiamente aquí es difícil —me explicó—. Pero la mayoría de los recién llegados no se da cuenta hasta que pasa cierto tiempo.

—Increíble —repetí.

—Y aun así eficiente —recalcó—. El lenguaje es más una barrera para la comprensión que una ayuda. Además, a través del pensamiento somos capaces de comunicarnos en cualquier lenguaje sin necesidad de un intérprete. Por otro lado, no nos vemos limitados por las palabras y las frases. La comunicación se mejora gracias a emisiones de puro pensamiento.

»De hecho —continuó—, he llevado este aspecto para que no me rehuyeras. Si no te importa, adoptaré mi estilo habitual.

No tenía ni idea de lo que quería decir.

—¿De acuerdo? —preguntó.

—Claro —respondí—. No sé qué…

Debió de ocurrir en un parpadeo. Albert ya no vestía la camisa y pantalones blancos. En lugar de eso, llevaba puesta una túnica que adoptaba el mismo color que el aura que lo rodeaba. Le cubría el cuerpo entero y colgaba de manera elegante, sujeta por una cinta dorada a la altura de la cintura. Iba descalzo.

—Así —dijo—. Mucho más cómodo.

Lo estudié… de manera poco cortés, me temo.

—¿Tengo que llevar una así? —quise saber.

—En absoluto —respondió. No sé qué cara puse en ese momento, pero le resultó divertida—. La elección es tuya. Lo que prefieras.

Me miré. He de admitir que resultaba un tanto extraño el seguir vistiendo las mismas ropas que llevaba la noche del accidente. Aun así, no me veía con aquella túnica. Parecía demasiado… «espiritual» para mí.

—Y ahora —anunció Albert—, tal vez te gustaría conocer mejor el lugar donde estás.