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Los pensamientos son muy reales

Mi primera impresión cuando entré fue de absoluta realidad.

La habitación era inmensa, cubierta de paneles, decorada con un gusto impecable… e inundada de luz.

—No tenemos que preocuparnos por aprovechar la mañana o la luz de la tarde —me dijo Albert—. Todas las habitaciones reciben la misma cantidad de luz en todo momento.

Miré en derredor. No había chimenea. La habitación, sin embargo, parecía diseñada para tenerla.

—Podría tener una de quererlo —dijo Albert como si yo hubiera hablado en voz alta—. Algunos la tienen.

Sonreí al ver la facilidad con que leía mi mente. Nosotros sí tendríamos una chimenea. Como el par de fogones que tuvimos en nuestra casa. Solo por motivos estéticos; proporcionaban poco calor. Pero a Ann y a mí nos encantaba escuchar música delante de un fuego crepitante.

Me acerqué a una mesa tallada de forma exquisita y la examiné.

—¿La hiciste tú? —pregunté, impresionado.

—Oh, no —contestó—. Solo un experto podría crear algo tan bello.

Sin pensar, pasé un dedo sobre la superficie, aunque de inmediato traté de ocultar mi gesto. Albert se echó a reír.

—No encontrarás ni una mota de polvo —dijo—, puesto que aquí no hay erosión.

—A Ann le gustará un sitio así. —Siempre se preocupaba por que nuestra casa estuviera inmaculada, pero debido a las peculiaridades de California, limpiar el polvo le suponía mucho trabajo.

Sobre la mesa había un jarrón con flores: formas brillantes de rojo, naranja, púrpura y amarillo. Nunca había visto flores como esas. Albert sonrió.

—No estaban aquí. Fueron un regalo.

—¿No se morirán a pesar de que las hayan cortado?

—No, seguirán frescas hasta que pierda interés en ellas —respondió Albert—. Entonces se desvanecerán. —Sonrió de nuevo al ver mi cara—. De hecho, la casa entera lo haría si perdiera interés en ella y la abandonara.

—¿Adónde iría? —pregunté.

—A la matriz.

—¿La matriz?

—De vuelta a su origen para ser reutilizada —expuso—. Nada se pierde aquí, todo se recicla.

—Si la mente lo crea y la pérdida de interés lo elimina —razoné—, ¿posee una existencia intrínseca?

—Oh, claro —dijo—. La realidad siempre está supeditada a la mente.

Iba a preguntar más acerca del tema, pero me pareció todo muy confuso, así que preferí pasarlo por alto por ahora mientras seguía a Albert por su casa. Todas las habitaciones eran enormes, llenas de luz, y disponían de multitud de oquedades a modo de ventanas que ofrecían una maravillosa vista del paisaje.

—No veo ninguna casa más —apunté.

—Están ahí afuera —me aseguró Albert—. Ten en cuenta que aquí hay espacio de sobra.

Fui a comentarle la ausencia de una cocina y de baño cuando caí en ello. Los cuerpos que poseíamos no requerían de comida. Y puesto que no había nada de lo que deshacerse, los baños serían algo superfluo.

La sala que más me gustó fue el estudio de Albert. Cada pared estaba cubierta por una estantería que iba desde el suelo hasta el techo y que rebosaba libros finamente encuadernados. Unas cuantas sillas, mesas y un sofá completaban el mobiliario de la habitación.

Para mi sorpresa, advertí una balda donde se encontraban mis manuscritos, a los que reconocí por el título. Mi reacción pasó por diferentes estadios: primero sorpresa, como ya he dicho; luego cierto regocijo al verlos en casa de Albert; y luego disgusto al caer en la cuenta de que yo nunca llegué a encuadernarlos.

Por último, me embargó la vergüenza al percatarme de que demasiadas de mis obras trataban materias violentas o terroríficas.

—Lo siento —se disculpó Albert—. No pretendía molestarte.

—No es tu culpa. —Le quité hierro al asunto—. Soy yo quien los escribió.

—Aquí tendrás un montón de tiempo para escribir de cualquier otra cosa —me confortó. Estoy seguro de que solo fue la amabilidad la que le impidió añadir «mejor».

Me señaló el sofá y me hundí en él cuando Albert se acomodó en una de las sillas. Katie se sentó al lado de mi pierna derecha. Mientras charlábamos, acariciaba su cabeza.

—Llamaste a este lugar Cosecha. ¿Por qué?

—Porque la semilla que un hombre planta en vida crea la cosecha que segamos aquí —respondió—. En realidad, su auténtico nombre, si quieres hablar con propiedad, es «la tercera esfera».

—¿Por qué?

—Es complicado explicarlo —reconoció Albert—. ¿Por qué no esperamos a que hayas descansado?

«Extraño», pensé. ¿Cómo sabía que había empezado a sentirme rendido? Yo fui consciente en aquel preciso momento.

—¿Cómo puede ser? —inquirí, puesto que no me cabía duda que entendería mi pregunta.

—Has sufrido una experiencia traumática —me dijo—. Y descansar entre períodos de actividad es lo natural; tanto aquí como en la Tierra.

—¿Tú también te cansas? —pregunté sorprendido.

—Bueno, tal vez no me canse en el sentido estricto de la palabra —dijo Albert—. Pronto te darás cuenta de que aquí no se cansa uno demasiado. Sin embargo, para refrescarse hay períodos de descanso mental. —Señaló el sofá—. ¿Por qué no te echas un rato?

Lo hice y observé el techo de vigas vistas. Luego, después de un rato, miré mis propias manos. Solté una expresión de incredulidad.

—Parecen tan reales… —exclamé.

—Lo son —replicó—. Tu cuerpo carece de fibra, pero tampoco es de vapor. Digamos que es fruto de una mejor manufactura que el cuerpo que has dejado atrás. Aún cuenta con un corazón y unos pulmones con los que respirar aire, y que purifican tu sangre. El pelo sigue creciendo en tu cabeza, y aún tienes dientes y dedos… y uñas en los dedos de los pies.

Los párpados se me iban cerrando.

—¿Las uñas dejan de crecer igual que la hierba? —pregunté.

Albert se rió.

—Tendré que comprobarlo —dijo.

—¿Y qué pasa con mi ropa? —quise saber. Cerré los ojos por un instante y luego los volví a abrir.

—Son tan reales como tu cuerpo —me aseguró Albert—. Todo el mundo… excepto ciertos indígenas, tiene grabado en su mente que las ropas son indispensables. Tal convicción les acompaña aún en la muerte.

Cerré los ojos otra vez.

—Es difícil comprender todo esto —confesé.

—¿Todavía crees que es un sueño?

Abrí los ojos y lo miré.

—¿También sabes eso?

Sonrió.

Miré la habitación.

—No, ahora ya no —dije. El sueño me vencía—. ¿Qué harías si así fuese?

—Siempre hay maneras —dijo—. Cierra los ojos mientras hablamos. —Sonrió al verme dudar—. No te preocupes, te volverás a despertar. Y Katie no te abandonará, ¿verdad, Kate?

La miré. Movió la cola y luego se echó con un suspiro al lado del sofá. Albert colocó una almohada bajo mi cabeza.

—Así —dijo—. Cierra los ojos.

Lo hice. Bostecé.

—¿Qué maneras? —murmuré.

—Bueno… —Lo oí sentarse en la silla—. Te pediría que recordaras algún familiar fallecido y luego te conduciría hasta él. Te podría recordar los detalles de lo que ocurrió justo antes de tu muerte. En un caso extremo, te volvería a llevar a la Tierra y te enseñaría cómo discurre la vida sin ti.

A pesar de la somnolencia, reabrí los ojos y lo miré.

—Dijiste que no podía volver —le eché en cara.

—Y no puedes. Solo.

—Entonces…

—Solo como observadores, Chris —dijo—. Lo que te produciría una terrible frustración. No serías capaz de ayudar a tu mujer, solo de ser espectador de su tristeza.

Suspiré, descontento.

—¿Ann estará bien, Albert? —pregunté—. Me preocupa mucho.

—Lo sé —me aseguró—, pero no puedes hacer nada. Cierra los ojos.

Los cerré de nuevo y, por un instante, me pareció ver su adorable rostro frente a mí: aquellos rasgos juveniles, sus ojos castaños.

—Cuando la conocí, sus ojos me fascinaron —pensé en voz alta—. Me parecían enormes.

—La conociste en la playa, ¿verdad?

—En Santa Mónica, en 1949 —respondí—. Me había mudado de Brooklyn a California. Por aquel entonces yo trabajaba en Douglas Aircraft de cuatro a doce de la noche. Después de escribir durante toda la mañana, iba a la playa un par de horas.

»Aún recuerdo el traje de baño que llevaba aquel día. Era azul claro, de una sola pieza. La estuve observando, pero no sabía qué decirle. Nunca había hecho algo así. Al final me decidí por el clásico «¿Tienes hora?». —Sonreí al rememorar su reacción—. Se rió de mí al señalar un edificio de Santa Mónica que tenía un reloj. Así que tuve que pensar en otra cosa.

Me removí en el sofá.

»Albert, ¿no hay nada que pueda hacer para ayudarla?

—Dedícale tus pensamientos —me dijo.

—¿Eso es todo?

—Es más de lo que piensas, Chris. Los pensamientos son muy reales.