8
En casa de Albert

La idea me pasó por la cabeza en ese instante. No sé por qué no se ocurrió antes, excepto, quizá, porque me habían pasado tantas cosas sorprendentes a las que mi mente se tenía que ajustar que no había tenido tiempo para planteármelo hasta entonces.

—Mi padre —dije—. Tus padres. Nuestros tíos y tías. ¿Están aquí?

—Este es un lugar enorme, Chris —me respondió con una sonrisa—. Si te refieres a si han sobrevivido, sí, lo han hecho.

—¿Dónde están?

—Tendría que comprobarlo —me respondió—. Los únicos de los que estoy seguro son de mi madre y del tío Sven.

Un sentimiento de alegría me invadió cuando oí mencionar el nombre del tío. Lo recordaba a la perfección: aquella cabeza calva y brillante, aquellos ojos relucientes que centelleaban tras sus gafas de concha, su voz alegre, su incombustible sentido del humor…

—¿Dónde está? —quise saber—. ¿A qué se dedica?

—A la música —respondió Albert.

—Por supuesto —sonreí de nuevo—. Siempre amó la música. ¿Puedo verlo?

—Claro. —Albert me devolvió la sonrisa—. Lo prepararé todo en cuanto te hayas aclimatado a esto.

—Y a tu madre también —añadí—. Nunca la llegué a conocer muy bien, pero me apetece volver a verla.

—También me ocuparé de eso —me aseguró Albert.

—¿Qué querías decir antes con eso de que tendrías que comprobarlo? —pregunté—. ¿Las familias no continúan juntas?

—No tiene por qué ser así —me explicó—. Los lazos en la Tierra tienen aquí menos significado. Las relaciones de pensamiento, no las de sangre, son las que cuentan.

De nuevo me asaltó un sentimiento de sobrecogimiento.

—Tengo que contarle a Ann todo esto —dije—. Hacerle saber dónde estoy… Que todo va bien. Es lo que más deseo.

—No hay forma posible de hacer eso, Chris —me dijo Albert—. No puedes llegar hasta ella.

—Pero estuve a punto.

Le relaté cómo conseguí que Marie escribiera mi mensaje.

—Ambos debéis de poseer una gran afinidad —me dijo—. ¿Se lo enseñó a tu mujer?

—No —agité la cabeza—. Pero lo intentaré de nuevo.

—Ahora ya estás más allá de todo eso —aseveró.

—Pero tengo que decírselo.

Me puso una mano sobre el hombro.

—Pronto estará contigo —me dijo con tono amable.

No dije nada más. El mero pensamiento de no poder contactar con Ann era como soportar una enorme losa.

—¿Y qué pasa con la gente como Perry? —pregunté al recordarlo de repente. Se lo conté todo a Albert.

—Entonces estabais en el mismo nivel —dijo Albert—. Ahora ya no te percibe.

Tras ver mi expresión, Albert me pasó el brazo por el cuello.

—Acabará por venir aquí, Chris —dijo—. Te lo garantizo. —Sonrió—. Comprendo cómo te sientes. Es una persona encantadora.

—¿La conoces? —pregunté, sorprendido.

—A ella, a tus hijos, a Katie, a tu oficina, todo —replicó—. Llevo contigo más de veinte años. Veinte años contados según el patrón temporal de la Tierra.

—¿Llevas conmigo veinte años?

—La gente de la Tierra nunca se queda sola —explicó—. Siempre hay un guía para cada uno.

—¿Quieres decir que eras mi ángel guardián? —La frase sonó trillada y un poco ridícula, pero no se me ocurrió ninguna mejor.

—«Guía» es un mejor término —dijo Albert—. «Ángel guardián» es un concepto inventado por un hombre de tiempos antiguos. Captó la verdad acerca de los guías, pero malinterpretó su identidad debido a sus creencias religiosas.

—¿Ann también tiene uno? —pregunté.

—Por supuesto.

—¿Y su guía no puede hablarle de mí?

—Si ella se abre a tal comunicación, sí, sin problemas —me respondió, y supe que aquello no serviría de nada. Se hallaba aislada por su escepticismo.

Otro pensamiento me sobrevino, este debido al descubrimiento de que Albert había estado junto a mí durante décadas: una sensación de vergüenza al darme cuenta de que había sido testigo de mis actos menos honrosos.

—Estás en lo cierto —me dijo.

—¿Me estás leyendo la mente? —pregunté.

—Algo parecido —contestó—. No te avergüences de tu vida. Tus defectos han sido los mismos de millones de hombres y mujeres que son, en el fondo, buenas personas.

—Mis principales fallos han sido con respecto a Ann —aseguré—. No dejé de amarla nunca, pero le he fallado.

—Sobre todo cuando eras joven —me dijo—. Los jóvenes se preocupan demasiado de sí mismos como para comprender de verdad a sus parejas. La propia carrera profesional es bastante como para dejar a un lado la capacidad de compresión. Así fue en mi vida. Nunca tuve la posibilidad de casarme porque crucé demasiado joven. Pero aun así no fui capaz de comprender ni a mi madre, ni a mi padre, ni a mis hermanas. ¿Cómo era la frase de esa obra? «Te lo dan con el territorio», Chris.

Me di cuenta de que él había muerto antes de que esa obra fuera escrita. No lo mencioné porque seguía preocupado por Ann.

—¿No existe ninguna forma de comunicarme con ella? —le pregunté.

—Tal vez encontremos algo con el tiempo —dijo—. Por el momento, su incredulidad constituye una barrera inexpugnable. —Me quitó el brazo del hombro y me dio unos golpecitos en la espalda como muestra de apoyo—. Estará contigo en pensamiento —me aseguró—. Cuenta con ello.

—No tendrá que pasar por lo que yo he pasado, ¿verdad? —pregunté, inquieto.

—No es probable —respondió—. Las circunstancias son diferentes. —Me sonrió—. Además, la tendremos controlada.

Asentí.

—De acuerdo. —Sus palabras no me habían aportado demasiada tranquilidad, pero consiguieron que me olvidara por el momento del asunto. Miré alrededor, y entonces le solté que tenía que ser un excelente jardinero.

—Tenemos jardineros aquí —me dijo, sonriendo—. Pero no cuidan de los jardines. No necesitan de cuidados.

—¿Ninguno? —La revelación me sorprendió de nuevo.

—Siempre hay la misma humedad —me comentó—. La temperatura se mantiene a un nivel estable, no existen las tormentas o los vientos violentos. El crecimiento de las plantas no es incontrolado.

—¿Ni siquiera se ha de recortar el césped? —pregunté, al recordar las cortadoras que teníamos en Hidden Hills y lo a menudo que Richard primero, e Ian después, tenían que segar.

—A esta altura deja de crecer —me indicó Albert.

—Dices que no hay tormentas —continué, en mi intento por concentrarme en algo aparte de Ann—. Ni nieve ni lluvia. ¿Y entonces qué pasa con la gente a la que le gusta la nieve? Esto no sería el cielo para ellos. ¿Y qué ocurre con los colores del otoño? A mí me encantan. Y a Ann también.

—Y hay lugares donde los verás —afirmó—. Tenemos todas las estaciones en diferentes lugares.

Le pregunté acerca del flujo de energía que había sentido en el tronco, en la brizna de hierba, las flores y el agua.

—Todo aquí emite una energía beneficiosa —respondió.

La estampa de Kate, sentada con expresión de satisfacción a mi lado, me hizo sonreír, y me arrodillé para acariciarla.

—¿Ha estado aquí contigo hasta ahora?

Albert asintió y sonrió al mismo tiempo.

Estuve a punto de comentar algo sobre lo mucho que Ann la había echado de menos, pero me contuve. Katie había sido su compañera inseparable. Adoraba a Ann.

—Aún no has visto mi casa —soltó Albert.

Me levanté y, mientras nos dirigíamos a su hogar, le mencioné la ausencia de ventanas y puertas.

—No las necesito —dijo—. Nadie entraría con malas intenciones, aunque todo el mundo es bienvenido.

—¿Todos viven en casas así?

—Viven como vivían en la Tierra —respondió—. O como desearían haber vívido. Nunca tuve una casa como esta, como bien sabes. Aunque siempre soñé con ella.

—Ann y yo también.

—Entonces tendréis una así.

—¿La tendremos que construir? —pregunté.

—No con herramientas —contestó—. Yo construí esta con mi vida. —La señaló—. No era así cuando llegué —me dijo—. Al igual que las habitaciones de mi mente, las de la casa no eran tan atractivas. Algunas estaban patas arriba, el aire que se respiraba en ellas estaba viciado, o resultaban demasiado oscuras. Y en este jardín, mezcladas entre las flores y los matojos, había plantas que yo había cultivado en vida.

»Me llevó cierto tiempo reconstruirla —me dijo, y sonrió al rememorarlo—. Tuve que imaginarla de nuevo, que imaginarme a mí mismo, detalle a detalle. Una sección de pared aquí, el suelo de allí, una puerta, muebles.

—¿Cómo lo hiciste? —quise saber.

—Con la mente —respondió.

—¿A todo el mundo le espera una casa cuando llega?

—No, la mayoría se construyen después —respondió—. Con algo de ayuda, por supuesto.

—¿Ayuda?

—Existen grupos de construcción —me explicó—. Grupos de gente habilidosos en esta materia.

—¿Pero ellos también usan su mente?

—Siempre se usa la mente —dijo—. Todas las cosas empiezan en el pensamiento.

Me paré un momento y estudié la casa que se cernía sobre nosotros.

—Es tan… de la Tierra… —comenté.

Él asintió con una sonrisa.

—No nos distanciamos tanto de nuestros recuerdos de la Tierra como para desear algo demasiado diferente a lo que tuvimos allí. —Realizó un gesto de bienvenida—. Pero no te quedes ahí afuera, Chris.

Entramos en casa de Albert.