Abrí los ojos y miré arriba. Por encima de la cabeza vi el follaje verde y, a su través, el cielo azul. No había rastro de la niebla. El aire estaba limpio. Lo aspiré. Poseía un olor frío, revitalizados. Sentí una suave brisa contra mi rostro.
Me incorporé y eché un vistazo a mi alrededor. Había estado tumbado sobre un campo de hierba. El tronco del árbol contra el que me apoyaba se situaba al lado. Alargué la mano y aprecié su corteza. Y algo más: una clase de energía que brotaba de él.
Luego acaricié la hierba. Alguien la había cuidado con mimo. Aparté un manojo y examiné el suelo. Su color contrastaba con el de la hierba. No había maleza de ningún tipo.
Extraje una brizna y la apreté contra la mejilla. Percibí un diminuto flujo de energía proveniente de ella. Inspiré su delicada fragancia, luego me la metí en la boca y la mastiqué como hacía cuando era un chaval. Nunca saboreé una hierba como esa de pequeño.
En ese instante me di cuenta de que no había sombras. Me sentaba bajo un árbol, pero no a su sombra; no tenía. No sabía por qué. Dirigí mi vista hacia el sol.
No había ninguno, Robert. Había luz, pero no sol. Miré hacia todos lados, confuso. Según mis ojos se acostumbraban a la luz, divisé el horizonte. Nunca había visto tal paisaje: una campiña revestida de verde, flores y árboles. A Ann le encantaría.
Lo recordé entonces. Ann estaba viva. ¿Y yo? Me levanté y apreté ambas palmas contra el tronco del árbol. Pisé con fuerza con el zapato. Yo estaba muerto. No había ninguna duda. Aun así estaba allí, en un cuerpo que sentía lo mismo, tenía el mismo aspecto e incluso vestía de la misma forma. Estaba allí, sobre el suelo, en el más tangible de los escenarios.
«¿Esto es la muerte?», pensé.
Estudié mis manos: los detalles de las líneas y surcos, las diferentes capas de piel. Examiné las palmas. Recuerdo haber leído un libro sobre quiromancia en una ocasión, solo por diversión, para hacerlo en las fiestas. Conocía mis manos a la perfección.
Eran iguales. La línea de la vida era tan larga como siempre. Una vez se la enseñé a Ann para decirle que no se preocupara, que viviría mucho tiempo. Nos reiríamos de ello ahora si estuviéramos juntos.
Le di la vuelta a las manos y me percaté de que la piel y las uñas mostraban el habitual color rosáceo. La sangre fluía en mi interior. Tuve que pellizcarme para asegurarme de que no soñaba. Coloqué la mano derecha delante de la nariz y la boca y sentí la respiración emanar de mis pulmones. Situé dos dedos contra el pecho hasta que encontré el punto justo.
El latido del corazón, Robert. Como siempre.
Percibí un destello de movimiento. Un exquisito pájaro de plumaje argénteo había aterrizado sobre el árbol. No daba impresión de tener miedo de mí.
«Este lugar es mágico —pensé. Me sentí confuso—. Si esto es un sueño, espero no despertar nunca más de él».
Me sobresalté cuando reparé en que un animal corría hacia mí: un perro. Por un momento no caí en la cuenta. Entonces fue cuando me percaté.
—¡Katie! —grité.
Corrió hacia mí tan rápido como pudo, mientras emitía esos gañidos de alborozo que llevaba años sin oír.
—Katie —suspiré. Caí de rodillas, y las lágrimas cayeron por mis mejillas—. La vieja Kate.
De repente estaba a mi lado, dando brincos, excitada, sin dejar de lamerme las manos. La rodeé con mis brazos. Kate, la vieja Kate. Apenas podía hablar. Se retorció contra mí, sin parar de gañir de alegría.
—¿Eres tú de verdad, Kate? —murmuré.
La miré con más detenimiento. La última vez que la había visto estaba en una caja en el veterinario: sedada, apoyada sobre su costado izquierdo, con los ojos perdidos en el infinito y los miembros contrayéndose en convulsiones que no podía controlar. Ann y yo habíamos ido a verla cuando nos llamó el doctor. Nos quedamos delante de la caja un rato, acariciándola, aturdidos e impotentes. Katie había sido nuestra compañera durante dieciséis años.
Ahora, allí estaba la Katie que recordaba de cuando Ian era pequeño: vibrante, repleta de energía, con ojos brillantes y esa graciosa boca que, abierta, daba la impresión de que estaba riéndose. La abracé con alegría y pensé en cuánto se alegrarían Ann y los niños de volver a verla, sobre todo Ian. La tarde que la perra murió, él estaba en el colegio. Esa tarde lo encontré sentado en la cama, con las mejillas rebosantes de lágrimas. Habían crecido juntos y ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirse de ella.
—Si pudiera verte ahora… —le dije a la vez que la abrazaba, encantado ante semejante reencuentro—. Katie, Katie. —Le acaricié la cabeza y el cuerpo y le rasqué las orejas, tan increíblemente blandas. Y entonces advertí en mí un sentimiento de gratitud hacia aquel poder que me la había traído de vuelta.
Ahora sabía que ese lugar era un lugar adorable.
* * *
Es difícil precisar cuánto tiempo estuvimos allí. Katie yacía a mi lado, con la cabeza apoyada en mi regazo. De vez en cuando se estiraba y suspiraba con complacencia. Continué acariciándole la cabeza, incapaz de renunciar al placer de verla. Deseé una y otra vez que Ann estuviera conmigo.
No fue hasta un rato después cuando me fijé en la casa.
Me pregunté cómo la había podido pasar por alto. Solo se alzaba a unos cuantos cientos de metros más allá. La clase de casa que Ann y yo habíamos planeado construir algún día: de madera y piedra, con ventanas enormes y un enorme porche desde el que contemplar el paisaje.
Aprecié una atracción hacia ella, no sé por qué. Comencé a acercarme y Katie me siguió a saltos.
La casa se elevaba en un claro rodeado de hermosos árboles: pinos, arces y abedules. No había paredes o verjas. Para mi sorpresa, no había puerta ni entrada, y lo que había tomado por ventanas no eran más que oquedades. También me percaté de la falta de tuberías, cables, cajas de fusibles, canales o antenas de televisión; la forma de la casa se ajustaba a la perfección con su entorno. Frank Lloyd Wright la habría aprobado. Sonreí, divertido.
—De hecho, la podía haber diseñado él, Katie —dije. Ella me miró y, durante un fugaz momento, tuve la impresión de que me entendía.
Nos dirigimos al jardín que se extendía al lado de la casa. En su centro se erguía una fuente hecha de lo que parecía ser piedra blanca. Me aproximé a ella y hundí las manos en el agua cristalina. Estaba fría y, al igual que con el tronco del árbol y la brizna de hierba, emitía un suave flujo de energía. Tomé un trago. Nunca antes había saboreado un agua tan refrescante.
—¿Quieres un poco, Kate? —pregunté a la vez que la miraba.
No hizo ningún movimiento, aunque tuve otra impresión: que ya no necesitaba agua. Me giré hacia la fuente y cogí un poco de agua con las manos ahuecadas; luego la usé para lavarme la cara. Las gotas resbalaron por las manos y por la cara como si yo mismo fuera impermeable.
Sorprendido por cada nueva faceta de este lugar, me encaminé junto a Katie hacia las flores y me incliné para olerlas. Lo sutil de su aroma me resultó encantador. Además, sus colores eran tan variados como los del arco iris, aunque más tornasolados. Ahuequé las palmas en torno a una flor dorada ribeteada de amarillo y un hormigueo trepó por mis brazos. Coloqué las manos alrededor de otra flor, y luego de otra, y de otra más. Cada una me recompensó con una corriente de delicada fuerza. Para mi sorpresa, me di cuenta de que también generaban sonidos suaves y armoniosos.
—¡Chris!
Me di la vuelta con rapidez. Un halo de luz relumbró en el jardín. Katie meneó la cola y yo miré hacia la luz. Mis ojos terminaron por acostumbrarse a la intensidad y entonces comenzó a disminuir. Hacia mí se aproximaba el hombre que había visto… ¿cuántas veces ya? No recordaba. No me había fijado en sus ropas hasta ahora: una camisa blanca de manga corta, pantalones holgados del mismo color y sandalias. Caminaba en mi dirección, sonriendo, con los brazos extendidos.
—Sentí tu cercanía a mi hogar y vine de inmediato —dijo—. Tú me hiciste, Chris.
Me abrazó con calidez y luego se retiró, sin dejar de sonreír. Lo miré.
—¿Eres… Albert? —pregunté.
—Correcto —asintió.
Era nuestro primo, Robert. Siempre lo llamamos Buddy. Tenía una pinta estupenda, como lo recordaba cuando yo tenía catorce años. Mejor dicho, incluso parecía más saludable.
—Te veo muy joven —comenté—. Como si no tuvieras más de veinticinco.
—La edad óptima —replicó. No lo entendí.
Cuando se inclinó para acariciar la cabeza de Katie y saludarla (me pregunté cómo es que la conocía), me fijé en algo que aún no he mencionado. Su forma se hallaba envuelta por una brillante radiación azul salpicada por luces de color blanco.
—¡Hola, Katie! Estás contenta de volver a verlo, ¿eh? —Le volvió a acariciar la cabeza y luego se irguió con una sonrisa.
—Te estás preguntando por mi aura —dijo.
—Sí —sonreí.
—Todo el mundo la tiene —me explicó—. Hasta Katie. —La señaló—. ¿No te has dado cuenta?
Miré a Katie, sorprendido. No me había dado cuenta… aunque ahora que Albert lo había mencionado, resultaba obvio. No era tan vívida como la suya, pero sí bien definida.
—Nos identifican —aclaró Albert.
—¿Dónde está la mía? —pregunté.
—Nadie ve la suya —me aseguró—. Nos inhibiría.
Tampoco lo entendí en esa ocasión, pero en ese momento había una pregunta cuya respuesta me urgía más.
—¿Por qué no reconocí que estaba muerto? —pregunté.
—La confusión te cegó —respondió—. Medio despierto, medio dormido. Es una especie de estado crepuscular.
—Fuiste tú quien me dijo en el hospital que no me resistiera, ¿verdad?
Asintió.
—Aunque luchabas tanto contra ello que no me escuchaste —recordó—. Luchabas por sobrevivir. ¿Te acuerdas de una forma vaga que se hallaba junto a tu cama? La veías aunque cerraras los ojos.
—¿Eras tú?
—Trataba de abrirme paso —me dijo—. Hacer que tu transición fuera menos dolorosa.
—Supongo que no te ayudé mucho.
—No te ayudaste a ti mismo. —Me palmeó la espalda—. Fue demasiado traumático para ti. Una lástima que no resultara más sencillo. Lo normal es que la gente sea recibida inmediatamente después.
—¿Y por qué yo no?
—No hubo forma de acercarse a ti —me explicó—. Estabas obsesionado con llegar hasta tu mujer.
—Tenía que hacerlo —me defendí—. Ann estaba aterrorizada.
Él asintió.
—Fue muy bonito, pero debido a eso quedaste atrapado en la zona fronteriza.
—Era algo horrible.
—Lo sé. —Me agarró el hombro para reafirmarme—. Podría haber sido peor. Te podrías haber quedado allí meses o años. Incluso siglos. No es tan infrecuente como parece. Si no hubieras pedido ayuda…
—¿Quieres decir que hasta que no pedí ayuda no pudiste intervenir?
—Lo intenté, pero me seguiste rechazando —me aclaró—. Solo cuando la intensidad de tu llamada disminuyó ese rechazo fui capaz de convencerte.
En ese instante me di cuenta; no sé por qué tardé tanto. Miré alrededor, asombrado.
—¿Entonces… esto es el cielo?
—Cielo. Paraíso. Summerland. Cosecha. Elige tú el nombre.
—¿Es… un país? ¿Un estado? —Me sentí estúpido al plantear la pregunta, pero tenía que hacerlo.
—Un estado de consciencia. —Me sonrió.
Miré al cielo.
—No hay ángeles —me quejé, bromeando solo en parte.
Albert se echó a reír.
—¿Se te ocurre algo más incómodo que unas alas que te salgan de la espalda? —me preguntó.
—¿Entonces no hay nada de eso? —De nuevo, me dio la sensación de parecer un poco ingenuo al formular mis interrogantes al respecto, pero la curiosidad se impuso.
—Los hay si crees en ellos —replicó, y su respuesta no sirvió para aclararme nada, sino todo lo contrario—. Como ya te he dicho, es un estado de consciencia. Como eso que pone en la pared de tu oficina: «Aquello en lo que crees se convierte en tu mundo».
Me quedé asombrado.
—¿Sabes eso? —pregunté.
Asintió.
—¿Cómo?
—Te lo explicaré a su debido tiempo —me prometió—. Por ahora solo quiero que te quede claro que aquello en lo que crees sí que se convierte en tu mundo. Y no solo se aplica en la Tierra, también aquí. De hecho, aquí incluso más, puesto que la muerte supone un reenfoque de la conciencia desde el plano físico al mental: una sintonización con los más altos campos de la vibración.
Tenía una somera idea de lo que quería decir, pero no estaba seguro del todo. Supongo que mi expresión lo dejó traslucir.
—¿Demasiado complejo? Míralo de este modo: ¿cambia la existencia de un hombre en algún aspecto cuando se quita su abrigo? Pues tampoco lo hace cuando la muerte le arrebata el abrigo que es su cuerpo. Sigue siendo la misma persona. No más sabio. No más feliz. No mejor. El mismo que ya era.
»La muerte es solo la continuación en otro nivel.