Busqué alejarme de la casa, ir adonde fuera, a cualquier otro sitio. Aun así, a pesar de que la pesadez de antes hubiera desaparecido, incluso aunque me sintiera mucho más fuerte, fui incapaz de huir. No había forma de salir de allí: la tristeza de Ann me mantenía anclado al sitio. Tendría que quedarme.
En cuanto pensé eso, me encontré de nuevo en la casa. El salón estaba vacío. Había pasado el tiempo. No estoy seguro de cuánto. La cronología quedaba fuera de mi alcance.
Me trasladé al salón. Ginger estaba tirada en el sofá, enfrente de la chimenea. Me senté a su lado. Ni siquiera se movió. Le acaricié la cabeza, pero no funcionó. Dormía profundamente. El contacto se había roto y yo desconocía la razón.
Me levanté con un suspiro de resignación y caminé hasta nuestro dormitorio. La puerta estaba abierta. Entré.
Ann descansaba sobre la cama y Richard se sentaba a su lado.
—¿Por qué no reconoces siquiera la posibilidad de que podía ser papá, mamá? —le preguntó—. Perry jura que estaba allí.
—No pienso hablar de eso nunca más —sentenció ella. Estaba llorando. Tenía los ojos rojos, y el contorno de los mismos mostraba los efectos de la hinchazón.
—¿Tan imposible te parece? —inquirió Richard.
—No me lo creo, Richard —le dijo ella—. Eso es todo.
Al ver la mirada de él, Ann continuó hablando.
—No dudo que Perry posea ciertos poderes. Pero no me ha convencido de que exista algo más allá de la muerte. No lo hay, Richard. Sé que tu padre se ha ido y que tenemos que…
No pudo terminar; su voz se ahogó en un sollozo.
—No hablemos más de ello, por favor —murmuró.
—Lo siento, mamá. —Richard bajó la cabeza—. Solo pretendía ayudar.
Ella le agarró la mano derecha y la sostuvo. La besó con delicadeza y la apretó contra la mejilla.
—Ya lo sé —murmuró—. Y ha sido un precioso detalle, pero… —Su voz se fue desvaneciendo hasta que Ann cerró los ojos—. Se ha muerto, Richard —dijo tras un momento—. Se ha marchado para siempre. No hay nada que podamos hacer al respecto.
—¡Ann, estoy aquí! —chillé.
Miré alrededor, airado. ¿No había nada a mi alcance para demostrárselo? Traté, en vano, de coger objetos del buró. Observé una caja pequeña y utilicé la voluntad para intentar moverla. Después de un rato bien largo, lo hizo unos milímetros, pero para entonces ya estaba exhausto.
—Dios mío. —Abandoné la habitación, apesadumbrado. En lugar de continuar por el pasillo, giré hacia la habitación de Ian guiado por un súbito impulso. Tenía la puerta cerrada. «Sin problemas», como a Richard le gustaba decir. La atravesé sin esfuerzo y la implicación de aquello me golpeó de repente: «Soy un fantasma».
Ian, sentado en su escritorio, hacía sus deberes. Probé a acariciar su cabello, pero, por supuesto, fue en vano. Gruñí ante la frustración. ¿Qué iba a hacer? No podía marcharme. El pesar de Ann me mantenía atado allí.
Estaba atrapado.
Me alejé de Ian y abandoné su habitación. Unos metros más adelante, me introduje en la habitación de Marie. Me sentí sucio. Atravesar las puertas me parecía un truco de lo más desagradable.
Mane también estaba sentada en su escritorio, redactando una carta. Me acerqué y la contemplé. Es una chica encantadora, Robert, alta, rubia y grácil. También talentosa; posee una deliciosa voz y sabe estar en un escenario. Se esforzaba mucho en la Academia de Artes Dramáticas para conseguir su sueño de triunfar en la carrera del teatro. Nunca he dudado de que lo conseguirá. Es una profesión difícil, pero ella es persistente. Tenía pensado establecer algunos contactos en el negocio para cuando terminara con su preparación. Ahora ya nunca lo haré. Algo más de lo que lamentarse.
Tras un rato, me fijé en lo que escribía:
Nunca nos vimos demasiado. Me refiero a nosotros dos, sobre todo en los últimos años. Fue mi culpa, no la suya. Se esforzó en que hiciéramos cosas juntos. Un día, una tarde… Él e Ian pasaban días enteros juntos: jugaban al golf, veían partidos, películas. Él y Richard salían a comer fuera y charlaban durante horas. Richard quería dedicarse a escribir y papá le apoyaba en todo momento.
Yo solo quedaba con él de cuando en cuando. Y siempre para hacer algo que me gustaba a mí: una obra de teatro, ver una película, asistir a un concierto. Antes de eso cenábamos y hablábamos. Me lo pasaba bien, pero ahora veo que no fue suficiente.
Aun así, siempre me sentí próxima a él, Wendy. Nunca dejó de preocuparse por mí, y se comportó de forma tolerante y comprensiva hasta el final. Me tomaba el pelo y tenía un maravilloso sentido del humor. Sé que me quería. A veces, me rodeaba con los brazos y me lo decía sin más, me decía que confiaba en que llegaría lejos. Yo le enviaba notas en las que le decía que era el «mejor papi» del mundo y que lo quería…, pero ahora desearía habérselo dicho más veces en persona.
Si pudiera verlo ahora… le diría: «Papi, gracias por todo».
Se paró y se frotó los ojos cuando las lágrimas cayeron sobre la carta.
—Me la voy a cargar —murmuró.
—Oh, Marie. —Puse la mano sobre su cabeza.
«Ay si pudiera sentirla —pensé—. Si ella sintiera mi toque y supiera lo mucho que la quería».
Volvió a escribir.
Lo siento, he tenido que parar para enjugarme las lágrimas. Es posible que tenga que hacerlo varias veces antes de acabar la carta.
También pienso en mamá. Papá significaba mucho para ella, y ella significaba mucho para él. Tenían una relación maravillosa, Wendy. Creo que nunca te he hablado de ello. Se amaban con locura. Excepto en lo que respectaba a nosotros, parecía que no necesitaban a nadie más salvo el uno al otro. No es que no tuvieran contacto con más personas. Les gustaba la gente y se relacionaban con los demás, ya lo sabes. Eran grandes amigos de tus padres. Pero era su propia relación lo que estaba por encima de todo.
Es gracioso. He hablado con un montón de chicos y casi todos tienen problemas al visualizar (incluso concebir) a sus padres haciendo el amor. Supongo que el sentimiento es universal.
Yo nunca tuve problemas con eso. A menudo los veía juntos (en la cocina, en el salón, en su dormitorio, en cualquier sitio) sosteniéndose el uno al otro, sin hablar, como un par de jóvenes amantes. A veces, hasta en la piscina. Y, siempre que se sentaban juntos (para lo que fuera: hablar, ver la televisión, cualquier cosa) mamá se apoyaba en papá y papá le rodeaba el cuello con el brazo para que ella colocara la cabeza contra su hombro. Hacían una pareja encantadora, Wendy. Ellos… Perdona, las lágrimas otra vez.
Otra pausa para secarme los ojos. De todas formas, no me resultaba difícil pensar en ellos haciendo el amor. Parecía lo más normal del mundo. Recuerdo todas las veces (después de que fuera lo suficientemente mayor como para ser consciente de ello, claro está) que había escuchado cerrarse con delicadeza la puerta de su dormitorio y el discreto clic del pestillo. No sé si les pasaría lo mismo a Louise, Richard o Ian, pero a mí siempre me hacía sonreír.
No es que no se pelearan. Eran gente normal, vulnerable, y los dos tenían un carácter fuerte. Papá ayudaba a mamá a encauzar el de ella, sobre todo después de su crisis… y, oh, Wendy, en todos estos años, la apoyó siempre. La ayudaba a exteriorizar su ira en lugar de mantenerla encerrada. Le decía que, si no había nadie, gritara hasta quedarse sin pulmones cuando conducía el coche. Una vez que lo hizo, Katie se asustó tanto que estuvo a punto de tener un ataque al corazón. Se sentaba atrás y mamá había olvidado que estaba allí.
Incluso, aunque se peleaban, sus riñas nunca llegaban muy lejos. Siempre acababan con un abrazo, un beso, una sonrisa, una risa. Sé que papá nos quería y que mamá nos quería. Pero existía una conexión especial entre ellos, una química diferente. Algo precioso. Algo que no se puede expresar con palabras.
Aunque eso no nos afectaba de manera negativa a nosotros. No nos daban de lado ni nada parecido. Nunca nos privaron de nada, siempre nos ofrecieron su amor y apoyo en aquello que intentamos o nos propusimos.
A pesar de ello, fue este singular elemento de su relación el que los conservó como una unidad de dos durante estos años cuando la familia pasó de ser una unidad de tres a seis. Tal vez no tenga sentido, pero es cierto. No puedo explicarlo. Solo confío en conseguir lo mismo en mi matrimonio. Sea lo que sea, también te deseo que lo tengas tú en el tuyo.
La prueba de lo que te digo es que comencé esta carta hablando de papá, pero terminé hablando de papá y mamá. Porque me resulta imposible hablar de él sin mencionarla a ella también. Son un dúo inseparable. Ese es el problema. No la puedo visualizar a ella sin él. Es como si algo completo se hubiera separado y ninguna de las mitades funcionara bien. Como si…
Entonces me di cuenta de algo.
Desde la segunda mitad de la carta, había adivinado las palabras antes de que las escribiera.
La idea me asaltó de inmediato.
«Marie —pensé—. Escribe lo que te diga. Escribe estas palabras».
—Ann, soy Chris. Existo.
Fijé la vista en ella y continué repitiendo las palabras «Ann, soy Chris. Existo» una y otra vez, mientras me concentraba en la mente de Marie. «Escríbelas», le dije. Repetí las palabras que quería que escribiera. «Escríbelas». Repetí las palabras. «Escríbelas». Repetí las palabras. «Escribe», repetí. «Escribe», repetí. Una decena de veces y luego más y más. «Escribe: Ann, soy Chris. Existo».
Me concentré tanto en lo que hacía que pegué un brinco cuando Marie boqueó de repente y apartó la mano del escritorio. Tanto Marie como yo examinamos el papel al mismo tiempo.
Había escrito en el papel: «Annsyocris… exsto».
—Enséñaselo a mamá —le ordené. Me concentré en las palabras—: «Enséñaselo a mamá, Marie. Ahora». —Se lo repetí con rapidez.
Marie se levantó y se dirigió al pasillo, con el papel en la mano.
—Eso es, eso es —dije—. «Eso es» —pensé.
Atravesó el pasillo y se giró hacia la puerta de nuestro dormitorio. Allí se paró. Yo hice lo mismo. ¿A qué esperaba?
Miró dentro, donde estaban Ann y Richard. Ann aun sostenía la mano de él contra su mejilla. Tenía los ojos cerrados, parecía dormida.
—Dáselo —le ordené a Marie. Sonreí al escuchar el sonido de mi voz—. «Dáselo» —repetí con la mente—. Enséñaselo a mamá y a Richard.
Marie se quedó quieta, observando a Richard y Ann, con expresión incierta.
—Vamos, Marie —la animé, tenso de nuevo—. «Marie, dáselo. Deja que lo vean».
Se alejó.
—¡Marie! —grité—. «¡Dáselo!» —grité con mi mente. Ella dudó, luego se giró en dirección a nuestro dormitorio—. «Eso es, dáselo a ella —pensé—. Dáselo. Ahora».
Permaneció inmóvil.
«Marie —rogué a través de mi mente—, por el amor de Dios, dáselo a tu madre».
De repente, se volvió hacia su habitación y se encaminó a ella con grandes zancadas, pasando a mi lado. Yo me giré en redondo y corrí tras ella.
—¿Qué es lo que haces? —chillé—. ¿No has oído…?
La voz me falló cuando ella arrugó la hoja de papel y la tiró a la papelera.
—¡Marie! —exclamé. La miré, asombrado. ¿Por qué había hecho algo así?
Ahora lo sé, Robert. No era demasiado complicado de entender. Pensó que era su subconsciente el que le había jugado una mala pasada. No quería que Ann sufriera más de lo que ya lo había hecho. Fue por amor. Pero supuso tirar a la basura mi última oportunidad de comunicarle a Ann mi situación.
Una ola de desconsuelo paralizante me sacudió de arriba abajo. ¡Dios mío, tenía que ser un sueño! ¡No podía ser real!
Parpadeé. Bajo mis pies, vi la placa: «Christopher Nielsen/ 1927—1974». ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Nunca te has montado en el coche y tras un rato te has preguntado cómo has llegado tan lejos a pesar de no recordar apenas la travesía? Tuve la misma sensación. Excepto porque no sabía lo que hacía allí.
No tardé en descubrirlo. Mi mente había gritado: «¡No puede ser real!», y esa mente sabía que había una forma de averiguarlo. No hace mucho estuve a punto de hacerlo, pero algo lo evitó. Ahora no. Solo existía una forma de descubrir si esto se trataba de un sueño o no. Me hundí en el suelo. Presentó la misma resistencia que las puertas. Me hundí en la negrura. Solo había una manera de estar seguro. Vi el ataúd justo delante de mí. ¿Cómo era capaz de ver en la oscuridad?, me pregunté. Decidí pasarlo por alto de momento. Solo una cosa importaba: averiguar lo que ocurría. Me metí en la caja.
Mi grito de horror reverberó en los confines del cementerio. Me quedé petrificado ante la visión de mi cadáver. Había empezado a mostrar los signos del deterioro. Mi cara daba la impresión de haberse convertido en una máscara estirada, congelada en una mueca execrable. La piel se pudría, Robert. Los gusanos… No, será mejor ahorrarse eso. No tiene sentido provocarte la misma repulsión que yo sentí en ese instante.
Cerré los ojos, y, sin dejar de gritar, me alejé de allí. Una frialdad húmeda me rodeó. Abrí los ojos y miré alrededor. Había vuelvo la niebla, esa niebla gris que giraba en remolinos y de la que no podía escapar.
Comencé a correr. Aquello tendría que tener un final. Cuanto más corría, más densa se hacía la niebla. Me giré y corrí en dirección contraria, pero no sirvió de nada. La niebla siguió haciéndose más densa, sin importar lo mucho que corriera. Apenas veía a unos centímetros de mi nariz. Sollocé. ¡Vagaría en esa niebla para siempre!
—¡Ayuda! ¡Por favor! —aullé.
Una figura emergió de entre las tinieblas; el hombre al que ya había visto. Me sentí como si lo conociera ya, aunque su cara no me sonaba. Corrí hacia él y lo agarré del brazo.
—¿Dónde estoy? —pregunté.
—En un lugar ideado por tu propia mente —replicó.
—¡No lo entiendo!
—Tu mente te ha traído aquí —respondió—. Tu mente te retiene aquí.
—¿Tengo que seguir aquí?
—En absoluto —me aseguró—. Puedes marcharte cuando quieras.
—¿Cómo?
—Concéntrate en lo que hay más allá de la niebla.
Iba a enunciar otra pregunta cuando sentí que la tristeza de Ann tiraba de mí de nuevo. No la podía dejar sola. No podía.
—Te deslizas —me advirtió el hombre.
—No puedo dejarla —le espeté.
—Tienes que hacerlo, Chris —replicó—. Tienes que seguir adelante o seguir así para siempre.
—No puedo dejarla —repetí.
Parpadeé y miré en derredor. El hombre se había marchado. Tan rápido que creí que había sido fruto de mi mente.
Me hundía en el frío y húmedo suelo, inerte y miserable. «Pobre Ann», pensé. Tendría que comenzar una nueva vida. Todos nuestros planes se habían ido al garete. Los lugares que visitar, los proyectos que habíamos planeado. Escribir juntos una obra de teatro que aunara sus recuerdos y su perspicacia con mis habilidades literarias. Comprar una parcela en los bosques donde ella fotografiara la flora y la fauna autóctona y yo escribiera sobre ello. Comprar una caravana y pasarnos un año conduciendo por el país para admirar cada detalle. Viajar a los lugares de los que siempre hablábamos, pero que nunca habíamos visto. Estar juntos, disfrutar de la vida y de la compañía del otro.
Todo había terminado. Ella estaba sola. Le había fallado. Debería haber seguido viviendo. Era mi culpa haberme dejado morir. Había sido un estúpido y un temerario. Ahora estaba sola. No me merecía su amor. Había malgastado muchos momentos en vida en los que podíamos haber estado juntos. Y yo acababa de tirar por la borda el tiempo que nos quedaba.
La había traicionado.
Cuando más pensaba en ello, más me deprimía. ¿Por qué no tenía razón ella?, pensé con amargura. Hubiera preferido que la muerte fuera un final, un término. Cualquier cosa habría sido mejor que esto. Me sentí desesperanzado, vacío. No tenía sentido sobrevivir. ¿Por qué seguir? Era fútil y vano.
No sé cuánto tiempo pasé sentado dándole vueltas a esas ideas. Me dio la impresión de ser una eternidad, Robert…, yo solo allí, abandonado en aquella niebla fría y mucilaginosa, hundido en un pesar abyecto.
Solo después de mucho, mucho tiempo, cambié de perspectiva. Solo después de mucho, mucho tiempo recordé lo que el hombre me había dicho: que podía abandonar este lugar con tal de concentrarme en lo que había más allá. ¿Y qué era lo que había más allá?
¿Importaba?, pensé. Fuera lo que fuese, no podía ser peor que aquello.
«De acuerdo, entonces», me dije.
Cerré los ojos y visualicé un lugar mejor que este. Un lugar soleado, cálido, recubierto de hierba y árboles. Un lugar como los que elegíamos para acampar.
Terminé por reconstruir en mi mente un claro de secuoyas en la California septentrional, donde los seis (Ann, Louise, Richard, Marie, Ian y yo) habíamos estado una tarde de agosto al caer la noche, sin emitir sonido alguno, solo apreciando el silencio de la naturaleza.
Me pareció que mi cuerpo palpitaba; adelante, hacia arriba. Abrí los ojos sorprendido. ¿Lo había imaginado?
Cerré los ojos e intenté visualizar aquel claro de nuevo.
Mi cuerpo palpitó otra vez. No había duda. Una presión increíble (delicada, pero insistente) se situó detrás de mí, empujándome. Mi respiración se hizo más y más rápida, hasta llegar a dolerme. Me concentré con más fuerza y el movimiento se aceleró. Hacia delante, hacia arriba. La sensación resultaba inquietante, pero gozosa al mismo tiempo. No quería perderla. Por primera vez desde el accidente, percibí un destello de paz en mi interior. Y el principio de una revelación, un descubrimiento asombroso.
Hay algo más.