Caminaba por la colina en dirección a nuestra casa. A ambos lados de la calzada, los falsos pimenteros eran sacudidos por el viento. Probé a olerlos, pero no fue posible. Por encima de mi cabeza, el cielo se había nublado. Va a llover, pensé. Me pregunté por qué estaba allí.
Atravesé la puerta principal como si fuera el aire. Entonces supe por lo que había venido.
Ann, Richard y Perry se sentaban en el salón. Supuse que Ian estaría aún en el colegio, y Marie en la academia en Pasadena.
Ginger yacía a los pies de Ann. En cuanto entré en el salón, levantó la cabeza de forma abrupta y clavó los ojos en mí, a la vez que erizaba las orejas. No hubo ni un ruido esta vez. Perry, acomodado en el sofá al lado de Richard, se giró y me miró.
—Ha vuelto —anunció.
Ann y Richard se dieron la vuelta de inmediato en mi dirección, pero supe que no me veían.
—¿Tiene el mismo aspecto? —inquirió Richard con impaciencia.
—Igual que en el cementerio —respondió Perry—. Tenía el mismo aspecto que el día del accidente, ¿verdad?
Richard asintió.
—Sí. —Miró a Ann; yo tenía la mirada fija en ella—. ¿Mamá? ¿Ves cómo…?
—No, Richard —le cortó con voz calmada, pero firme.
—Pero papá vestía como la noche del accidente —insistió Richard—. ¿Cómo iba Perry a saberlo si él…?
—Nosotros lo sabemos, Richard.
—No lo sé por ustedes, señora Nielsen, de eso puede estar segura —le aseguró Perry—. Su marido está aquí a nuestro lado. Mire a su perra. Ella sí que lo ve.
Ann echó un vistazo a Ginger y se puso a temblar.
—Claro —murmuró.
Tenía que conseguir que creyera.
—¿Ginger? —llamé al animal. Antes, siempre que pronunciaba su nombre su cola comenzaba a golpear contra el suelo. Ahora solo se acobardó, sin dejar de mirarme ni por un solo momento.
Crucé la habitación hacia ella.
—Vamos, Ginger —la animé—. Me conoces.
—Anda hacia usted, señora Nielsen —aseguró Perry.
—¿Le importaría…? —empezó a decir, pero entonces la voz se le quebró cuando Ginger se puso en pie y huyó de la habitación.
—Tiene miedo de él —explicó Perry—. No entiende lo que ocurre.
—¿Mamá? —rompió el silencio Richard. Qué bien conocía yo ese silencio contumaz. Me sentí compelido a sonreír, a pesar de su obcecación en no creer en mí.
—Le está sonriendo —dio Perry—. Parece comprender tu incapacidad para creer que está aquí.
La expresión de Ann se volvió a agriar.
—Estoy segura de que a ti te parece obvio que yo debería creerlo. Pero no puedo… —Se quedó sin palabras y la respiración se le entrecortó—. ¿De… de verdad lo ves? —preguntó.
—Sí, Ann, sí. Lo hace —musité yo.
—Acaba de decir «sí, Ann, sí» —le confirmó Perry—. Lo puedo ver. Tiene el mismo aspecto que en el cementerio. Eso sí, no parece tan sólido. Pero es real. No entresaco la información de su mente. Soy incapaz de hacer tal cosa.
* * *
Ann apretó la palma de la mano izquierda contra sus ojos.
—Desearía creer —confesó con cierto aire desgraciado.
—Inténtalo, mamá —replicó Richard.
—Por favor, Ann —imploré.
—Sé que es difícil aceptarlo —continuó Perry—. Llevo toda mi vida viviendo con ello y ya lo doy por hecho. Veo descarnados desde que era un niño.
Lo miré con súbito disgusto. ¿«Descarnados»? La palabra me hacía parecer un monstruo.
—Lo siento —se disculpó Perry con una sonrisa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Richard a la vez que Ann bajaba la mano para estudiar con curiosidad a Perry.
—Me ha fruncido el ceño —explicó Perry, sonriendo—. Debo de haber dicho algo que no le ha gustado.
Richard volvió a mirar a Ann.
—¿Entonces qué, mamá? —quiso saber.
Ella suspiró.
—No lo sé.
—¿Qué daño puede hacer?
—¿Que qué daño? —Ella lo miró, incrédula—. ¿El albergar la esperanza de que tu padre aún exista? Ya sabes lo que significaba él para mí.
—Señora Nielsen… —comenzó a decir Perry.
—No creo en la vida después de la muerte —lo interrumpió Ann—. Creo que, cuando morimos, morimos, y ese es el fin definitivo. Ahora quieres que…
—Señora Nielsen, se equivoca —aseguró Perry. A pesar de que en aquel momento él estaba de mi lado, me sentí ofendido por su tono agresivo—. Su marido se encuentra justo enfrente de usted. ¿Cómo sería posible si no hubiera sobrevivido?
—No lo veo —rebatió Ann—. Y no voy a creerlo solo porque tú digas que está ahí.
—Mamá, Perry ha sido puesto a prueba por la UCLA —terció Richard—. Y siempre ha salido con éxito.
—Richard, no estamos hablando de pruebas de colegio. ¡Hablamos de papá! ¡El hombre al que amábamos!
—¡Con mayor motivo entonces! —replicó Richard.
—No. —Ann negó con la cabeza—. No puedo creerlo. Si lo hiciera y descubriera que era falso, me moriría. Me mataría.
«Oh, no», pensé con súbita desazón. Una vez más, me sobrevino un cansancio extenuante. No tenía ni idea si lo causaba el rechazo de Ann a creer, o su pesar. Solo sabía a ciencia cierta que tenía que descansar otra vez. La visión se me enturbiaba por momentos.
—¿Por qué no lo intentas al menos, mamá? —le pidió Richard—. ¿Ni siquiera lo vas a intentar? Perry me ha dicho que podemos ver a papá si…
—Ann, tengo que ir a descansar un rato —dije. Sabía que no me escuchaba, pero aun así lo hice.
—Está hablando con usted, señora Nielsen —informó Perry—. Ahora se inclina sobre usted.
Traté de besar su cabello.
—¿Ha sentido eso? —preguntó Perry.
—No —respondió ella, tensa.
—Acaba de besar su pelo —le dijo él a Ann.
Se le cortó la respiración y se echó a llorar con suavidad. Richard se irguió como un resorte y fue hacia ella. Se sentó sobre el brazo de la silla de ella y la atrajo hacia sí.
—No pasa nada, mamá —murmuró. Miró a Perry de manera reprobadora—. ¿Tenías que decir eso? —preguntó.
Perry se encogió de hombros.
—Dije lo que él hacía, nada más. Lo siento.
El cansancio aumentaba con rapidez. Quería quedarme allí, situarme delante de Perry, dejar que me leyera los labios. Sin embargo, no contaba con la fuerza suficiente. Una vez más, aquella sensación irrefrenable abrumó mi cuerpo y me aparté de ellos. Tenía que descansar.
—¿Quiere saber lo que está haciendo ahora? —preguntó Perry. Su tono despedía una pizca de resentimiento.
—¿El qué? —Richard acariciaba el pelo de Ann, y su expresión daba a entender que estaba algo molesto.
—Camina hacia vuestra salita. Comienza a desvanecerse. Debe de estar perdiendo fuerza.
—¿Le puedes pedir que vuelva? —preguntó Richard.
No oí nada más. No sé cómo conseguí llegar hasta nuestro dormitorio. La transición es un recuerdo difuminado. De lo único que me acuerdo es de que pensé: «¿Porqué me canso si carezco de un cuerpo físico?».
* * *
Abrí los ojos. Oscuridad y silencio. Algo tiró de mí, y me obligó a ponerme en pie.
Aprecié la diferencia de inmediato. Si antes me había sentido pesado, ahora me encontraba tan ligero como una pluma. Casi me pareció flotar por la habitación y a través de la puerta.
La voz de Perry resonaba en el salón. Me pregunté lo que decía mientras flotaba hacia el vestíbulo trasero. ¿Habría accedido al fin Ann a la sesión de espiritismo? Confiaba en que fuera así. Todo lo que yo quería era consolarla.
Me moví por el salón hacia la salita.
De repente, me quedé congelado y miré horrorizado al salón.
Y me vi a mí mismo.
Mi mente no supo reaccionar. Me quedé petrificado ante la vista. Sabía que estaba donde estaba.
Aun así, también me encontraba en el salón. Vestido con ropas idénticas. Mi cara, mi cuerpo. Era yo, sin duda alguna.
¿Pero cómo era posible?
No estaba en ese cuerpo. Solo lo observaba. Sin apartar la vista de él, me acerqué. Aquel ser parecía un cadáver. No había ninguna expresión en su cara. Podría haber sido una figura mía en un museo de cera. Excepto porque se movía despacio, como un autómata sin cuerda.
Despegué los ojos de mi otro yo y examiné el salón. Ann estaba allí, con Richard, Ian y Marie. Perry hablaba con la figura. ¿Sería visible para todos?, me pregunté, disgustado. Resultaba una visión asquerosa.
—¿Dónde estás? —preguntó Perry.
Estudié la forma cadavérica. Los labios se agitaban levemente. Cuando hablaba, su voz no era la mía sino un murmullo hueco, sin vida.
—En el más allá.
Perry se lo comunicó a mi familia. Se volvió a dirigir a la figura.
—¿Me puedes describir el lugar donde estás?
La figura no habló. Cambió el peso de pierna; sus ojos parpadearon con lasitud. Al final habló.
—Frío.
—Dice que hace frío —les contó al resto Perry.
—Dijiste que seríamos capaces de verlo —recordó Marie con voz tirante.
Miré a Ann. Se sentaba en el sofá, entre Ian y Marie, y su cuerpo parecía haberse colapsado. Tenía la cara blanca (me recordó a una máscara) y contemplaba sus manos.
—Por favor, hazte visible para el resto —le pidió Perry a la figura. Incluso ahora, su tono sonaba tajante.
—No —respondió la figura al mismo tiempo que negaba con la cabeza.
No sé cómo lo supe, pero lo supe. La figura no hablaba por sí misma. Solo respondía a lo que la mente de Perry le suministraba. No era yo en ningún aspecto. Solo un títere que había construido con la fuerza de su voluntad.
Enfadado, me coloqué delante de Perry, bloqueando así la línea de visión con la figura.
—Detén esto —exigí.
—¿Por qué no te puedes manifestar? —preguntó.
Lo examiné. Ya no me podía ver. Su mirada me atravesaba y se centraba en mi efigie de cera. Igual que Ann había mirado a mi través.
Alargué el brazo y traté de agarrarlo por el hombro.
—¿Qué has hecho? —quise saber.
No era consciente de mi presencia. Siguió hablando con la figura mientras yo me giraba a Ann. Se inclinaba hacia delante, sin dejar de estremecerse, con ambas palmas apretadas contra la parte inferior de su cara, los ojos desencajados, la mirada perdida.
«Dios —pensé angustiado—. Ahora nunca lo sabrá».
La figura respondió con su voz muerta. La miré de nuevo, y la mera visión me repugnó.
—¿Estás feliz donde estás? —preguntó Perry.
—Feliz —respondió la figura.
—¿Tienes un mensaje para tu mujer?
—Estoy feliz —murmuró la figura.
—Dice que es feliz —le comunicó Perry a Ann.
Con un sonido amortiguado, Ann se puso en pie y salió corriendo de la habitación.
—¡Mamá! —Ian la siguió a toda prisa.
—¡No rompáis el círculo! —gritó Perry.
Marie se levantó, enfadada.
—¿Romper el círculo? ¡Eres un… capullo! —Y ella también fue detrás de Ian.
Miré a la figura que se sentaba en nuestro salón. Parecía un maniquí descolorido. Sus ojos eran los propios de un catatónico.
—Maldito seas —musité. Anduve hacia aquella cosa.
Para mi asombro, resultó que podía sentir su piel bajo mi mano. Estaba fría y muerta.
La repulsión me abrumó cuando aquello me agarró de los brazos y sus dedos helados me apretaron. Grité, horrorizado, y luché contra su presa. Combatía contra mi propio cadáver, Robert, tenía mi propia cara muerta a unos centímetros, y mis propios ojos muertos me contemplaban.
—¡Apártate! —grité.
—Apártate —repitió sin energía él.
—¡Maldito seas! —chillé. Aterrado y con el estómago encogido a causa de las náuseas, me liberé de su abrazo.
—¡Está cayendo! —gritó Perry. De repente, el ser aterrizó en el cojín de la silla en la que se sentaba—. Se ha ido —murmuró.
Así fue. En cuanto me solté, la figura se derrumbó sobre mí y luego se disolvió en el aire.
—Algo lo ha empujado —aseguró Perry.
—Por el amor de Dios, Perry. —La voz de Richard temblaba.
—¿Me podrías dar un vaso de agua? —preguntó Perry.
—Dijiste que lo veríamos —recordó Richard.
—¿Me das un vaso de agua, Richard? —volvió a pedir Perry.
Lo miré fijamente mientras Richard se levantaba e iba hacia la cocina. ¿Qué pasaba allí? ¿Cómo podía haber cambiado tanto su conducta?
Me giré hacia la cocina y escuché el gorgoteo de una botella de Sparklett al abrirse. ¿Cómo había llegado a relacionarse Richard con Perry? Estaba seguro de que solo pretendía ayudar, pero ahora las cosas se habían puesto peor que antes.
Me volví y me senté delante de Perry.
—Escucha —le ordené. Él no se movió, permaneció allí, encorvado, con aspecto enfermizo. Alargué la mano y le toqué el brazo, pero no reaccionó.
—¿Perry, qué te pasa? —exigí saber. Se removió, inquieto. Una idea me pasó por la cabeza y repetí la pregunta en mi mente.
Él frunció el ceño.
—Aléjate de mí —murmuró—. Se acabó.
—¿Se acabó? —Si pudiera haberlo estrangulado, lo habría hecho allí mismo—. ¿Qué pasa con mi mujer? ¿Se ha acabado también para ella?
—Se acabó —repitió entre dientes—. No hay más que hablar.
Comencé a pensar un nuevo mensaje, pero justo en el momento en que iba a empezar, me detuve. Se había cerrado, confinado su consciencia en un caparazón de voluntad.
Richard entró entonces y le dio a Perry un vaso de agua. Perry se lo bebió de un único trago y luego suspiró.
—Lo siento —dijo—. No sé qué ha ocurrido.
Richard lo miró con tristeza.
—¿Y qué pasa con mi madre? —preguntó.
—Podemos intentarlo de nuevo —afirmó Perry—. Estoy convencido de…
Richard lo paró con un sonido desagradable.
—Nunca volverá a intentarlo —aseveró—. No importa lo que le digas, ya no te creerá.
Me alcé y me alejé de ellos. Tenía que salir de allí. De repente, todo se me antojó diáfano. No había nada más que hacer. El pensamiento me abrumó.
«Desde este momento, mi presencia es inútil».