Flotar, quedar suspendido, elevarse, y luego descender hasta sumergirse en un vacío silencioso. ¿Sería así la sensación que experimentaría el niño aún no nacido? ¿El flotar en una lobreguez líquida?
No, en el vientre materno no habría llantos. Ni tampoco ese pesar que me oprimía. Murmuraba en mi sueño. Quería descansar, necesitaba descansar, pero también quería despertar por el bien de Ann.
—Cariño, no pasa nada —debí de repetir estas palabras cien veces antes de despertar.
Me costó abrir los ojos; las pestañas me pesaban.
Ella yacía a mi lado, dormida. Suspiré y le sonreí con dulzura. El sueño se había acabado y volvíamos a estar juntos. La miré a la cara. Su rostro me recordaba a la de una niña. Una niña cansada, una niña que había llorado hasta dormirse. Mi preciosa Ann. Quise tocarle la cara, pero mi mano pesaba como el acero.
Mis dedos desaparecieron dentro de su cabeza.
Se despertó de súbito, con aspecto alarmado.
—¿Chris? —dijo.
De nuevo ese instante de esperanza… roto cuando fue evidente que no me miraba a mí, sino a través de mí. Las lágrimas inundaron sus ojos. Encogió las piernas y apretó con fuerza la almohada entre sus brazos, a la vez que hundía la cara contra ella. Su cuerpo se agitaba a causa de los sollozos.
—No, cariño, no llores, por favor. —Yo también lloraba.
Habría vendido mi alma solo para que me viera, escuchara mi voz, recibiera mi consuelo y mi amor durante solo un minuto.
Sabía que sería imposible. Y también que la pesadilla aún no se había acabado. Aparté la vista de ella y cerré los ojos, desesperado por dormirme otra vez y escapar, dejar que las tinieblas me alejaran de ella. Su lamento me partía el corazón.
«¡Por favor, llévame de aquí! —rogué—. ¡Si no puedo consolarla, llévame de aquí!».
Sentí que mi mente descendía hacia las tinieblas.
Ahora sí que tenía claro que se trataba de un sueño. Tenía que serlo. Mi vida pasó ante mis ojos, una sucesión de fotos animadas. Me recordó algo. ¿No había experimentado esto antes, de manera más breve y confusa?
Esta vez no era tan confuso. Estaba sentado en un auditorio, viendo una película llamada Mi vida, desde el principio al final. No, corrige eso. Desde el final al principio. La película comienza con el choque (sea real o no) y sigue hasta mi nacimiento, con cada detalle magnificado.
No te relataré todos los detalles, Robert. No es la historia que quiero contar. Llevaría demasiado tiempo. La vida de cada hombre es un conjunto de episodios. Considera todos los momentos de tu vida, enumerados uno por uno y repletos de hasta el más mínimo detalle. Una enciclopedia de sucesos de veintidós volúmenes como poco.
No obstante, déjame contarte algo sobre esta sucesión de imágenes. Fue algo más que un «relampagueo ante mis ojos». Yo no era solo un espectador; eso se me hizo evidente de inmediato. Reviví cada momento desde una nueva perspectiva, experimentando y comprendiendo al mismo tiempo. El fenómeno fue sumamente vívido, Robert, cada emoción se multiplicó hasta alcanzar un nivel superior de consciencia.
La esencia de todo ello (esta es la parte importante) fue saber que mis pensamientos habían sido reales. No solo las cosas que había hecho y dicho. También lo que había pasado por mi mente, ya fuera positivo o negativo.
Cada recuerdo volvió a la vida ante mí y dentro de mí. No los pude evitar. Ni tampoco racionalizar o explicar. Solo los experimenté de nuevo con total comprensión, y esta vez la hipocresía no me sirvió de escudo. El autoengaño fue imposible. La verdad me fue expuesta bajo una luz cegadora. No como había pensado que fue. No como había esperado que fuera. Solo como fue, como había sido.
Mis fallos me asaltaron. Las cosas que había omitido o ignorado, las que había dejado a un lado. Lo que debería haber dado y no hice…, a mis amigos, a mis parientes, a papá y mamá, a ti y a Eleanor, a mis hijos, a Ann. Sentí la punzada mordiente de cada fracaso. No solo desde el punto de vista personal, sino también desde el profesional. Mis fallos como escritor. El puñado de guiones que escribí y que no sirvieron para nada. En su momento me perdoné por ello. Ahora, en esta versión descarnada de mi vida, tal perdón fue imposible, al igual que la autojustificación. Tal infinidad de fallos se redujo a un núcleo fundamental: todo lo que podría haber hecho, y el modo irrevocable en que había fracasado en prácticamente todo.
No es que fuera injusto; los baremos se aplicaban en ambos sentidos. Lo que había hecho bien también se mostraba con claridad. Las gentilezas, los logros… Todos se me presentaron.
El problema es que no me veía capaz de soportarlo. Igual que una soga de la que se tira desde la lejanía, me vi atraído por el llanto de Ann. Cariño, déjame ver. Creo que pronuncié esas palabras, aunque quizá solo las pensara.
Me pareció volver a yacer a su lado. Noté los párpados pesados al tratar de abrirlos. Los sonidos que emitía en sueños me recordaban a un cuchillo que atravesara mi corazón. Por favor, tenía que ver, que conocer, que evaluar. La palabra me pareció vital de repente. Evaluar.
Volvía a estar a la deriva, hacia el aislamiento de mis visiones. Abandoné aquel cine por el momento. La imagen de la pantalla se había congelado. Comenzó de nuevo y me absorbió. Estaba dentro otra vez, reviviendo días lejanos.
En esta ocasión la experiencia fue más gratificante, pero te ahorraré los detalles como antes. No solo redescubrí toda experiencia de mi vida, sino que viví cada deseo insatisfecho… como si hubiera sido satisfecho. Comprobé que lo que transpira en la mente es tan real como la propia carne y sangre. Lo que solo había sido imaginación durante mi vida se hizo tangible; cada fantasía se convirtió en realidad. Las viví todas… al mismo tiempo que me mantenía al margen, como un espectador ante su, a menudo, íntima sordidez. Un espectador maldito con una total objetividad.
Aún se conservaba el equilibrio, Robert, he de llamar la atención sobre ello. La balanza de la justicia: la oscuridad atemperada por la luz, la crueldad por la compasión, la lujuria por el amor. Y todo esto llevaba a la misma pregunta: ¿qué has hecho con tu vida?
Fue un alivio saber que esta profunda e íntima visión solo estaba a mi alcance. Fue una reinterpretación privada, un juicio articulado por mi propia consciencia. Aún más, supe que, de algún modo, todo acto y pensamiento revivido quedó grabado en mi subconsciente de forma indeleble para futuras referencias. La razón de esto la desconozco. Solo supe que sería así.
Entonces algo extraño ocurrió. Estaba en una casa de campo desconocida, y miraba a un viejo que descansaba en una cama. Dos personas se sentaban a su vera, una mujer de pelo blanco y un hombre de mediana edad. Sus vestiduras me resultaban extrañas, al igual que el acento de la mujer cuando dijo: «Creo que se ha ido».
—¡Chris!
El torturado llanto de Ann me arrancó de mi sueño. Miré alrededor y comprobé que estaba de nuevo rodeado por la niebla, tirado en el suelo. Me levanté despacio. Me dolían todos los músculos. Traté de caminar, pero no fui capaz. Me hallaba en el fondo de un lago lóbrego cuya corriente me tragaba.
Tenía hambre. No, esa no es la palabra adecuada. Necesidad de sustento. No, más que eso. Necesidad de añadir algo a mi ser, de recomponerme. Eso era. Me sentía incompleto. Parte de mí se había ido. Traté de pensar, pero lo encontré imposible de llevar a cabo. Los pensamientos chorreaban en mi mente como el pegamento. «Vamos», fue lo único que llegué a pensar. «Vamos».
Vi una columna de luz pálida tomar forma delante de mí, una columna que encerraba una figura en su interior. «¿Deseas que te ayude?», preguntó. Mi mente estaba tan aturdida como para no distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer.
Me esforcé en decir algo, pero en ese momento, a lo lejos, oí que Ann pronunciaba mi nombre, y miré en redondo.
—Igual te tienes que quedar aquí mucho tiempo —me explicó la figura—. Cógeme la mano.
La miré de nuevo.
—¿Te conozco? —pregunté. Apenas podía hablar, mi voz sonaba átona.
—Eso no importa ahora mismo —replicó la figura—. Cógeme la mano.
La observé con ojos vacíos. Ann me volvió a llamar y yo agité la cabeza. La figura trataba de apartarme de ella. No iba a permitirlo.
—Largo —exclamé—. Voy con mi mujer.
Me quedé solo en la niebla.
—¿Ann? —grité. Tenía frío y miedo—. ¿Ann, dónde estás? —Mi voz sonaba muerta—. No te puedo ver.
Algo me empezó a arrastrar a través de la niebla. Algo que intentaba alejarme de lo que deseaba. No era Ann quien tiraba de mí, eso seguro, y yo lo único que quería era estar con Ann. Eso era todo lo que me importaba.
La niebla se fue aclarando y por fin se me permitió avanzar. Había algo familiar en el paisaje que se extendía enfrente de mí: amplios campos de césped verde con hileras de placas metálicas a ras de superficie, ramilletes de flores aquí y allí, algunas muertas, otras a punto de hacerlo, otras frescas. Ya había estado aquí antes.
Caminé hacia una figura distante que se sentaba en la hierba. ¿Dónde había visto este lugar?, me pregunté, sin dejar de forzar mi memoria. Al final, como una burbuja que se abre camino a través de un mar de légamo, el recuerdo salió a flote: Vaughn. El hijo de alguien. Lo conocíamos. Lo enterraron aquí. ¿Hace cuánto tiempo? No sabría decir. El tiempo se me antojaba un enigma más allá de solución alguna.
La figura era Ann; me dirigí hacia ella lo más rápido posible, lleno de una mezcla de añoranza y alegría. No sabría explicar la razón.
Llegué hasta ella y pronuncié su nombre. No hizo señal alguna de haberme visto u oído, y, por algún motivo inexplicable, no me sorprendió. Me senté a su lado en la hierba y la rodeé con el brazo. No sentí nada y ella no respondió a mi gesto, solo siguió sentada allí. Me esforcé en comprender lo que sucedía, pero me resultó imposible.
—Te quiero, Ann —murmuré. Fue lo único que mi mente pudo construir—. Siempre te querré, Ann. —La desesperación comenzó a hacer mella en mí. Miré al suelo, en donde ella fijaba la vista. Había flores y una placa de metal.
«Christopher Nielsen /1927—1974». Contemplé la placa, demasiado impresionado como para reaccionar. De una manera vaga recordé un hombre que se dirigía a mí y que intentaba convencerme de que había muerto. ¿Había sido un sueño? ¿Era esto un sueño? Agité la cabeza. Por algún motivo no podía comprenderlo, era inaceptable que aquello fuera un sueño. Lo que significaba que había muerto.
Muerto.
¿Cómo una revelación tan impactante me dejó tan indiferente? Debería haber gritado de terror. En lugar de eso, contemplé la placa con mi nombre y el año de mi nacimiento y el de mi defunción.
Poco a poco, un pensamiento obsesivo se instaló en mi mente. ¿Estaba allí abajo? ¿Yo? ¿Mi cuerpo? Tenía la posibilidad de comprobarlo más allá de toda duda. Podía bajar allí y ver mi cadáver. Los recuerdos titilaron. «Eres libre de mirar dentro si lo deseas». ¿Dónde había oído eso? ¿Que podía mirar dentro de qué?
Entonces lo supe. Podía descender y mirar dentro del ataúd. Comprobar que había muerto. Sentí mi cuerpo adelantarse y luego precipitarse hacia abajo.
—¿Mamá?
Miré en derredor, sorprendido. Richard se aproximaba junto a un joven delgado y de pelo oscuro.
—Mamá, este es Perry —dijo—. Es él de quien te hablé.
Fijé mi vista, incrédulo, en el joven.
Me estaba mirando.
—Tu padre está aquí, Richard —respondió con calma—. Sentado al lado de la placa que tiene su nombre.
Jugueteé con los pies.
—¿Me ves? —pregunté. Me había quedado aturdido tras escuchar sus palabras y comprobar que me miraba directamente.
—Dice algo que no entiendo —añadió Perry.
Miré a Ann, y la ansiedad no tardó en volver. «Me puedo comunicar con ella; haz que sepa que aún existo».
Ella observaba al joven, con expresión afligida.
—Ann, créelo —imploré—. Créelo.
—Vuelve a hablar —aclaró Perry—. Esta vez habla con usted, señora Nielsen.
Ann se sobresaltó y miró a Richard. Pronunció su nombre a modo de súplica.
—Mamá… —Richard parecía incómodo y resuelto al mismo tiempo—. Si Perry dice que papá está aquí, créelo. Ya te he contado cómo…
—¡Ann, estoy aquí! —grité.
—Sé cómo se siente, señora Nielsen —interrumpió Perry a Richard—, pero tiene mi palabra de que es cierto. Lo veo justo a su lado. Viste con una camisa de color azul oscuro de manga corta, unos pantalones holgados ajedrezados y unos zapatos Wallaby. Es alto y rubio, de complexión fornida. Sus ojos son verdes, y la mira a usted con desazón. Estoy convencido de que él quiere que usted sepa que está aquí.
—Ann, por favor —rogué. Miré otra vez a Perry—. Escúchame —insistí—. Tienes que escucharme.
—Está hablando de nuevo —explicó Perry—. Creo que dice… cerca de mí o algo así.
Gruñí y fijé la vista en Ann de nuevo. Pugnaba por no llorar, pero no podía ayudarla. Apretaba los dientes y su respiración era irregular.
—Por favor, para —murmuró.
—Mamá, solo trata de ayudar —dijo Richard.
—Para. —Ann se puso en pie y se marchó.
—Ann, no te vayas —rogué.
Richard salió en su busca, pero Perry lo sujetó.
—Deja que se vaya haciendo a la idea —aconsejó.
Richard miró en derredor, incómodo.
—¿Está aquí? —preguntó—. ¿Mi padre?
No sabía qué hacer. Quería estar con Ann. ¿Pero cómo podía pasar por alto a la única persona capaz de verme?
Perry colocó las manos sobre los hombros de Richard y lo giró hasta que me encaró.
—Está en frente de ti —sentenció—. A un metro de distancia.
—Dios. —La voz de Richard se convirtió en un hilo de voz temblorosa.
—Richard —dije. Me adelanté y traté de agarrarlo de los brazos.
—Está delante de ti ahora mismo y trata de sujetarte los brazos —le informó Perry.
La cara de Richard se volvió blanca.
—¿Por qué no lo puedo ver? —exigió saber.
—Podrías si convencieras a tu madre para que se quedara una sesión entera.
A pesar de la excitación que las palabras de Perry me crearon, no podía seguir allí por más tiempo; tenía que estar con Ann. Su voz se perdió tras de mí cuando comencé a seguirla.
—Sigue a tu madre —dijo Perry—. Debe de querer…
No oí nada más. Anhelante, fui tras Ann con la esperanza de alcanzarla. Fuera lo que fuese una sesión (¿una sesión de espiritismo?), Ann tenía que acceder. Yo nunca había creído en cosas así, ni siquiera pensado en ellas. Ahora sí lo hacía. Perry me había visto, de verdad. La idea de que, con su ayuda, Ann y los niños me pudieran ver también, tal vez hasta oírme, me llenaba de alegría. ¡El pesar me abandonó por completo!
Entonces gruñí consternado. La niebla volvía a congregarse y me impedía ver con claridad a Ann. Traté de correr, pero mis movimientos se hacían más y más complicados. ¡Tenía que alcanzarla!
—¡Espera, Ann! —grité—. ¡No me abandones!
«Tienes que seguir tu camino». Creí escuchar una voz que me hablaba. No le haría caso. Continué moviéndome cada vez más despacio en el lago donde volvía a estar. La negrura caía sobre mí. «¡Por favor! —pensé—. ¡Debe de existir una manera de que Ann pueda verme y así consolarse al saber que aún existo!».