3
Esta oscura pesadilla sin final

Me encontraba derrengado, pero era incapaz de descansar; mi sueño se había visto interrumpido por el llanto de Ann. Quise incorporarme para consolarla. En lugar de eso me zambullí en un limbo entre la oscuridad y la luz. «No llores», me oí murmurar. «Despertaré pronto y estaré contigo. Déjame dormir un rato más. No llores, por favor; todo va bien, cariño. Cuidaré de ti».

Al fin, me obligué a abrir los ojos. No estaba tirado en la cama, sino de pie en la niebla. Comencé a andar despacio hacia el sonido del llanto. Estaba cansado, Robert, atontado. Pero no permitiría que siguiera llorando. Tenía que averiguar lo que sucedía y solventarlo cuanto antes para que cesaran sus lágrimas. No podía soportar el que siguiera llorando así.

Llegué hasta una iglesia que jamás antes había visto. Todos los bancos estaban repletos de gente. Me vi incapaz de distinguir sus rasgos en aquellas formas grisáceas. Anduve hasta el pasillo central, sin dejar de preguntarme la razón de que estuviera allí. ¿Qué iglesia era esta? ¿Y por qué el sonido del llanto de Ann provenía de aquí?

La vi sentada en el primer banco, vestida de negro. Richard a su derecha, Marie e Ian a su izquierda. Al lado de Richard divisé a Louise y a su marido. Todos vestían de negro. Resultaban más fáciles de ver que el resto de la gente de la iglesia, aunque seguían siendo formas desdibujadas, como si se tratase de fantasmas. Seguía escuchando los sollozos, aunque Ann guardaba silencio. «Es su mente —concluí—, y nuestras mentes se encuentran tan unidas que la escucho con claridad». Corrí hacia ella y me paré justo delante.

—Estoy aquí.

Mantuvo la vista fija, como si yo no hubiera hablado, como si no estuviera allí. Nadie me miraba. ¿Se avergonzarían de mi presencia y estarían fingiendo que no me veían? Me observé. Tal vez fueran mis ropas. ¿No hacía mucho tiempo que no me cambiaba? No estaba muy seguro.

—Está bien —dije. Tenía dificultades para pronunciar las palabras; me notaba la lengua rara—. Está bien —repetí despacio—. No me he vestido de forma adecuada. Y llego tarde. Eso no significa que… —Mi voz se quebró al comprobar que Ann seguía mirando en la misma dirección. Como si yo fuera un ser invisible—. Ann, por favor —imploré.

No se movió en absoluto, ni parpadeó. Le toqué el hombro.

Se retorció en el asiento, miró hacia arriba y la cara se le puso blanca.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.

El dolor de su mente salió a flote de improviso y se cubrió los ojos con la mano izquierda, en un intento por reprimir los sollozos. Sentí un dolor atenazador dentro de la cabeza. «¿Qué es lo que me pasa?».

—¿Ann, qué es lo que pasa?

Tampoco respondió esta vez, y entonces centré la atención en Richard.

—¿Richard, qué está pasando? —Arrastraba las palabras que pronunciaba de la misma manera que si estuviera borracho.

No respondió. Miré a Ian.

—¿Por qué no me lo dices tú, por favor? —Un aguijonazo de angustia me atravesó al contemplarlo. Sollozaba de manera tímida, y se frotaba las mejillas con dedos temblorosos en un esfuerzo por enjugar las lágrimas que brotaban de sus ojos.

«¿Qué es lo que pasaba allí, por amor de Dios?».

Entonces lo supe. Claro. El sueño. Aún soñaba. Estaba en el hospital y me operaban… No, me había despertado ya, pero soñaba en la cama del hospital… ¡lo que fuera! El sueño continuaba su curso y ahora incluía también mi funeral.

Tuve que alejarme de ellos. No podía soportar verlos llorar.

«¡Qué sueño más estúpido! ¿Cuándo terminaría?».

Fue un auténtico tormento para mí el tener que apartarme de su lado, pero entonces, justo detrás de mí, escuché a Ann y a los niños llorar. Sentí la necesidad imperiosa de darme la vuelta y consolarlos. ¿Pero de qué serviría? En mi sueño, lamentaban mi muerte. ¿De que serviría hablar con ellos si me creían muerto?

Tenía que pensar en otra cosa, esa era la única salida. El sueño cambiaría entonces, siempre lo hacía. Caminé hacia el altar, siguiendo el zumbido de una voz. Debía de ser el sacerdote. Me obligué a adoptar una perspectiva diferente. Aquello podía ser divertido. Aunque fuera un sueño, ¿cuántos hombres disfrutan de la oportunidad de asistir a su propio panegírico?

Adiviné su contorno grisáceo y borroso tras el púlpito. Su voz sonaba vacía y distante. «Espero que esté siendo bueno conmigo», pensé.

—Lo es —dijo una voz.

Miré a mi alrededor. De nuevo ese hombre, el que había visto en el hospital. Resultaba extraño que, de todos los presentes, él fuera el que más claramente se me aparecía.

—Veo que aún no has encontrado tu propio sueño. —Era extraño, también, que a él sí le pudiera hablar sin esfuerzo.

—Chris, trata de entenderlo —me pidió—. Esto no es un sueño. Es real. Has muerto.

—¿Quiere dejar de decir eso? —Comencé a darme la vuelta.

Otra vez me puso la mano en el hombro. Dedos sólidos, que se clavaban en la carne. Extraño.

—¿Chris, no lo ves? Tu esposa y tus hijos están vestidos de negro. En una iglesia. Un sacerdote pronuncia tu panegírico.

—Un sueño muy real.

Agitó la cabeza.

»Déjame en paz —le espeté en tono amenazador—. No tengo que aguantar esto.

Su presa era fuerte. No conseguí romperla.

—Ven conmigo. —Me condujo hasta la plataforma, donde vi un ataúd sobre los soportes—. Tu cuerpo está ahí —me aseguró.

—¿En serio? —Mi tono era frío. El ataúd se mantenía cerrado. ¿Cómo podía saber él que yo estaba allí dentro?

—Puedes mirar dentro si quieres —respondió.

Me sentí desazonado. Podía mirar si quería. De repente, lo supe.

—Pero no lo haré. —Me desembaracé de su mano y me alejé—. Esto es un sueño —repetí sin dejar de mirar por encima del hombro—. Tal vez no lo entiendas, pero…

—Si es un sueño —me interrumpió—, ¿por qué no pruebas a despertarte?

Giré en redondo para encararlo.

—Vale, eso es justo lo que voy a hacer. Gracias por una sugerencia tan estupenda.

Cerré los ojos.

«Ya lo has oído. Despierta. Me ha dicho que lo haga. Hazlo».

Oí los sollozos de Ann de nuevo, sollozos que se hacían más intensos.

—No. —Era incapaz de soportar aquel sonido. Traté de retroceder, pero me perseguía. Apreté los dientes. «Esto es un sueño y te vas a despertar ahora mismo». En cualquier momento me despertaría, cubierto de sudor y temblando. Ann me llamaría por mi nombre y me sostendría entre sus brazos, me calmaría, me diría…

Sus sollozos se hicieron más fuertes, más fuertes. Apreté las manos contra las orejas.

—Despierta. ¡Despierta! —grité con determinación ciega.

Mi esfuerzo fue recompensado con un súbito silencio. ¡Lo había conseguido! Lleno de alegría, abrí los ojos.

Estaba en el recibidor de nuestra casa. No entendía lo que pasaba.

Entonces volvió la niebla y mi vista se emborronó una vez más. Y empecé a advertir siluetas de personas que se reunían en el salón. Siluetas grises y borrosas que se unían en pequeños grupos, sentadas o de pie, y que murmuraban palabras que no alcanzaba a oír.

Caminé hacia el salón y pasé al lado de un grupo de personas, pero no fui capaz de reconocerlas: sus rasgos estaban muy distorsionados. Seguía soñando. Me aferré a esa idea.

Pasé al lado de Louise y de Bob. No me miraron. «No trates de hablar con ellos. Acepta el sueño. Sigue adelante». Me encaminé hacia el salón, lo atravesé y me dirigí a la salita.

Richard servía bebidas desde detrás de la barra. Sentí una punzada de resentimiento. ¿Cómo bebían en un momento como este? Espera. ¿Un momento como este? No era un día especial. Solo una fiesta deprimente en un sueño deprimente.

Mientras me movía, fui capaz de identificar a algunas de aquellas personas. El hermano mayor de Ann, Bill, y su esposa Patricia. Su padre y su madrastra, su hermano pequeño Phil, su esposa Andrea. Traté de sonreír. Cuando soñaba no escatimaba ni un detalle, pensé; la familia entera de Ann había venido desde San Francisco. ¿Pero dónde estaba mi familia? Seguro que los soñaba también. ¿Qué importaba en un sueño que vivieran a cinco mil kilómetros de allí?

Entonces tuve otra idea. ¿Sería posible que hubiera perdido la cordura? Tal vez el accidente me hubiera afectado al cerebro. ¡Era una posibilidad! Me aferré a ella. Daño cerebral. Imágenes distorsionadas y extrañas. No solo requeriría una operación; aquello sería más complejo. Mientras me desplazaba entre aquellos fantasmas, podían estar hurgando en mi cerebro con la esperanza de curarme.

No ayudó. A pesar de lo lógico que sonaba, el resentimiento seguía embargándome. Toda esa gente me ignoraba. Me detuve en frente de algunos; imposible determinar sus rasgos, su identidad.

—Mierda, incluso en un sueño la gente te habla —dije. Probé a agarrar a uno por los brazos. Mis dedos atravesaron su carne como si fueran agua. Miré a mi alrededor y observé la mesa de la sala. Intenté agarrar el vaso de alguien para estamparlo contra la pared. Igual que si hubiera agarrado el aire. La furia me inundó.

—¡Joder, este es mi sueño! ¡Escuchadme! —les grité.

Mi risa fue involuntaria, nerviosa.

«Mira lo que dices —pensé—. Actúas como si esto ocurriera. Aclara tus ideas, Nielsen. Esto es un sueño».

Los dejé a todos atrás cuando crucé por el corredor trasero. El tío de Ann, John, estaba justo delante de mí. Observaba unas fotografías en la pared. Lo atravesé sin sentir nada.

«Olvídalo —me dije—. No importa».

La puerta de nuestro dormitorio estaba cerrada. La atravesé.

—Esto es una locura —susurré. Nunca antes me había sucedido algo así en sueños.

Mi enfado se evaporó cuando me acerqué a la cama y vi a Ann. Estaba apoyada contra su lado izquierdo y miraba en dirección a la puerta de cristal. No se había quitado aún el vestido de luto que le había visto lucir en la iglesia. Solo se había descalzado. Tenía los ojos rojos de tanto llorar.

Ian se sentaba a su lado y le sujetaba la mano. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Lo quería tanto… Es un chico tan dulce y amable, Robert… Alargué la mano para acariciarle el pelo.

Él miró a su alrededor y, por un instante que estuvo a punto de pararme el corazón, creí que me miraba.

—Ian —murmuré.

Él volvió a mirar a su madre.

—¿Mamá? —dijo.

Ella no respondió.

Ian habló de nuevo y los ojos de Ann se dirigieron, muy despacio, hacia él.

—Sé que te parecerá una locura, pero… siento que papá está con nosotros.

Miré a Ann. Ella contemplaba a Ian, pero su expresión no había cambiado.

—Quiero decir que está aquí —le aseguró—. Ahora.

La sonrisa de Ann fue muy tierna.

—Sé que solo quieres ayudar.

—Lo siento de verdad, mamá.

Ann no fue capaz de continuar cuando un sollozo la interrumpió.

—Dios mío —susurró—. Chris… —Las lágrimas le inundaban los ojos.

Me situé al lado de la cama y traté de tocarle la cara.

—Ann, no… —comencé, pero me resultó imposible decir nada más. Cuando fui a abrazarla, mis dedos se hundieron en su carne.

—Ian, tengo miedo —reconoció Ann.

Me di la vuelta con rapidez. La última vez que había presenciado aquella mirada en su cara fue una noche cuando Ian, que tenía seis años, estuvo desaparecido durante tres horas. Una mirada de miedo absoluto e indefensión.

—Ann, estoy aquí. ¡Estoy aquí! ¡La muerte no es lo que crees!

Fui presa del terror. ¡No quería decir eso! Pero era demasiado tarde para volverse atrás. Lo había asumido.

Me debatí contra la idea e intenté concentrarme en Ann e Ian. Pero la cuestión seguía atormentándome. ¿Y si el hombre había dicho la verdad? ¿Y si no se trataba de un sueño?

Me habían cortado la retirada. Contraataqué con fiereza. ¿Y qué si lo había pensado? ¿Y qué si lo había considerado? No había pruebas más allá de eso.

Mejor. La justificación sirvió para apaciguarme. Comencé a tocarme el cuerpo. «¿Esto es la muerte? —me burlé—. ¿Carne y hueso? ¡Ridículo!». No podía ser un sueño. Tal vez concediera eso. Pero de lo que estaba seguro es de que no se trataba de la muerte.

El conflicto pareció acabar con mis energías. Una vez más, me dio la impresión de que mi cuerpo se había vuelto piedra. «¿Una vez más?», pensé.

No importaba. Alejé todo aquello de mi mente. Me tumbé en mi lado de la cama y miré a Ann. Resultaba inquietante estar a su lado, uno enfrente del otro, y que su vista me atravesara, como si yo fuera una ventana.

«Cierra los ojos», pensé. Lo hice. «Evádete mediante el sueño —me dije—. No hay evidencias de ningún tipo. Esto puede ser un sueño. Pero Dios, Dios de los cielos, si es que el cielo existe, odio este sueño con todas mis fuerzas. Por favor —imploré a cualesquiera poderes que me escucharan—. Libérame de esta oscura pesadilla sin final».