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Soñar que se sueña

Me senté en la cama de forma abrupta y me eché a reír. ¡Solo había sido un sueño! Me sentía alerta, con todos mis sentidos aguzados. Es increíble lo real que puede parecer un sueño.

Pero a mi vista le pasaba algo. Veía borroso. Más allá de tres metros era incapaz de distinguir nada.

La habitación me resultaba familiar: las paredes, el suelo de estuco. Cinco metros por cuatro. Las cortinas de color beis con tiras marrones y naranjas. Una televisión de color colgaba cerca del techo. A mi izquierda había una silla: tapizada con un material imitación de cuero, de un color rojizo anaranjado y brazos de acero inoxidable. La alfombra era de la misma tonalidad que la silla.

Entonces comprendí por qué las cosas parecían borrosas. El humo inundaba la habitación. Sin embargo, no había olor alguno. El dato me llamó la atención. No era humo. De inmediato cambié de idea. El accidente. Mis ojos habían quedado afectados. No me había desmayado. El alivio de saber que aún estaba vivo trascendió tal preocupación.

«Vayamos por partes», pensé. Tenía que encontrar a Ann y decirle que me encontraba bien para que así dejara de preocuparse. Me levanté por el lado derecho de la cama. La mesita de noche estaba hecha de metal, y su color también era beis, a juego con nuestra cocina. Deletrea. F-o-r-m-i-c-a. En un rincón se levantaba una pila. Los grifos me recordaban palos de golf, ¿sabes? Un espejo pendía encima de la pila. Debido a lo precario de mi vista me resultaba imposible apreciar mi reflejo.

Me acerqué a la pila, y luego me detuve. Se acercaba una enfermera. Caminó directa hacia mí, y me tuve que apartar. Ni siquiera me miró, pero boqueó algo y se apresuró en dirección a la cama. Me giré. Un hombre, de mandíbula floja y de piel grisácea y pálida, yacía en ella. Estaba cubierto de vendas y un montón de tubos de plástico recorrían su cuerpo.

Me giré sorprendido mientras la enfermera salía a toda prisa de la habitación. No pude oír lo que gritaba.

Me acerqué aún más al hombre y supuse que estaría muerto. ¿Pero cómo podía haber otra persona más en mi cama? ¿Qué clase de hospital asigna dos enfermos a una sola cama?

Extraño. Me incliné para mirarlo. Su cara era igual que la mía. Negué con la cabeza. Imposible. Miré su mano izquierda. Llevaba una alianza igual que la mía. ¿Cómo era posible?

Comencé a sentir una frialdad incómoda en el estómago. Traté de retirar la sábana para ver su cuerpo, pero fui incapaz. Había perdido el sentido del tacto. Seguí intentándolo hasta que me fijé en que mis dedos atravesaban la sábana. Retiré la mano de inmediato, asqueado. «No, no soy yo», me dije. ¿Cómo podía serlo cuando yo aún estaba vivo? Hasta me dolía el cuerpo. Prueba irrefutable de que vivía.

Giré con rapidez cuando dos doctores entraron en la habitación, y luego me eché atrás para permitirles inspeccionar el cuerpo.

Uno de ellos comenzó a exhalar en la boca del hombre. El otro tenía una epaer… deletrea h-i-p-o-d-é-r-m-i-c-a; sí. Contemplé cómo pinchaba la aguja en la carne del hombre. Entonces una enfermera vino corriendo; traía consigo una máquina equipada con ruedas. Uno de los doctores apretó dos gruesos cacharros de metal contra el pecho desnudo del hombre, que solo se retorció. Entonces fue cuando supe que no había relación alguna entre aquel tipo y yo, pues no sentí nada.

Sus esfuerzos fueron en vano. El hombre estaba muerto. «Una lástima», pensé. Su familia lo iba a pasar mal. Eso me hizo reparar en Ann y los niños. Tenía que encontrarlos para calmarlos. Sobre todo a Ann. Sabía lo aterrorizada que estaría. Mi pobre y dulce Ann…

Me giré y caminé hacia la puerta. A mi derecha había un baño. Eché un vistazo y vi un lavabo, un interruptor y un botón con una bombilla roja al lado, bajo la cual un cartel rezaba: «Emergencia».

Salí al pasillo y no me costó reconocerlo. Sí, por supuesto. La tarjeta de mi cartera indicaba que debían traerme aquí en caso de accidente. El hospital Motion Picture, en las colinas Woodland.

Me paré y traté de encajar las piezas. Había tenido un accidente y me habían traído hasta aquí. ¿Por qué no descansaba entonces en una cama? Aunque lo cierto es que me había despertado en una. En la misma en la que reposaba el hombre que acababa de morir. El hombre que se parecía a mí. Tenía que haber una explicación para todo ello. Sin embargo, no la encontraba. No podía pensar con claridad.

Al fin, se me ocurrió una respuesta. No estaba seguro de si era o no la correcta…, pero no tenía nada más. Había de aceptarla. Al menos por el momento.

Me hallaba bajo los efectos de la anestesia; me estaban operando. Todo ocurría solo en mi mente. Esa era la deducción lógica. Nada más tenía sentido.

«¿Y ahora qué?», pensé. Haría lo que deseaba. Y lo que deseaba era encontrar a mi Ann.

Justo cuando lo decidí, vi a otro doctor correr por el pasillo hacia mí. De manera deliberada traté de detenerlo cuando pasó a mi lado, pero mi mano atravesó su hombro. «No importa», me dije. Soñaba. Y todo tipo de cosas estúpidas se suceden en los sueños.

Anduve por el pasillo. Pasé al lado de una habitación donde un cartel verde indicaba «No fumar: oxígeno en uso». Un sueño poco habitual, pensé. Nunca había sido capaz de leer en sueños; las palabras siempre se agolpaban cuando trataba de hacerlo. Sin embargo en esta ocasión la frase resultaba completamente legible a pesar del emborronamiento de mi vista.

De todas formas, esto no es un sueño si hablamos de manera precisa. Encontrarse bajo los efectos de la anestesia no se puede comparar con soñar. Asentí ante lo lógico de la explicación y continué mi camino. Ann debía de estar en la sala de espera. Me concentré en dar con ella para poder consolarla. Era tan partícipe de su sufrimiento como del mío propio.

Pasé al lado de la sala de enfermeras y las escuché hablar. No intenté conversar con ellas. Todo esto tenía lugar solo en mi mente. Tenía que asumirlo, aceptar las reglas. No era un sueño persi (per-s-e), pero era más sencillo pensar en ello como si lo fuera. Un sueño bajo los efectos de la anestesia.

«Espera —pensé, y me detuve—. Sea o no un sueño, no puedo caminar por ahí con una bata de hospital». Me estudié de arriba abajo. Llevaba lo que vestía cuando tuve el accidente.

«¿Dónde está la sangre?», me pregunté. Recordaba una imagen de mí mismo entre los restos del coche, inconsciente. Había sangre por todas partes.

Me invadió un sentimiento imponente… ¡No! Perdón por la impaciencia. E-x-u-l-t-a-n-te. ¿Por qué? Porque había razonado algo aun a pesar de lo embotado de mi mente. No podía ser el hombre de la cama. Él vestía la bata de hospital, estaba vendado y lo alimentaban con tubos. Yo llevaba un traje, no tenía venda alguna y me podía mover con total libertad. La diferencia saltaba a la vista.

Un hombre con ropas de calle se me acercó. Esperaba que me pasara de largo. Pero para mi sorpresa, me colocó la mano sobre el hombro y me hizo detenerme. Advertí la presión de sus dedos sobre la carne.

—¿Sabes ya lo que ha ocurrido? —inquirió.

—¿Lo que ha ocurrido?

—Sí —asintió—. Has muerto.

Lo miré, disgustado.

—Eso es absurdo —repliqué.

—Es la verdad.

—Si hubiera muerto no tendría cerebro —le respondí—. No podría hablar contigo.

—No es así como funciona —insistió.

—El hombre de esa habitación es el que ha muerto, no yo —le aclaré—. Yo estoy anestesiado, porque me están operando. En esencia, vivo un sueño. —Me complació mi propio análisis de la situación.

—No, Chris —respondió.

Un escalofrío trepó por mi espalda. ¿Cómo sabía mi nombre? Lo miré con más detenimiento. ¿Lo conocía? ¿Por qué aparecía en mi sueño?

No; no lo conocía. Me resultaba desagradable. De todas formas, pensé (la idea me hizo sonreír a pesar de mi irritación) que este era mi sueño y que él no tenía ningún poder sobre él.

—Lárgate y encuentra tu propio sueño —le espeté, satisfecho ante lo agudo de mi expresión.

—Si no me crees, Chris —me contestó—, mira en la sala de espera. Tu esposa y tus hijos están allí. Aún no les han dicho que has muerto.

—Espera un minuto, espera un minuto —le señalé con el dedo, punzando el aire—. Tú eras quien me aconsejaba que no luchara, ¿verdad?

Comenzó a replicar, pero yo estaba tan irritado que no le dejé hacerlo.

»Estoy cansado de ti y de este estúpido lugar —le recriminé—. Me voy a casa.

Algo tiró de mí de forma instantánea. Fue como si mi cuerpo estuviera encapsulado en metal y se viera atraído por un imán distante. Salí despedido por el aire tan rápido que no me dio tiempo a hacer nada.

Terminó tan de súbito como había empezado. Me hallaba sumido en la niebla. Miré en derredor, pero no vi nada. Comencé a caminar despacio por entre la bruma. Ahora y entonces, creí captar un destello de gente moviéndose. Cuando traté de discernir quiénes eran, se desvanecieron. Estuve a punto de llamar a uno de ellos, pero al final no lo hice. Yo era el dueño del sueño. No dejaría que me dominara.

Traté de distraerme imaginándome que estaba de vuelta en Londres. ¿Recuerdas que viajé allí en 1957 para escribir el guión de una película? Fue en noviembre, y en más de una ocasión me tocó caminar entre nieblas tan densas como esta. «Puré de guisantes» es una buena descripción. La de ese día era aún más densa que aquellas; me daba la impresión de estar bajo el agua. La humedad también era casi la misma.

Al final, al otro lado de la bruma, divisé nuestra casa. Esa visión me alivió de dos formas. Por un lado, solo por verla. Por otro, el hecho de haber llegado tan rápido me hizo constatar que seguía soñando.

De repente, me sentí inspirado. Ya te he contado lo mucho que me dolía el cuerpo. Incluso aunque fuera un sueño, aún me dolía. Por tanto, dado que el dolor era fruto del sueño, no tenía sentido que lo sufriera. Robert, solo con pensarlo el dolor desapareció. Un nuevo sentimiento de placer y alivio me recorrió. ¿Qué mejor prueba de que aquello era un sueño y no la realidad?

Recordé, entonces, cuando me había levantado de la cama del hospital, entre risas, porque todo había sido un sueño. Eso era justo lo que sucedía. Punto.

De improviso, estaba en el recibidor sin haber dado ni un paso más. «Un sueño», pensé y asentí, satisfecho. Miré en derredor, aunque mi vista seguía siendo borrosa. «Aguarda —pensé—. Si he sido capaz de eliminar el dolor, ¿por qué no conseguir lo mismo con la deficiencia de mis ojos?».

Nada ocurrió. Todo más allá de unos metros seguía oscurecido por lo que parecía ser un sudario de humo.

Me giré en redondo ante el ruido de garras proveniente del suelo de la cocina. Ginger corría hacia el recibidor. ¿La recuerdas? Nuestra pastora alemana. Me vio y dio comienzo a su carrera rebosante de felicidad. La llamé, contento de volver a verla. Me incliné para acariciarle la cabeza y mi mano se hundió en su cráneo. Se retiró con un gañido y se encogió de terror. Se apretó contra la puerta. Se le pegaron las orejas a la cabeza y el pelo de la coronilla se le erizó.

Ginger —la llamé. Luché contra una sensación desazonadora—. Ven aquí. —Actuaba de forma estúpida, me dije. Me aproximé a ella, pero lo único que hizo fue aplastarse contra el suelo de la cocina, tratando de escapar—. ¡Ginger! —grité. Quería enfadarme con ella, pero tenía un aspecto tan aterrorizado que me vi incapaz. Corrió por el salón y desapareció bajo la puerta de la perrera.

Iba a seguirla, pero decidí no hacerlo. No me convertiría en la víctima de este sueño, por muy absurdo que se volviera. Me giré y grité el nombre de Ann.

Nadie respondió. Miré la cocina: la cafetera estaba encendida, los dos pilotos rojos brillaban. La jarra de cristal estaba casi vacía. Esbocé una sonrisa. Estaba haciéndolo de nuevo. En un momento la casa se vería imp… i-m-p-r-e-g-n-a-d-a con olor a café recién hecho. Traté de alcanzar la jarra. Mi mano atravesó el cable y me tensé, pero luego recuperé la calma. «En los sueños no se puede hacer nada a derechas», recordé.

Busqué por la casa. Miré en el dormitorio y en el baño. Las habitaciones de Marie e Ian, en su baño. La habitación de Richard. Ignoré el enturbiamiento de mi visión. No era importante, decidí.

Lo que no fui capaz de ignorar fue el estado letárgico que me iba invadiendo. Ya fuera un sueño o no, mi cuerpo parecía hecho de roca. Volví a nuestro dormitorio y me senté en la cama. Me desazonó el hecho de que no se amoldara a mi cuerpo; es una cama de agua. «Olvídalo, un sueño es solo un sueño —me dije—. Son surrealistas».

Miré el reloj radiodespertador, y me tuve que inclinar para visualizar con claridad las manecillas y los números. Eran las seis y cincuenta y tres. Eché un vistazo al otro lado de la puerta de cristal. Fuera no estaba oscuro. La niebla seguía allí, pero no había oscuridad alguna. ¿Cómo podía ser de mañana con la casa vacía? A esas horas, todo el mundo debería estar en su cama.

—No importa —dije, mientras me esforzaba por reafirmarme. «Te están operando. Estás soñando. Ann y los niños te esperan en el hospital…».

La confusión hizo presa en mí una vez más. ¿De verdad estaba en el hospital? ¿O también constituía parte del sueño? ¿Estaría en esta cama soñándolo todo? Tal vez el accidente nunca hubiera ocurrido. Había muchísimas posibilidades, y todas estaban interconectadas. Si tan solo pudiera pensar con mayor claridad… Pero mi mente seguía embotada. Como si tuviera resaca o me hubieran sedado.

Me tiré en la cama y cerré los ojos. Era lo único que podía hacer. No tardaría mucho en despertar a la verdad: todo era un sueño que había tenido bajo los efectos de la anestesia, o en la cama de mi dormitorio. Esperé que fuera el último caso. Porque, de ser así, me despertaría para encontrar a Ann a mi lado y podría contarle el sueño absurdo que había tenido. La sostendría entre mis brazos, la besaría con ternura y hablaría con ella de lo extraño que resulta soñar que se sueña.