1
Un borrón de imágenes fugaces

«Empieza por el principio», afirma el dicho. No puedo hacerlo. Comienzo por el final: los últimos momentos de mi vida en la Tierra. Te lo contaré tal y como ocurrió… y también lo que siguió después.

Una nota acerca del texto. Ya conoces mi estilo, Robert. Por eso mismo, en esta ocasión te puede parecer chocante. La razón es que me hallo limitado por mi escriba. Mis pensamientos han de cruzar por su mente. No puedo evitarlo. Y no todos los granos atraviesan el filtro. Así que sé comprensivo cuando pienses que simplifico las cosas en demasía. Sobre todo al principio.

Ambos lo hacemos lo mejor que podemos.

* * *

Gracias a Dios que estaba solo esa noche. Lo habitual era que Ian fuera al cine conmigo. Dos veces por semana (por mi trabajo, ya sabes).

Esa noche no vino. Actuaba en una obra de la escuela. Una vez más doy gracias a Dios.

Fui a un cine situado al lado de un centro comercial. No recuerdo el nombre. Uno enorme que han dividido en dos. Pregúntale el nombre a Ian.

Eran más de las once cuando salí de la sala. Me monté en el coche y conduje hacia el campo de golf. Ese tan pequeñito… el de niños. No me sale la palabra. Está bien. Deletréalo. Más despacio. M-i-n… i… g-o… l-f… Estupendo. Eso es.

Había tráfico en la… ¿calle? No, más amplio. ¿Ave… nida? No es del todo exacto, pero vale con eso. Creí ver un hueco y me lancé. Pero entonces apareció un coche a toda velocidad y tuve que parar. Había espacio para que me rodeara, pero no lo hizo. Me golpeó por la izquierda y mi coche comenzó a dar vueltas de campana.

Me quedé conmocionado, pero el arnés de seguridad me sujetó. No es arnés. C-i-n-t-u-r-ó-n. Aún no había sido herido de gravedad. Pero una camioneta me impactó por el costado derecho y me catapultó contra la línea continua. Un camión venía hacia mí. Me golpeó de lleno. Escuché un crujido terrible y el sonido de los cristales rotos. Me golpeé la cabeza y la negrura se apoderó de mí. Durante un instante, creí verme inconsciente y sangrando. Luego todo se sumió en las tinieblas.

* * *

Recuperé la consciencia. El dolor resultaba insoportable. Era capaz de escuchar mi respiración, un sonido horroroso. Lento, exiguo, y acompañado con esporádicas toses líquidas. Tenía los pies helados. Lo recuerdo a la perfección.

Poco a poco, me percaté de que me encontraba en una habitación. También había gente, o eso creo. Algo impedía que estuviera seguro de ello. Sirantes. No, espera. Deletrea despacio. S-e-d-a-n… Sedantes.

Comencé a escuchar una voz susurrante. No era capaz de entender las palabras. No tardé en apreciar una forma a mi lado. Tenía los ojos cerrados, pero la veía. No podía asegurar si se trataba de un hombre o una mujer, pero de lo que sí estaba convencido es de que me hablaba. Cuando dejé de escuchar las palabras, desapareció con ellas.

Luego surgió otro dolor, esta vez en mi mente, y fue incrementándose sin prisa, pero sin pausa. Me dio la impresión de sintonizarlo como si fuera una cadena de radio. No era mi dolor, sino el de Ann. Lloraba y estaba asustada. Porque yo me había hecho daño. Tenía miedo de lo que me pudiera pasar. Sentía su angustia. Sufría de forma terrible. Traté de alejar las sombras, pero fui incapaz. Traté, en vano, de pronunciar su nombre.

«No llores —pensé—. Todo irá bien. No tengas miedo. Te quiero, Ann. ¿Dónde estás?».

En ese instante volví a casa. Era una tarde de domingo. Todos estábamos en el salón, riendo y hablando. Ann se sentaba a mi lado, Ian lo hacía al suyo. Richard se encontraba pegado a Ian, y Marie se acomodaba al final del sofá. Rodeaba con el brazo a Ann, que se apretaba contra mí. Despedía cierto calor agradable; le besé en la mejilla. Nos sonreímos el uno al otro. Era una tarde de domingo, pacífica e idílica, y todos estábamos juntos.

Me sentí emerger de la oscuridad. Yacía en una cama. El dolor volvió y me recorrió de los pies a la cabeza. Nunca me había dolido tanto como entonces. Sabía que me estaba deslizando. Sí, el término es deslizarse.

Entonces escuché un sonido horrible. Un tableteo en mi garganta. Recé para que Ann y los niños no lo oyeran. Los aterrorizaría. Le pedí a Dios que no los dejara escuchar aquel horrible ruido, que los protegiera de él.

El pensamiento que acudió a mi mente fue: «Chris, te mueres». Luché para tomar aire, pero los fluidos de mi tráquea evitaron que el aire pasara a su través. Me noté perezoso y lento, atrapado en una masa densa.

Había alguien al lado de la cama. Esa forma otra vez. «No luches contra ello, Chris», me decía. Aquellas palabras me enfurecían. Quienquiera que fuese, deseaba que muriera. Yo pugnaba contra ello. No quería marcharme. «¡Ann!», la llamé en mis pensamientos. «¡Sostenme! ¡No dejes que me vaya!».

Aun así, me deslicé. El cuerpo me dolía como mil demonios. Advertí mi debilidad. Luego hizo presa en mí una extraña sensación. Como si me hicieran cosquillas. Extraño, lo sé. Ridículo. Pero así fue. Cosquillas, por todas partes de mi cuerpo.

Otro cambio. No estaba en una cama, sino en una cuna. Sentía el balanceo adelante y atrás, adelante y atrás. Poco a poco, caí en la cuenta. No estaba en una cuna, seguía en la cama. Mi cuerpo era el que se movía. Pequeños ruiditos crujían en el interior de mi cuerpo. Los sonidos que escuchas cuando quitas un vendaje con cuidado. Menos dolor. El dolor iba desvaneciéndose.

Asustado, traté de recuperar el dolor. Volvió en segundos, y esta vez peor que nunca. Agonizando, me aferré a él. Me hacía sentir vivo. No quería marcharme. «¡Ann!». Mi mente gritó y suplicó. «¡Sostenme!».

No sirvió de nada. Sentí la vida escurrirse entre mis dedos, volví a escuchar los mismos sonidos, aunque mucho más altos; el rasgar de un ciento de hilos diminutos. Se me durmieron las piernas. Perdí el sentido del olfato y el del tacto. Los dedos y los pies se me entumecieron. Pugné por volver a sentir algo, pero fui incapaz. Una cosa fría reptaba por mi estómago, por mi pecho. Se paró en torno a mi corazón, que latía despacio, muy despacio, como el tambor de una marcha fúnebre.

De repente, supe lo que ocurría en la habitación de al lado. Vi una mujer de bastante edad yacer allí; hebras de cabello gris recorrían su almohada. Tenía la piel amarilla y sus manos se asemejaban a garras de pájaro. Cáncer de estómago. Alguien se sentaba a su lado, y le hablaba con suavidad. La hija. Decidí que no quería verlo.

De inmediato, abandoné la habitación y volví a la mía. El dolor casi había desaparecido. No pude recuperarlo a pesar de lo mucho que lo intenté. Escuché un zumbido; sí, un zumbido. Los hilos seguían rompiéndose. Sentí los extremos rotos de los hilos retorcerse.

Ese frío de antes se movió de nuevo. Se movió hasta situarse en mi cabeza. Todo lo demás lo notaba insensibilizado. ¡Por favor!, grité en busca de ayuda. Pero no dije nada: tenía la lengua paralizada. Mi ser mismo se retrotraía, se refugiaba en mi cabeza. Las membanos se contraían… No, espera. M-e-m-b-r-a-n-a-s. Sí. Hacia fuera y hacia el centro a la vez.

Empecé a moverme a través de una abertura de mi cabeza. Había un ruido similar a un ronroneo, un repique, algo que se deslizaba muy deprisa, como una corriente de agua a través de un curso muy estrecho. Me sentí alzarme. Era una burbuja que oscilaba de uno a otro lado. Creí ver un túnel sobre mí, oscuro y sin fin. Me giré y me quedé anonadado al ver mi cuerpo tirado en la cama. Vendado e inmóvil. Alimentado mediante tubos de plástico. Estaba conectado al cuerpo merced a un cordel que brillaba con luz plateada. El cordón, muy fino, salía de arriba de mi cabeza. «El cordel de plata —pensé—. Dios mío, el cordel de plata». Sabía que era lo que mantenía mi cuerpo con vida.

Me inundó el aborrecimiento cuando vi mis brazos y piernas sufrir espasmos. Casi no respiraba. Había una expresión agónica en mi cara. De nuevo, luché para descender y unirme a mi cuerpo.

«¡No, no me iré! —chillaba mi mente—. ¡Ann, ayúdame! ¡Por favor! ¡Tenemos que estar juntos!».

Me obligué a bajar y observar mi rostro. Los labios se habían vuelto púrpuras y el sudor perlaba mi piel. Contemplé las venas del cuello hincharse. Los músculos comenzaron a contraerse de forma espasmódica. Intenté con todas mis fuerzas volver al cuerpo.

«¡Ann! ¡Llámame a tu lado para que pueda seguir junto a ti!».

Ocurrió un milagro. La vida llenó mi cuerpo, un saludable color recorrió mi piel y una mirada de paz se acomodó en mi rostro. Le di gracias a Dios. Ann y los niños no me vieron de la misma forma que yo. Pensé que volvería a mi cuerpo.

Pero no fue así. Mi cuerpo fue envuelto por un saco de muchos colores, un saco tejido por el cordel de plata. Sentí una sensación de desvanecimiento, escuché un restallido (como si una enorme goma elástica se rompiera) y comencé a alzarme.

Entonces tuve un flashback. Sí, eso es. Un flashback; como en las películas, pero mucho más rápido. Has leído y escuchado la frase un millar de veces: «su vida entera pasó ante sus ojos». Robert, es verdad. Tan rápido que apenas pude seguirla… y hacia atrás. Los días antes del accidente, las vidas de los niños, mi matrimonio con Ann, mi carrera de escritor. La universidad, la Segunda Guerra Mundial, el instituto, la escuela, mi infancia. 1974-1927, hasta el último segundo de esos años. Cada movimiento, pensamiento, emoción, cada palabra hablada. Lo vi todo. Un borrón de imágenes fugaces.