No escondas que él era el amor de mi manceba, por mucho que yo también la quisiera.
Poema celta
El viento estaba vivo. Formaba remolinos entre las cabañas cónicas de piedra que se aferraban como lapas al borde del acantilado. Levantaba la hierba alta que crecía junto a los senderos y la entrelazaba haciendo verdes trenzas, como si la fortaleza de Tintagel se estuviera peinando la larga melena turquesa y esmeralda para recibir a su amado. El viento recogía asimismo las trenzas de Ygerne, sumida en sus sueños, y las deshacía para formar largas madejas que descubrían su frágil rostro y le iluminaban la mirada. Tintagel respiraba en calma bajo sus pies; los suaves latidos del corazón de la fortaleza le llegaban a través de las piedras del patio con vistas al paso elevado. Ygerne notaba la fuerza de las olas que golpeaban los talones de Tintagel y casi tenía la sensación de que podría hundir las manos en la roca y fusionarse con el tejido de aquella fortaleza que era a la vez su hogar y su protección.
—Soy la reina de los dumnonios —susurró para recordarse a sí misma cuál era su título y su lugar en la vida, aunque sus palabras se las llevaron los vientos que anunciaban la tempestad.
Cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a tamborilear con fuerza sobre las losas del suelo oyó un cuerno de caza y un escalofrío le recorrió la espalda por la estridente combinación de amenaza y bienvenida que conllevaba aquel sonido. A lo lejos se oyeron los cascos de un caballo. Su viveza le reveló a Ygerne que no se trataba de ningún enemigo que pretendiera invadir la fortificación del paso elevado. Solo el señor o uno de sus aliados se atrevería a acercarse al castillo con tanta ligereza y arrogancia.
—¡Llega el señor! —exclamó una robusta sirvienta mientras empezaba a alisarle a Ygerne las faldas sin blanquear y el pañuelo decorado con el que se cubría el cabello—. El amo está ante las puertas, mi reina. Venid y os peinaré ese pelo de chiquilla traviesa que lleváis.
La sirvienta chasqueó la lengua con una mezcla de fastidio y afecto al ver el estado en el que se encontraban los rizos de su señora, llenos de nudos y enredos por el viento. Ygerne tenía las mejillas sonrojadas por el frío y la agitación. Gorlois estaba ante las puertas y el corazón de la reina se aceleró al pensar en los enormes y preciosos ojos castaños de ese esposo que tanto la adoraba.
Empujada hacia el interior de la fortaleza por sus sirvientas, Ygerne consintió que la peinaran, la lavaran y la vistieran hasta que, por fin, quedaron satisfechas con el aspecto de su señora. Sin embargo, a Ygerne no le preocupaba su belleza puesto que ignoraba el deseo que los delicados rasgos de su rostro despertaban en los hombres. Solía dar poco valor a la apariencia y no había en ella ni la más mínima astucia o vanidad. En todo caso, le faltaba confianza en la calidad y profundidad de su propio carácter y la fortaleza de su personalidad, y consideraba que su aspecto no era más que un accidente de nacimiento.
Gorlois entró por fin en la fortaleza e Ygerne oyó las botas con tacones de hierro de su amado pisando contra las piedras, mientras su presencia enorme y generosa llenaba las paredes de todo el castillo con el eco de sus carcajadas.
—¡Ah, mi querida esposa, estás tan bella como siempre! ¡Mis ojos estaban deseosos de verte! —gritó mientras la alzaba en volandas y la mecía hasta marearla y provocarle una risa incontenible.
—¡Gorlois, querido! ¡Ya es suficiente! —gritó ella al ver que las trenzas empezaban a deshacerse y que se le enredaba el cabello de nuevo—. Mi sirvienta se enfadará conmigo, acababa de alisarme el pelo.
Gorlois la abrazó y aspiró el perfume de aquella melena ondulada, larga hasta las rodillas y de tonos dorados y rojizos. Le encantaba el cabello de su esposa. Podía pasarse horas enteras jugando con esos largos mechones una vez satisfecha la urgencia de su deseo. Ygerne siempre olía a lavanda y a rosas, aunque el rey, en tanto que varón, ignoraba cómo su esposa conseguía mantenerse siempre tan fragrante y tan limpia. Sin embargo, le bastaba con languidecer en sus brazos y deleitarse con aquella belleza perenne.
—Suéltame ya, Gorlois —susurró mientras jugueteaba con la barba encanecida de su esposo—. ¿Qué pensarán Ceri y Valmai si ven que su señor y su señora tontean como amantes recién prometidos en lugar de actuar como una pareja que lleva años casada? Ya tengo casi treinta y siete años; no tengo edad para comportarme así.
—Tú siempre serás bellísima y yo he echado de menos a mi esposa durante mi ausencia —murmuró Gorlois con la voz temblorosa por el deseo junto a su pálido cuello.
Gorlois había pasado la primavera y el verano cabalgando con Ambrosio, gran rey de los britanos, para obligar a los bárbaros sajones a retroceder hasta Londinium, pero había añorado mucho a su esposa en todas las millas recorridas y en cada uno de los crudos conflictos en los que se había visto envuelto, como si ella fuera el más potente y adictivo de los vinos.
A pesar de quejarse de la edad, la reina conservaba un extraordinario atractivo que los años no habían conseguido mermar. Era muy alta para ser mujer, pero cualquier atisbo de corpulencia quedaba anulado por una esbeltez extrema que no sugería más que fragilidad. Tenía la piel increíblemente blanca y delicada, de manera que los contornos de su rostro conservaban el tono azulado que le conferían las venas más superficiales. Sus rasgos eran tan simétricos y estaban esculpidos de forma tan pulcra que su aspecto podría haber parecido apagado, pero unos ojos enormes de un color azul grisáceo brillante creaban una incandescencia comparable a la fragilidad de la hierba reciente y tan cristalina como el agua limpia. Desde sus largos y delicados dedos a sus pies estrechos y elegantes, todo en la apariencia física de Ygerne resultaba atractivo.
—He recibido noticias del rey Lot, amada mía —le dijo Gorlois más tarde, mientras reposaban en el lecho real bajo un cobertor de piel de oso—. Morgause vuelve a estar encinta.
—¿Otra vez? ¿Y tan pronto? Nuestra hija conseguirá que aumente la población del norte, como siga a este paso. Tengo ganas de ver a toda esa prole, como dice el aburrido de su esposo. —Ygerne rió como una chiquilla, hundiendo la cara en el musculoso hombro de su esposo, que todavía conservaba un leve olor a caballo—. ¿Por qué los hijos de Morgause tienen nombres tan parecidos? Gawayne, Agravaine, Geraint… ¡Cielos! Es difícil recordarlos todos…, de verdad. En cualquier caso, ojalá Morgana llevara una vida tan estable como la de su hermana. En el solsticio de invierno cumplirá los veinticuatro y no parece que tenga ganas de casarse. Me volverá loca con esa pasión que muestra por la magia y la costumbre que tiene de llenar su estancia de trastos extraños y desagradables. Me hace sufrir, Gorlois. Está jugando con fuerzas que no acierta a comprender.
—¿Y tú sí las comprendes, amada mía? —preguntó Gorlois con tono perezoso mientras le acariciaba la palma de la mano.
Ygerne notó las cosquillas que le hacía el exuberante bigote de su esposo y se rió de nuevo de forma incontrolable antes de recuperar la seriedad.
—No es consciente de su propia fuerza —susurró—. Es demasiado apasionada e impaciente para darse cuenta de las consecuencias que eso puede tener para ella. Ansía poder y eso la llevará a la ruina si no la controlamos. Hemos mimado demasiado a nuestra hija.
—Esa fierecilla debería haber nacido varón —le dijo Gorlois a su atribulada esposa con una sonrisa que mostraba la complacencia del hombre saciado que era en esos momentos—. ¡Menudo hijo habría sido! Pero no hay que preocuparse por que quiera seguir siendo una niña. Le ocurre lo mismo que a su madre; por ella no pasan los años, la belleza de Morgana se mantiene intacta.
—No hay nada que dure para siempre, esposo mío. La belleza tampoco… Y no hablemos ya del amor. Morgana debería dejar ese comportamiento infantil, o ese carácter insensato que tiene será su perdición. La magia negra acabará con ella.
El rey recorrió con el dedo índice la línea perfecta de los pómulos de Ygerne con una lentitud soñolienta.
—No es posible que una hija tuya deje de ser bella y buena. Y ahora duérmete, mujer, que tu viejo esposo está agotado.
Gorlois se dio la vuelta y no tardó en empezar a roncar de forma sonora.
Absolutamente desvelada en la oscuridad, Ygerne pasó varias horas contemplando a su esposo dormir con la intensidad y el abandono de un niño. Cuando los ojos de él empezaron a moverse bajo los párpados cerrados, ella supo que estaba soñando, del mismo modo que cuando empezó a moverse y a forcejear dentro del cálido lecho se dio cuenta de que su esposo estaba librando una batalla contra enemigos invisibles. Se dedicó a observarlo hasta que aquella noche de lluvia y viento dio paso a un nuevo amanecer, lleno de colores y de vida. Hasta ese momento los ojos de la reina dumnonia no se cerraron para dormir.
Pero, incluso sumida en sus propios sueños, sintió la necesidad de seguir velando el reposo de su amado Gorlois, como si tan solo la vigilancia de sus ojos claros pudiera protegerlo de algún tipo de horror innombrable. Oyó que un monstruo la acechaba durante el sueño, que se acercaba cada vez más a Tintagel sobre sus zarpas escamosas, de manera que, incluso en la seguridad que le ofrecían los brazos de Gorlois, se dio cuenta de que no volverían a gozar de aquella paz absoluta.
Ygerne no había sido la única alma que había permanecido despierta durante las largas horas de oscuridad. En una estrecha estancia, Morgana estaba inclinada sobre el alféizar de madera de la ventana contemplando lo que quedaba de la tormenta. La oscuridad era impenetrable antes del amanecer, excepto cuando algún relámpago caía sobre el mar. Extendió la mano hacia la oscuridad de la noche e imaginó que podía asir ese poder, que era capaz de dominarlo, hasta que se vio obligada a admitir que era la mujer más temerosa del mundo.
Sonrió y lamió las gotas de lluvia que le habían mojado los dedos como si se tratara del sudor de los dioses.