Non omnis moriar.
[No moriré del todo.]
HORACIO,
Odas III, 2
Perplejos ante aquella extraña visita, Ector y Livinia, los dueños de Villa Poppinidii, aceptaron acoger al niño, Artórex, por respeto al obispo Lucius de Glastonbury. Aunque Livinia había nacido en Aquae Sulis, era la última de una próspera generación de Poppinidii y su padre había sucumbido a la muerte recientemente, de manera que había dejado a su marido tribal, el fuerte y directo Ector, al cargo de la villa, y este había mostrado una devoción comparable a la de su antecesor. Ruadh, la mensajera celta del obispo, rechazó un puesto en la casa con la excusa de la situación apremiante de sus hijos, que vivían al norte del Muro. A Livinia le preocupó la palidez de la chica, aunque por respeto decidió no comentar nada.
Frith, la niñera del hijo de Livinia, directa y observadora, insistió en preguntarle qué le ocurría, hasta que Ruadh admitió que había sufrido una cuchillada. Acostumbrada a atender las dolencias femeninas, Frith le quitó el sucio vendaje y examinó la herida supurante con preocupación. Su olfato sensible le decía que la herida estaba infectada. Andrewina Ruadh conocía los síntomas mejor que Frith, después de haber servido en los campos de batalla con su maestro durante años. Ya lo había temido al ver que le subía la fiebre, pero la seguridad de Artórex le había parecido mucho más importante que su propia vida, por lo que había continuado cuando debería haber buscado una cura.
Frith le aplicó un ungüento y cataplasmas, pero las dos mujeres sabían qué significaba la línea lívida que le subía hasta la ingle. Frith abrazó a aquella chica de cabello rojizo que tan valiente y franca se mostraba al aceptar una muerte inminente.
—¿Qué puedo hacer por ti, hija? Puedo aliviarte el dolor con fármacos, pero morirás de todos modos.
La anciana de pelo blanco la miró con calma y orgullo.
—No haremos nada, Frith. Me habría gustado ver a mis hijos de nuevo o contarle a mi querido maestro, Myrddion, que no ha sido el responsable de mi muerte. Pero estos deseos no son más que tonterías, sueños infantiles. Sabía lo que podía ocurrir cuando se me empezó a hinchar la pierna, pero seguí con mi viaje. Lo importante es el niño, por lo que tal vez sería mejor si yo simplemente desapareciera.
Acto seguido, Ruadh agarró las manos curtidas por el trabajo de Frith con pasión, y sus ojos verdes como la hierba reflejaron su convencimiento y su conciencia del presagio, a pesar del dolor que sentía en la pierna.
—Protege a Artórex, Frith. Cuídalo con empeño y con amor, hazlo por mí. Lo he amado como si fuera mi hijo y él me ha dado esperanza y determinación.
—Amaría a cualquier bebé sin juzgar su apariencia u origen, pero cuando lo abrace le hablaré de ti para que siempre sepa el sacrificio que has hecho por él.
—¡No! —La voz de Ruadh reveló una terrible desesperación, las mejillas se le sonrojaron y los ojos le brillaron llenos de sentimiento—. Debes prometerme que no cargarás al pequeño con ningún tipo de culpa acerca de mi muerte. Sé muy bien cuáles son los vínculos mortales del compromiso, por lo que debes prometerme que no lo condenarás de ese modo antes de que se convierta en un hombre y entienda cuál es su lugar en el mundo. Yo desapareceré, como debe ser, después de haber aportado mi grano de arena para salvarlo. Eso es suficiente para mí.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Frith con los ojos llenos de compasión.
—Cabalgaré al galope mientras pueda, me gustaría ver el mar antes de morir. ¿Quién sabe? De momento lo único que necesito es una cama cálida y buena comida. Me marcharé al amanecer.
Al día siguiente, Ruadh se sintió demasiado enferma para cabalgar muy lejos. La pierna se le había hinchado y ennegrecido y la fiebre seguía subiendo. Frith le había contado a su señor, Ector, lo grave que estaba la joven, pero Ruadh le suplicó que le concediera el lujo de decidir ella misma su muerte. Con la ayuda de Frith, subió al caballo al alba y desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.
El viejo bosque que estaba más allá de Villa Poppinidii le pareció tan fresco y agradable a aquella mujer sumida en el delirio que obligó a su reticente montura a sumergirse en él. Sin preocuparse por el liquen y el musgo que cubrían el traicionero suelo, o los peligros de los troncos caídos y medio podridos, permitió que el caballo eligiera la ruta mientras ella se sumía en un aturdimiento de dolor y fiebre. El instinto del animal lo llevó hasta un claro en el que la hierba crecía tierna y fresca bajo un sol insípido incluso en invierno. Sin embargo, la vida de Ruadh estaba a punto de terminar. Cayó casi sin darse cuenta sobre un largo y bajo monolito de roca bañado por un leve rayo de sol. Cuando recuperó la dolorosa conciencia, Ruadh estaba tendida sobre la losa de piedra, tocando con una mano un hueco en forma de rudimentario cuenco y una serie de líneas y espirales que habían sido grabadas en la parte superior del monumento. Se había partido la cabeza al caer y un reguero de sangre había bajado lentamente por una espiral grabada hasta la copa inclinada. Divertida, se quedó mirando la cavidad llena de sangre durante un buen rato.
Por una vez deseó tener el don de su maestro para saber si había valido la pena sacrificar la vida por aquel niño, Artórex. A Ruadh le encantaban la luz del sol y la oscuridad, se deleitaba con los pequeños placeres de la vida, incluso en las miserias que llegaban con cada nuevo día. Echaría de menos la experiencia de hacerse mayor, y una parte de su confuso cerebro lamentó por unos momentos los años que dejaría de vivir por un bebé de mirada irresistible.
—Ay, Myrddion, es tan pequeño para tanto alboroto, y tanta la sangre derramada. Te echaré de menos, has sido mi último y mejor amor. Espero que me recuerdes… aunque supongo que me olvidarás. Todo el mundo lo hace… y está bien que así sea.
Tal vez la legendaria pariente de Myrddion, Ceridwen, se apiadó de Andrewina Ruadh. Tal vez la infección de la herida y el delirio que solo podían terminar en la muerte remitieron por unos instantes para que la mente de Ruadh pudiera despojarse de las imágenes confusas que la enturbiaban. Con una claridad que convirtió los acontecimientos de los últimos días en un sueño ensombrecido, contempló el claro del bosque, la piedra manchada de sangre y las sombras que bailaban con cada brisa para alcanzar la hierba mortecina sin el filtro del dolor y de la fiebre.
—Este bosque es un buen lugar para descansar… un lugar muy bonito, Myrddion. Me estoy muriendo, pero tampoco está tan mal, brilla el sol… —susurró en voz baja.
Sus palabras fueron inadecuadas para el flujo repentino de amor que sentía por aquellas tierras, por su familia y sus amigos, el bebé y su amado Myrddion. Continuó susurrando sus cavilaciones mientras se dejaba caer poco a poco desde la roca hasta el suelo, pero detuvo el golpe con la pierna infectada y la agonía que la invadió fue tan intensa que estuvo a punto de desmayarse.
—Tengo que continuar… aquí no… ahora no —susurró, y empezó a arrastrarse con dificultad por la hierba seca hacia las sombras de los árboles.
Durante ese último y doloroso intento de lucha, resbaló sobre los detritus que cubrían el suelo del bosque mientras, como un animal herido, buscaba el lugar para su último sueño.
Entonces encontró un nido de raíces que sobresalían de la arcilla cubierta de hojas para formar un techo retorcido de formas curvas, gruesas como una muñeca.
El musgo que cubría la madera vieja la acogió con la promesa de una suavidad aterciopelada que refrescaría su mente confundida y febril. ¡Poder apoyar la mejilla caliente sobre ese fresco emparrado verde! Solo un esfuerzo más y conseguiría arrastrar el cuerpo hasta la matriz del árbol y acurrucarse para encajar en ese pequeño y acogedor espacio. Luego, con sus últimas fuerzas, recitó plegarias como lo haría una niña y dejó que su conciencia vagara con libertad.
Myrddion Merlinus pasó mucho tiempo buscando a Ruadh, pero al final se vio obligado a aceptar que Andrewina Ruadh, su mujer celta, había regresado con sus hijos, que vivían al norte del Muro de Antonino. No llegó a descubrir jamás que los huesos de aquella mujer pasaron a formar parte de un retorcido nudo de raíces en un bosque agreste y se consoló pensando que debía de estar viviendo una vida sana y feliz junto a sus nietos.
Aunque regresó a Venta Belgarum en tiempos de necesidad para servir a un rey peligroso y errático, se negó rotundamente a utilizar sus habilidades como sanador para curar a la máquina de guerra de Úter Pendragón. Prefirió dedicar el tiempo a enseñar el oficio a aprendices y a controlar la red de espionaje que se había convertido en una pieza clave de la defensa del reino. Myrddion se dedicó a viajar aprovechando sus habilidades diplomáticas y su comprensión de la ciencia y el armamento para arrastrar a los reyes tribales hasta el peligroso presente. Con Llanwith pen Bryn y el rey Luka de los brigantes a su lado, recorrió el norte construyendo alianzas y disolviendo viejos feudos, sin dejar de buscar al niño que había entregado hacía una década.
En Segontium, los amigos y sanadores de Myrddion prosperaron y, con el tiempo, se extendieron hacia el oeste. Con el estoicismo que había adquirido con los años, Brangaine lamentó la pérdida de Willa, aunque Myrddion no llegó a contarle toda la verdad acerca de la ejecución de las pequeñas. Otros niños necesitaron el buen corazón de Brangaine, por lo que se guardó la pena en el corazón y siguió viviendo con un talante sereno y pensativo.
Un día gris, cuando el viento soplaba con virulencia al otro lado de los oscuros estrechos de la isla de Mona, los compañeros se reunieron en las dunas del mar que había cerca del viejo hogar de Myrddion. Solo unas circunstancias trágicas podían reunir a esos guerreros desarraigados en un mismo lugar a pesar de la guerra, la enfermedad y los accidentes. Las gaviotas graznaban de forma lúgubre, el cielo estaba cubierto de un manto gris pétreo de nubes y el mar era una bestia feroz bajo el sol apagado y senil. El mechón de pelo blanco en el cabello cada vez más canoso de Myrddion ondeó al viento cuando abrazó a Finn Cuentaverdades, mientras Bridie, Brangaine y Rhedyn se agrupaban alrededor de su esbelta y austera figura.
Cadoc había muerto de forma inesperada por culpa de una fiebre contraída en Canovium mientras trataba a los habitantes de una casa aquejada de esa misma enfermedad. Ya muerto, al fin descansó a un tiro de piedra de Olwyn, la abuela de Myrddion, y este se dio cuenta de que la juventud había pasado para él de un modo irrevocable y no podía más que aceptar su solitaria madurez.
—No lloréis la muerte de mi querido Cadoc —dijo Myrddion con voz sombría, aunque su rostro brillaba con una luz interior—. Nuestro amigo fue feliz sirviendo a los demás mucho tiempo después de haberse creído de nula utilidad. Se lo ha llevado la diosa, celosa del amor y el buen humor que le caracterizaban. Deberíamos llorar en silencio, puesto que no volveremos a ver sonreír a Cadoc ni sentiremos su fuerza de nuestro lado, tan sólida y fiel como la piedra que forma estas montañas. Amigos como él son regalos tan escasos como fugaces que los dioses nos conceden y deberíamos apreciarlos mientras podemos gozar de ellos.
»Alegrémonos, porque Cadoc no morirá mientras uno de nosotros recuerde lo mucho que apreciaba cada día, la compasión que sentía por los desdichados que sangraban y sufrían, y su capacidad de crear orden donde solo veíamos caos. Sin él nos habríamos muerto de hambre en la Galia, ¿no? ¿O acaso podríamos haber sobrevivido en Châlons sin su habilidad para el hurto?
Los compañeros de camino rieron al recordar la lealtad y el sentido práctico de aquel hombre marcado por las cicatrices. Y también lloraron, pero las lágrimas desaparecieron a medida que compartieron los recuerdos como suelen hacer los amigos tras una larga separación. Al final, entregaron el cuerpo de Cadoc a la tierra con alegría.
En Venta Belgarum, Ygerne se marchitó y su belleza se deslució hasta convertirse en poco más que un recuerdo transparente de una maldición terrible. No engendró ningún niño más para Úter Pendragón y este siguió igual de obsesionado a pesar de maldecir que ella personificara sus numerosas debilidades. El gran rey jamás llegó a descubrir que la reina se había quedado encinta otras tres veces y que, ante la incertidumbre que suponía el destino de ese niño que había llegado como parodia de un matrimonio, le había pedido a Morgana que interviniera. La posibilidad de que su matriz acogiera una nueva vida quedó erradicada enseguida.
Ygerne le rezó al dios de los cristianos hasta que la artritis le deformó las rodillas y lo hizo como sincera penitencia por las niñas que creyó asesinadas en su nombre. La reina le suplicó a su cruel marido que la liberara de su largo servicio, puesto que ansiaba ingresar en un convento cercano a Tintagel, donde podría oír el choque de las olas contra los acantilados y ver los halcones y las gaviotas cazando en el aire. Pero Úter, a quien los años solo habían vuelto más despiadado, ni siquiera accedió a dejarla libre en manos de Dios. Así pues, frágil y distante, la reina se limitó a sentarse en su maltrecho jardín de rosas con la esperanza de que la muerte se apiadara de ella.
Sin embargo, el destino aún no había terminado con la legendaria Ygerne. Como tampoco había olvidado al Dragón del oeste y al Medio Demonio.
Fortuna hizo girar su rueda de nuevo y el tiempo avanzó con un sonido parecido a un trueno o con el eco de futuras batallas, aún lejanas en el tiempo. Ceridwen y la Madre respondieron a las fervientes oraciones de Myrddion y sonrieron por fin a sus hijos.
El niño, Artórex, crecía sano y fuerte.