9

Cargas espinosas

Ave, Imperator, morituri te salutant.

[Salve, emperador, los que van a morir te saludan.]

SUETONIO, Vidas de los doce césares,
«La vida de Claudio»

Myrddion seguía despierto cuando empezó el asalto final sobre Verulamium. Desde el oscuro hospital de campaña, que en esos momentos de penumbra previos al amanecer se encontraba en silencio, se oía con claridad el sonido del ariete golpeando las puertas de la ciudad. Los impactos sordos eran regulares y, a juzgar por la resonancia hueca que perduraba tras cada golpe, a Myrddion le pareció que la madera y el hierro que tanto se le estaban resistiendo a Ambrosio empezaban por fin a debilitarse. Como un latido vacilante, las puertas de la ciudad estaban a punto de ceder.

Myrddion imaginó cómo transcurriría la escena.

¡Bum! El ariete consistía en un largo tronco de madera con un grueso remate de hierro en un extremo que se mecía adelante y atrás sobre un marco rodante accionado por los músculos forzados de los ingenieros y soldados que controlaban el balanceo de su péndulo.

¡Bum! El remate de hierro tenía forma de cabeza de muflón, con la cornamenta baja para golpear las puertas al estilo tradicional romano. Inmersos en esa oscuridad final y tambaleándose al borde del éxito, los soldados sudorosos y agotados debían de rezar cada vez que balanceaban la amenazadora cabeza del bovino con la esperanza de que reventara de una vez el travesaño que contenía a aquel ejército listo para entrar en acción.

¡Bum! Mientras la luz se apoderaba de las sombras de la ciudad, Myrddion abandonó su silencioso dominio y trepó por una pequeña colina. Desde ese punto de vista privilegiado vería el momento en el que las puertas terminarían rindiéndose al hierro y al músculo. Entonces Praxíteles y Aude llevarían los carros vacíos hasta las murallas de la ciudad y, mientras el número de víctimas crecería de forma inevitable, Myrddion perdería la perspectiva visual del transcurso de la contienda porque estaría lidiando su particular batalla contra la muerte. En esos momentos, mientras la luz dorada extendía su fino manto por encima de los bosques, del camino romano y de la escabrosa silueta de la ciudad, Myrddion sintió la tranquilidad de un hombre que aborda su objetivo con satisfacción. Aunque esa forma de calma era efímera en los asuntos humanos.

El amanecer gris y neblinoso precedió a una mañana clara y despejada, como si los dioses quisieran contemplar la actividad de los mortales sin el obstáculo que supondrían las nubes o la lluvia. Al fin, el ariete destruyó las puertas y los ingenieros retiraron la máquina mientras la caballería se abría paso a través del obstáculo destrozado sin miramientos. Úter lideró el ataque, e incluso Thorketil titubeó a la hora de enfrentarse a un guerrero más alto que cualquier sajón y que blandía las armas con la ferocidad del animal mitológico del que tomaba el nombre.

Con Ambrosio a la cabeza, los soldados de infantería atacaron justo después de que los arqueros hubieran oscurecido el cielo con una larga lluvia de flechas. Mientras los sajones se veían obligados a mantener la cabeza gacha tras sus parapetos con los escudos en alto, las centurias empezaron a entrar en tropel por las puertas derribadas para extenderse en formaciones planificadas previamente que Ambrosio había concebido durante la noche, después de que Myrddion le hubiera suturado y vendado la cara. Un grupo de guerreros, escaladores experimentados, treparon por las escalas con los escudos por encima de la cabeza, mientras que un pequeño contingente de arqueros seguía rociando las defensas sajonas con saetas. En ese punto, cuando el enemigo hubo desaparecido de las murallas, los arqueros recuperaron tantas flechas como pudieron y subieron a los parapetos para hacer que la muerte lloviera sobre las cabezas de los sajones por las estrechas calles que quedaban por debajo.

Ambrosio había estudiado con detenimiento los viejos planos de aquel antiguo asentamiento civil romano. Gracias a su paciente estudio, conocía hasta la última calle de Verulamium, por lo que las posiciones defensivas de Thorketil pronto quedaron reveladas. Mientras Úter utilizaba la caballería a modo de garrote y azotaba a ciudadanos y enemigos por igual, los soldados de infantería utilizaron las viejas estrategias de las legiones para vaciar con una eficacia calculada cualquier madriguera en la que pudiera haber un sajón escondido. Ambrosio recurrió a las formaciones en tortuga, en cuña y en cuadrado por igual para tensar una red de hierro alrededor del Bajel de Thor.

La verdadera batalla terminó cuando Úter hubo controlado la puerta del este. Thorketil no tenía intención de rendirse, al igual que sus guerreros, que le prendían fuego a cualquier edificio del que se hubieran apoderado durante el avance de los soldados de infantería. Con el fuego, el caudillo tal vez pretendía atrapar a los celtas entre la piedra y una muerte atroz, puesto que el viento al principio favorecía a los sajones y a punto estuvo de cegar los ojos de Ambrosio; no obstante, pronto cambió de dirección y extendió el desastre hacia el este, de edificio en edificio, primero por los techos de paja y luego quemando incluso las vigas, de manera que el fuego obligó a retroceder a los sajones hasta donde aguardaba la caballería de Úter.

Desde el punto de vista privilegiado que le ofrecía el pequeño montículo, Myrddion contempló aquella masacre lejos de los gritos, del rugido de las llamas y de los aullidos desafiantes de los sajones. La ciudad ardía ferozmente y los sajones huían de ese enemigo que les parecía mucho más potente que las tropas de Ambrosio. Cuando Úter al fin los atrapó en el antiguo foro, Thorketil lanzó un grito desafiante que sonó ronco por el humo instalado en sus pulmones.

—¡A mí! ¡A mí! ¡No me rendiré! —aulló el caudillo de forma imprudente mientras blandía enloquecido el hacha y la espada ante amigos y enemigos por igual.

—¡Sin piedad! —rugió Ambrosio como respuesta—. Matadlos a todos.

Con una eficiencia implacable, sus soldados mataron a todos los sajones que encontraron.

Myrddion trabajó durante dos días junto a Cadoc y a Dyfri, durmiendo a pequeños intervalos mientras luchaban por salvar tantas vidas como podían. El sanador retuvo poco de lo ocurrido durante esas horas penosas; ni siquiera recordaba los rostros de los hombres que llegaban a su mesa quirúrgica sufriendo un dolor extremo. Si pensaba en algo mientras sus hábiles manos trabajaban según las pautas que tan bien conocía, era en los tratamientos disponibles para aliviar el dolor, puesto que todo cirujano de campaña sabía que la conmoción mata más rápido que la más espectacular de las heridas. Y así transcurrió el día, entre el retumbar de los carros, el olor de la carne cauterizada y el hedor acre y metálico de la sangre.

Después de tratar a los guerreros, atendió a los civiles que habían sido utilizados como escudos humanos durante la última batalla de Thorketil. Los niños con el pelo quemado y la garganta tan llena de ampollas que ni siquiera podían llorar le rompían el corazón a Myrddion mucho más que cualquier adulto. Cuando uno tras otro iban muriendo ahogados, los asistía hasta agotar el jugo de adormidera y el beleño negro, de manera que tuvo que mandar a alguien a buscar otras hierbas semejantes por los pueblos de los alrededores.

Myrddion no pudo permitirse el lujo de dormir ni siquiera entonces.

Durante la primera noche recibió una visita inesperada. El veterano con el que había compartido aquella noche de meditación en el sendero de cabras abrió el faldón de la tienda y entró en la consulta cojeando. El viejo soldado no llegó solo, puesto que llevaba el cuerpo inconsciente de una mujer a la que le había caído encima una pieza de mampostería durante el asedio.

—Esperaré a que hayas tratado las heridas de esta muchacha, sanador. Atiéndela a ella primero, tiene pequeños que la necesitan.

El rostro del mercenario romano parecía amarillento y enfermizo bajo la luz mortecina.

—¿Cómo lo sabes, soldado sin nombre? —le preguntó Myrddion con viveza mientras le ayudaba a tender a la mujer sobre la mesa quirúrgica.

—Porque me han seguido todo el rato. Hay un niño de menos de cinco años y una niña que debe de tener unos ocho, creo, más o menos.

Myrddion maldijo en voz baja, pero sus manos se movieron con suavidad para cortarle la ropa a la mujer por la espalda. Tenía una herida enorme sobre la columna vertebral, desde el cuello hasta la rabadilla.

—Creo que tiene la columna vertebral rota y, si es así, no podré hacer nada para evitar que muera —susurró Myrddion mientras comprobaba si la mujer tenía sensibilidad en las piernas; efectivamente, las extremidades no reaccionaban—. Creo que también tiene el cráneo roto. Pero al menos no sufre dolor.

Se volvió hacia Brangaine y le hizo una señal con la cabeza.

—Prepara un camastro para esta mujer y deja que sus hijos se queden con ella. No podemos hacer nada.

El soldado miró a Myrddion a los ojos.

—¿Lágrimas, sanador? ¿Tan triste te parece la muerte cuando llega acompañada de la dulce inconsciencia?

—¡No, maldita sea! ¡No es tristeza, es rabia! Ojalá supiera cómo curarla, pero una columna rota supera los conocimientos de cualquier sanador. Ya solo podrían salvarla los dioses, aunque nunca ayudan a los inocentes.

Con el objetivo de evitar las lágrimas que amenazaban su masculinidad, Myrddion ordenó al soldado que se quitara las sandalias y las grebas para poder curarle las quemaduras que tenía en la pierna.

—Necesitaré abrir la carne o las ampollas reventarán. Es mejor hacerlo con un escalpelo limpio que arriesgarnos a que se infecte. La piel se agrietaría de todos modos aunque no hiciera nada.

—Entonces corta, sanador —dijo el soldado—. ¿Qué les ocurrirá a los niños de esa muchacha?

—Si no hay parientes que puedan encargarse de ellos, mis mujeres se los llevarán a Venta Belgarum. Estoy empezando a acumular un buen número de niños a raíz de nuestros viajes de una batalla a otra. Al parecer no soy capaz de abandonar a los inocentes cuando los encontramos por el camino.

—Me habría sentido obligado a encargarme de los niños yo mismo si no te hubieras ofrecido tú. Debo de estar volviéndome viejo, me estoy ablandando. En el pasado siempre comprendí que los destinos están marcados antes incluso de que nazcamos, lo que explica por qué los niños a menudo mueren antes de haber crecido del todo. Antes nunca me preocupaba por los civiles. Las legiones mantienen ocupados a los hombres y los nuevos reclutas no tardan en aprender que no vale la pena obcecarse con las situaciones que los soldados no pueden cambiar. ¡Uf! Pero es que ya estoy harto de marchar, matar y luego marchar de nuevo hacia otro lugar. Me gustaría tener un hogar y una mujer que me caliente los pies en invierno antes de que sea demasiado tarde. Creo que iré hacia el norte cuando termine el año. Ya estoy harto de Venta Belgarum y lugares como Verulamium. Si algo he aprendido es que un soldado que ya no piensa en luchar es un muerto viviente.

«Este no es un hombre corriente», decidió Myrddion.

La mayoría de los pacientes seguían el tratamiento con atención, como si esa estrecha vigilancia disipara la posibilidad de sufrir más lesiones o la muerte. Aquel soldado, en cambio, mantenía la mirada perdida en un lugar indeterminado y su voz no flaqueaba mientras Myrddion le cortaba las ampollas y le lavaba los bordes de piel chamuscada.

—Verulamium está acabada, sanador. Se convertirá en un lugar para los perros asilvestrados, los locos y los sajones muertos —prosiguió el veterano—. Dudo que lleguen a reconstruir la ciudad… Esta gente tiene el corazón destrozado.

—¡Ya está, tu tratamiento también ha acabado! La herida está limpia y sanará bien, amigo mío. —Myrddion ató el extremo de la venda con la que le había cubierto la pierna al veterano desde el tobillo hasta la rodilla—. Cadoc te dará más ungüento y me gustaría volver a ver las quemaduras dentro de dos días. Tienes que mantener limpias las heridas.

El soldado bajó la mirada para ver su pierna bronceada con ese envoltorio blanco incongruente y sonrió con la boca torcida.

—Sabes hacer bien tu trabajo, Myrddion Merlinus, te lo aseguro. Espero que encuentres una respuesta para tu incógnita acerca de los convoyes de equipajes.

Myrddion levantó los ojos y vio reflejados en los del guerrero la sabiduría y el humor con los que lo estaba observando.

—Y yo espero que encuentres el hogar que buscas, amigo mío. En muchos sentidos, me gustaría estar en tu lugar.

—Eres demasiado alto para caber en mi lugar. —El veterano se levantó sin hacer ni una sola mueca de dolor y tendió la mano a Myrddion—. Me llamo Targo —dijo—. Tal vez no hayamos luchado juntos aunque, al parecer, yo he sangrado por los dos… Pero hemos servido juntos, ¿no? Estaré atento por si oigo tu nombre de nuevo en los próximos años. Tal vez tengamos ocasión de volver a encontrarnos algún día.

—Yo también estaré atento por si oigo tu nombre, amigo Targo.

Los días transcurrieron con lentitud mientras Verulamium se recuperaba y la población civil empezaba el duro camino hacia el oeste con todo lo que el fuego no había conseguido destruir. Myrddion no tuvo noticias del posadero Gron y su alegre mujer, Fionnuala, cuando, buscando a los que habían sido sus anfitriones, el sanador encontró La Doncella de las Flores convertida en una cáscara ennegrecida. El joven recordó que la estancia en esa posada había sido la última ocasión en la que el grupo de sanadores había estado reunido, antes de que Finn y Bridie partieran hacia Segontium. Sintió una cierta nostalgia por aquellos días hasta cierto punto despreocupados, antes de que se hubiera visto envuelto en aquellos juegos de reyes; pero, igual que la posada, el pasado era una pizarra borrada totalmente y era consciente de que no había hombre o mujer capaz de volver a recuperar por completo su contenido.

Si bien Myrddion se sentía triste y hostigado, Ambrosio, en cambio, estaba pletórico. Cuando el sanador llegó para revisar el profundo surco que le bisecaba la cara, el gran rey insistió en que tomara una copa de vino con él mientras le contaba al detalle el estado en el que se encontraba su herida. Myrddion se esforzó por utilizar términos legos, pero el rey no era un paciente cualquiera. El sanador pronto pasó a explicarle la eficacia de la pasta de rábano, de las algas marinas, de las cataplasmas de bayas y hojas machacadas, así como los méritos relativos del beleño negro, la mandrágora y otras sustancias tóxicas del estilo.

—En lo sucesivo intentaré llevarme bien contigo, sanador —murmuró el gran rey—. Si lo que dices es cierto, podrías envenenarnos a todos incluso si Ulfin probara todos los platos.

—Por supuesto. Los venenos más simples se encuentran en bonitas setas, bayas de aspecto inofensivo y en raíces inocuas parecidas a las chirivías. Todas tardan un tiempo en matar y no hay cura para los desdichados que los ingieran. Pero el veneno no es mi estilo, majestad. Causan una muerte repugnante y mis manos no están concebidas para matar.

Ambrosio rió alegremente, aunque Myrddion notó que las sombras de la fatalidad se cernían sobre su cabeza de nuevo. «Ambrosio no —pensó con desesperación—. ¡Veneno no! ¡Que los cielos nos amparen!»

—Haz venir a Pascent a mi tienda, Úter. Me gustaría que Myrddion lo conociera y que nos dé su opinión acerca de su enfermedad. Un joven prometedor necesita todos los amigos que pueda llegar a conocer.

Cuando Úter salió de la tienda del gran rey después de levantarse con un evidente gesto de desaprobación, Ambrosio siguió hablando de forma animada mientras su mente despierta se desviaba de nuevo.

—Encontramos a Pascent encadenado a una estatua de Marte en el antiguo foro. Es evidente que los sajones lo capturaron después de tomar la ciudad y Thorketil lo estaba reservando para divertirse más adelante. Lo habían abofeteado un poco y estaba sediento, pero no había sufrido heridas graves. Sin embargo, afirma no recordar nada acerca de su cautividad en Verulamium. Tal vez puedas encontrar la manera de abrir las puertas de su memoria.

—Tal vez, majestad. Me he dado cuenta de que las conmociones repentinas, la brutalidad terrible o incluso el sentimiento de culpa pueden eliminar hasta el último detalle del cerebro, incluso la vida previa de quien ha sufrido tales golpes. A pesar de conservar la memoria, un aprendiz mío sufrió pesadillas terribles durante años después de que lo hubieran obligado a espiar a la justicia sajona para informar después al respecto. La mente es un instrumento impresionante, mi rey.

Ambrosio abrió todavía más los ojos e insistió en que le contara la historia completa. Myrddion se introdujo en el espíritu curioso de Ambrosio y adornó la saga de Finn Cuentaverdades con tanta viveza que el gran rey, igual que un niño, quedó fascinado por el relato.

—Por supuesto que he oído hablar de la Noche de los Cuchillos Largos. ¿Quién no? Y Catigern trabajaba para mí cuando los hermanos expulsaron a los sajones de las tierras cantiacas. Nunca me gustó mucho Catigern, porque se permitía la libertad de exhibir sus anhelos y su ambición ante mis ojos… Estoy seguro de que se habría vuelto contra mí después de asesinar a su hermano. ¡Por todos los dioses, sin duda era hijo de su retorcido padre! Y, aun así, a pesar de sus vicios, Catigern debió de sufrir una muerte horrible, ahogado bajo el cuerpo de su víctima.

Cuando el gran rey empezó a recuperarse de la idea de morir en la tumba de un cadáver en putrefacción, Úter entró en la tienda seguido de un joven atractivo, vestido de forma sencilla y distinguida con tejido de lana fina. El hombre no llevaba alhajas y Myrddion dedujo que los sajones debían de haberle arrebatado todo cuanto poseía de valor. En el pulgar y el anular de la mano izquierda tenía marcas blancas donde había llevado anillos y una estrecha tira de piel pálida alrededor de su bronceado cuello sugería que había lucido una torques durante muchos años.

—Myrddion Merlinus, este es Pascent. Ha sobrevivido al cautiverio sajón. Lo llamamos así porque el nombre le suena, pero en realidad no sabe cuál es su verdadera identidad. Úter está seguro, por su acento, de que es miembro de la misma tribu que tú, puesto que su voz tiene la misma cadencia que tu acento del norte. Habla un latín muy puro y con cierta inflexión, por lo que estoy seguro de que ha recibido una buena educación.

Pascent era un hombre joven y alto, de unos veinte años. Su piel presentaba un atractivo tono bronceado que indicaba su buena salud y su vigor, más allá de los cardenales de la frente y el mentón. Tenía los ojos azules como los de Ambrosio, y Myrddion se preguntó si habría sido algún ancestro romano el que había creado aquella extraordinaria coloración. En cambio, el cabello de Pascent era de un color pardo besado por el sol, y lo llevaba cortado de tal manera que le caía de forma encantadora sobre un ojo. Con una sonrisa triste, se apartó la gruesa cascada de pelo con la mano con un gesto que pareció habitual.

—Buenos días, Pascent. ¿Puedo hacerte unas preguntas y examinarte la cabeza? —preguntó Myrddion con cortesía.

Pascent parecía incómodo, pero Ambrosio le explicó que Myrddion había pasado a visitarle, y expresó la esperanza de que su célebre sanador pudiera devolverle la memoria. El joven se sonrojó y accedió, aunque mantuvo la mirada gacha en todo momento.

Myrddion revisó con cuidado y esmero el cráneo de Pascent con las yemas de sus dedos sensibles para ver si encontraba algún tipo de nudo o de brecha que pudiera explicar la amnesia. El joven se mostró visiblemente nervioso y disgustado, pero soportó que Myrddion le examinara también los ojos en busca de algún signo de hemorragia o de turbulencia. En cuanto hubo terminado el reconocimiento, Pascent bajó la cabeza de nuevo.

Myrddion llegó a la conclusión de que Pascent estaba tan sano como cualquier otro joven que hubiera examinado.

—Has sido entrenado para ser guerrero, por lo que veo —añadió mientras le cogía una mano con indiferencia y señalaba los callos que tenía en el dedo índice, en el corazón, en el pulgar y en toda la palma, que daban fe de la práctica constante con las armas. Úter se mostró interesado de repente y miró por encima del hombro de Myrddion antes de soltar un gruñido para demostrar que estaba de acuerdo con la valoración.

—Sí, el chico ha sido entrenado para luchar con las dos manos —murmuró con los ojos entrecerrados por el recelo. Por una vez, el criterio de Myrddion y el del príncipe coincidieron.

Pascent respondió a las preguntas de Myrddion sin reticencias, con franqueza y con una expresión sincera que resultaba casi entrañable, aunque el sanador receló de ese encanto tan relajado, sobre todo porque un poco antes le había parecido bastante nervioso. Algún juego extraño de la luz hizo que a Myrddion le recordara a alguien, aunque no consiguió recuperar ningún nombre del pasado.

Cuando Myrddion abandonó la tienda del gran rey empezó a notar el gusanillo de la sospecha en el fondo de su mente. No conseguía identificar motivos tangibles para aquella inquietud, pero el instinto le decía con contundencia que había algo que no encajaba en Pascent. El joven parecía sincero, pero el sanador había reconocido en él los modales y la presencia de su propio padre, Aspar. Esas dos personas tan poderosas utilizaban el encanto como un arma de ataque capaz de adormecer los recelos y manipular las emociones. Myrddion ya había aprendido a desconfiar de lo seductor que podía llegar a ser un rostro sonriente y amable.

Pascent tenía unas manos curtidas y musculosas, demasiado fuertes para ser las del príncipe mimado que sugerían las alhajas que había llevado. Ese joven era un guerrero avezado que había sido entrenado desde la infancia para matar, puesto que sus callos contaban mucho acerca de lo que había vivido, y ese tipo de señales no solían mentir. Pascent era mucho más que un celta que había tenido la suerte de ser capturado en lugar de haber muerto asesinado. Pero ¿a quién le recordaba?

—Esas cicatrices verticales en el pulgar derecho me suenan mucho. Ojalá pudiera recordarlo —dijo Myrddion en voz alta, lo que llamó la atención de un centinela que tenía detrás; sin embargo, el sanador estaba demasiado inmerso en sus cavilaciones para darse cuenta.

Era una mañana fresca y regada por las lluvias primaverales, y Myrddion tenía que empezar a preparar a los pacientes para el largo camino de regreso hasta Venta Belgarum. Dejando atrás los recelos, decidió que podía confiar en que Úter vigilaría al joven con aquellos ojos llenos de resentimiento, desconfianza y celos.

Pasaron dos meses inmersos en el tedioso vacío que se produjo después de aquella batalla breve y en absoluto decisiva. Tras el lento viaje a Venta Belgarum, que transcurrió por una ruta más tranquila a través de Durocobrivae para respetar a los heridos, Myrddion al fin regresó a la casa de los sanadores.

Una noche, ya bastante tarde, Gruffydd apareció frente a su puerta. Parecía tan indeseable como siempre, pero Myrddion se sintió animado por la claridad y la razón que desprendían sus ojos castaños.

Con las botas sucias apoyadas sobre la mesa que Myrddion tenía en el scriptorium y un vaso de vino sostenido de forma descuidada sobre el pecho, Gruffydd miró fijamente a Myrddion.

—Maldita sea, si aún parece que tengas dieciséis años, Myrddion. No sé cómo puedes estar sentado tan tranquilo, rodeado de incontables venenos y cosas mágicas. ¿Qué hay dentro de ese tarro de cristal?

—Es un pez con dos cabezas, un capricho de la naturaleza —dijo Myrddion tras volverse para seguir el dedo índice de Gruffydd—. Ese tipo de rarezas me interesan.

—¡Uf! —Gruffydd pareció marearse un poco cuando cogió el tarro—. Pero si este tipo de cosas te parecen divertidas, ¿quién soy yo para criticarlo?

—Supongo que si has venido a mi casa bajo este manto de oscuridad debe de ser por algún motivo —dijo Myrddion en voz baja—, que sin duda no tiene nada que ver con mi manera de distraerme para pasar el tiempo.

—Sí, claro. Acabo de llegar de Londinium evitando los caminos principales para pasar desapercibido —dijo Gruffydd riendo entre dientes—. Los sajones se apoderaron de Verulamium tan pronto como Ambrosio desapareció de allí, pero no creo que eso sorprenda al gran rey. La escaramuza en la que participó para recuperar Verulamium solo sirvió para recordar a los sajones que no podrán con él tan fácilmente.

—¿Y la táctica funcionó? —preguntó Myrddion mientras suspiraba por dentro al pensar en las vidas que se habían perdido por un gesto tan transitorio—. Sería mejor atacar el núcleo de los sajones y acabar con todo esto de una vez.

—Sí… y no. Ambrosio utilizó una estrategia muy simple. Los sajones son muy supersticiosos, por lo que no dormirán dentro de las ruinas de Verulamium por miedo al alma de Thorketil, que según algunos idiotas sigue apareciendo por allí. Las bestias salvajes vagan por las ruinas y seguirán allí hasta que los caudillos olviden la lección que les dio Ambrosio. Pero los sajones han protegido los caminos, por lo que al gran rey no le resultará fácil llegar al norte, ni siquiera por el sendero de cabras que he oído decir que encontraste. No debemos subestimar a nuestros enemigos, Myrddion. Los caudillos no son idiotas, si bien les sorprendió la rapidez con la que Ambrosio reunió a sus fuerzas después de viajar por tierra, por lo que intentarán controlar el mayor número de caminos principales posible.

—¿Qué aconsejas, pues, Gruffydd?

El espía vació el vaso de un trago, levantó las botas llenas de lodo de la mesa y se inclinó hacia delante con el rostro animado de repente.

—Ambrosio debe reforzar las ciudades clave en las rutas hacia el norte y el oeste. Debe utilizar las fortalezas existentes y fortificar las ciudades que controlan el paso de personas y mercancías. Es la única manera de evitar que los sajones sigan recortándonos terreno poco a poco. Venonae, Ratae, Lactodorum y Lindum son vitales. Todavía no he viajado al norte, aunque cuando salga de aquí partiré hacia Petuaria para controlar a los hijos de Hengist y Horsa. Melandra, Lavatrae y Cataractonium siguen siendo fuertes, aunque otras antiguas fortalezas romanas actualmente solo dan cobijo a perros salvajes y pastores trashumantes. Ambrosio debe empezar a pensar en las tierras más allá de Calleva Atrebatum. De momento está demasiado lejos de los reyes tribales del norte y del oeste, pero tendremos que obligar a esos líderes a que se involucren en la protección de las tierras celtas.

Myrddion imaginó las fortalezas ensartadas como perlas de piedra por la cresta montañosa que separaba la isla en dos mitades al este y al oeste. Esas torres abandonadas de antaño eran cruciales para dominar los amplios caminos que llevaban hacia el norte hasta el Muro de Adriano. Gruffydd tenía razón, el espía había puesto el dedo justo donde fallaba la estrategia de Ambrosio. Si los celtas no tomaban el control de las fortalezas, lo harían los sajones.

—Déjalo en mis manos, Gruffydd. Estoy de acuerdo contigo, ojalá tuviera a treinta más como tú rondando por las fronteras sajonas para informarme. A partir de ahora tendrás más presión todavía, por lo que me disculpo de antemano.

Myrddion le puso un monedero en las manos a Gruffydd, que no se mostró muy dispuesto a aceptarlo. El antiguo prisionero sajón odiaba aceptar dinero por lo que percibía como un deber para con su pueblo, pero Myrddion insistió.

—Tienes que vivir, tienes que comer, tienes que montar un caballo decente y tienes que beber cerveza en todo tipo de lugares de dudosa reputación. Todas esas actividades requieren dinero. Además, tal vez puedas encontrar para mí más hombres que hablen sajón si tienes dinero para pagarles… De ese modo podrías tener oídos en el este para ayudarte. Pero, por favor, Gruffydd, debo pedirte que vayas con cuidado. La Madre cuidará de ti, pero necesitará un poco de ayuda en esos cuchitriles que frecuentas.

Cuando Gruffydd se hubo marchado no quedó nada de su presencia excepto un leve olor a caballo y a sudor, rastros de barro sobre la mesa de Myrddion y la posición del pez bicéfalo, que había pasado a mirar hacia la pared. Parecía como si el espía nunca hubiera existido.

En ese año trascendental, Venta Belgarum disfrutó de un verano cálido que mantuvo a flote los ánimos de ciudadanos y guerreros por igual. La victoria en Verulamium había enardecido al oeste y había provocado un sentimiento de optimismo. Siempre que Ambrosio salía a buscar o a conocer a los reyes tribales del sur en Corinium, el pueblo lo aclamaba, los ciudadanos lanzaban sus birretes al aire y echaban flores silvestres a los pies de su caballo. Su hermano taciturno recibía aplausos más tibios por parte de los ciudadanos, pero ese entusiasmo era capaz de animar incluso el carácter sombrío de Úter. Solo a Myrddion parecía preocuparle que ese joven, Pascent, pasara demasiado tiempo en compañía del gran rey.

Myrddion conoció también a la mujer celta, o a la furcia picta, que es como Úter solía describirla.

En cuanto tuvo la oportunidad, Myrddion pidió una audiencia urgente y privada con el gran rey. La intimidad de los encuentros nocturnos que habían tenido en el pasado se había disipado, puesto que Ambrosio había pasado a interesarse por nuevas experiencias y distracciones; pero Myrddion seguía gozando de la atención del rey, que no había olvidado el servicio que le había prestado en Verulamium. Con evidente desaprobación, Ulfin guió a Myrddion hasta los aposentos reales después de atender los juicios vespertinos en la gran sala de audiencias.

Ambrosio estaba sentado relajadamente y a Myrddion le sorprendió ver que ya estaba deleitándose con los manjares que había en una enorme bandeja de plata. Nadie le había pedido a Ulfin que catara la comida.

—Bienvenido, joven amigo. Veo que has traído tus mapas. Tomemos, pues, una copa de vino juntos antes de que me digas cómo debo gobernar mi reino.

Ambrosio sonrió para restar sarcasmo a sus palabras, pero Myrddion se ruborizó de todos modos y se preguntó cómo había podido cambiar tanto la personalidad del rey durante su ausencia.

Una mujer apareció contoneándose entre las sombras para llenar dos copas de vino con la jarra que estaba sobre la mesa. Myrddion observó la melena de rizos pelirrojos, las encantadoras pecas y la grácil silueta de una mujer que parecía sentirse como en casa en las estancias privadas del rey.

«¡Ah, entonces Cadoc tenía razón! Esa debe de ser la furcia picta de la que hablaba Úter», pensó Myrddion. Aceptó la copa que le ofreció y, de la forma más clandestina posible, utilizó su aguzado sentido del olfato para valorar la calidad y la seguridad del vino cuando se acercó el cáliz a los labios.

—Ignórala, Myrddion. Puedes hablar con libertad delante de Andrewina Ruadh, puesto que difícilmente saldrá de Venta Belgarum en un futuro próximo. Tengo la intención de mantenerla cerca de mí.

«¡Menuda locura! ¿Dónde ha perdido Ambrosio el sentido común? ¡Ella es el enemigo!»

Myrddion se inclinó ante la furcia picta y acto seguido negó con la cabeza mientras sonreía.

—No, majestad, ya discutiremos más adelante. Hablaría con libertad si solo estuviera arriesgando mi propio pellejo, pero las noticias que tengo para vos afectan a mucha otra gente, por lo que debo pediros que charlemos en privado.

Ambrosio frunció el ceño con marcado despecho, pero antes de que pudiera ordenarle a Myrddion que le obedeciera, Andrewina Ruadh hizo una reverencia y pidió permiso para retirarse.

—No soy más que una mujer, mi señor, y no entiendo nada de política —dijo con una sonrisa tan bella como cargada de desprecio que fácilmente podría haber embelesado a Myrddion. Sin embargo, al sanador se le erizaron los pelos de la nuca cuando miró fijamente los ojos verdes de aquella mujer. No vio ni el más mínimo atisbo de ignorancia en ellos.

—Muy bien, Andrewina, puedes irte. Pero, por favor, vuelve cuando mi sanador haya terminado.

Los ojos de Ambrosio siguieron la dulce silueta de la mujer hasta la puerta y a Myrddion se le partió el corazón al ver cómo la miraba su amo.

«El rey está enamorado de ella, que es más picta que cualquiera de nosotros».

Pero Myrddion sabía cómo funcionaban los juegos de reyes, por lo que le deseó buenas noches a la mujer con cordialidad, le dedicó una profunda reverencia llena de respeto y observó el ceño de Ambrosio relajarse de nuevo.

—Debería estar enfadado, sanador, pero comprendo tu naturaleza sensible. Cuéntame, pues, y no escatimes ningún detalle. Úter ya me ha estado dando la lata acerca de Andrewina, por lo que no me importará escuchar más malas noticias.

Ignorando el rastro de petulancia que seguía tiñendo la voz de Ambrosio, Myrddion le relató con detalle lo que Gruffydd había descubierto. El gran rey sonrió al oír que los caudillos sajones creían que las ruinas de Verulamium estaban encantadas, pero sus rubias cejas se fruncieron al saber que los caminos estaban bloqueados y los bosques, repletos de invasores.

—Por Mitra, ¿es que tengo que limpiar mis tierras de esos bárbaros año tras año?

—Sí, majestad, eso parece. Ellos no retrocederán, del mismo modo que vos no les permitiréis que ocupen nuestras tierras. ¿Adónde podríamos ir? Así pues, esta guerra se encuentra en un punto muerto y, con suerte, durará mientras vivamos. ¿Qué alternativa nos queda? ¿Retirarnos cada vez más hacia el oeste hasta que el Oceanus Hibernicus nos impida seguir retrocediendo? ¿O deberíamos huir hacia el norte como ya se vieron obligados a hacer los pictos? Ese pueblo adusto aprovecharía cualquier oportunidad de vengarse de nosotros aunque pasasen cientos de años por lo que consideran una tiranía y una invasión. Debéis actuar, majestad, ahora que el sistema de espionaje que acabamos de crear nos muestra la manera de confinar a los sajones en una estrecha franja de las tierras del este.

Ambrosio se mordió el pulgar y Myrddion se dio cuenta de que apenas le quedaban uñas. La compasión se apoderó del sanador durante un momento, puesto que nadie podía envidiar a un gran rey cuyas decisiones tenían unas consecuencias tan importantes para la seguridad del reino. Sin embargo, su expresión se endureció de nuevo enseguida. Últimamente Ambrosio había estado actuando fuera de lugar cada vez con más frecuencia por culpa de la pasión que sentía por aquella furcia picta. Había acogido a Pascent en su casa y, a pesar de que su hermano no lo aprobaba, el gran rey cada vez se mostraba más imprudente a pesar de los temores de traición que desde hacía tiempo parecían más que justificados. Tenía que hacerle entrar en razón cuanto antes.

—Mi hombre os sugiere que fortifiquéis todas las ciudades que dominan los caminos que llevan hacia el norte y el oeste. Eso contribuirá a la seguridad y mantendrá abiertas nuestras líneas de comunicación. Corriendo un riesgo considerable para su persona, en estos momentos está viajando hacia Petuaria, donde Hengist se ha afianzado. Os insta a resucitar los viejos fuertes romanos de la cresta montañosa; los reyes tribales podrían encargarse de ellos. La idea de fortificar Venta Belgarum de manera aislada es una estrategia que no comparto, majestad, puesto que tenéis que considerar la tierra de los britanos como un conjunto y empezar a actuar para protegerla toda y no solo la parte que conocéis y amáis. Para conseguir vuestras ambiciones debéis convencer a los reyes tribales del norte para que se unan a vuestra causa.

—¿Qué quieres que haga, Myrddion? Mis tropas quedarían demasiado diseminadas si disperso mi ejército para fortificar los lugares que sugieres. Veo la lógica de tu estrategia, pero no tengo tantos guerreros a mi disposición. Y los reyes tribales no parecen dispuestos a ayudarme.

Myrddion había pasado muchas horas buscando la manera de resolver esa cuestión. Ambrosio estaba obligado a pensar con visión de futuro, y el objetivo tenía que ser unificar a las tribus para formar una nación cohesionada.

—Los reyes tribales como mi bisabuelo han puesto sus hombres y su oro a disposición de los gobernantes supremos cuando la necesidad común ha sido evidente, majestad, y la mayoría coincide en lo adecuada que resulta la unidad de las tribus ante una amenaza exterior seria. La diferencia en este caso es que debéis aceptar esa unión en tiempos de paz para evitar guerras futuras. Debéis convocar a los reyes a una reunión, explicarles la estrategia sajona y ofrecerles a vuestros vasallos una oportunidad de ganarse la gloria y cierta autonomía trasladándoles la responsabilidad de ciertas fortificaciones. El coste para vos sería mínimo, uniríais a las tribus en una causa común y, juntos, podríais mantener a raya a los sajones en las partes de la costa este que ya dominan en la actualidad. Esas tribus desplazadas por los sajones agradecerán la oportunidad de hacerles pagar a nuestros enemigos por los acres que les robaron. ¿Cómo podría perjudicaros un plan como ese, incluso si las tribus se muestran reacias? Pronto sabréis quiénes son vuestros amigos.

—Y también quiénes son mis enemigos. Sí, puede que tengas razón. Con una reunión como esa podría saber quiénes son mis aliados.

En el rostro de Ambrosio apareció una amplia sonrisa y el sanador detectó rastros de la expresión de lobo de Úter en el evidente placer que sentía el gran rey. Incluso Ambrosio era capaz de regocijarse pensando en las maquinaciones que implicaba meter en cintura a los reyes tribales.

—Convocaré a los reyes para que vengan a Venta Belgarum, aunque no creo que acudan todos.

—Pero tienen que verse obligados a asistir a la reunión, majestad. Sugiero que los convoquéis en una ciudad central, una que pueda resultar aceptable para una confederación tribal. Debemos conseguir que los reyes se vean como aliados y no como soberanos individuales que solo son responsables de lo que sucede dentro de sus fronteras. Por eso creo que el lugar de la reunión debe elegirse con cuidado, de manera que ninguno de ellos se sienta ofendido.

—¿Y dónde la celebrarías tú, Myrddion? Me avergüenza tener que admitirlo, pero no estoy familiarizado con las ciudades del norte después de haber pasado tantos años en el extranjero.

Myrddion había dedicado varias horas a pensar en esa cuestión, por lo que tenía una respuesta preparada.

—Deva, señor. Convocad a los reyes en Deva. La ciudad tiene historia romana y es un puerto comercial. Y lo más importante: es neutral y ningún rey podría reclamar la lealtad de los demás. Se encuentra a medio camino de Venta Belgarum y el Muro, y con esa elección demostraréis vuestra disposición a salir de vuestro refugio de seguridad en el sur. Ya tenéis vínculos muy útiles con los brigantes, pero tenéis que plantearos un objetivo más lejano: los otadinos y los selgovae que protegen las montañas entre el Muro de Antonino y el Muro de Adriano. Ningún gran rey ha intentado recurrir a ellos hasta el momento, pero ¿quién podría defender la retaguardia mejor que ellos mientras limitáis el avance de los sajones y de los jutos hacia el norte?

Ambrosio se sirvió otra copa de vino y le señaló a Myrddion las delicias que esperaban en una gran bandeja de plata. Con cautela, Myrddion eligió una pata asada de un ave pequeña y mordisqueó aquella carne tierna y de piel crujiente mientras su señor pensaba en las sugerencias que acababa de presentarle. En cuanto lo vio claro, Ambrosio tomó una decisión.

—Que sea en Deva, pues. Mañana mandaré mensajeros a todas las tribus, por pequeñas que sean, para convocar a sus reyes en Deva. ¿Has estado allí, Myrddion? ¿No? Bueno, pues tú serás el primero en acudir. Úter te acompañará en el viaje y se encargará de organizar las medidas de seguridad, pero tú serás el responsable de elegir un lugar de encuentro y de determinar cuál será el orden del día para la reunión. No me falles, Myrddion, porque el éxito o el fracaso de lo que tenga lugar en Deva determinará el futuro de nuestro pueblo para las décadas venideras.

Myrddion quedó horrorizado.

—¿Cómo queréis que me encargue de una empresa tan importante, majestad? No soy más que un humilde sanador. Vuestro senescal sería una elección mucho más adecuada.

—Tal vez sí, pero es tan viejo como las montañas y el doble de testarudo. Además, sus huesos no le permitirían cabalgar tantos días. Por otra parte, tú siempre cumples con lo que te encargo. Vuelas tan alto como el ave de la que recibiste el nombre. Si realmente quieres que los reyes se reúnan para negociar un nuevo tratado entre las tribus, deberás obedecerme y encargarte del trabajo que eso requiera.

Hubo una pausa antes de que Myrddion tomara una decisión.

—Muy bien, majestad, viajaré a Deva. Aunque sin duda tendré discrepancias con vuestro hermano acerca de los plazos y procedimientos, puesto que el príncipe Úter no se fía de mí.

—Estoy dispuesto a hablar con mi hermano e insistirle en que actúas en mi nombre si eso va a facilitarte la tarea. Pero veo que sigues con el ceño fruncido, sanador.

—Prefiero permanecer en silencio, majestad, puesto que no os gustaría que verbalizara mi opinión con franqueza.

Ambrosio hizo una mueca.

—Te absuelvo de cualquier culpa, sanador, pero alguien tiene que ser sincero conmigo. ¿Tus reservas tienen que ver con mi persona o con el estado en el que se encuentran las tierras del oeste?

—Con vos, majestad, pero os aseguro que no me agradeceréis que os hable con franqueza.

Ambrosio frunció el ceño de un modo temible y Myrddion decidió que ya estaba condenado, tanto si hablaba como si no. Al final, el rey se irguió en su asiento, se sirvió otra copa de vino, respiró hondo y le hizo una seña con la cabeza al sanador.

—Dime la verdad, tu sinceridad no me ofenderá.

Myrddion tomó aire, lo expulsó y en silencio le pidió a la Madre que guiara sus palabras, puesto que era consciente de lo peligroso que resultaba entrometerse en los asuntos de aquel hombre complejo que tenía sentado delante.

—Majestad, últimamente me preocupa que hayáis abandonado toda prudencia y estéis arriesgando tanto vuestra persona como la seguridad del reino. Esta noche, por ejemplo, habéis comido y bebido lo que os ha servido la rehén picta que, debo admitirlo, es una mujer preciosa y encantadora. Asimismo, Pascent se mueve por el palacio a sus anchas cuando todavía tenemos que verificar su identidad. Vuestro pueblo depende completamente de vuestra sensatez, por lo que es inevitable que nos preguntemos si el reino perduraría en caso de que murierais en manos traidoras. No conozco a Andrewina Ruadh, Bridei o sea cual sea su nombre en realidad, y tal vez sea una víctima perfectamente inocente de la esclavitud picta. Pero también es posible que no sea tan inocente, majestad. Respecto a Pascent, ni siquiera sabemos cuál es su verdadero nombre… y además me resulta familiar hasta un punto inquietante. En verdad, mi señor Ambrosio, estáis arriesgando vuestra vida de forma innecesaria.

Dos manchas de color intenso aparecieron en las mejillas de Ambrosio, y Ulfin, en un rincón de la sala, resopló de forma audible al intentar acallar la risa que le sobrevino ante el descaro de Myrddion. Ambrosio se puso en pie y, por un momento, Myrddion pensó que el gran rey estaba a punto de estrangular a su sanador, pero el arranque de ira pasó enseguida, aunque Ambrosio se plantó frente al joven con una actitud tan amenazadora como amenazada.

—Eres demasiado atrevido, Myrddion, con esa lealtad tan mal depositada en mi trono. Quien comparta mi lecho solo me atañe a mí, igual que la decisión de acoger a alguien como amigo.

Acto seguido, Ambrosio se dio la vuelta y se acercó a Ulfin soltando juramentos. Con brusquedad y desdén ordenó al guerrero, que seguía sonriendo con suficiencia, que saliera de la sala.

—Si cuentas algo de todo esto te estarás jugando el pellejo, Ulfin. No dudo que le contarás a mi hermano el desliz del sanador, pero tampoco estás en posición de reírte de mí en mi presencia. Y ahora ¡fuera de mi vista!

Ulfin salió a toda prisa y la puerta se cerró tras él antes de que Ambrosio se volviera una vez más hacia Myrddion.

—¿Lamentas que ame a una mujer o que goce de la compañía de un amigo? He vivido casi cuarenta años solo y sin amigos, y estoy cansado de medir todas y cada una de mis palabras, de dudar constantemente de todo aquel que me tiende una mano. ¿Es que todos los hombres y mujeres son falsos? ¿Es que debo renunciar a todo por el bien de mi pueblo? —La última pregunta la pronunció con un temblor en la voz que revelaba un exceso de emoción.

Myrddion lo comprendía. Él también conocía la textura y el sabor de la soledad, y también ansiaba algo tan dulce y anodino como el abrazo de una mujer. Pero Myrddion Merlinus no reinaba.

—No lo sé, majestad. En verdad que no lo sé. Si Andrewina es el amor de vuestra vida, ¿cómo puedo pediros que renunciéis a ella? Pero no podéis casaros con ella ni pretender que engendre vuestros hijos, puesto que los reyes tribales verían ese amor como un signo de debilidad. Lo único que sí os pido es que tengáis más cuidado. Por favor, mi rey, temo que algo maligno se alce contra vos. A los sajones no les gustará nada que podáis llegar a algún tipo de acuerdo con los reyes, por lo que es muy posible que ya hayan infiltrado a un asesino entre los miembros de vuestra corte.

—Soy un hombre, Myrddion, no un dios. No puedo vivir una vida castrada para siempre. —En los ojos del rey empezaban a acumularse las lágrimas y Myrddion comenzó a lamentar haber iniciado esa conversación—. Estoy cada vez más cansado, llevo toda la vida acosado por las responsabilidades.

—Nacisteis para soportar esa carga, majestad. Cuando los hombres desean el trono olvidan lo mucho que le pesa la corona a la cabeza que la lleva. No puedo responderos porque no me encuentro en vuestro lugar. Lo único que os ruego es que tengáis cuidado con los motivos de los que os rodean, incluso con los míos. Confiad solo en vuestro hermano, puesto que podéis estar seguro de que él sí moriría por vos. Los juramentos y las declaraciones de amor o de lealtad se pronuncian con la misma facilidad con la que se traicionan, pero la sangre sigue siendo fiel.

Ambrosio bajó los hombros en señal de derrota. Sabía que Myrddion decía la verdad.

—Pensaré en lo que me has dicho, Myrddion Merlinus, pero ahora debes dejarme solo, tienes que partir hacia Deva.

—Lamento el dolor que os he causado, mi señor Ambrosio. —Myrddion hizo una reverencia y empezó a retroceder para dejar solo al rey—. Tal vez no debería haber hablado.

Sin embargo, Ambrosio no respondió a su leal sirviente. Se sentó y apoyó los brazos en las rodillas mientras apretaba los dedos con fuerza, como si estuviera asiendo algo indescriptible que pudiera perder si no lo rodeaba con las manos pálidas por la tensión. La luz apacible de la lámpara formaba un halo alrededor de sus cabellos, una especie de corona dorada, y a Myrddion se le partió el corazón al ver el rostro del rey atrapado en una expresión desesperada e imprudente.

«Ambrosio está cansado de reinar y de soportar la pesada carga que eso conlleva —pensó el sanador mientras sus pasos resonaban por los largos pasillos del palacio del rey—. El reino no se salvará si Úter acaba reinando».

Myrddion se limpió el sudor de la frente y examinó el trabajo de los ingenieros con una mirada nerviosa y calculadora. Aunque las columnas serradas y las vigas de madera eran feas comparadas con la elegancia del anfiteatro romano original, los muros exteriores de piedra de nueva construcción aportaban al edificio una impresión de permanencia y una altura imponentes. El techo se apoyaba en pesados montantes de roble y las gradas escalonadas de piedra enmarcaban los suelos rastrillados del interior del anfiteatro, que proporcionaban espacio de sobra para las decenas de reyes que llegarían durante las semanas siguientes.

Myrddion había conseguido milagros a partir de la nada.

Su idea era simple. Solo Ambrosio y su senescal ocuparían el área que originalmente se destinaba a los actores. No surgirían dudas acerca de preferencias o cuestiones de prestigio respecto a los demás asientos, puesto que los reyes tribales formarían un círculo alrededor del perímetro, para que ninguno de ellos estuviera más cerca que los demás del gran rey. Cualquier jefe de tribu que esperase feroces disputas acerca de qué tribus iban a gozar de un mayor favor del rey descubriría que todos los grupos recibían el mismo trato, por pequeños que fueran.

—¿Cuándo estará lista por fin esta… sala tan grande? —preguntó Úter con brusquedad desde detrás del sanador. Sin embargo, a Myrddion le pareció reconocer un atisbo de respeto en la pregunta del príncipe.

Se volvió y vio que Úter estaba mirando hacia arriba, hacia las vigas, con una expresión de incredulidad en el rostro. Sonriendo por dentro, Myrddion señaló a un grupo de carpinteros locales que estaban reforzando la estructura del techo.

—¿Veis eso, mi señor príncipe? Cuando los soportes del tejado estén listos tenderán el techo de paja para impermeabilizar la sala circular. Los sirvientes tendrán que trabajar día y noche para acondicionar este espacio, pero estoy seguro de que la sala de audiencias de Ambrosio estará terminada a tiempo para la reunión de reyes tribales.

—¡Bah! Será de lo más incómodo incluso en verano. Por cierto, ya se está acabando. Preferiría no sentarme en esos bancos de piedra durante demasiado rato. Es la receta perfecta para el dolor de huesos o el estreñimiento.

—Las mujeres ya están cosiendo cojines rellenos de lana de oveja, mi señor. Y he peinado la ciudad para conseguir telas de diferentes colores. Los reyes estarán cómodos. Sus estandartes podrán ondear en los muros superiores en cuanto hayan decidido dónde se sentarán. Tan pronto como esté terminado el techo, un grupo de mujeres limpiará el lugar.

—¡Bah! —repitió Úter con severidad.

—Los reyes, por supuesto, gozarán de los alojamientos adecuados —añadió Myrddion—. Ya casi he terminado la organización para conseguir camas cómodas, buena cocina y grandes cantidades de vino. En el caso de los séquitos es más difícil, ya que no tengo ni idea de quién vendrá ni de cuántos guardias los acompañarán. Aun así, los ancianos y los magistrados de la ciudad están cooperando, puesto que su posición como ciudad neutral se vio reforzada cuando se tomó la decisión de ubicar aquí la sala de audiencias de Ambrosio. Por las ventajas comerciales que ofrece, Deva es una ciudad próspera y los magistrados saben que es un objetivo tentador para los reyes ambiciosos.

—¡Bah! —respondió Úter de nuevo.

—¿Las medidas de seguridad van bien? —preguntó Myrddion con cautela—. Deva tiene buenas murallas y el puerto es un obstáculo efectivo incluso para el enemigo más decidido.

—Entre tú y yo, sanador, proteger Deva es una verdadera pesadilla.

La voz de Úter sonó casi cordial cuando le explicó las dificultades que implicaba la seguridad de su hermano. Según Úter, las murallas solo eran efectivas si podían sellarse las puertas ante un ataque potencial, pero Deva era una ciudad tan abierta que las puertas nunca estaban cerradas. Se quejó de que los ciudadanos se mostraran incapaces de apreciar los conceptos más básicos de la defensa. Acostumbrados como estaban a gozar de la protección de las legiones, además de su posición como centro de comercio de las tierras centrales, los ciudadanos de Deva no se mostraban muy dispuestos a aceptar cualquier acción que pudiera afectar negativamente a sus negocios.

—¡Idiotas! —murmuró Úter—. He intentado explicarles que la presencia de tantos reyes será una gran tentación para los asesinos, pero los líderes de la ciudad me miraron como si me hubiera crecido otra cabeza.

—Cualquier ataque externo tendría que venir por mar, los sajones se verían obligados a embarcarse en sus navíos para rodear la costa sur de la Britania y poder asediar la ciudad. Un ataque como ese es poco probable.

Úter miró fijamente a Myrddion para convencerse de que el sanador hablaba en serio y no le estaba criticando ni se estaba riendo de él. Satisfecho al ver que Myrddion trataba el problema de la seguridad de Ambrosio con la cautela y el respeto que merecía, el príncipe comprobó la enorme estructura y se dio cuenta de que había dos puertas que permitían entrar y salir, tras lo que asintió con satisfacción.

—Mi señor, me preocupa que, en caso de que nuestro rey sea víctima de un ataque, este no proceda de una fuente externa, sino que lo hayan planeado personas cercanas. Me preocupan especialmente Pascent y Andrewina Ruadh. Estoy seguro de que he visto antes el rostro de Pascent, pero he pasado tanto tiempo lejos de la Britania que no recuerdo quién es o dónde lo he visto. Y sé que Andrewina Ruadh parece dócil y satisfecha con su suerte, pero las mujeres añoran a sus hijos hasta un punto que los hombres jamás seremos capaces de comprender. No creo que siga con el rey Ambrosio por voluntad propia teniendo a sus hijos tan lejos y después de que deshonraran a su esposo.

—¡No soporto a esa furcia! —soltó Úter con brusquedad—. Y Pascent no me gusta nada. Algo me huele mal. Me pregunto si estarán compinchados.

Myrddion pensó lo que Úter acababa de sugerir, pero decidió que un pacto entre una medio picta y un celta parecía algo poco probable.

—Lo dudo, príncipe Úter, pero vos los habéis visto más y conocéis mejor sus actividades que yo.

—No, es posible que no… pero lo tengo muy claro: ni me gustan ni me fío de ellos. Aunque también es cierto que hay mucha gente que no me gusta. Y entre ellos puedes incluirte tú. No obstante, tú resultas útil. Tu plan para las fortalezas es bueno y coincido en que debemos controlar los caminos romanos.

De este modo, Myrddion y el príncipe Úter llegaron a una especie de tregua incómoda. Los dos coincidían en el profundo recelo que les despertaban las dos personas que gozaban del favor del gran rey, y a los dos les apasionaba oponerse a las incursiones sajonas en tierras tribales, aunque cada uno tuviera motivos distintos para ello. Úter, poco a poco, empezaba a reconocer las considerables capacidades del sanador, mientras que Myrddion aceptaba a regañadientes que el príncipe era muy bueno en lo que más conocía: las artes propias de la guerra, principalmente contra los sajones. La tregua era frágil, pero los dos hombres se daban cuenta de que era un buen fundamento para trabajar juntos. Deva era una ciudad bonita, enclavada en el extremo del estuario del Seteia, donde las olas besaban los muelles de piedra que la vigésima legión había construido varios siglos antes. Era una ciudad elegante, con las calles pavimentadas y una bella presencia, mientras que el viento estaba impregnado de los perfumes de la sal, las algas, las flores y los árboles. Mirara donde mirara, a Myrddion le gustaba todo.

Pero Deva poseía un tesoro mayor que su buena ubicación y un aire saludable. Myrddion había descubierto el antiguo hospital de la legión, un edificio desierto excepto por un anciano sanador que había trabajado en esas salas desde su juventud. La brisa marina había eliminado cualquier rastro de dolor y muerte en aquel lugar. Era un monumento a lo que podía hacerse para aliviar los efectos de la enfermedad. Myrddion exploraba esas salas siempre que tenía un rato libre, y estaba encantado con el uso de agua canalizada dentro de la estructura. Le complació ver que el plomo no estaba entre los materiales utilizados para su construcción, sino que habían preferido la arcilla. Mientras que los cirujanos romanos no siempre eran limpios e higiénicos, la presencia de canalizaciones de agua sugería que los sanadores de Deva se habían adelantado a su tiempo.

Todas las mañanas daban paso a un día radiante y soleado desde que se había erigido la sala de audiencias de Ambrosio. Los preparativos de una reunión histórica y crucial continuaron. Dentro de aquel interior circular y resonante, los reyes decidirían si Ambrosio se convertiría en un verdadero gran rey y gobernaría sobre las tribus unidas desde el Muro de Antonino hasta la isla de Vectis, en el Litus Saxonicum. Luego, como un verdadero dux bellorum, Ambrosio poseería la autoridad para gobernar y conducir a los sajones hasta las frías aguas de los mares del norte.

A la larga, los celtas podrían convertirse en una nación, la de los britanos, que crecería hasta formar una confederación de tribus alimentadas por una misma ambición: la de preservar su mundo, incluso si muchos tenían que morir para conseguirlo.

Ave, Ambrosio —susurró Myrddion—. Que tengáis una larga vida y un buen gobierno.