8

Otra vez en camino

Qui desiderat pacem, praeparet bellum.

[Quien desee la paz, que se prepare para la guerra.]

FLAVIO VEGECIO RENATO,
Epitoma rei militaris

Cuando se acercaba a las murallas de Calleva Atrebatum, el sanador vio un enorme contingente de soldados de infantería salir por las puertas de la ciudad en dirección a donde él se encontraba. La caballería ocupaba los flancos y Myrddion distinguió los estandartes de Ambrosio y Úter ondeando con la leve brisa en la cabecera de la columna. Se hizo a un lado en el camino y detuvo el caballo para dejar pasar al ejército.

Media hora después apareció el convoy de equipajes y Myrddion vio que Cadoc llevaba las riendas del primero de los dos carros que utilizaban los sanadores. En cuanto Cadoc reconoció al jinete detenido al borde del camino soltó un grito de alegría y una amplia sonrisa animó el rostro de Myrddion. Todo iría bien. Su furia ardiente, la presión incomprensible de la Madre y la tarea imposible de formar una red de espionaje en Cymru quedarían en nada si tenía que volver a viajar junto con Cadoc en la recua de un ejército.

Cuando Cadoc detuvo los caballos, Myrddion percibió la presencia de Dyfri y de Aude, y se dio cuenta de que Praxíteles guiaba el segundo carro con Rhedyn y Brangaine a su lado. Desmontó mientras Cadoc bajaba de su carro y los dos hombres se agarraron por los antebrazos con fuerza antes de fundirse en un abrazo. Acto seguido se separaron y, sonriendo abiertamente, se propinaron sendas palmadas en la espalda con una fuerza exagerada.

—¿Qué se propone hacer Ambrosio? —preguntó Myrddion después de asegurarse de que su casa en Venta Belgarum estaba segura y todo iba bien—. Parece haber movilizado todo su ejército. ¡Y máquinas de asedio! ¿Qué ciudad está a punto de conocer la ira de Úter?

—Verulamium ha sido ocupada por un destacamento de sajones que atacaron la ciudad en cuanto terminaron las nieves del invierno. Al parecer, los lidera un caudillo llamado Thorketil; sus ceols han llegado hace poco desde el norte y han remontado el río Támesis. Debía de estar muy seguro de que los celtas quedarían intimidados, puesto que no ha tardado nada en tomar el control de todos los caminos que entraban y salían de Londinium y ha estado mandando a sus exploradores cada día más lejos. Verulamium no tenía ninguna oportunidad de resistir. La estrategia de Thorketil ha sido muy parecida a la de Úter, puesto que ha atacado a los civiles del campo y de las aldeas hasta que los ciudadanos de Verulamium tuvieron que abrir las puertas de la ciudad para suplicar clemencia. ¡Prefirieron convertirse en prisioneros! Han dejado de llegar noticias de la ciudad, por lo que solo las oraciones a los Tuatha Dé Danann podrán ayudar a esos pobres desgraciados hasta que lleguemos.

—¿Qué se sabe de ese tal Thorketil? —preguntó Myrddion, intrigado porque el nombre no era ni mucho menos de naturaleza sajona.

—Se dice que procede del norte de Frisia, cerca de Jutlandia, por lo que es posible que sea más juto que sajón. —Cadoc se encogió de hombros de forma expresiva—. Se hace llamar el Bajel de Thor y afirma que el dios de la guerra se apodera de su cuerpo y de su alma durante las batallas, que su fuerza interior es la responsable de los triunfos de su pueblo. Su temible reputación le precede, por lo que el gran rey debe detenerlo aunque solo sea para demostrar que los dioses no nos han dado la espalda.

—Así pues, ¿partimos hacia Verulamium?

—Sí —respondió Cadoc mientras volvía a subir al carro—. Para bien o para mal, nos vamos a Verulamium.

La última vez que los sanadores habían participado en una batalla había sido en los Campos Cataláunicos, en Châlons, y Myrddion había albergado la esperanza de no tener que experimentar una carnicería semejante de nuevo. Sin embargo, se animó enseguida en cuanto se puso a cabalgar junto a los carros, puesto que emprendían un viaje familiar hacia los viejos y reconocibles patrones de la muerte violenta. Él comprendía ese pequeño mundo de sangre y violencia, en el que luchaba con toda su fuerza física e intelectual para alejar de sus tiendas las banderas del caos. Era mejor esa vida de acción que la muerte, la destrucción y los extraños sueños premonitorios que había experimentado durante los últimos meses.

Antes de que los ejércitos llegaran a Pontes, donde un afluente del Támesis se desviaba hacia el nordeste, la caballería se destacó de la tropa principal y empezó a cabalgar directamente hacia Verulamium a toda velocidad con Úter a la cabeza. Myrddion sintió cierto alivio al ver que aquella figura de gran estatura desaparecía por el bosque. Aunque ninguno de los dos hermanos se le había acercado desde que se había unido al convoy de equipajes, Úter tenía ojos en la nuca y, sin duda alguna, le habían avisado del regreso del sanador casi de inmediato. En Pontes se dividió el resto del ejército, de manera que la tropa principal siguió el afluente hacia Verulamium, mientras que una centuria, o un contingente de ochenta hombres, se quedaba con el convoy de equipajes, que no podía desviarse de los caminos seguros y necesitaba quedarse en las amplias sendas que llevaban a Londinium. Si lo hubieran dejado desprotegido, los sajones no habrían tardado en dar buena cuenta de él.

Myrddion buscó al capitán de la centuria cuando se detuvieron a descansar la primera noche. Al sanador le entusiasmó el hecho de que el soldado que estaba al mando fuera un romano-celta endurecido y lacónico, que había crecido en un ambiente romano y que consideraba que la guerra era cuestión de mantener una buena logística y una disciplina férrea. Luego, con un respingo, se dio cuenta de que Ambrosio tenía que necesitar mucho las máquinas de asedio si había decidido privarse de sus mejores tropas para asegurarse de que llegaran a su destino sin contratiempos.

—Y tú, ¿quién eres? —le espetó el capitán, que decidió acercarse a él en lugar de seguir comprobando las provisiones y el equipo de los diez escuadrones de soldados que estaban a su mando.

Era de estatura baja y piel oscura, de cuerpo achaparrado y estaba dotado de una espalda muy musculosa y unos hombros excepcionalmente anchos. Una nariz aguileña dominaba su rostro por encima de los labios, tan delgados que eran casi invisibles.

—Soy Myrddion Merlinus, el sanador de Ambrosio —se limitó a responder Myrddion mientras se preguntaba con una irónica sonrisa interior si realmente debía saludar a ese guerrero profesional.

—¡Medio Demonio! He oído hablar de ti. ¿Y bien? ¿Qué quieres? Estoy ocupado.

—¿Puedo preguntaros cuál es vuestro nombre, capitán? Pasaremos un tiempo juntos durante este viaje y, puesto que soy un civil, no me gustaría ofenderos utilizando un término militar equivocado para dirigirme a vos.

—Con llamarme Séptimo bastará. Capitán Séptimo. Y ahora, te repito, ¿qué quieres?

—¿Pasaremos por Londinium antes de dirigirnos hacia el norte? Si es así, estaríamos entrando en territorio enemigo y puede que nos veamos obligados a luchar durante todo el camino para proteger el convoy de equipajes. Sé que las máquinas de asedio están desmontadas para poder transportarlas mejor, pero sería de locos marchar alegremente hasta la guarida del dragón.

—¿De verdad? El gran rey no me ordenó que te consultara, ni a ti ni a nadie, así que será mejor que dejes esas consideraciones para tus superiores.

Echando humo por dentro, Myrddion sacó la caja de mapas en la que guardaba las cartas que había dibujado a su paso por las afueras de Londinium un año antes. Desenrolló aquellos cueros preciosos sobre la suave hierba cerca de un fuego cubierto y se puso en cuclillas para señalar una línea quebrada al oeste de la ciudad.

—Esto no es más que un sendero de cabras, pero circunvala Londinium y nos deja justo al sur de nuestro destino. No hay que cruzar ningún río y sería posible ensanchar el camino para poder pasar. Los sajones no esperarán que tomemos esa ruta y estoy bastante seguro de que ni siquiera saben que existe. Si viajáramos de noche, además de hacerlo de día, llegaríamos a Verulamium poco después de la tropa principal y eso sería una proeza de gran eficacia que sin duda impresionaría a Ambrosio.

Séptimo examinó el rudimentario mapa de Myrddion con escepticismo. Lo movió con un dedo calloso para verlo desde otro ángulo. A juzgar por su expresión, era evidente que apenas sabía leer.

—¿Y si no conseguimos pasar por ese sendero? —gruñó.

—¿Os consideráis romano? —bromeó Myrddion con la esperanza de que aquel severo hombrecito no se ofendiera—. César construyó una vía que cruzaba los bosques más densos de la Galia y unos cuantos puentes mientras perseguía a los bárbaros por el Rin. Vuestros ingenieros son más que capaces de llevar a cabo esa tarea. El gran rey necesita máquinas de asedio y sus mejores tropas si quiere sobrevivir a la campaña, y os aseguro que si no seguimos ese sendero nuestra pequeña tropa será aniquilada.

Séptimo se molestó, pero entrecerró los ojos mientras pensaba en ello.

—¿Conoces el camino?

—Sé dónde empieza y dónde acaba —respondió Myrddion—. Pero me aventuraría de todos modos para garantizar la seguridad de las mujeres que viajan conmigo.

—Lo decidiré cuando lleguemos al lugar en el que empieza el sendero —replicó Séptimo antes de levantarse y alejarse del fuego.

—¡Señor de la Luz, dame fuerzas! —murmuró Myrddion con sarcasmo ante la ambigüedad del romano mientras recogía de nuevo los mapas.

Los soldados que estaban alrededor de la hoguera se habían acurrucado bajo sus delgadas mantas, intentando dormir como lo haría cualquier guerrero sensato, cuando habían empezado a hablar. En esos momentos habían abierto los ojos para ver la apuesta figura de Myrddion alejarse.

—Me temo que nos tocará talar árboles y cavar fosas —dijo uno de los soldados más viejos—. Maldito sea ese cuervo negro que quiere pasarse de listo. Y, aun así, supongo que será mejor cavar que morir defendiendo esas puñeteras máquinas de asedio.

—Eres la alegría de la huerta, Targo. ¿Por qué no te quedaste en Hispania con la legión, en lugar de alistarte para luchar con Ambrosio? Ya eres lo suficientemente viejo para vivir una vida más tranquila.

El joven que había hablado, que procedía de Eburacum y había escapado junto con sus padres ante la llegada de los sajones al norte, tenía una visión más optimista de lo que era la vida en el ejército.

—Si hubieras estado en Hispania, no me harías una pregunta tan estúpida. Está llena de godos, visigodos, vándalos y solo Mitra sabe qué más. La Galia está dividida como tu vieja túnica remendada, Tullo, y todos intentan matarse mutuamente. Y respecto a Italia… mierda, está arruinada y todos los hombres sensatos intentan encontrar un rincón tranquilo en el mundo en el que poder retirarse en paz.

—Entonces ¿qué haces aquí, Targo? Me parece que aquí también tenemos nuestros problemas.

—No quería ir hacia el este. Las cosas son demasiado extrañas y disparatadas en esas tierras remotas. Esa gente está loca con los dioses. —El veterano hizo el gesto inmemorial de formar círculos con un dedo apuntándose la sien—. Creí que si llegaba tan al oeste como pudiera, al menos la vida resultaría más sencilla, pero ya lo ves, aquí estamos, otra vez en guerra. Al menos en esta ocasión sé en qué bando lucho, lo cual no está nada mal para variar.

—Y el gran rey está lejos de aquella furcia picta. Ambrosio ha perdido el juicio por esa mujer —murmuró uno de los otros guerreros. Iba vestido con la misma armadura que sus compañeros, en gran parte al estilo romano, aunque las trenzas con las que se recogía el cabello lo identificaban como miembro de una tribu.

—Sí, Blaise —gruñó Targo con severidad—. Esos dos hermanos son extraños. Demasiados cruces de sangre, supongo.

El viejo soldado parecía ignorar el insulto implícito que eso suponía para todos los celtas que tenía alrededor. Acostumbrado a las observaciones agrias y mordaces del romano, sus compañeros se tragaron la bilis, porque aquel guerrero ya anciano solía hablar de manera juiciosa.

—Ninguno de los dos parece normal en sus tratos con las mujeres. Parece que se vuelven completamente locos cuando se enamoran… Las pelotas les ablandan el cerebro.

—¡A dormir, cabrones! —gritó Séptimo tras aparecer de repente y verter un casco lleno de agua sobre el fuego, que siseó como una serpiente moribunda—. Tendréis ocasión de ejercitar algo más que la lengua cuando amanezca.

—Cuando acabe esta batalla me iré al norte —dijo Targo en dirección al vacío que Séptimo acababa de dejar al largarse—. Puede que sea un lugar frío, pero estoy harto de marchar.

—¿Cuánto tiempo hace que eres soldado, Targo? —murmuró Blaise de manera soñolienta desde su crisálida de mantas.

—¡Joder!, chico, no tengo ni idea. Mi padre me mandó a las legiones cuando tenía once años. Deben de haber pasado treinta años o más desde entonces. ¡Demasiado tiempo, en cualquier caso!

La noche transcurrió tranquila y silenciosa mientras los soldados dormían por turnos y los centinelas se apostaban en las sombras de los árboles, invisibles entre la oscuridad. El campamento se llenó de pequeños sonidos de violencia cuando los cazadores nocturnos se ocuparon de los sangrientos asuntos relacionados con la supervivencia, aunque los depredadores más grandes sabían que debían evitar el lugar, puesto que lo que allí quedara apestaría a masacre, a muertes añejas y a la promesa de nuevas matanzas.

Myrddion se detuvo en un punto en el que un vago sendero se desviaba por la izquierda de la vía romana. Séptimo se le acercó al trote y el sanador señaló hacia la hierba alta y los árboles que ocultaban un sendero de cabras que llevaba hacia el norte.

—Los carros pueden pasar entre todo este embrollo si vamos con cuidado —explicó—. Pero sería mejor que algunos exploradores e ingenieros se adelantaran al convoy para advertirnos si el sendero se complica.

Séptimo contempló el camino romano allanado por el paso frecuente de la gente y de las bestias y, a continuación, sumido en una profunda duda, se quedó mirando el sendero cubierto de vegetación. Solo un necio cambiaría un camino por el otro sin tener un buen motivo para ello.

«O sea, que eso me convierte en un necio», pensó con acritud.

—Muy bien, sanador, lo probaremos. He estado pensando en la posibilidad de que nos tiendan una emboscada por el camino y ya sentía hormigueos en la espalda. Tendremos que confiar en tu sendero.

Con la eficiencia práctica que constituía el sello de su liderazgo, Séptimo mandó que un contubernium de diez hombres se adelantara para explorar la ruta que tomarían sus tropas. Acto seguido, dividió a sesenta de sus hombres entre los dos lados del convoy para que advirtieran acerca de cualquier emboscada sajona.

Otro contubernium de diez hombres se encargó de proteger la retaguardia a una distancia prudencial para evitar sorpresas desagradables. En cuanto se hubieron dispersado sus hombres, Séptimo ordenó a Cadoc que metiera su carro por el sendero.

—Gracias a todos los dioses del Otro Mundo que nos libramos a tiempo de esos malditos bueyes —le dijo Cadoc a Myrddion, que instó a su caballo a seguir junto al carro—. Esos trozos de carne sin cerebro no tendrían nada que hacer en este tipo de terreno.

Tras el deshielo primaveral y con la llegada de las temperaturas templadas, la vegetación que cubría el sendero se había multiplicado. Había llovido mucho, por lo que bajo las copas de los árboles el aire estaba infestado de mosquitos, avispas y otros insectos alados que ni siquiera Myrddion habría sabido nombrar. Sus picaduras y mordiscos convirtieron el trayecto en un martirio para soldados, bestias y conductores de carro por igual. Myrddion aconsejó a los hombres que se untasen con lodo cualquier fragmento de piel expuesta, para prevenir de este modo las picaduras de los enjambres.

No encontraron pantanos que les impidieran avanzar, pero en varias ocasiones el grupo se vio obligado a empujar los carros para sacarlos del barro al pasar cerca de aguas estancadas. Para quien no estuviera acostumbrado, el paisaje resultaba hermoso, con flores silvestres, juncias y plantas acuáticas en los lugares en los que la luz solar conseguía atravesar el manto del bosque. Las libélulas capturaban los rayos de sol en sus diminutos prismas azules, dorados o verdes, y en el aire de mediodía reinaba el silencio, excepto por el sonido de los insectos y el zumbido grave de sus alas. Myrddion quedó maravillado con la paz y la tranquilidad de ese silencio que solo perturbaba muy de vez en cuando algún que otro pastor que conducía sus vacas u ovejas al mercado. Los proveedores del desagradable comercio de la guerra no pertenecían a esa hermosa cañada, donde las sombras eran profundas y los tonos azul marino y verde de los árboles y las hojas brotaban frescos y tiernos tras los largos y gélidos silencios invernales.

Tras un segundo día de avance arduo, los soldados quedaron tan agotados que apenas pudieron comer sus raciones frías antes de envolverse en las delgadas mantas para acurrucarse bajo los carros. Myrddion iba cubierto de lodo de la cabeza a los pies porque los carros habían quedado atascados en numerosas ocasiones y solo unos árboles bajo las pesadas ruedas de madera podían proporcionar la tracción necesaria para permitir que los hombres y los caballos pudieran, con gran esfuerzo, mover tanto peso muerto. Demasiado cansado para lavarse, Myrddion subió andando el sendero estrecho que casi había conseguido lo que pocos ejércitos habían logrado: minar la tremenda determinación del poder militar romano.

Frustrado, le propinó una patada a una roca del camino y maldijo con crudeza al ver que el obstáculo no se había movido. No solo se había hecho daño en el pie, sino que la roca también constituía un problema, puesto que seguramente tendrían que desenterrarla antes de poder continuar el viaje. Mientras se masajeaba el pie, Myrddion pensó en los problemas de la batalla y en lo difícil que sería proteger los carros del equipaje.

—Siempre son el objetivo del enemigo —murmuró para sí mismo—. Dinero, máquinas, comida, armas, sanadores… La retaguardia es donde se guardan los componentes más valiosos de una guerra, pero se mueve tan condenadamente despacio… Ambrosio y Úter viajan en tropel hacia Verulamium con las provisiones justas, sin el resto de los suministros necesarios para lidiar una gran batalla. Solo se llevan los materiales básicos para la guerra: los hombres que lucharán y morirán, y las armas que necesitarán para protegerse. Tiene que haber una manera mejor de organizar esa logística.

Por desgracia, la noche no le dio ninguna respuesta.

De repente, una voz cavernosa le susurró al oído.

—Ten cuidado, sanador, o eres hombre muerto.

—¡Mierda! —Myrddion se dio la vuelta y sacó el cuchillo que siempre llevaba en la bota—. ¿Quién demonios eres?

—Eso no importa, sanador. Estaba disfrutando de la noche, sin más, y me he preguntado si sería capaz de acercarme con sigilo al Medio Demonio. ¡Y parece que sí!

El tipo bajo y musculoso sonrió de forma sombría cuando Myrddion intentó verlo gracias al resplandor de la luna. Al fin reconoció la silueta inconfundible de un soldado de infantería romano.

—Qué vergüenza —murmuró Myrddion—. A nadie le gusta que lo sorprendan hablando solo.

—Solo es un problema si esperas respuesta —se limitó a responder el viejo soldado—. Pero tienes razón en lo que has dicho. ¿Qué clase de general sale al galope y deja que la retaguardia llegue más tarde a la guerra? Al parecer esos hermanos tienen más pelo que cerebro. —Sonrió de nuevo en la oscuridad y por un momento mostró los ojos y los dientes—. Sé que eres amigo del gran rey, por lo que no hace falta que te molestes en responderme. Según el viejo Séptimo, que lleva muchos años en la Britania, Ambrosio suele meditar muy bien sus decisiones antes de pasar a la acción.

—Y tú, amigo, ¿qué harías si estuvieras al mando? —preguntó Myrddion a la sombría figura con cierta impaciencia y mal humor. Como todos los hombres, sentía la libertad de criticar a sus amigos, pero recelaba de cualquiera que se atreviera a expresar esas mismas opiniones en voz alta.

—El general Mario resolvió este problema hace años. Decidió que sus hombres llevarían a cuestas casi todo lo necesario, a piezas si era preciso, y que seguirían moviéndose a un ritmo de marcha forzada. Incluso sobre un terreno impracticable. No estoy diciendo que pudiera funcionar en este caso, quiero decir que tal vez no es adecuado para la Britania, donde las tierras parecen más bien arenas movedizas y la llovizna es constante.

Los dos hombres habían hablado mientras paseaban por una colina y se detuvieron en la cima.

—Bueno, ¿qué te parece? —dijo el guerrero—. Ahí está el maldito camino hacia el norte. ¡Bien hecho, sanador! Llegaremos a Verulamium mucho antes de lo que nos esperan.

El soldado señaló con un dedo nudoso y Myrddion miró en la dirección que le indicaba.

—No veo nada excepto unas cuantas piedras blancas —dijo.

—¡Mira! ¿No lo ves, sanador? Algo tan perfectamente recto solo puede ser obra de las legiones. Las piedras blancas sirven para marcar distancias.

El brazo y la mano del soldado siguieron la línea de un claro en las copas de los árboles a la débil luz de la luna. ¡Sí! La firmeza con la que se movía ese dedo trazó la ineludible delineación, recta como una espada, de un camino construido de forma artificial.

—Me he quedado sin dormir esta noche —gruñó el soldado—. Si Séptimo tiene medio cerebro, y te aseguro que lo tiene, volveremos a marchar sobre el fango tan pronto como se lo cuente. Este es el momento perfecto para pasar al maldito camino. No queremos llegar agotados y a plena luz del día. Casi puedo oler a los sajones hacia el norte y son unos indeseables. Un tipo de mi estatura solo puede apuntarles a las pelotas.

Riendo en silencio, el soldado se volvió para regresar a los carros, pero Myrddion lo agarró por un brazo cuando pasó por su lado.

—¿Cómo te llamas, amigo? No me has dicho cuál es tu nombre.

—Solo los hombres contra los que lucho y sangro necesitan saberlo. Aunque me ha gustado conocerte a la luz de la luna, sanador.

Dicho esto, el soldado desapareció entre la hierba alta sin hacer el más mínimo ruido.

Séptimo despertó a los soldados de inmediato y ordenó que el convoy retomara su lento avance. Despejar el sendero de maleza a la luz de antorchas improvisadas fue un proceso lento y agotador, y cada palmo de terreno cubierto costó a los soldados arañazos en las rodillas y todo tipo de pequeñas lesiones. Cuando la luna desapareció y una luz tenue bordeó el cielo hacia el este, el convoy de equipajes estaba ya muy cerca del camino romano. Cuando faltaban solo unos cien pies para llegar a aquella amplia vía, Séptimo ordenó a los soldados que cortaran los árboles y ramas que obstaculizaban el paso, que camuflaran los carros y que descansaran durante las horas del día.

Myrddion se quejó. Habían pasado cuatro días desde que Ambrosio había partido con la columna principal y al sanador le preocupaba el número de heridos que fallecerían de forma inevitable mientras ellos dormían.

—¿Y cuántos morirán si caemos en una emboscada más adelante en este camino tan amplio? ¿Tal vez tú? ¿A cuántos salvarás si mueres o te hieren? —gruñó Séptimo.

Myrddion se vio obligado a reconocer que se había dejado llevar por las emociones en lugar de atender al sentido común como de costumbre.

«Últimamente parece como si estuviera algo desequilibrado», pensó mientras se echaba bajo el carro junto a Cadoc.

Cuando oscureció de nuevo, los soldados arrancaron las ramas utilizadas para el camuflaje y los carros se pusieron en movimiento una vez más. Los caballos empezaron a tirar mientras los soldados empujaban desde atrás y, como si por fin hubiera renunciado a retenerlos, el sendero vomitó el convoy sobre el camino que los llevaría hasta Verulamium.

Durante toda la noche, ya sin lodo ni hierba alta y sobre un terreno llano, los carros empezaron a avanzar a buen paso mientras los soldados trotaban junto a ellos. Recorrieron varias millas a ese ritmo constante que César había utilizado de forma tan brillante para vencer a los salvajes de la Galia. Sin quejarse, a una velocidad entre el paso y el trote, los soldados mantuvieron la formación mientras controlaban los bosquecillos de los alrededores por si aparecían sajones.

Cuando ya se acercaba el alba, Myrddion supo que un último esfuerzo les permitiría llegar a su destino. Mientras trepaban por la última cuesta, se dio cuenta de que solo les separaba de Verulamium un llano de varias millas de amplitud.

—¡Tú! Sí, sanador, estoy hablando contigo. Comprobemos el terreno. El sol saldrá dentro de poco y podremos ver lo que hay. Blaise, ven tú también y abre bien los ojos.

Séptimo estaba de un humor de perros, como de costumbre, pero Myrddion estaba ansioso por llegar a Verulamium, por lo que esperaba persuadir al adusto romano de que debían continuar si el camino que tenían por delante estaba despejado. Los dos hombres estaban en la cima de la colina, con Blaise un poco más atrás, mientras la luz apuntaba hacia arriba a su derecha y doraba las crestas de un denso bosque que quedaba al este. Poco a poco el débil resplandor se hizo más claro y reveló los detalles del largo valle y del río que transcurría por él, sereno y quedo a la luz del alba.

—Bueno, el puente sigue en su sitio —gruñó Séptimo con el respeto a los detalles propio de un soldado. La belleza del valle no tenía ninguna importancia a los ojos hastiados de un guerrero profesional, porque no constituía ni una amenaza ni una ventaja.

—Hay humo en las colinas —dijo Myrddion con la misma sequedad mientras señalaba las largas vetas grises que se disipaban en el cielo cada vez más claro por encima de Verulamium—. Ha habido lucha fuera de la ciudad, pero las murallas no han caído.

Séptimo se mordisqueó un padrastro del pulgar mientras reflexionaba. Luego, con la rapidez que lo caracterizaba, llamó a Blaise.

—¡Vuelve a los carros, chico! Descansaremos un poco hasta que el camino esté completamente iluminado y los caballos se atrevan a galopar cuesta abajo. Entonces marcharemos… ¡al galope! Los carros deben alcanzar una buena velocidad, ¿me oyes? En Verulamium necesitan las máquinas.

Blaise se dio la vuelta sin preguntar nada y regresó trotando hasta el convoy.

—Hay tierra quemada ahí abajo —susurró Myrddion—. Los defensores han utilizado aceite hirviendo para proteger las murallas y solo la Madre sabe lo mucho que odio las heridas provocadas por las quemaduras. La mayoría de los soldados muere a causa de la conmoción, pero los que sobreviven sufren mucho.

—Ha tenido lugar una batalla, sanador, tendrás mucho trabajo. Mira allí, río abajo.

El romano señaló hacia su izquierda, donde una luz cada vez más intensa revelaba muestras evidentes de un conflicto atroz.

Había una mancha marrón en una gran área de campo verde que había quedado revuelta por los cascos de los caballos y los pies de hombres desesperados. Estaban demasiado lejos para poder verlo con detalle, pero Myrddion había vivido ya las suficientes batallas para reconocer las señales físicas de sus secuelas.

—Es evidente que los sajones salieron de Verulamium y lucharon allí contra Ambrosio —murmuró Séptimo—. La tierra revuelta llega hasta la ciudad y, puesto que está sitiada, apuesto a que Verulamium sigue en manos sajonas.

—¿Cómo es posible? —Myrddion apenas distinguía los detalles de los ejércitos que rodeaban la ciudad, pero podía imaginar la rápida aniquilación que tendría lugar si seguían alegremente hasta el centro del campo sajón.

—Se nota que no has seguido a Úter. —La voz de Séptimo no reflejaba ni miedo ni admiración, era un simple recitado de los hechos—. Sus fuerzas no entrarían en una ciudad enemiga capturada. Los soldados de infantería de Ambrosio habrán obligado a los sajones a refugiarse de nuevo en sus guaridas después de que Úter los haya castigado con la caballería.

—¿Y si os equivocáis? —La voz de Myrddion sonó cargada de reservas, aunque estaba ansioso por llegar cuanto antes a las tropas del gran rey.

—¡No me equivoco! Ambrosio se ha visto obligado a asediar Verulamium, una estrategia que será lenta, costosa y difícil. —El tono de voz de Séptimo, más que sus palabras, reveló lo mucho que odiaba los asedios—. Tenemos que llegar tan pronto como sea posible.

Por una vez, el romano y el sanador estuvieron perfectamente de acuerdo mientras deshacían sus pasos hasta los carros y la columna.

Los caballos estaban exhaustos, pero los conductores se mostraron implacables con la fusta y las riendas obligando a las bestias a avanzar a buen ritmo para aprovechar la pendiente. Myrddion espoleó su caballo y no tardó en aventajar a la columna y a los carros. Tenía que saber si en el puente había defensas enemigas y si harían notar su presencia en cuanto se acercaran. Los cascos de su caballo golpearon los tablones mal cortados del puente con gran estrépito mientras las sombras de la noche al fin eran vencidas por un amanecer sangriento. Con el corazón en un puño, Myrddion remontó el río al galope tendido por la otra orilla.

De repente, unos jinetes aparecieron entre el humo montados en caballos de constitución menuda y ágil, como los de las montañas pedregosas del hogar de Myrddion.

—¿Quién va? —bramó una voz áspera.

—Myrddion de Segontium, el sanador de Ambrosio —jadeó casi sin aliento.

Tras él, la columna se acercaba al puente a la carrera de forma disciplinada y, por detrás, sobre uno de los carros, Myrddion atisbó el pelo rojizo de Cadoc con el sol de levante de fondo.

—Os traemos el convoy de equipajes —gritó Myrddion a pesar de la evidencia.

—Se os necesita con urgencia —dijo el jinete que iba en cabeza con brusquedad antes de volverse hacia el humo que se erigía sobre Verulamium.

Los campos de batalla son un tipo de infierno único y especial. Los cristianos creen que el infierno es un lugar abrasador, lleno de fuego y de horrores inimaginables relacionados con el dolor físico; los romanos, por su parte, creen que es frío, sombrío e insustancial. Ninguna de esas dos ideas se acerca a la verdad.

El infierno de los campos de batalla se traduce en un trabajo duro y demoledor que destroza los músculos. El soldado, para tener alguna posibilidad de supervivencia, debe tener unos hombros fuertes para poder sostener el escudo y blandir la espada, superando incluso ese punto de agotamiento en el que cualquier ser racional piensa en bajar la guardia. Debe poseer unas piernas formadas para la carrera, pero también unas rodillas capaces de mantener la posición y absorber, junto con sus compañeros guerreros, el impacto de un enemigo a la carga, que tanto puede llegar a pie como a caballo. Debe contar con unos pies hábiles, capaces de aferrarse al suelo, por muy denso que pueda ser el lodo sangriento que lo cubra, y que, sin embargo, le permitan también volverse y realizar piruetas durante la danza del homicidio autorizado.

Los campos de batalla son lugares ruidosos, molestos y repugnantes. Son ensordecedores por los gruñidos de esfuerzo, los gritos de rabia, las oraciones a dioses crueles, los quejidos de dolor, el choque de los metales que cortan y matan, y el estruendo de los cascos de los caballos, de las ruedas de los carros y las máquinas de asedio, así como de los pies de los hombres a la carrera. Para sobrevivir, un soldado debe ser capaz de ignorar los sonidos y olores que le asaltan y poder centrarse tan solo en el hombre que tiene delante. Debe restringir su foco de atención para que su enemigo pase a ser la única persona real, puesto que cada movimiento o músculo en tensión puede ser una advertencia de peligro. Por eso el campo de batalla pertenece a quienes son fuertes, diestros y saben concentrarse, hombres con el carácter y la psique especialmente formados para la supervivencia.

Myrddion cabalgó por el campo de batalla a las afueras de Verulamium, asediado por pensamientos siniestros acerca del temperamento de esos hombres que mataban para ganarse el pan. Al otro lado del río, a la izquierda del camino de acceso a Verulamium, la caballería de Ambrosio se había encontrado con los sajones encargados de defender la ciudad, que se habían atrevido a salir del perímetro para intentar ganarse la gloria cobrándose cabezas celtas. El sanador vio círculos claramente definidos, excavados con los talones y los escudos en un campo concebido para cultivar hortalizas. En esos momentos, los brotes de color verde lima y esmeralda, limpios como joyas sobre la arcilla marrón del campo, estaban aplastados, machacados y arrancados por las negligentes botas de los soldados. Allí, la barrera de escudos había formado círculos cada vez más pequeños alrededor del caudillo que, orgulloso, había permanecido en el centro, rodeado por sus guerreros. Más allá, donde los cascos habían abierto amplios surcos en la tierra revuelta, rectos como si los hubiera trazado un arado, la caballería celta había atacado desde dos flancos a la vez. Un día antes, en la mañana de la batalla, los hombres habían caído como el maíz ante la guadaña, y su sangre había emborronado los brotes de las cosechas supervivientes con manchas rojizas que solo desaparecerían con las siguientes lluvias torrenciales.

Myrddion espoleó su caballo en dirección al humo que se levantaba hacia el cielo desde los cadáveres amontonados en una hoguera, más allá de una granja en ruinas que se encontraba a lo lejos. La experiencia le decía que encontrarían a los heridos cerca de ese edificio, un lugar en el que habrían intentado cobijarse de las oscuras nubes cargadas de lluvia. Cuando vio que Cadoc y Praxíteles conducían los carros por un firme más llano del terreno embarrado en dirección a él, Myrddion decidió que allí podría instalar una tienda como hospital de campaña de forma rápida y efectiva. Odiaba pensar en las heridas que le estarían esperando.

Mientras Praxíteles plantaba la tienda en el lado de sotavento de la granja, Cadoc partió con el carro ya vacío hacia Verulamium, con Rhedyn a bordo para ayudarle a transportar a un lugar relativamente seguro a los hombres heridos a raíz del asedio. Aunque las murallas de la ciudad estaban a menos de media milla de la tienda de los sanadores, a los guerreros que sufrieran heridas graves les costaría cubrir aquella corta distancia. En principio, la tarea de Cadoc consistiría en llevarlos hasta Myrddion para que este pudiera ocuparse de ellos con la mayor presteza y cuidado posibles.

Sobre camillas improvisadas, fabricadas con capas enganchadas entre dos astiles de lanza, los heridos de la batalla anterior eran transportados desde la granja hasta la tienda del sanador. Brangaine ya había encontrado a algunas mujeres disponibles para ayudar como enfermeras y en muchas otras tareas necesarias, como encender hogueras para calentar agua y preparar los ungüentos y calmantes de acuerdo con las instrucciones del sanador. Myrddion echó de menos la serenidad y la experiencia de Finn, aunque Dyfri, incluso con la pierna lisiada, se apresuraba a cumplir hasta el más mínimo de sus requisitos. Cuando llegaron los heridos, empezó el trabajo de verdad.

Habían sobrevivido pocos heridos, tanto de un bando como del otro, puesto que la batalla había sido feroz y los guerreros con heridas de espada o de hacha realmente graves habían muerto desangrados mucho antes de que el convoy de equipajes hubiera llegado a las afueras de Verulamium. Quedaba algo de esperanza para los que habían caído heridos por los arcos, las víctimas de contusiones o los que habían sufrido daños durante el ataque de la caballería. Los huesos rotos sanarían, las flechas podían arrancarse de la carne fuerte y joven, y las heridas craneales cicatrizarían… o no. Myrddion trabajaba con escalpelos, pinzas, fórceps y agujas sobre su mesa quirúrgica, con el pelo trenzado a la espalda y el torso desnudo bajo el mandil de cuero. En ese momento crítico, morirían casi tantos como los que conseguirían sobrevivir, puesto que Myrddion no podía evitar que los humores viciados del aire envenenaran cualquier brecha en los cuerpos de los heridos. Estaba rodeado por inflamaciones causadas por infecciones, los primeros signos de gangrena y el horrible hedor de la cauterización.

Cuando Cadoc regresó con las primeras bajas de las murallas de Verulamium, Myrddion ya había terminado con la primera oleada de pacientes con heridas graves y estaba suturando y vendando heridas menores de guerreros que se las habían arreglado para llegar por su propio pie a la tienda de los sanadores. Praxíteles cogió las riendas del carro después de haber bajado a los lesionados y partió de nuevo hacia las murallas para recoger la siguiente tanda de heridos, mientras Cadoc se ponía a trabajar junto con su maestro en el primitivo hospital de campaña.

El día pasó de ese modo, con los sanadores lidiando su propia batalla contra el dolor y la muerte.

Cuando llegó el fresco de la noche, Myrddion recibió una orden sumaria de atender al gran rey por una herida menor. El impaciente mensajero no dio elección a Myrddion, quien sabía muy bien que, por desgracia, los reyes no suelen esperar a que se atiendan las necesidades de los hombres corrientes, por lo que recogió su zurrón y siguió al mensajero. Fuera le esperaba un joven oficial. Con suavidad, Cadoc cogió una aguja nueva y terminó de suturar el largo corte en el brazo de un soldado que Myrddion había estado atendiendo antes de que lo interrumpieran.

—¿Dónde está mi señor Ambrosio? —preguntó Myrddion mientras montaba sobre su caballo en la oscuridad.

—En su tienda. Los muros principales siguen resistiendo a las catapultas, aunque los ingenieros consideran que las puertas cederán a los arietes antes de que amanezca. El gran rey quiere liderar el ataque a Verulamium.

Hubo algo en la voz del oficial que le llamó la atención a Myrddion.

—¿Eres tú, Ulfin?

El hombre se dio la vuelta sobre la silla de montar para mirarlo. Myrddion apenas pudo distinguir sus ojos bajo la sombra del casco.

—Sí, sanador, soy Ulfin. Veo que sobreviviste al norte. Unos cuantos teníamos la esperanza de que sufrieras algún accidente grave.

Sabiendo que Ulfin era uno de los hombres fieles de Úter, Myrddion ignoró el insulto.

—¿Qué le sucede al rey? ¿Es una herida grave?

Ulfin se encogió de hombros y clavó los talones en los flancos de su montura. La bestia, asustada, salió disparada hacia delante y Myrddion se vio obligado a seguirlo a galope tendido.

Aunque había oscurecido, el campamento principal de los celtas estaba bien iluminado. ¿Qué le estaba ocultando Ambrosio? Thorketil sabía la potencia a la que se enfrentaba y confiaba en las fieras luchas individuales que tendrían lugar en las calles estrechas de Verulamium para asegurarse el éxito en cuanto los celtas consiguieran entrar. Mientras tanto, Ambrosio necesitaba luz para bombardear la ciudad con las máquinas de asedio que habían reconstruido a toda prisa, mientras que un largo ariete, protegido por un recio techo de madera, golpeaba continuamente las gruesas puertas reforzadas con hierro. De vez en cuando los sajones vertían aceite hirviendo sobre el ariete, lo que dejaba un reguero continuo de hombres llenos de ampollas y sufrimiento. Los celtas sustituían de forma implacable a los hombres heridos y continuaban atacando las puertas.

Myrddion deseó poder consultar sus preciosos pergaminos. Los griegos habían sido unos maestros en el uso del fuego como herramienta para sembrar el terror y sus sanadores habían concebido una amplia farmacopea para combatir sus consecuencias sobre la carne humana.

—No hay tiempo para eso —susurró Myrddion cuando Ulfin detuvo su caballo ante la enorme tienda de mando que los hermanos utilizaban para dirigir sus campañas.

—No te lo tomes a mal, sanador, solo me preocupo por la seguridad de mi señor —murmuró Ulfin mientras cacheaba con brusquedad a Myrddion de la cabeza a los pies. Levantó las cejas cuando encontró el escalpelo en una estrecha funda dentro de la bota del sanador y este soltó una carcajada.

—¿Me privarás de mi protección, Ulfin? Utilizo pequeñas cuchillas como esta cada día para el ejercicio de mi profesión. Si hubiera querido herirte, ya tendrías otra sonrisa debajo de la cara antes de que hubieras intentado cachearme. Basta ya. Llévame con tus señores.

Ulfin soltó un gruñido. No acababa de estar convencido de que Myrddion fuera realmente capaz de ejercer la violencia. Le devolvió el escalpelo y sostuvo la solapa de la tienda abierta para que el sanador pudiera entrar.

Ambrosio sostenía un paño doblado sobre la parte derecha de su rostro mientras examinaba un mapa de la ciudad. Úter merodeaba tras él como una enorme sombra negra, y Myrddion sintió unas alas oscuras batiendo en el fondo de su mente, como si la maldición de la profecía estuviera removiendo las ascuas de su cerebro.

—He venido tal como habéis pedido, majestad.

Se inclinó sobre la mano de Ambrosio y besó el gran anillo que este lucía en el pulgar. La gran perla que llevaba engastada en el centro parecía un ojo ciego.

—¡Myrddion! —exclamó Ambrosio claramente complacido—. Me ha alegrado mucho saber que te habías unido a la columna. De algún modo, nuestros retorcidos destinos parecen más claros cuando te tengo cerca. Presta atención, hermano, por si alguna vez te encuentras en mi lugar. Este sanador nos trae buena suerte y debes apreciarlo. Con él, no fracasaremos jamás.

—Ojalá fuera así, majestad —respondió Myrddion con cautela al notar el destello de los ojos de Úter entre las sombras—. Vamos, mostradme lo que os ha ocurrido en el rostro.

—¡Es una nimiedad, Myrddion! ¡Una pequeña caricia de un sajón demasiado amoroso! Pero escuece y quiero ser prudente para no perderme la derrota final de Thorketil. Se arrodillará ante mí o le costará la cabeza.

Ambrosio bajó el trapo doblado. La herida no era profunda ni peligrosa, pero sí espectacular. Desde la ceja derecha hasta el mentón, salvando por poco la comisura del ojo, un largo corte mostraba el lugar por el que habían estado a punto de partirle la cabeza por la mitad.

—Maldita sea, estuvo a punto de poder conmigo —dijo con una sonrisa—. En el último momento vi que volvía el ojo hacia la derecha y decidí lanzarme hacia la izquierda. Casi lo consigo. Úter se ha encargado de ese pobre diablo. ¿Verdad, hermano?

—No volverá a utilizar la cabeza —se limitó a decir Úter.

Myrddion reconoció un revelador enrojecimiento en los puntos donde los músculos de la cara de Ambrosio eran más activos.

—Se os está infectando la herida, majestad. El sajón utilizó una hoja sucia y es probable que lo hiciera a propósito. El enemigo es cada vez más despiadado.

—Todo enemigo es despiadado. Pues ponte manos a la obra, Myrddion, haz lo que debas. Yo no me quejaré y Úter no te separará la cabeza de los hombros si me haces daño. —Ambrosio se volvió con cuidado para mirar a su hermano a los ojos—. ¿Verdad, Úter?

Igual que un oso encadenado, Úter emitió un leve gruñido desde lo más hondo de la garganta.

Enseguida le trajeron agua caliente y una llama con la que Myrddion esterilizó la hoja del bisturí. Aunque Ambrosio se mordió los labios hasta que le sangraron, no se acobardó cuando el sanador volvió a abrir rápidamente la herida. Acto seguido, mientras el hierro cauterizador siseaba entre las ascuas del fuego, Myrddion contuvo la hemorragia.

—Os quedará una cicatriz impresionante, majestad. Tendré que cauterizaros la carne para eliminar la infección —susurró mientras sacaba un pequeño frasco del zurrón y vertía varias gotas en la copa de vino de Ambrosio—. Pero primero deberíais tomar este jugo de adormidera con un poco de vino.

—No pienso drogarme —rezongó Ambrosio, moviendo los labios con cuidado—. Necesito estar plenamente consciente mañana.

—Y lo estaréis, majestad. Pero la hoja del sajón os ha dado cerca del ojo e incluso un golem de piedra se estremecería ante el corte de una hoja candente en ese lugar. No puedo permitirme que os mováis. Bebed, mi señor, y os curaré esta caricia en un abrir y cerrar de ojos.

—Sí, tú no mientes —dijo el gran rey mirando al sanador con sus intensos ojos azules—. Haz lo que puedas, Myrddion. Te lo agradeceré por la mañana.

Así, con un gesto dramático, el rey bebió el vino y le dedicó una sonrisa al sanador. Ese gesto demostraba una gran confianza y Myrddion se dio cuenta de lo mucho que apreciaba a Ambrosio.

—Empezaréis a sentir sueño enseguida, majestad. Entonces comenzaré. Aunque temo que no quedaréis muy bello cuando haya terminado.

Fuera de la tienda, los ingenieros seguían disparando las catapultas para hacer caer sobre Verulamium una lluvia mortífera de piedras, hierro viejo y fardos ardiendo de lana empapada en grasa. Si aguzaba el oído, Myrddion casi podía oír los chillidos de dolor.