7

Bajo el roble

Me llaman perro porque halago a quienes me dan, ladro a quienes no me dan y muerdo a los granujas.

DIÓGENES

Una tosca mano se posó en uno de los hombros del sanador para despertarlo con una sacudida nerviosa. Myrddion dio un respingo, parpadeando para salir del sueño.

—Os habéis quedado dormido, Myrddion-tres-nombres. Tenéis suerte de que sea un hombre honesto, de lo contrario podría haberos quitado todo cuanto poseéis. ¿Con quién hablabais en sueños?

—Con los dioses —dijo Myrddion mientras se frotaba los ojos—. Me acosan los terrores nocturnos desde la infancia, pero por suerte casi nunca los recuerdo. Y sí, me alegro de que seas honesto, amigo mío. Tan solo un necio se dormiría delante de un desconocido, y yo no suelo ser así de incauto.

Gruffydd gruñó desde lo más hondo de su garganta.

—Creía que queríais encargarme un asesinato y os sentíais culpable por ello. Os aseguro que no soy un asesino. No mato para nadie ni acepto dinero por mis víctimas. Vivo en la indigencia, pero no soy un perro callejero.

—A mí me parece que eres intensamente humano —dijo Myrddion para intentar desviar la furia evidente de Gruffydd—. Solo un humano puede odiar de verdad, puesto que una bestia olvida la mano que la azota o que mata a su madre. Solo las personas recuerdan el mal que les han hecho. Esa es nuestra fuerza y nuestra maldición.

Confundido, Gruffydd miró fijamente al sanador.

—Puedes negar con la cabeza tanto como quieras, Gruffydd, pero a mí me criaron para que creyera que no era humano. Incluso los niños se burlaban de mí insultándome, llamándome «Medio Demonio». Pero sospecho que el hijo de un demonio no sentiría el dolor, la humillación y la rabia que sentía yo cuando me trataban como si no valiera para nada. He sentido el ansia de vengarme con tanta intensidad que vomitaría con solo percibir el olor de ese deseo, pero he aprendido que una mente fría es capaz de tramar un castigo más justo para los malvados que el primitivo instinto de derramar sangre.

Gruffydd resopló con burla. Los parientes que le quedaban le habían dicho que tanta amargura le estaba arruinando la vida, pero ese joven no podría cambiar con palabras los patrones de conducta que le proporcionaban un cierto alivio.

—Sé lo que estás pensando. Pero algún día un sajón será más rápido que tú y te matará. Aparte de cierta satisfacción personal, ¿qué habrás conseguido cuando las sombras te reclamen?

—No me importa —gruñó Gruffydd con fiereza—. Y ahora, si habéis acabado de sobornarme, me marcharé. Ya he comido hasta llenarme la barriga.

—Puedo enseñarte a cazar de día y a matar ejércitos enteros en lugar de hombres uno por uno. Puedo ofrecerte más satisfacciones sangrientas de las que podrías obtener durante el resto de tu vida. Puedes atiborrarte de venganza, si bien preferiría que te quedaras dentro de las fronteras de nuestras tierras durante medio año y cuidaras tu cordura. Aunque, si crees que los subterfugios no son para ti, lo comprenderé.

Por primera vez, Gruffydd pareció vagamente interesado, aunque seguía con el ceño fruncido, furioso por el hecho de que un joven pusiera en duda su coraje. Cuando al fin se decidió a hablar, lo hizo con la voz llena de resentimiento.

—¿Quién sois vos para darme lecciones acerca de lo exquisita que es la venganza? Hasta hace poco no erais más que un adolescente, no conocéis a los sajones tan bien como yo.

«Al menos está dialogando», pensó Myrddion con sarcasmo mientras intentaba conservar un semblante calmado. Estaba más que harto de discutir con aquel hombre obstinado y resentido, pero recordaba la voz de la Madre que había oído en sueños y que le había dejado una dolorosa sensación de perentoriedad. Su expresión debía de haber dejado entrever ciertos sentimientos, puesto que Gruffydd empezó a reír entre dientes.

—No os gusta vuestra propia medicina, ¿verdad, sanador?

—No demasiado, Gruffydd. Pero no soy un niño. Llevo el rostro rasurado al estilo romano, pero ya has visto que no pierdo la paciencia ni tengo intención de dejarte morir. La Madre me ha dicho que estabas destinado a morir bajo un roble, atado al tronco como sacrificio para Baldur, el dios del norte. Los cuervos se te habrían comido los ojos antes de perder la vida, pero la Madre me ha enviado para que te salve de ese destino. Tiene previsto utilizarte para otro fin. En mi sueño, me ha dicho que tu destino es ejercer una gran influencia sobre el futuro de estas tierras… lo quieras o no. Ten cuidado, Gruffydd, no me gustaría tener que contradecir a la Madre cuando camina con apariencia de arpía por los fríos caminos del invierno. Escúchame bien: no seas necio y piensa en lo satisfactoria que podría ser tu vida si ella fija sus santos ojos en ti.

—¡Esto no es más que una superstición disparatada! —gruñó Gruffydd—. ¿Dónde estaba la Madre cuando mis padres pedían ayuda a gritos? Cuando le imploré, me dio la espalda. Tuve que salvarme solo, así que malditos sean ella y todos los dioses que permitieron que mi madre muriera de forma tan dolorosa.

Myrddion notó que los dedos de la Madre le acariciaban los hombros como huesos de marfil suavizados por el agua. Notó a las serpientes invisibles de la diosa enroscarse en sus brazos de nuevo, como si un recuerdo de la infancia siguiera presente en su mente. Sin haberlas solicitado, sin haberlas deseado y sin opción a reprimirlas, las palabras empezaron a brotar como un vómito, desde algún lugar próximo a la boca del estómago. Gruffydd se estremeció, pero Myrddion ya ni siquiera podía ver el temor de aquel desastre de hombre.

—Llevarás una espada, Hombre de Sangre. Será una espada larga, y en la empuñadura tendrá muchas gemas y un dragón que devora la hoja. Estarás tras un gigante al que haré nacer y te alzarás muy alto frente a los ojos de las tribus, a la sombra de la mano de ese gigante. No me niegues tu ayuda, Hombre de Sangre. Engendrarás hijos, pero tu corazón se perderá ante el pequeño dragón y en los ojos del niño aprenderás lo que significa ser un hombre. No te burles por la duda que siente tu corazón; si te puse a prueba ante el dolor y la pérdida fue para que pudieras empuñar la espada como recompensa. Si me desobedeces, vendré a buscarte antes de que terminen las tormentas de invierno.

Myrddion cayó al suelo cuando el puño cerrado de Gruffydd le golpeó de lleno el pecho. El dolor le hizo recuperar los sentidos y quedó tendido boca arriba sobre el suelo de madera, con los ojos fijos en aquel hombre de mirada iracunda que se alzaba frente a él y se disponía a sacar el cuchillo.

—Quieto, Gruffydd —jadeó Myrddion—. No sigas. Sea lo que sea lo que haya dicho, no tengo conciencia de mis palabras. No era yo quien hablaba. La voz era ajena a mí, ha usado mi boca para hacerte llegar un mensaje que solo iba destinado a ti.

Se encogió hasta quedar hecho un ovillo mientras tosía de forma incontrolada e intentaba llenar de aire los pulmones tras el golpe de Gruffydd. Aceptó con resignación que su vida pendía de un hilo.

Gruffydd estaba pálido como la cera y se dejó caer sobre el taburete, de golpe, como si las piernas de repente no pudieran sostener su peso. Empezaron a temblarle las manos llenas de mugre y el perverso cuchillo afilado cayó al suelo.

«Sea lo que sea lo que le he dicho lo ha aterrorizado», pensó Myrddion. No se atrevió a hablar en voz alta, por lo que se limitó a jadear con pesadez mientras recuperaba el control de su respiración.

El silencio reinaba en la estancia del ático excepto por una fría corriente de aire que congeló el aliento de los dos hombres, de manera que el vaho escapaba de sus labios como si estuvieran fuera, expuestos a la nieve y al viento tormentoso. Incluso el brasero chisporroteó ante aquella feroz corriente de aire hasta que, poco a poco, el viento se extinguió en la pequeña estancia, que recuperó la calidez inicial.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué espada? ¿Qué dragón? No comprendo lo que queréis de mí.

—No lo sé, Gruffydd —dijo Myrddion con cansancio—. Ya te he dicho que no he sido yo quien ha hablado. Otra presencia ha hablado a través de mi voz, pero debes obedecer si te requiere.

—Necesito dormir —murmuró Gruffydd mientras negaba con la cabeza, inmerso en la confusión—. Vendré mañana antes de mediodía, cuando la luz sea más intensa y pueda ver las sombras en estas paredes.

Acto seguido, como un alma en pena, el hombre se levantó y salió de la habitación sin hacer ruido. Gruffydd pasó de estar sentado en un taburete a desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.

—Ese hombre es un espectro —susurró Myrddion.

Después se levantó con dificultad, haciendo muecas de dolor mientras se movía. Se quitó la túnica y se examinó el pecho. Un hematoma enorme empezaba a extenderse alrededor de un bulto que estaba apareciendo poco a poco sobre su esternón.

—Ese cabrón me ha roto algo —maldijo Myrddion.

Se aplicó uno de sus ungüentos, se enrolló con cuidado con una manta y se tendió en el camastro. A pesar de que el estómago le rugía de hambre, se quedó dormido casi de inmediato.

—Vuestro invitado ha comido bien, señor Myrddion —dijo Cait alegremente mientras retiraba las brasas consumidas del brasero con un cubo viejo de cuero.

Myrddion se levantó del camastro y soltó un gruñido al notar el dolor de la fractura que tenía en el esternón.

—¿Os encontráis mal, señor? ¿Puedo ayudaros?

—Sobreviviré, Cait. Aunque la próxima vez que un invitado me golpee, espero saber esquivarlo a tiempo. Parece que ese Gruffydd es realmente fuerte.

—¿Gruffydd? —Cait se ruborizó hasta adoptar un tono sonrosado, aunque palideció de nuevo con la misma rapidez—. Si os pega, tendrá que responder ante mí. No se lava nunca y apesta como un animal viejo, pero eso puedo perdonárselo ya que es un hombre y no se le puede pedir más. Pero que os pegue a vos, señor, que no hacéis daño a nadie, es un pecado imperdonable.

«Esta muchacha está locamente enamorada… y nada menos que de Gruffydd —pensó Myrddion con asombro mientras la prudencia le obligaba a mantener un semblante neutral—. Me pregunto si él lo sabrá».

—Temo haberle disgustado, pero volverá hacia mediodía y se comportará de forma mucho más responsable. ¿No lo reconociste cuando nos serviste anoche?

—No miré, señor. No soy una prostituta y mamá dice que baje la mirada cuando haya extraños alrededor. Sé que vos no permitiríais que me sucediera nada, pero una chica tiene que andarse con cuidado.

Dicho esto, Cait se marchó y la estancia quedó más fría sin su alegre presencia.

Myrddion se vistió poco a poco y, con el agua caliente que Cait le había traído, se lavó en el mejor barreño que tenían en la posada. Solo los clientes especiales tenían el honor de utilizar aquel recipiente que simbolizaba la supuesta riqueza del posadero. Cuando Myrddion examinó de cerca el moratón que tenía en el pecho, vio que la hinchazón había remitido pero que la piel había adquirido una desagradable tonalidad entre negra y morada. Una vez que se hubo vestido, se sintió más optimista.

Cogió su capa de lana y bajó a toda prisa las escaleras hasta la cocina; después de desayunar se dirigió al sucio reino de Brychan, donde los primeros borrachos ya estaban sentados en los bancos, con la espalda apoyada en la pared, bebiendo cerveza de la mala.

—Ha venido vuestro amigo Gruffydd y pregunta por vos —susurró el posadero con aire conspiratorio—. Y no está de muy buen humor. ¿A quién queréis que asesine?

—A ti, si insistes en hacer preguntas estúpidas —le espetó Myrddion—. Tengo la sensación de que me complacería gustoso. ¿Dónde está?

—En el rincón. El más oscuro, el que le corresponde a los perros como él, los tipos que no son de fiar.

—Gracias, Brychan —gruñó Myrddion a sabiendas de que aquella mínima cortesía apaciguaría al posadero después de haberlo tratado con tan mal genio. Brychan esperaba que los hombres con recursos fueran difíciles.

Con unos cuantos pasos, Myrddion se plantó frente al asiento esquinero en el que Gruffydd estaba sentado, más como una sombra que como un hombre. El brillo de sus ojos cuando los alzó fue el único signo de movimiento en el charco oscuro que era su figura.

—Habéis venido —dijo Gruffydd como si no lo esperara—. Sentaos, pues, y explicadme lo que ocurrió anoche.

Myrddion se acarició el esternón a través de la gruesa camisa de lana. El moratón seguía doliéndole.

—Te agradecería que no vuelvas a callarme con los puños si me pongo a hablar otra vez. Además, los muros de la posada tienen oídos. Vayamos a dar una vuelta. No importa el frío que haga fuera, sin duda el aire será más limpio que en esta madriguera.

—Realmente lo es —replicó Gruffydd mientras se ponía de pie con más animación que de costumbre.

—Me apetece pasear al aire libre, aunque tal vez a caballo todavía sería mejor —susurró Myrddion en voz baja—. Supongo que tienes caballo, ¿no?

Gruffydd estaba sobrio, irritable y algo consternado en esa mañana gris y el sanador no tenía previsto incordiarlo más.

—Sí, tengo una yegua. No es joven y lo pasa mal con este tiempo, pero supongo que sobrevivirá a un breve galope. Ya fui bastante tiempo a pie mientras me tuvieron preso los sajones.

Poco después, los dos hombres salieron por las puertas de la ciudad hacia un paisaje con más lodo que nieve. En lugar de poner en riesgo a los caballos por aquel camino traicionero, Myrddion se adentró en el bosque, donde los árboles altos ocultaban el cielo gris y las ramas esqueléticas vibraban con el viento suave. Los árboles más jóvenes y delgados habían sido talados para obtener leña, pero la superstición había salvado a los robles de mayor tamaño, por deferencia a los recuerdos de antiguos rituales que se remontaban al tiempo de los druidas. Ese tipo de ceremonias eran más viejas que el tiempo. Entre aquel silencio resonante, solo los cascos de los caballos hacían ruido al pisar el pedregal, mientras las ramas peladas de los olmos y los álamos levantaban sus manos desnudas hacia el frío cielo.

En medio del bosque, Myrddion detuvo su caballo junto a un árbol gigante, muy antiguo y con la mitad de las ramas muertas, cuyo tronco crujía de forma amenazadora ante el frío glacial. Sin embargo parecía aferrarse con tenacidad a la vida, igual que las tierras que rodeaban Tomen-y-mur.

—¿Por qué este árbol? —preguntó Gruffydd. Los dientes le castañeteaban bajo la capa harapienta con la que se cubría.

—No lo sé. Simplemente me ha parecido reconocerlo cuando lo he visto.

Myrddion obligó a su caballo a acercarse más al roble para poder acariciar la corteza maltrecha y llena de cicatrices. La lana que envolvía sus manos se manchó de una savia pegajosa como la sangre a punto de secarse.

Gruffydd se estremeció.

—Te serviré, Myrddion Merlinus. No porque quiera hacerlo, ni siquiera porque desee vengarme de los sajones, sino porque temo contradecir a la Madre. Juro que vi su sombra en la pared que tenías detrás cuando me hablaste anoche. Que los dioses me ayuden, pero este es el árbol en el que me colgarán si me niego a ayudarte. Pensaba que no me quedaba fe, pero he pasado la noche en vela intentando decidir qué hacer. Como dijo la Madre, tal vez tu propuesta consiga darle sentido a mi sufrimiento. Y ahora, dime lo que quieres de mí. —Soltó una carcajada tan ronca y metálica que podría haber surgido del mismísimo Hades—. O qué es lo que ella quiere de mí.

Myrddion decidió dejarse llevar y evitar las sutilezas para persuadir a Gruffydd. El hombre estaba asustado y confuso, por lo que Myrddion tenía que convencerlo del sentido de su petición. En esos momentos solo le serviría decir la pura verdad.

—Hablas sajón, por lo que puedes pasarme información valiosa acerca de movimientos de tropas. Puedes aguzar el oído en las posadas y descubrir lo que piensan los sajones y dónde intentarán atacarnos la próxima vez. No te mentiré. Es un trabajo es peligroso y podría costarte la muerte fácilmente. Pero será una gran contribución que permitirá resistir el avance de los sajones en nuestras tierras. Sea como sea, provocarás la muerte de muchos de ellos, mientras que los demás maldecirán la desventura que parecerá perseguirlos cada vez que nos ataquen. Podremos caer sobre ellos en emboscada antes de que puedan destruir nuestras ciudades y asesinar a familias enteras como hicieron con la tuya.

—Puedo viajar a tierras sajonas, pero vivir entre ellos sin vomitar es algo muy distinto.

—Confío plenamente en tu habilidad para disimular, Gruffydd, puesto que ya has engañado a los sajones durante la mayor parte de tu vida. ¿Qué son unos cuantos años más, si tu trabajo consigue frustrar los planes sajones para invadir nuestras tierras? Al final, Ambrosio te pagará en oro por tus servicios, aunque es a mí a quien tienes que jurar lealtad y no directamente al gran rey. Yo transmitiré tus descubrimientos a las autoridades pertinentes.

—¿El gran rey sabe que tiene a un brujo como sanador? —dijo Gruffydd antes de reír de forma grosera.

Myrddion palideció y Gruffydd se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

—No soy ningún brujo. Alguna rama de mi linaje por parte de mi madre me maldijo con estos ataques de sueño. La gente de las colinas lo llama clarividencia y lo considera un don. Pero te aseguro que no lo tendría si me hubieran permitido elegir. Absuélveme del pecado de brujería, al menos. Aunque haya recurrido a la Madre para persuadirte. Ódiame si quieres, pero absuélveme de esa abominación.

Gruffydd maldijo la curiosidad que lo había llevado a hablar de forma tan imprudente. Se acordó del relato que había oído susurrado en la taberna acerca de dos magos que habían sido sacrificados en Dinas Emrys en lugar de Myrddion, por lo que comprendía hasta qué punto le repugnaba el asunto. El sanador era muy joven cuando esos dos hombres murieron por culpa de su clarividencia. Gruffydd no dijo nada más y dejó a Myrddion con sus turbulentas cavilaciones.

Myrddion y Gruffydd pasaron juntos una semana y durante esos días cortos y lúgubres el sanador le explicó a Gruffydd dónde se encontraban los enclaves sajones más importantes y le mostró sus mapas de las prósperas tierras al sur de Londinium. Gruffydd no había imaginado jamás cosas tan asombrosas y memorizó enseguida la red de caminos que unían los asentamientos del sur. A pesar de su escepticismo, el nuevo espía se dio cuenta de que el joven sanador poseía un don para el subterfugio, así como el talento necesario para llevar a cabo con éxito el plan de Ambrosio. Además, tenía en su poder las riquezas que le facilitarían el viaje hacia el este.

—Eres el único espía que habla sajón que he encontrado hasta el momento, por lo que eres una pieza fundamental en mi red de información. Tu habilidad para pasar desapercibido en cualquier rincón será inestimable, pero antes debemos hacer algo con esas cicatrices o idear alguna manera de justificarlas.

—Podrían traer dificultades, ¿verdad? Una bufanda andrajosa y una buena camisa interior de lana, bien manchada para disuadir a los sajones aprensivos, así como varias capas de ropa harapienta deberían bastar.

Gruffydd sonrió con encanto y reveló unos dientes que sorprendieron al sanador por el buen estado en el que se encontraban.

—Aquí tienes dinero suficiente para que no tengas problemas durante el viaje, pero no es oro, lo siento, ya que eso llamaría demasiado la atención. Sin embargo debería haber bastante plata y cobre para que puedas comprar todo lo que necesites, empezando por un caballo decente. Conseguiré que te paguen un estipendio regular en oro que quedará oculto en un lugar secreto o custodiado por alguien de tu confianza. Recibirás una buena paga por tu trabajo. Si necesitas más dinero para tus gastos, solo tienes que venir a verme a la casa de los sanadores en Venta Belgarum fingiendo algún problema de salud. Y lo mismo si tienes que hablar conmigo con urgencia.

Gruffydd rió con satisfacción.

—Me gusta mi yegua. Pero admito que puede caer muerta en cualquier momento, así que tendré que cambiarla. Piensas en todo, Myrddion; es un placer hacer negocios contigo.

—Normalmente me encontrarás en Venta Belgarum porque Ambrosio me ha dado una lista de tareas que tardaré años en terminar. Aunque tengo previsto diseñar un medio de comunicarnos de manera que solo nuestro círculo pueda descifrar el significado de nuestras palabras, tardaré en concebir un sistema como ese por lo que, entretanto, deberás tener paciencia conmigo.

Una sonrisa boba se instaló en el rostro de Gruffydd. De repente, su vida pasaba a tener un objetivo. Tenía un futuro, algo inconcebible tan solo un mes antes. Incluso sintió los primeros signos de entusiasmo, una emoción que había creído extinta con la muerte de sus padres.

—Ve con cuidado, Gruffydd. Eres muy valioso para mí, y no solo porque seas el único de mis espías que habla sajón. La Madre me ha contado los planes que depara para ti, por lo que le rezaré para que te cuide. Además, Cait me sacará los ojos si te hieren por mi culpa.

A Gruffydd se le sonrojaron las mejillas por encima de la desaliñada barba.

—Es como el mundo al revés. Creía que se había enamorado de ti.

Cuando su rostro adquirió una tonalidad escarlata, le dio una apariencia absurdamente jovial y eso le recordó a Myrddion que tenían más o menos la misma edad.

El sanador rió con desaprobación.

—No, Gruffydd, puedo asegurarte que yo solo soy alguien que la ha tratado con amabilidad. Eres tú quien, por algún motivo que no acierto a descifrar, le ha robado el corazón. Y si hay alguna chica que necesite a un buen hombre que le proporcione una vida decente, esa es Cait. Por suerte, ahora que estás al servicio del gran rey ganarás el dinero suficiente para casarte, aunque estoy seguro de que tendrás que aceptar que su madre y sus hermanas también pasen a formar parte de tu vida.

Las cavilaciones de Myrddion se centraron cada vez más en lo último que tenía que hacer antes de volver a gozar del clima suave de Venta Belgarum. Llevaba más de seis años sin ver a su madre y, si bien no se sentían unidos por el amor, los lazos de la concepción seguían siendo importantes para el joven. Lo que el sanador podría contarle acerca de Flavio Ardabur Aspar y la casa que este tenía al otro lado del mar Intermedio tal vez conseguiría aliviar los terrores irracionales y la demencia de su madre.

Una mañana oscura, Myrddion montó al fin a lomos de su caballo con el corazón apesadumbrado y partió hacia la granja de Maelgwr, donde Branwyn vivía con su prole y con su segundo esposo. Brychan le había dado unas indicaciones vagas basadas en puntos de referencia como árboles caídos y mojones de piedra, de manera que al joven sanador le preocupaba la posibilidad de perderse si no veía alguna de aquellas numerosas señales. Por otra parte, se sintió culpable cuando se dio cuenta de que habría agradecido la llegada de una excusa como esa para evitar el encuentro con su madre, que comportaría una confrontación inevitable.

—¿Por qué voy a verla? —le preguntó Myrddion a su caballo mientras caminaba con dificultad contra un viento helado que procedía directamente del mar—. Los dioses saben que no seré bienvenido. Tú tendrás suerte si te dan un morral de grano, mientras que yo tengo más posibilidades de llevarme un cuchillo entre los omóplatos.

El sendero lleno de baches era un signo claro de aislamiento. Pocos carros pasaban por ese lugar agreste en el que abundaba el agua limpia pero cuya tierra era yerma y pedregosa. En esos momentos, en una depresión entre colinas donde el agua quedaba atrapada en una cuenca de piedra caliza, Myrddion vio una destartalada cabaña de pastor con un agujero humeante en el techo y dirigió su caballo hacia allí.

Cuando desmontó, un hombre completamente envuelto en pieles de oveja abrió la desvencijada puerta para recibir al visitante. Llevaba colgado de un hombro un cayado de madera, pesado y retorcido. Un perro andrajoso gruñó a Myrddion a los pies del pastor.

—¿Quién sois y qué hacéis aquí arriba? Os aseguro que no tengo nada que valga la pena robar.

—Estoy buscando la casa de Maelgwr y su noble esposa Branwyn. Soy su hijo, Myrddion Merlinus Emrys.

El pastor bajó la cabeza con respeto, pero hizo el signo de rechazar al diablo pensando que Myrddion no se daría cuenta.

—Entrad, pues, joven señor. Tengo queso curado, aguamiel y alguna torta de pan que todavía no está muy dura. También tengo una pierna de oveja, aunque algo fría. Un perro salvaje mató al animal hace dos noches y en estas colinas hay que aprovecharlo todo. Sois bienvenido a compartir conmigo cuanto poseo.

Myrddion acompañó a su caballo hasta una zona en la que la hierba seca se abría paso a través de la fina capa de nieve. Luego se sacudió la suciedad golpeando los pies en el suelo, se quitó los guantes, le agradeció al pastor la generosidad que había mostrado y entró en la cabaña.

El interior de la miserable choza era espartano pero limpio. Había un camastro de paja cerca del fuego central y, sobre las llamas, un pesado puchero de hierro lleno de agua caliente. El pastor le señaló el camastro para ofrecerle asiento mientras utilizaba un largo gancho para inclinar el puchero y llenar así dos humildes cuencos con agua, a la que añadió el viscoso aguamiel. El aire se llenó enseguida del olor dulce y aromático de la miel vieja. Una roca plana hacía las veces de fuente para un pedazo de queso, un pan algo mohoso y un trozo de carne arrancado de la pata de la desdichada oveja.

Myrddion rechazó la comida aduciendo que había comido ya en la posada de Tomen-y-mur, pero aceptó el aguamiel caliente con su elegancia habitual. Mientras se calentaba los dedos azulados frente al fuego, levanto el tazón humeante ante la tenue luz. El líquido era muy dulce y demasiado empalagoso para el gusto de Myrddion, pero no tardó en sentir que la calidez le soltaba el nudo que se le había formado en el estómago.

—Gracias, amigo mío. Tu hospitalidad con los extraños es loable, nada tiene que ver con la reputación de mala educación y retraimiento de los habitantes de Tomen-y-mur.

El pastor se rascó el pelo grasiento y adoptó una expresión perpleja.

—Os pido perdón, señor, pero solo he comprendido la mitad de lo que habéis dicho. Soy un hombre ignorante, pero soy cristiano y comparto lo que tengo con los demás. El sacerdote nos dice que debemos dar para tener esperanzas de recibir. Me llamo Goll. Me han dicho que significa «que tiene un solo ojo», por lo que mi madre debió de confundirse. He trabajado muchos años para Maelgwr, y antes había trabajado para su hermano Maelgwn, que Dios lo tenga en su gloria. Y bien que me ha ido así. Me gustan las ovejas y el trabajo supone mucho más que cuidar de ellas, aunque no lo parezca. Las ovejas no son muy listas, no tanto como mi perro Tomos, así que tengo que ayudarlas a parir, resguardarlas del frío, encontrar pastos frescos y conseguirles pienso para el invierno durante el otoño. No paro de trabajar.

El pastor siguió hablando, pero llegó a un punto en el que se quedó sin palabras y Myrddion pudo preguntarle unas cuantas cosas.

—¿Maelgwr es un buen amo? ¿Te trata bien?

—Sí, es bueno, supongo. Aunque no es como su hermano, ese sí que era bueno. Era justo con los que trabajaban para él… incluso demasiado en ocasiones, no sé si me entendéis. Pero cuando murió… —Goll se santiguó a la manera cristiana—. Bueno, hay que estar a las duras y a las maduras en Tomen-y-mur. —Hizo una pausa—. Ya sabéis cómo son las cosas, señor. Los amos vienen y se van, pero a las ovejas hay que esquilarlas de todos modos.

—Te entiendo, Goll. A ningún señor le gustaría vivir aquí y, sin embargo, es un lugar en el que reinan la paz y la tranquilidad. ¿Ves a la señora de vez en cuando?

Goll resopló, si bien luego se acordó de que Myrddion era su hijo.

—No hay duda de que es muy infeliz, señor. No tiene a nadie con quien hablar y para las mujeres es importante tener amigas, ¿no? Yo no me casé por eso, porque a ninguna mujer le gustaría llevar este tipo de vida. Dicen que vuestra madre no quería venir a Tomen-y-mur, por lo que sus ataques y sobresaltos son naturales, supongo.

Incluso Goll parecía dudar de sus propias excusas, así que Myrddion se apresuró a seguir con las preguntas.

—He oído que Maelgwr no es feliz en su matrimonio y busca… pastos más apacibles por diversión —insinuó con delicadeza; así, sugiriendo conocer más de lo que sabía en realidad, esperaba romper las comprensibles reservas del pastor.

Goll arrastró los pies y apuró su cuenco de aguamiel caliente. El sanador se dio cuenta de que su anfitrión estaba de lo más incómodo y que no le apetecía chismorrear acerca de las debilidades de su señor.

—Te confesaré el motivo de mis preguntas, Goll. He oído que a Maelgwr le gustaría librarse de mi madre, pero hasta que murió el abuelo de ella no se atrevió a desafiar al rey de los deceanglos. Por eso temo que acabe con mi madre antes de tiempo.

Goll pareció genuinamente estupefacto y Myrddion se dio cuenta de que el pastor jamás se había planteado si su amo sería capaz de recurrir al asesinato para resolver sus problemas conyugales. Pero no era solo estupefacción, también era miedo, como si estuviera deseando que ese perspicaz visitante se marchara antes de encontrarse en una situación que pudiera hacerle perder la cabeza.

—No importa, Goll. No debería haberte pedido que me informaras acerca de tu señor. No revelaré ni una sola palabra de lo que has dicho hoy. Eso me acarrearía tantos problemas como a ti, si llegaran a sospechar que me entrometo en el matrimonio de mi madre.

El pastor se mordió las uñas hasta que empezaron a sangrarle y la preocupación se instaló en las profundas arrugas que tenía entre los ojos. Tras una pausa, volvió a hablar.

—Una furcia pelirroja trabaja como sirvienta en la casa y muchos dicen que mi amo entra en su habitación por las noches. La muchacha duerme sola, lo que ya es suficientemente raro como para despertar rumores. Sin embargo, yo no he visto nada con mis propios ojos. No puedo deciros lo que ocurre en esa casa porque yo me paso la vida aquí, lejos de todo aquello, donde nadie puede culparme de nada.

Myrddion se puso en pie y le tendió la mano a Goll.

—Te agradezco la comida y la honestidad. Pero ¿puedes explicarme cómo llegar hasta la casa de Maelgwr?

Las indicaciones de Goll seguían resonando en la cabeza de Myrddion cuando este impuso a su caballo un trote forzado; una hora después llegó a un edificio largo y achaparrado en la cima de una colina, a pocas millas del mar. Sobre el llano que quedaba más abajo, frente a la casa, unos campos pulcramente bordeados por muros bajos de piedra señalaban que la calidad de la tierra era decente, mientras que bajo una luz rociada de nieve Myrddion vio los surcos del arado, listos para empezar a brotar en primavera.

La casa de la colina era de color pardo y no presentaba ni mucho menos el buen aspecto de los campos que tenía delante. Mientras el débil sol intentaba asomarse entre los nubarrones negros preñados de nieve, una mujer salió apresuradamente por la puerta. Iba cargada con dos cubos que empezó a llenar en un pozo instalado en el patio embarrado de la casa de piedra y arcilla. Salía humo de la chimenea de la cocina, que estaba en la parte posterior de la casa, y en los acogedores establos al parecer había caballos y vacas lecheras. Bajo el débil sol de mediodía, los pollos picoteaban desordenadamente el grano esparcido por el suelo o gorroneaban las semillas de las plantas muertas alrededor de la granja. Myrddion se dio cuenta de que la atención y la eficiencia puestas en los campos y las construcciones externas parecían evitar la vivienda, por lo que el sanador suspiró al evidenciar el estado en el que debía de encontrarse su madre.

La sirvienta volvió a entrar en la casa con los dos cubos llenos, derramando algo de agua a cada paso. Al parecer no se había dado cuenta de la presencia de un desconocido, por lo que Myrddion bajó del caballo y se puso justo delante de ella.

—Soy Myrddion Merlinus Emrys y me gustaría hablar con mi madre, la dama Branwyn.

—No sé de qué me habláis —dijo la mujer arrastrando las palabras mientras lo miraba con los ojos vacíos—. Al señor no le gustan las visitas, por lo que haríais bien en marcharos.

Acto seguido se dispuso a pasar por un lado y, en el intento, derramó algo de agua y salpicó las botas y las calzas del sanador.

—¡Ten cuidado, mujer! —Myrddion añadió un juramento, algo que no solía hacer cuando estaba delante de una sirvienta, pero esa en concreto le había parecido agresiva y desdeñosa.

—Si habéis venido a pedir comida, podéis ir a la cocina, está detrás de la vivienda —gruñó ella.

Myrddion notó que empezaba a enfurecerse de verdad. Tal vez estaba nervioso ante el encuentro inminente con Branwyn, pero, fuera cual fuese el motivo, la absoluta falta de cortesía de la mujer lo exasperó. Sin pensarlo dos veces, le quitó los dos cubos y los volcó, con lo que salpicó a varios pollos que empezaron a piar indignados mientras aleteaban con furia. Después, agarró a la sirvienta por los hombros, la sacudió y la obligó a mirarlo a los ojos.

—No sé qué modales os exigen a los sirvientes en esta casa, pero creo que me he expresado con claridad. Quiero hablar con Maelgwr y no me refiero a cuando le dé por salir y se dé cuenta de que estoy aquí. Ve a buscarlo inmediatamente y dile que quiero verlo. Lo esperaré en el triclinio y quiero que me traigas un vaso de vino decente, si es que eres capaz de encontrar alguno.

Ardabur Aspar habría sonreído al ver lo mucho que se le parecía su bastardo en esos momentos. La sirvienta vio la ceja levantada y el desdén evidente en los ojos oscuros de Myrddion y, por primera vez, percibió los dos anillos de rubí que llevaba en los dedos. Palideció de forma visible e intentó una reverencia a pesar de que Myrddion aún la tenía agarrada.

—¿Me has entendido, mujer? ¡Quiero decir ahora!

—Sí, señor. Mi amo está en los huertos, mandaré a alguien a buscarlo de inmediato. Entrad, entrad. Os pido perdón por haberos hecho esperar, pero no me he dado cuenta de quién erais.

El sanador la siguió por el interior de la casa hasta la mejor estancia, donde la mujer le quitó el polvo con las faldas a un sucio banco de madera antes de retirarse entre disculpas.

El sanador contempló aquella habitación bien proporcionada y descubrió indicios de un lujoso pasado en el desgaste del encalado y en los muebles, bellos y bien trabajados, aunque rayados por la falta de mantenimiento. Telarañas de grandes dimensiones adornaban las esquinas del triclinio y el número de insectos muertos en aquellas sedosas trampas indicaba que llevaban bastante tiempo allí instaladas. Branwyn no era la dama de un castillo, pero tampoco había sido jamás tan desaseada como para permitir que se acumulara tanta suciedad en su casa. A Myrddion se le cayó el alma a los pies.

Envuelta en el frufrú insolente del fino tejido con el que iba vestida, una chica pelirroja entró en el triclinio visiblemente enojada. Sus ropas eran de un amarillo claro de lo más inadecuado y Myrddion reconoció las prendas como uno de los regalos de boda que Branwyn había recibido de Melvig ap Melwy, su abuelo.

La chica dejó un recipiente de barro y una vulgar taza sobre la mesa con un gran estrépito. Levantó la barbilla, contempló a Myrddion de arriba abajo y se fijó sobre todo en las botas embarradas y en la habitual vestimenta negra del sanador antes de resoplar con desdén.

—Si habéis venido a buscar el dinero de vuestra madre, mala suerte. Maelgwr no piensa desprenderse de él para entregárselo al hijo bastardo de esa vieja bruja lunática.

—Yo también os deseo un buen día, señora —replicó Myrddion con sarcasmo mientras le dedicaba una reverencia que habría despertado la admiración de Aspar—. ¿Dónde está tu amo?

La pazpuerca se ruborizó de forma impropia. Las mejillas sonrojadas y el inconveniente color del vestido no contribuían precisamente a favorecer su pelo rojizo. Además tenía el busto demasiado grande para los cánones de la época y Myrddion tuvo que contenerse para no burlarse de la cantidad de carne que sobresalía por el constreñido escote. El color le había sentado bien a Branwyn porque tenía el pelo oscuro y los ojos pardos, pero esa joven convertía el vestido en el atuendo de una prostituta. Además estaba manchado de sudor en las axilas y tenía el dobladillo mugriento.

—Sirvo a la señora y soy yo quien decide las órdenes que se dan en la casa —le espetó.

Tanta seguridad y arrogancia deprimieron todavía más a Myrddion, puesto que la salud de su madre debía de ser peor de lo que había temido si aquella joven era quien se encargaba de ella.

—¿Dónde están los niños? Antes de que decidas responderme de forma maleducada, te informo de que yo también sirvo a alguien, a un único señor: Ambrosio, el gran rey de los britanos. Soy su sanador personal, Myrddion Merlinus Emrys. Puede que hayas oído hablar de mí, sin duda más que yo de ti. ¿Quién eres exactamente, señorita?

Al final, consciente de haber encontrado a un adversario a su altura, aquel marimacho sacudió la cabeza con el poco orgullo que le quedaba tras el rapapolvo de Myrddion.

—Soy Seirian, la señora de la casa mientras la dama Branwyn siga… indispuesta.

—Te repetiré la pregunta, Seirian. ¿Dónde están los niños? Tengo ganas de conocer a mis hermanos y hermanas.

—A los chicos los han acogido terratenientes y comerciantes locales, mientras que las chicas trabajan hilando y tejiendo, y llevan a cabo otras tareas cuando es necesario.

—¿Nadie enseña letras a los pequeños? —preguntó, aunque podía adivinar la respuesta de antemano.

—¿Por qué tendrían que aprender a leer? Lo único que tienen que hacer es casarse con alguien que aporte riquezas a esta casa. Esa es su única finalidad.

Myrddion sintió verdadera lástima por cualquier niño que Seirian pudiera llegar a tener a su cargo.

—Por todos los dioses, mujer, son los bisnietos de un rey. Sus hijos podrían gobernar en Canovium si el azar o las plagas llegaran a matar a Melvyn y a sus hijos. ¿Tan estúpida eres que no comprendes que la dama Branwyn es la hija de la suma sacerdotisa del norte? ¿Dónde tienes la cabeza si no eres capaz de comprender lo importante que es educar a los niños?

—Es mi señor quien se encarga de decidir ese tipo de cosas, no yo —susurró con hosquedad mientras se mordía el labio.

—Ya veo. —Myrddion levantó la tinaja de vino y vertió un poco del líquido viscoso en la taza. El áspero borde del cuenco de cerámica tenía un tacto arenoso, como si le hubieran aplicado mal el vidriado, pero ese pequeño inconveniente se tornó insignificante cuando el vino entró en contacto con su boca. De inmediato escupió el líquido sobre el enlosado—. El orín de gato sabría mejor que este brebaje. ¿Esto es lo mejor que bebe tu señor?

La mirada envenenada de la pazpuerca fue más elocuente que cualquier mentira que pudiera haber contado, por lo que Myrddion no se sintió culpable por haber escupido sobre las losas del suelo.

—Al menos podrías haberme traído el vino que bebe el señor. Quiero pensar que no le gustaría que el sanador del gran rey tuviera que beber esta bazofia. Ni siquiera utilizaré esta taza, pues no puedo creer que mi madre haya comprado una basura como esta.

El rubor en el rostro de Seirian se había intensificado hasta adquirir una tonalidad entre el morado y el carmesí. Tras haber perdido el duelo de insultos, se marchó furiosa del triclinio y Myrddion se quedó solo, pensando en lo bajo que había caído Branwyn casándose con su segundo marido.

Después de quedarse a solas en el triclinio, Myrddion tuvo tiempo de pensar en ese error en sus acostumbrados buenos modales, así como en la pésima conducta de una chica que aún no había cumplido los veinte y que, sin duda, seguía soltera, pero que se sentía lo suficientemente segura para mostrarse grosera con el hijo mayor de su señora. ¿Trataría así de mal a Branwyn?

Unos años antes, tanto él como el rey Melvig le habían transmitido a Maelgwr su preocupación acerca del deterioro que podía sufrir la salud de Branwyn. Desde entonces, Myrddion había estado ausente durante seis años y Melvig llevaba casi siete muerto, por lo que Maelgwr probablemente se había sentido libre de actuar a su antojo. Aun así, ¿le habría hecho algún mal a Branwyn?

En ese punto crucial de la discusión que Myrddion mantenía consigo mismo el dueño de la granja entró en el triclinio sin haberse molestado siquiera en lavarse las manos. Por suerte, Maelgwr no se dignó tenderle una de sus mugrientas zarpas para darle un apretón de manos a su hijastro. Ninguno de los dos hombres quedó complacido con lo que veía.

El tiempo había acolchado el esbelto cuerpo de Maelgwr con una buena cantidad de carne fofa, mientras que la papada, las manos rechonchas, la pesada panza y la nariz rosada daban fe de la buena vida que se había dado durante aquellos años. La mugre que llevaba en las manos indicaba que no estaba por encima de tareas como podar los árboles frutales o recoger zarzamoras, pero sus botas de piel suave y una capa de lana azul finamente tejida revelaban un atisbo de vanidad en su personalidad. Maelgwr tiró la capa sobre un diván y expresó su desagrado con un mohín y el desprecio vago y grasiento del saludo que le ofreció sin el más mínimo rastro de sinceridad.

«Algo malo se trae entre manos», pensó Myrddion mientras se levantaba con dignidad.

—Debo disculparme por Seirian y el resto de los sirvientes de la casa si te han ofendido —dijo Maelgwr cuando Seirian entró en la sala con otra jarra de vino y dos recipientes de cuerno—. Por favor, bebe conmigo.

Myrddion asintió y se dio cuenta de que su silencio estaba poniendo más nervioso a Maelgwr de lo que podrían haberlo hecho las palabras más desmedidas. El sanador observó con cautela a su anfitrión al verter el vino en los vasos para asegurarse de que no añadía nada. Se había propuesto no probar bocado en aquella casa a menos que pudiera preparar la comida con sus propias manos.

—Toma. —Maelgwr tendió un vaso lleno de vino a Myrddion y bebió del suyo—. ¿En qué puedo ayudarte, hijastro?

Myrddion sorbió lentamente el vino. La cosecha era suave y melosa, sin duda alguna superior al vinagre de orines que le habían ofrecido poco antes.

—He venido a visitar a mi madre. ¿Tan extraño es eso? He estado ausente, viajando por la Galia, Roma y Constantinopla durante un tiempo, y a mi regreso me he convertido en el sanador personal del gran rey. He venido al norte siguiendo órdenes de Ambrosio, por lo que he aprovechado la ocasión para visitarla de improviso. Espero no estar molestando.

Los dos hombres mostraron sus colmillos mientras sonreían con una bonhomía absolutamente falsa.

—Mi casa es tu casa —replicó Maelgwr de forma grandilocuente, aunque su sonrisa flaqueó un poco—. Pero estoy seguro de que ya sabes que mi querida Branwyn a menudo está fuera de sus cabales. ¿Crees que es sensato verla teniendo en cuenta el resentimiento que te guarda?

Myrddion sonrió con la misma simpatía y confianza fingidas.

—Sí, creo que sí. Como ya te he dicho, soy sanador y poseo información que podría mejorar su salud.

Maelgwr procedió con adulaciones, explicaciones y quejas mientras detallaba las dificultades que comportaba organizar la visita que Myrddion reclamaba. Por su parte, el sanador sorbió aquel vino excelente y dejó que su anfitrión siguiera balbuceando. Era evidente que Maelgwr no estaba dispuesto a ello, pero Myrddion se mostró igualmente decidido a derribar la puerta del dormitorio de su madre si era preciso. En el fondo no paraba de preguntarse por qué le ponían tantos impedimentos para verla.

Al fin, cuando Maelgwr se embarcaba de nuevo en la compleja descripción de los numerosos achaques mentales de su esposa, Myrddion decidió que ya había tenido suficiente.

—Muéstrame su habitación de una vez, Maelgwr. Tal vez pueda quitarte parte del peso que acarreas. Además, no consigo pensar en un solo motivo para que te niegues a ello. A menos que tengas algo que ocultar.

Maelgwr se puso pálido e intentó quejarse, pero el joven cortó su balbuceo con una eficiencia implacable cuando dejó el vaso sobre la grasienta mesa y se dirigió hacia el atrio.

—Supongo que los aposentos de mi madre están por aquí, ¿no? —preguntó por encima del hombro mientras empezaba a recorrer la columnata.

Maelgwr se apresuró tras él con sus piernas fofas y condujo a Myrddion hasta un pequeño cuarto miserable que se encontraba al fondo de aquella enorme y laberíntica casa. Con impaciencia, Myrddion alzó el pestillo de la puerta. Estaba cerrada por fuera.

—¿Tienes encerrada a mi madre día y noche? —preguntó.

—Solo cuando no se encuentra bien —respondió Maelgwr en un intento de sugerir que aquella circunstancia únicamente era necesaria muy de vez en cuando—. O si intenta infligirse daño a sí misma.

—Sin duda en esos momentos es cuando deberías vigilarla más de cerca —respondió el sanador—. Ahora puedes retirarte, padrastro. Creo que podré arreglármelas con mi madre yo solo. Si veo que está fuera de sus cabales, le haré beber un trago de jugo de adormidera para calmarla. Y me gustaría que dejaras la puerta abierta, si no te importa. Creo que la sensación de restricción constante aumenta la angustia de los trastornados mentales.

Maelgwr no era estúpido. Sin duda se dio cuenta de que lo que Myrddion quería era asegurarse de que nadie podría acechar al otro lado de la puerta y escuchar la conversación que mantendría con su madre. Sin embargo, el sanador se las había arreglado para manipularlo hasta dejarlo en una posición en la que no le quedó más remedio que obedecer. Cuando Maelgwr se retiró, Myrddion tomó la precaución de poner un pesado taburete frente a la puerta para evitar que la cerraran a traición.

A continuación, sin hacer ruido, entró en la habitación de su madre. Antes de llegar al camastro, el acre hedor a orines llegó hasta su sensible nariz.

Branwyn era apenas un diminuto montículo sobre un camastro mugriento, acurrucada en posición fetal y apenas visible excepto por la larga madeja de cabello grasiento y enmarañado. Cuando se le acercó, ella levantó la cabeza, lo miró y se encogió de nuevo bajo la sucia manta.

—¡Tú! ¡Eres tú! Sabía que vendrías a por mí. Dijiste que me matarías. Pero no quiero morir.

Myrddion extendió los brazos con las palmas hacia arriba para demostrarle que no iba armado.

—Soy Myrddion, madre. Le he conocido, he conocido al monstruo que te violó. ¿Me has oído, madre? Sé cómo se llama.

—Eres el demonio… y mientes.

—¡No, madre! ¿Lo ves? Sigo siendo joven, demasiado joven para ser tu demonio. Tal vez sea el Medio Demonio, pero lo que es seguro es que no deseo matarte. Me conoces. Al fin y al cabo, tú sí intentaste matarme a mí. Pero todo está perdonado, madre. Déjame que te ayude a incorporarte un poco. No, no tengas miedo. Ahora soy sanador y puedo ayudarte para que te sientas mucho mejor.

—Nada puede hacer que me sienta bien —se lamentó Branwyn cuando él la levantó con cuidado y la sostuvo por los hombros mientras le colocaba dos hediondas almohadas bajo el torso y el cuello. Un atisbo de cordura animó los ojos de ella y, cuando Myrddion evaluó su estado, sintió que la ira empezaba a apoderarse de él.

Había temido encontrarse con ella. Recordaba a la mujer orgullosa y cruel que había visto por última vez durante el funeral del rey Melvig y no se parecía en nada al patético armazón que lo estaba mirando en esos momentos desde la cama con aquellos ojos llenos de desolación.

Su rostro se había retraído y solo el pico de la nariz, los pómulos y la fina línea de la mandíbula permanecían inalterados. Las mejillas hundidas y una boca mellada sugerían una edad muy superior a las treinta y siete primaveras que Myrddion calculó que tendría.

Las manos que jalaban de su túnica eran esqueléticamente enjutas y estaban ennegrecidas por los hematomas que se extendían también por sus antebrazos, donde tan solo la piel flácida le cubría los huesos. Cuando Myrddion retiró la manta y le apartó el vestido sucio y empapado del cuerpo, pudo ver claramente las marcas de los maltratos recibidos en la piel amarillenta. Esas marcas no se las había hecho ella misma. Habían sido manos de diferentes tamaños las que habían asestado puñetazos, bofetadas y pellizcos a aquella patética criatura para luego abandonarla envuelta en ropa sucia tras una puerta cerrada con llave. Muchos de los cardenales eran negros, morados y recientes, mientras que otros eran más verduzcos y amarillentos. Le habían infligido las heridas durante un largo período de tiempo.

—No te inquietes, madre. Haré traer agua caliente para lavarte, un vestido limpio para que puedas cambiarte de ropa y te pondré un ungüento en esas heridas. Pronto te sentirás mucho mejor.

Una mirada recelosa apareció en los ojos de aquella mujer enferma.

—No intentarás envenenarme, ¿verdad? Conozco tus tretas. Me traerás leche envenenada para poder yacer con mi esposo a placer. No pienso bebérmela, te lo aseguro. No comeré nada que haya pasado por tus manos. Mi hijo me dijo que intentaríais matarme y tenía razón.

—Sí, la tenía. —A Myrddion le sobrevinieron ganas de llorar por esa mujer arruinada que habría preferido morir de hambre antes que hacerlo a manos de Seirian—. Yo me encargaré de todo, madre, no temas. Estoy aquí contigo y ni siquiera la diosa podría salvar a quien intente hacerte daño.

A pesar de su autocontrol, los ojos de Myrddion se llenaron de lágrimas. Su madre siguió balbuceando acerca de una mujer pelirroja que, según la profecía de su hijo, intentaría matarla. Una vez más, Myrddion se maldijo por el hecho de ignorar cuanto hubiera podido decir durante alguno de sus ataques, especialmente respecto a ese tema. ¿Podría haberle ahorrado todo ese sufrimiento a su madre en caso de haber sabido lo que había profetizado?

—Te lo prometo, madre. Te salvaré.

A continuación, impulsado por una rabia asesina ante el trato cruel que había recibido Branwyn, Myrddion salió furioso de aquella apestosa habitación y recorrió el pasillo rugiendo los nombres de Maelgwr y de Seirian.

Las niñas que estaban en el atrio con la cabeza agachada sobre montones de lana lavada temblaron a su paso sin atreverse a mirar directamente aquel rostro airado y se apiñaron para consolarse mientras el Medio Demonio se dirigía al triclinio.

Tras él, Branwyn soltó un leve chillido, como el de un pajarillo atrapado en las garras de un halcón.

—Mi madre está a punto de morir de inanición y de sed, pero he visto pocos síntomas de locura. Y es más que evidente que ha recibido bofetones, patadas, pellizcos y puñetazos. Tenéis suerte de que no haya venido armado, porque si tuviera aquí mi espada os separaría la cabeza de los hombros.

Maelgwr se encogió de miedo contra la pared del triclinio. No estaba sorprendido: al fin y al cabo, sabía lo que Myrddion encontraría cuando entrara en la habitación de Branwyn. Sin embargo llevaba casi veinte años oyendo historias acerca de ese Medio Demonio, conocido por su carácter ecuánime, su intelecto y su razonamiento. Su madre había intentado matarlo y, aun así, él la había defendido ante el rey de la tribu de los deceanglos cuando se disponía a castigarla. ¿Qué insensato haría algo semejante? Maelgwr esperaba que el joven saliera furioso, pero nunca habría pensado que lo estaría tanto.

Myrddion Merlinus estaba temblando de ira, con los puños apretados y los ojos ensombrecidos.

—¿Quién le ha hecho todo eso a mi madre? ¿Quién la ha torturado? ¿Has sido tú, Maelgwr? ¿Tan poco honor te queda que disfrutas con el dolor ajeno? Querías librarte de ella a pesar de lo afortunado que fuiste al recibir una dote como la suya, o de tener unos niños casaderos que te han permitido obtener los beneficios que posees… Todo ha sido gracias a ella. Tú solo querías ver cómo se consumía como una bota de vino usada que ni siquiera merece la pena rellenar.

—Mátalo para que se calle de una vez, Maelgwr —susurró Seirian—. Está solo, ¿por qué te muestras tan aprensivo? ¿Quién se enterará de lo que le ocurra?

La sirvienta se apoyó en un pilar de la columnata. Si había esperado que Myrddion mostrara algún tipo de miedo, se había equivocado por completo, puesto que el sanador se volvió contra ella como una serpiente.

—Ahora me doy cuenta. Eres tú quien le inflige tanto dolor… ¡Tú y las mujeres que te temen! Cometiste un error poniéndote el vestido de mi madre, porque recuerdo todo cuanto poseía. Me he dado cuenta de lo que eras antes incluso de que abrieras la boca.

Seirian se disponía a protestar, pero Myrddion levantó una mano y la señaló con firmeza.

—Cállate, mujer, o no volverás a mover esa lengua viperina.

—Sí, cállate, Seirian. La verdad es que no estás ayudando precisamente —le suplicó Maelgwr. Tras aquella bravata de aparente fortaleza, Myrddion pudo ver al hombre vanidoso y viejo que se ocultaba bajo la piel de su padrastro.

—He vivido mucho tiempo en lugares mucho más horribles que Tomen-y-mur… y he sobrevivido —dijo Myrddion con una voz suave y llena de intención, más escalofriante todavía que el estallido anterior—. El gran rey sabe dónde estoy, puesto que he venido para servirle. Y muchos ciudadanos de Tomen-y-mur saben dónde estoy porque me guiaron hasta la casa de tu amo. ¿Pretendes que los mate a todos también? El gran rey es romano y nos entendemos bien, puesto que yo también tengo sangre romana en las venas. Os despedazará a los dos poco a poco hasta que admitáis pecados que jamás habéis cometido solo para detener la agonía. Intentaste ocupar el lugar de mi madre sin pensar en las consecuencias, como cuando una polilla se chamusca las alas con el fuego de la chimenea. Y ahora, mándame a una mujer de confianza, agua caliente, ropa limpia y la alforja de mi caballo. Y ruega para que la dama no muera por culpa de tus maltratos o me veré obligado a matarte con mis propias manos.

«¿Qué me está ocurriendo? —pensó Myrddion—. Nunca había sentido una ira semejante con anterioridad. Juro que me encantaría matar a esa furcia y que disfrutaría haciéndolo ante la más mínima provocación».

Por suerte para la casa de Maelgwr, Branwyn aceptó la comida que le dio Myrddion y ese hecho sorprendió al sanador más que cualquier otra cosa. La intensa demencia que la estaba consumiendo parecía haberse extinguido, como si la mente de aquella mujer hubiera decidido que todas aquellas pequeñas heridas juntas compensaban el hecho de haberse rendido a Aspar en la playa de Segontium hacía tantos años. En esos momentos se mostraba obediente como una niña y abría mucho los ojos, como si las voces que oía dentro de su cabeza hubieran cesado por fin y le hubieran permitido regresar a su infancia. Si reconoció a Myrddion, lo hizo sin los recuerdos desgraciados, como si se tratara simplemente de un pariente que había acudido a salvarla de un destino funesto.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó Branwyn en varias ocasiones—. ¿Dónde está Olwyn?

Con paciencia, Myrddion le explicó que Olwyn había muerto, pero que seguía vigilándola y velando por ella. Después de lavarla, de retirar la ropa de cama sucia y de reemplazarla con mantas de lana recién lavadas, cogió a su madre en brazos y la tendió encima del camastro. En verdad, su cuerpo era tan enjuto y ligero que bien podría haber sido el de una niña; solo la longitud de sus extremidades indicaba que ya era una mujer adulta.

Myrddion se convertía en un torbellino cuando se dejaba llevar por una emoción intensa. Rastreó a caballo las aldeas de la costa hasta que encontró a una viuda cuyo carácter le pareció lo suficientemente bondadoso y fuerte. Sin parientes que pudieran cuidar de ella, la mujer estaba a punto de morir de hambre, por lo que Myrddion la contrató para que cuidara de su madre y hermanastras. Durante el viaje de vuelta a la granja de Maelgwr advirtió a la anciana Mairwen de lo que podía encontrar como parte de sus obligaciones, y la severa mujer ordovica apretó los labios en señal de comprensión.

—Tienes que cuidar a la dama Branwyn por encima de todo, pero me gustaría que te ocuparas también de mis hermanastras. No me fío de nadie en esa casa y pienso devolverles con creces los maltratos que han infligido a mi madre. Esta moneda de oro te dará una posición de prestigio y recibirás otra cada año que pases a mi servicio. Si mi madre fallece por causas que no sean naturales, mándale un mensaje a Goll, el pastor. Es un amigo y se encargará de traerme las sucias cabezas de esos miserables. Si tienes miedo de mi padrastro o de su sirvienta, ve a ver a Goll enseguida. Él sabrá qué hacer para garantizar tu seguridad.

—Sí, señor. Cuidaré de ellas y de mí misma. A vuestra madre no le faltará de nada.

Myrddion sacó dos monedas de oro más de su bolsa de cuero.

—Habla con Goll para que busque a un hombre que te merezca confianza, será tu sirviente personal. Mi sueño será más profundo, anciana Mairwen, si sé que tienes a un joven fuerte cerca para ayudarte y protegerte. Acepta, por favor, para que pueda quedarme tranquilo. No te preocupes por lo que pueda sentir Maelgwr, ya que obedecerá mis órdenes, aunque solo sea por miedo.

Myrddion sonrió cuando vio a Mairwen con Branwyn. La presencia de la anciana parecía apaciguar a su madre, quien mostraba un carácter dulce que solo se transformaba cuando se quedaba sola demasiado tiempo. A Mairwen le encantaba hablar y relatar las incontables historias que conocía, hasta el punto de que incluso las hermanastras de Myrddion se acercaban a hurtadillas a la habitación de su madre para escucharla, aunque se guardaban muy mucho de acercarse demasiado a Branwyn. Myrddion suspiró al imaginarse los ataques homicidas que su madre habría dirigido contra sus hijas en el pasado, y se preguntó hasta qué punto había perjudicado a aquellas niñas inocentes.

—¡Cuánto daño hizo Aspar! —exclamó en la soledad del atrio—. Y, sin embargo, jamás pagará por sus numerosos pecados.

«Así es la vida —le dijo su voz interior—. Ya es hora de que me ponga en marcha y cumpla con mis tareas».

A Maelgwr y a Seirian no les quedó ninguna duda de lo que les sucedería en caso de que su madre sufriera o falleciera por su culpa. A regañadientes, Myrddion le dio una moneda de oro también a Maelgwr para asegurarse de que a su madre no le faltaría nada de lo que necesitaba para vivir. Tal vez la codicia, unida al temor que despertaba el hacha de Ambrosio, sirviera para que Branwyn estuviera segura.

A continuación, Myrddion se marchó con la certeza de que Branwyn se olvidaría de él al cabo de una hora.

Tras una breve parada en la cabaña de Goll, en la que Myrddion aprovechó para ofrecerle una paga a cambio de que lo mantuviera al corriente de la salud de su madre, el sanador regresó a Tomen-y-mur. Luego, con pocos remordimientos, pero también con una gran pena en el corazón, inició su viaje de vuelta hacia el sur. El invierno por fin empezaba a retirar su manto helado de la tierra y prometía abundancia para la primavera que estaba a punto de llegar.

—Pronto podré ejercer otra vez como sanador —susurró Myrddion a su caballo.

Las ovejas blancas y negras de las verdes laderas, los campos florecientes y el dulce aroma del barro y de la tierra revuelta lo llenaron de alivio. La tristeza de Tomen-y-mur había calado hondo en su corazón y no había nada que deseara más que dormir en su habitación, rodeado de gente a la que conocía y amaba.

Venta Belgarum esperaba tras unas murallas que parecían doradas bajo el sol del atardecer. Un engaño de la luz bordeó las piedras romanas y las empalizadas de madera con una franja escarlata, como los destellos de la capa roja de un soldado o un recuerdo de los estandartes y las águilas de la legión. Myrddion casi pudo oír el eco de los cuernos que reunían a las centurias para marchar contra el enemigo. En el viento que arreciaba y prometía la llegada de un tiempo más cálido, Myrddion oyó fragmentos de chillidos, órdenes proferidas a gritos y los quejidos de las bestias, y supo lo que le aguardaba.