6

Tramas, conspiraciones
y sangrientas maquinaciones

Es bien sabido que, en el país de los ciegos, el tuerto es el rey.

ERASMO,
Adagios

Mientras el sol se hundía teñido de sangre por el oeste, Ambrosio se preparaba para aceptar el tributo de sus aliados más septentrionales. El gran rey había elegido su ropa de forma especialmente meticulosa: llevaba la torques antigua que había adornado ya las gargantas de sus ancestros en otros tiempos, así como la sucia piel de Vortigern. Aquella bárbara cuerda de oro, rematada con zafiros sin tallar, era una nota discordante en combinación con las elegantes vestiduras de un noble romano de antaño. Ajeno a la ironía que suponía su ropa, Ambrosio esperaba en su sencillo asiento a que el príncipe Luka de los brigantes llegara a la sala de audiencias.

La reputación del príncipe despertaba dudas en Ambrosio; el gran rey sentía una tremenda curiosidad por ver si el hombre estaba a la altura de las historias que se filtraban desde el norte. Luka se negaba a utilizar el nombre de su padre o el que este le había dado, Llywelyn, al seguir la feroz determinación de ganarse su propia fama. Aspirar al trono de la tribu brigante no le parecía suficiente, puesto que descartaba por completo su herencia al considerarla un mero accidente de nacimiento. A Ambrosio le parecía bien aquella muestra de orgullo, pero estaba preocupado e intrigado por la reputación que precedía a Luka acerca de su carácter fogoso, excesivo y salvaje, así como sobre su encanto elemental, puesto que consideraba que ese tipo de defectos eran peligrosos en un aliado.

«Lo sabré muy pronto —pensó Ambrosio mientras su mirada se cruzaba con la de su hermano—. Al menos mi hermano se ha mostrado menos malhumorado, aunque echo de menos la compañía del sanador. Ese joven tiene el poder de disipar mis temores y su mente es más afilada que la espada de Úter, que no es poco. Es una lástima que Úter sienta celos de alguien que está a mi altura intelectual».

Justo cuando Úter empezaba a impacientarse por el retraso del visitante, las puertas ornamentadas de la sala de audiencias se abrieron con la fanfarria correspondiente y el príncipe Luka entró flanqueado por su guardia personal, que había dejado las armas en la antecámara. Aunque los recién llegados iban desarmados, conservaban un aspecto rudo, peligroso y salvaje, especialmente el príncipe.

—Te doy la bienvenida, Luka de la tribu de los brigantes. Me han llegado rumores de disturbios en el norte y espero que me informes de cualquier peligro que aceche a mis tierras. Me alegro de que, al fin, los brigantes, los arrebates y otras grandes tribus del sur puedan compartir e intercambiar lealtades tras muchos años de silencio y recelo.

Mientras le daba la bienvenida con la gracia y calidez que le caracterizaban, Ambrosio mantuvo los ojos entrecerrados, fijos en su rostro afilado, como el de un halcón que esperaba inclinado en un gesto de máxima obediencia. Luka había conseguido mostrar una apariencia dócil y a la vez independiente, que no solo se puso de manifiesto en la profunda reverencia que le había dedicado enseguida, sino también en la rápida mirada con la que había examinado al gran rey de pies a cabeza cuando se puso de pie. Ambrosio empezó a buscar lo que se escondía bajo la ferocidad superficial y abiertamente ostentosa del joven príncipe de los brigantes.

—Por favor, siéntate, príncipe Luka, no es necesaria tanta ceremonia. Úter, una silla para nuestro invitado.

Esa simple petición estableció en las mentes de los presentes la idea de que Úter y Luka estaban al mismo nivel en la corte de Ambrosio. Lo que Úter pensó acerca de la situación fue imposible de adivinar. Su rostro se mantuvo ilegible; se limitó a dirigir un gesto seco con la cabeza a un joven de su séquito.

El príncipe Luka aceptó el sencillo taburete que le acercó un nervioso sirviente y, a continuación, se mostró claramente más relajado. Ambrosio detectó los ojos de color pardo ambarino que lo miraban con franqueza y lo evaluaban de forma algo inquietante. Luka era de estatura mediana, pero compensaba ese hecho con una forma física musculada y esbelta, y los movimientos rápidos de unas manos que resultaron ser tan inquietas como las de Ambrosio. Los dedos del príncipe eran largos y presentaban cicatrices propias del uso de la espada y de los muchos años que llevaba montando a caballo, aunque Ambrosio los imaginó acariciando a una mujer con suma facilidad. Bajo la mirada del gran rey, Luka jugueteó con su intrincada torques de electro, de manera que Ambrosio se dio cuenta de lo mucho que al príncipe le gustaba exhibirse. Un par de brazaletes de oro macizo, así como varios anillos grandes y ostentosos, decoraban el cuerpo de Luka.

—Majestad, los pictos atacaron con fuerza más allá del Muro de Adriano. Ya era bien entrado el verano, por lo que nos cogieron por sorpresa. Es evidente que habían planeado la invasión con secretismo y cautela antes de cruzar el Muro de Antonino, y que confiaban en la rapidez y el factor sorpresa para contrarrestar el momento tardío de la estación elegido para el ataque. Después de dar buena cuenta de las tribus de los otadinos y los selgovae, se adentraron en nuestras tierras antes de que pudiéramos reunir las tropas, por lo que muchos guerreros murieron en el intento de detener su avance.

—Una estrategia sutil y poco común para tratarse de los pictos —murmuró Ambrosio—. En el norte, alguien debió de haberlo pensado bien sabiendo que tendríamos los ojos fijos en el este y en los sajones durante el verano.

—Sí, majestad —convino Luka—. Habíamos reforzado las fortalezas de Lavatrae, Bravoniacum y Cataractonium, de manera que nos ganaron en astucia cuando Talorc, el rey picto, atacó Luguvalium y luego Brocavum antes de conducir su ejército por las montañas hacia Olicana y acceder a las verdes tierras del sur. Pero la misma rapidez que les permitió ese éxito inicial terminó siendo también su perdición. Hace tiempo que utilizamos las viejas fortalezas romanas de Verterae y Petrianae, y Talorc evitó esas dos ciudadelas sin dejar un contingente que pudiera reducir a nuestras tropas.

—Menudo error —se burló Úter desde detrás de Ambrosio—. Es una estupidez descuidar la retaguardia. Ojalá hubiera estado allí, habría sido divertido.

—Dudo que lo fuera, hermano. Me imagino que la pérdida de vidas ha sido terrible —objetó Ambrosio con delicadeza mientras contemplaba las expresiones de desagrado de los brigantes. «O sea que Luka no es más que otro animal de lucha», pensó el gran rey.

—Los hombres de todas las fortalezas salieron para interceptar a los pictos y dejaron solamente las fuerzas mínimas para custodiar las marchas del este. Mi padre se aventuró en una sola batalla decisiva que tenía que acabar con los pictos durante varias generaciones… o destruirnos por completo.

—Cuéntanos, Luka —murmuró Úter con impaciencia, puesto que había quedado absorto por la historia de los brigantes.

—Nos dirigimos hacia el norte, hacia Olicana, e hicimos una incursión en el valle de un río con el objetivo de impedir el avance de los pictos. Estaba rodeado de montañas y los agrestes acantilados quedaban al oeste, por lo que confiábamos en que nuestros hermanos de las fortalezas nos estarían cubriendo la retaguardia. Nos encontramos a los pictos junto a la orilla del río y el enfrentamiento de las caballerías sacudió a los dos ejércitos. Nuestras tropas se mantuvieron unidas como las piedras de un muro, de manera que ninguno de los bandos tuvo ventaja alguna y la batalla continuó larga y encarnizada. Los hombres azules no dieron cuartel y lucharon hasta la muerte.

»Cuando empezaba a perder las esperanzas de romper las filas pictas, las tropas de Verterae y Lavatrae se adentraron también en el valle tanto a pie como a caballo. El ímpetu con el que descendieron por la larga colina para enfrentarse al enemigo abrió un enorme hueco en la retaguardia del ejército picto y nos dio aire para continuar luchando. Poco a poco conseguimos ganar terreno y reducir a los pictos a un círculo mortal.

—¿Talorc decidió rendirse e intentar negociar? ¿O retirarse como habría hecho cualquier hombre sensato? —preguntó Ambrosio, que podía visualizar ya en su mente el lodo mezclado con la sangre y los cuerpos amontonados que habrían resultado de una lucha desesperada por sobrevivir al conflicto.

—Les ofrecimos nuestras condiciones, majestad. Sé que la tribu brigante tiene fama de ser feroz, pero somos hombres honorables. En cuanto vimos ganada la batalla, mi padre llamó a la tregua y me mandó para que les ofreciera la oportunidad de rendirse sin humillación, pero Talorc me escupió en la cara. Tuve que utilizar toda mi habilidad con las armas para escapar indemne, puesto que los pictos estaban preparados para romper la tregua. Cuando me reuní de nuevo con la tropa, mi padre ordenó cerrar filas a su alrededor y dimos muerte a sus hombres hasta que los brazos nos dolían tanto que apenas podíamos alzar las espadas.

—Terrible —murmuró Ambrosio, que lamentaba la pérdida de tantos guerreros.

—Sí, realmente fue terrible. Pero nuestras pérdidas fueron pocas en comparación con las que sufrió el enemigo. Muchas viudas tras los dos muros lamentarán la pérdida de sus esposos al ver que no volverán a casa. Y cantarán canciones acerca de la muerte de Talorc durante generaciones, puesto que se negó a rendirse y murió en la batalla. Despreciamos a los pictos porque así es como estamos acostumbrados a tratarlos, pero estaría ciego si no admirara el fiero coraje de Talorc frente a una muerte segura. Al ver morir a su rey, los pictos se vinieron abajo y empezaron a huir. Les permitimos escapar hacia el norte, pero solo unos centenares de los varios miles que habían marchado hacia tierras brigantes conseguirán regresar a sus casas.

—Supongo que capturasteis el convoy de equipajes —lo interrumpió Úter, ansioso por determinar el valor de los fondos de guerra pictos.

—Así es. Como emisario de mi padre, gran rey Ambrosio, os ruego que aceptéis una quinta parte del botín requisado a los muertos y moribundos. El resto se destinará a socorrer a las viudas y huérfanos, así como a fortificar nuestras fronteras, puesto que creo que los sajones pensarán que, después de este conflicto con los pictos, será un buen momento para atacarnos.

Luka le hizo una señal a uno de sus guardias, que golpeó las puertas cerradas con el puño. Acto seguido entró en la sala un grupo de guerreros que transportaba a cuestas los arcones de madera. Los dejaron a los pies de Ambrosio y uno de ellos los abrió para exhibir los objetos de valor que los llenaban hasta los topes, fruto del saqueo.

A la luz rojiza de las antorchas, el oro, la plata y el bronce que les habían arrebatado a los muertos parecían teñidos de sangre.

—He oído que también habéis tomado rehenes —dijo Úter mientras Ambrosio se disponía a agradecer el gesto, lo que provocó que el gran rey lo fulminara con una mirada reprobatoria.

—He aquí la casa real de Talorc, rey de los pictos —gritó Luka mientras un grupo de mujeres era conducido hacia el interior de la sala de audiencias. Iban descalzas, puesto que estaban encadenadas, y los grilletes repicaron con un sonido sordo cuando entraron balanceándose en el círculo de luz que irradiaban las lámparas.

Las mujeres pictas eran de baja estatura, pero dignas y muy hermosas. Exhibían sus tatuajes con orgullo y miraron a sus nuevos amos con evidente desdén. Incluso cuando Luka presentó a la reina picta, una anciana de pelo gris, los ojos de Ambrosio se mantuvieron fijos en una mujer pelirroja de aspecto inequívocamente celta. Sus ojos verdes desprendían ira e insolencia, y no se dignó siquiera ocultar con sus largas manos tatuadas que iba parcialmente desnuda.

El grácil cuerpo de la mujer y las atractivas pecas que tenía sobre la nariz, los antebrazos y los pechos impresionaron a Ambrosio hasta el punto de que la profunda enemistad de la mirada de aquella mujer le formó un doloroso nudo en el estómago.

Ambrosio siempre se había andado con pies de plomo con el sexo débil; sentía un sano respeto por las mujeres, ya que consideraba que eran taimadas y manipuladoras. Ni siquiera la necesidad de tener un heredero le parecía demasiado apremiante, puesto que Úter podría sustituirlo en caso de que sufriera un accidente, un asesinato o que una batalla mandara al gran rey de forma prematura al río Estigia.

No es que Ambrosio tuviera previsto pagar al barquero antes de tiempo: todo lo contrario. El rey albergaba grandes planes para el futuro del pueblo del oeste, ambiciones que tardarían en ver sus frutos. A diferencia de su hermano, él reconocía que había muchos caudillos sajones pragmáticos y con carácter que podrían llegar a aliarse perfectamente con ellos bajo alguna forma de tregua. Más aún, creía que en realidad había pocas cosas que separaran a los sajones de los celtas más allá de los prejuicios ciegos, puesto que incluso sus dioses y costumbres se parecían. Con paciencia, Ambrosio se creía capaz de reducir la violencia del pasado y construir un acuerdo duradero con los sajones de buena voluntad.

Incluso mientras cotejaba las variadas posibilidades que se le ofrecían, siguió mirando con atención a aquella mujer celta. Al final, fue Luka quien interrumpió el estado de concentración abstraída de Ambrosio.

—¿Qué queréis que hagamos con los prisioneros, mi rey?

—Pueden quedarse o marcharse, según les dicte el corazón. No seré yo quien convierta a mujeres nobles en esclavas. Son libres de encontrar un nuevo esposo o señor si desean permanecer en Venta Belgarum. Las mujeres que elijan marcharse recibirán un caballo y las provisiones suficientes para sobrevivir una semana. De ese modo, podrán regresar a su hogar si así lo desean.

Entre las mujeres nobles se alzó un susurro parecido al que provoca el viento cuando mece la hierba seca. Sus rostros permanecieron vacíos e inexpresivos, mientras que sus cuerpos mantuvieron una rigidez que manifestaba la repugnancia que sentían.

—Entonces nos marcharemos de este lugar del demonio —decidió la reina picta con una voz profunda, resonante y prometedoramente sexual, a pesar de que debía de haber pasado ya la edad de engendrar hijos—. Las montañas del viento del norte nos reclaman y debo liberar la sombra de mi esposo de las cadenas de este mundo.

El resto de las mujeres asintió con un leve balanceo, al unísono, de manera que a Ambrosio le pareció que aquellas jóvenes eran en realidad flores, matas de brezo azuladas por los tatuajes y la negrura nocturna de sus cabelleras.

—Majetad —protestó Luka—. Estas mujeres proceden de familias nobles dispuestas a pagar un rescate para que regresen de forma segura. ¿Estáis dispuesto a perder todo ese oro que pasaría a engrosar vuestras arcas?

—Yo no lucho contra mujeres —le espetó Ambrosio—. Y ¿quién es esa mujer celta? Es evidente que no es picta, no tiene sentido que esté encadenada.

—Pues se comportó como una maldita picta cuando me mordió —respondió Luka con brusquedad, todavía resentido por el desaire del rey—. Estaba casada con un noble, pero no me preguntéis cuál, soy incapaz de pronunciar sus malditos nombres.

—Preséntate, mujer. Sé que me entiendes. ¿Quién eres y cuáles son tus antecedentes?

El tono de Ambrosio no parecía dispuesto a permitir desobediencia alguna, por lo que la celta dio un paso adelante para destacarse respecto al grupo de mujeres con la barbilla levantada en señal de orgullo. Su manera de andar era grácil y convertía hasta el más mínimo de sus movimientos en una promesa.

—Mi esposo se llamaba Garnaid, señor del área del norte que los romanos llamaban Camelon, más allá del Muro de Antonino. Los romanos nos cedieron esas tierras porque creyeron que éramos demasiado bárbaros para habitar en un suelo más acogedor y civilizado. Y vosotros no fuisteis capaces de echarnos, por mucho que lo intentaron vuestros antepasados. Pero algunos de nosotros seguimos viviendo en las tierras de los selgovae y de los damnonios en una tregua incierta con los reyes tribales, aunque suframos una gran pobreza. Algunos miembros de la tribu de los otadinos nos persiguen como si fuéramos alimañas y, a pesar de ello, seguís considerándolos nobles.

Tenía la voz suave y cadenciosa, aunque hablaba celta con algo de acento, como si la hubieran alejado de su pueblo mucho tiempo atrás.

—Te repetiré la pregunta, mujer, ¿cómo te llamas y de dónde eres?

—Me llamo Bridei, aunque me llamaban Andrewina Ruadh cuando vivía en casa de mi padre, cerca de Rerigonius Sinus. Me crié a un tiro de piedra del mar, soy hija de la tribu de los novantae. Cuando tenía diez años me secuestró —o, mejor dicho, me rescató— un grupo de asalto procedente del otro lado del Muro del Norte para reemplazar a una hija asesinada. En el norte aprendí lo que significa ser libre y no la esclava de hombres ambiciosos. Allí me casé con quien quise y tuve descendencia, por lo que os agradezco que me permitáis regresar con mis hijos.

—Pero ¡tú no eres picta! —exclamó Ambrosio, ofendido por el hecho de que una mujer de alta cuna prefiriera las penalidades del gélido norte.

—Y vos sois romano, emperador Ambrosio, por vuestras venas no corre la verdadera sangre de los celtas. Como tal, pertenecéis a Roma, ¿no es así? ¿No? Igual que vos, elegí estar donde me dicta el corazón. Ahora soy picta.

—Por linaje y estirpe, eres celta hasta que se determine si tu familia desea recuperarte. Si no se encuentra a nadie con vida o si tus parientes te rechazan, entonces podrás ir donde te plazca. Mientras tanto, podrás servir en mis cocinas.

Bridei le lanzó a Ambrosio una mirada cargada de malicia que podría haber echado a perder los brotes tiernos de trigo de toda una cosecha. El gran rey esbozó una leve sonrisa al ver esa forma de desafío, aunque Úter apretó los puños ante la arrogancia de la mujer y decidió en silencio que seguramente sufriría un desafortunado accidente.

—No serviré al enemigo de mi pueblo. Tendréis que encadenarme.

—Por supuesto, señora mía —convino Ambrosio con tono sosegado—. Si eso es lo que quieres.

A continuación, mientras sacaban a las mujeres de la sala de audiencias, el gran rey se dio la vuelta para hablar con Luka y Úter. A Bridei se la llevaron encadenada. Tenía una gran pena en el corazón por el hecho de no poder estar con sus hijos, pero el orgullo le impidió echarse a llorar.

Myrddion estaba hecho un ovillo sobre un nido de hojas secas, envuelto en su capa a las afueras de Tomen-y-mur; esperaba el momento de entrar en la ciudad, sumida de momento en la oscuridad de la noche. Había recorrido un gran trecho a caballo. Había visitado las ciudades de Glevum, Venta Silurum, Isca, Nidum y Caer Fyrddin. Inicialmente, no había estado muy seguro de poder encontrar ojos y oídos para Ambrosio, pero se había equivocado. Tantos años de guerra habían hecho mella en el pueblo britano, de manera que reyes y plebeyos por igual agradecían la noche de la muerte de Vortigern en Dinas Emrys. Expresaban abiertamente el alivio que representaba para ellos aquel período de paz, al menos delante de Myrddion, hasta el punto de que en Isca oyó a un viejo soldado afirmar que había estado presente en la fortaleza durante el suceso, y contaba con todo lujo de detalles cómo Vortigern había muerto calcinado. Al principio, Myrddion había querido ocultarse avergonzado, pero se limitó a cubrirse el pelo con la capucha de la capa, se sentó en silencio al fondo de la posada y escuchó asombrado cómo se desarrollaba el insólito relato.

—Fuimos afortunados el día en el que los dioses se apiadaron de nosotros —explicaba el guerrero ante un público embelesado—. Habíamos sufrido la crueldad del tirano y parecía que íbamos a matarnos los unos a los otros durante años. La guerra civil fue como convertir Cymru en un páramo de viudas desconsoladas y niños hambrientos. Afrontémoslo, ¿qué daño nos ha hecho Ambrosio? Le mandamos nuestra parte del tributo y los impuestos, y nos deja vivir como más nos plazca. En cambio, ¿qué ocurría cuando estábamos sometidos al puño de acero de Vortigern? Yo me acuerdo perfectamente, por eso me alegro de que el cabrón esté muerto y bien muerto.

—Pero ¿cómo sucedió, Ewen? Me han dicho que murió en una tormenta —preguntó un campesino de rostro rollizo mientras vertía más cerveza en la jarra que Ewen sostenía en una mano.

Satisfecho con el gesto, Ewen tomó un buen trago de cerveza y luego se pasó la mano por el mostacho gris para limpiárselo. Era evidente que disfrutaba pavoneándose.

—Os aseguro que el buen dios Bran hizo caer un rayo sobre Vortigern. Lo calcinó en cuestión de segundos. ¡Uf! ¡No os imagináis cómo lo dejó! Nos entraron ganas de vomitar cuando tuvimos que mover el cadáver del rey. Se caía a trozos, como si fuera carne demasiado cocida.

Ewen siguió adornando su macabro relato ante los gemidos, las ovaciones y las muecas de la multitud, pero Myrddion ya había oído bastante.

Sin embargo, aquella mentira tan espectacular resultaba útil, puesto que aseguraba que el mentor de Myrddion, Eddius, permanecía seguro a pesar de haber sido quien en realidad había encendido el fuego que le había provocado la muerte al rey Vortigern. Myrddion tampoco tuvo el valor de culpar a Eddius por su pecado de regicidio. La esposa de Eddius, Olwyn, que además era la abuela de Myrddion, había muerto a manos del rey y su sangre había seguido clamando venganza desde la tumba.

—Una bonita falacia —susurró.

El hombre que estaba a su lado levantó la mirada hacia Myrddion y, sorprendido, entrecerró los ojos al reconocerlo.

—A vos os conozco, señor.

El hombre le habló en voz baja y con respeto, puesto que recordaba el rubí que Myrddion llevaba en el dedo índice.

—Vos sois el sanador de Tomen-y-mur. Sois el Medio Demonio.

—¿Estuvisteis ahí, amigo mío? —dijo Myrddion con un suspiro. Ya había encontrado a otros hombres y mujeres que deseaban servirle para compensar que les hubiera salvado la vida tras una de las numerosas batallas lidiadas en tiempos de Vortigern. La admiración alimentaba todavía más ese deseo, y Myrddion en ocasiones tenía la sensación de estar aprovechándose de la gratitud de aquellas gentes.

—Sí, yo os ayudé a levantar vuestra primera tienda en Tomen-y-mur. Mi hermano murió en manos de ese cabrón, Balbas, quien se suponía que tenía que ocuparse de él. ¡Que Dios pudra a ese perro! Espero que muera de hambre por la codicia y la ineptitud que mataron a mi hermano. Vos tuvisteis a Aelwen en vuestra tienda e intentasteis ayudarlo, aunque ya tenía la sangre envenenada.

—Lo siento, amigo. Todo sanador se lamenta por las vidas que no ha podido salvar.

El guerrero agitó las trenzas negando con la cabeza y juntó las manos con tanta fuerza que los nudillos palidecieron.

—No sufrió, porque le disteis algo que alivió su camino hacia las sombras… o eso me dijisteis. Permitisteis que me quedara con él y lo tomara de la mano hasta que espiró su último aliento. No llegué a agradecéroslo, puesto que la pena no me permitió reaccionar. En esos momentos deseé que el mundo entero ardiera hasta las cenizas para que todos sufrieran tanto como yo, por lo que fui incapaz de decir ni una sola palabra. Perdonadme por ser tan desagradecido.

—No hay nada que perdonar. He visto el dolor en cualquiera de sus formas, comprendo lo paralizante que puede ser. ¿Cómo te llamas?

—Aled. Éramos Aelwen y Aled de Isca, o Caerleon, que es como la llamamos. Dos chicos con ganas de guerra, esos éramos nosotros. Siempre íbamos juntos, por eso no puedo expresar lo mucho que lo echo de menos. Ahora estoy casado, tengo dos hijos y sirvo al rey siluro, pero nada consigue llenar el vacío que dejó en mí la pérdida de Aelwen.

—Te entiendo. Yo sentí lo mismo cuando mi abuela murió, pero la pena disminuye con el paso de los años y al final solo quedan los recuerdos de los buenos momentos. Ya lo verás, Aled. La Madre no te ha abandonado.

Avergonzado, Aled cambió de tema para preguntar a Myrddion acerca de su presencia en Cymru. Habían surgido muchas historias alrededor del Medio Demonio y su nombre a menudo se había relacionado con Vortigern. Sin embargo, llevaba tanto tiempo ausente que habían empezado a circular rumores de que su padre infernal se lo había llevado como por arte de magia al Otro Mundo o que le había hecho perder la razón.

—Como puedes ver, Aled, ni he enloquecido ni estoy condenado por los demonios. Sigo siendo un simple sanador.

—Sí —resopló Aled con desdén—. Y yo soy el gran rey de los britanos.

Myrddion rió en voz baja.

—No. No hay duda de que tú no eres Ambrosio, Aled. De hecho, el gran rey es ahora mi señor y estoy aquí porque me ha enviado él por un asunto altamente secreto.

Aled levantó una ceja con escepticismo. Venta Belgarum quedaba lejos, pero solo un fanfarrón imprudente sería capaz de afirmar tener esa confianza con el emperador Ambrosio.

—Os juro que no os habría creído capaz de servir tan felizmente a un rey extranjero.

—Yo tampoco, Aled. Pero he visto el mar Intermedio desde la última vez que estuve en Cymru y he cambiado de opinión. No te imaginas la sangre que llega a derramarse en las guerras que tienen lugar cuando los romanos abandonan tierras que solían gobernar y las tribus migratorias llenan ese vacío. Todo acaba sucumbiendo: puentes, calles, edificios, acueductos e incluso la ley. Los sajones no son nada en comparación con algunas de las tribus del otro lado del Litus Saxonicum. No, yo sirvo a Ambrosio porque él representa la ley, el orden y la fuerza para nuestro pueblo.

—Estoy de acuerdo con vos en que no necesitamos más reyes como Vortimer o Catigern para librarnos de las tribus y clanes, pero eso de acoger con agrado a un extranjero va en contra de mis principios.

Myrddion eligió con cuidado las palabras, porque Aled era justo el tipo de hombre que necesitaba: un patriota racional y capaz de pensar con serenidad.

—La madre de Ambrosio era medio romana y medio tribal, y eso es algo que mucha gente olvida; pero he hablado con él y te juro que siempre ha considerado que estas islas son su patria. Por la noche le gusta hablar de los años que pasó exiliado de la Britania en Roma y Constantinopla. Sigue pensando que son lugares bellos aunque extranjeros, si bien podría haberlos considerado su hogar. Pero le ocurrió lo mismo que a mí durante mi viaje a Constantinopla: mientras estaba allí, ansiaba volver a ver el turbio cielo azul de la Britania.

—Tal vez tenga razón —gruñó Aled—. Quizá me comporto como un idiota basando mis reservas en las nueve generaciones que me han precedido en este mismo suelo. Pero las tierras de mi familia pertenecieron a otros pueblos, incluidos los pictos, antes de que los celtas nos estableciéramos en la Britania. Supongo que el mundo está cambiando y nosotros debemos cambiar con él.

El guerrero adoptó una expresión meditabunda y Myrddion aprovechó para levantarse y pedir otra jarra de cerveza. Cuando volvió, Aled estaba sumido en la melancolía.

—Por vuestra descripción de la Galia, la guerra podría durar años. Que la Madre se apiade de nosotros.

—No, Aled, debemos actuar para salvarnos. Estoy al servicio de Ambrosio y busco a hombres que opinen igual, incluyendo a algunos que hablen sajón y estén dispuestos a escuchar lo que pueda decirse dentro y fuera del reino.

Myrddion tuvo la cautela de no utilizar una palabra tan malsonante como «espía», pero Aled se puso tieso como una vela y frunció el ceño.

—Si no me equivoco, queréis decir un espía en las ciudades sajonas, pero debéis llamarlo por su nombre, señor Myrddion. —La voz de Aled sonó tajante y disgustada—. Pero ¿por qué debería proporcionaros información sobre su propio pueblo cualquier miembro leal de una tribu? ¿Para que podáis utilizarla en beneficio del emperador Ambrosio? Ese tipo de información tiene un saborcillo a traición y supondría un deshonor para la tribu del informador.

—Tú mismo lo has dicho antes, Aled. No queremos a otro Vortimer ávido por ocupar el trono de su padre. Los buenos reyes no tienen por qué temer al emperador Ambrosio. Créeme, sabe que los sajones son impredecibles y unos enemigos crueles. No necesita más adversarios.

Aled asintió lacónicamente, aunque todavía con los hombros rígidos e inflexibles.

—Los hombres que ya se han comprometido con esta tarea me han jurado lealtad a mí y no a Ambrosio —prosiguió Myrddion con el máximo poder de convicción del que era capaz—. Seré yo quien decida qué hacer con la información recibida. Si insistes en que describa mi misión con detalle, me han nombrado maestro de espías, por lo que debes decidir si tengo la integridad suficiente para llevar a cabo mi cargo. Espero haberte demostrado ya que puedes confiar en mí.

Aled se quedó en silencio durante al menos diez minutos mientras pensaba en la propuesta de Myrddion. Bebió poco a poco, se quedó mirando su mano derecha, la flexionó y dejó que su mirada se perdiera en la media distancia mientras sus ojos no veían más que sus cavilaciones íntimas. Myrddion permaneció sentado y dejó que el guerrero tuviera en cuenta las diferentes opciones. Al fin, Aled tomó una decisión, se limpió la mano en el chaleco y la extendió hacia el sanador.

—Os serviré, Myrddion de Segontium, pero solo a vos. Confiaré en que actuéis de forma honorable con cualquier información que pueda daros, siempre que juréis guiaros por lo que sea mejor para nuestras tierras.

—Puedo jurártelo sin problemas —respondió Myrddion con una sonrisa—. No le debo nada a Ambrosio ni a su hermano, lo que quiero es ver a un rey absolutamente comprometido con las tribus y la supervivencia de estas, y que gobierne el oeste como una nación en paz. Te juro que siempre permaneceré fiel a esta buena tierra, así como a las gentes que la cultivan y guían a las bestias por sus pastos, y que me negaré a arrodillarme ante cualquier hombre ebrio de poder. Los sajones son el enemigo y su avance debe detenerse.

Así pues, de formas diversas, Myrddion viajó por el sur y fue encontrando a un hombre aquí y otro allá, hombres que juraron servirle personalmente a él en lugar de comprometerse a permanecer leales al gran rey. Al principio, Myrddion quedó intimidado por la responsabilidad que esos hombres fuertes depositaban en sus manos, pero por dentro pensaba también que los guerreros más sensatos preferían a los líderes cercanos, accesibles y humanos, puesto que pocas personas corrientes eran capaces de comprender las bregas políticas de los reyes.

En Caer Fyrddin, Cleto Unaoreja y su hijo mayor juraron servir a Myrddion por el hilo de parentesco que los unía. Tía Fillagh lloró desconsolada al ver de nuevo a su sobrino nieto, ya tan fuerte y poderoso, y en privado compartió con su esposo sus recuerdos acerca del nacimiento de Myrddion. A pesar de que el paso del tiempo había debilitado su visión y su memoria, recordaba el poderoso sentido del destino que se había tejido alrededor de la figura y el rostro de aquel apuesto joven.

—Ya lo verás, Cleto. Nuestro Myrddion será el hombre más poderoso del país, más importante todavía que el gran rey. Olwyn estaría orgullosa si pudiera verlo volar tan alto.

—¡Sí! Algún día podremos presumir de nuestro parentesco con el chico. Doy gracias a la diosa Fortuna por haber encontrado aquella alhaja para él.

—Tú encontraste el medallón, esposo mío, pero su desgraciada madre encontró el anillo. ¿Has visto que lo llevaba puesto en el dedo?

Cleto se llenó de orgullo. Habían pasado muchos años, pero su memoria de hombre cada vez más anciano recordaba con más claridad los días lejanos que los sucesos del día anterior.

En Isca, Aled había informado a Myrddion de que circulaban rumores acerca de un hombre de Venta Silurum que había quedado huérfano tras la invasión sajona de las colinas de los démetas. Después de matar a sus padres, el grupo de invasores se había llevado al joven como esclavo. Al final, el prisionero había escapado de los sajones cuando rondaba los veinte años y había estado viviendo como un salvaje desde entonces. Incapaz de convivir en una sociedad humana normal, e impulsado por un odio palpitante y prácticamente incontenible, Gruffydd vivía en los bosques y se dedicaba a cazar sajones de forma tan despiadada que incluso se estaba convirtiendo en leyenda.

—Estaba algo más al norte de Tomen-y-mur cuando oí hablar de él por última vez. Estuvieron a punto de capturarlo de nuevo después de que asesinara a un comerciante sajón en el camino que salía de Caer Fyrddin, pero escapó hacia el norte. No consigo imaginar cómo logra sobrevivir, pero si puedes encontrarlo y reparar su mente enajenada, tendrás a alguien capaz de hablar sajón y blandir un hacha.

Y esa fue la razón por la que Myrddion se dirigió hacia el norte.

Evitó las zonas peligrosas que rodeaban la vieja fortaleza a la que los romanos habían llamado Moridunum, y galopó hacia Segontium y el viejo hogar de su familia. Al llegar a las montañas se encontró con los habitantes de las colinas, otra de las madejas que formaban parte del tejido de su linaje. Eran personas de baja estatura, achaparradas, que parecían atrofiadas por los vientos severos, el frío que calaba los huesos y una vida llena de privaciones, puesto que en lugares tan agrestes como aquellos apenas era posible cultivar lo necesario para sobrevivir. Contemplaron al joven y apuesto visitante con ojos vidriosos y sintieron un terror supersticioso cuando se dieron cuenta de que tenía el pelo cada vez más blanco en la parte derecha, así como cuando percibieron el sentido de otredad que lo envolvía como si de una capa invisible se tratara. Una vez se encontraron frente a frente, aceptaron su dinero y compartieron con él lo que tenían por la memoria de su bisabuela y de su hermana Rhyll, cuyos nombres aún recordaban con afecto y admiración. Sin embargo, no llegaron a explicarle lo mucho que lo temían, como tampoco le invitaron a entrar en sus hogares, que no eran más que círculos de pedernal con tejados de paja para cobijarse de la nieve. Tal vez temían que los maldijera a todos de forma inconsciente, pero fueran cuales fueran los motivos, Myrddion sobrellevó la soledad con el estoicismo de quien lleva un cilicio cristiano.

En Caer Gai, Myrddion encontró una casa en ruinas de tamaño considerable, tal vez construida por los romanos para vigilar el camino hacia el norte. Un roble centenario había quedado desgarrado por un rayo y el tiempo había consumido su suave pulpa de madera, por lo que Myrddion encontró cobijo por una noche en la caverna que se había formado en la base. Un grueso sustrato de madera podrida y hojas secas le proporcionó un cómodo lecho, mientras que en un lago cercano encontró el agua helada que le permitió cenar un guiso de carne seca con hortalizas frescas y chirivías silvestres. La calma de las montañas se instaló en su corazón, los vientos hacían sonar las flautas de las ruinas de piedra como un coro de niños y al joven sanador le entraron ganas de llorar de emoción ante la belleza de aquellos lugares tan agrestes.

Tomen-y-mur era una ciudad amurallada construida por encima de la costa y expuesta a los vientos salvajes del mar. Mientras Myrddion trotaba envuelto en un silencio espeluznante hacia la casa de su madre, encontró consuelo en la visión de las rapaces que planeaban por encima de su cabeza, aunque demasiado elevadas para que sus ojos pudieran apreciar si se trataba de halcones, esmerejones o ratoneros. Vio una gran águila surcando las corrientes térmicas que ascendían desde un valle con las alas cómodamente extendidas sobre los torbellinos de aire, y el corazón se le alegró como si aquellos seres salvajes le hablaran de un futuro digno de la labor que estaba desempeñando. Sin embargo, también era consciente de las dificultades y temía el momento de encontrarse con su madre, que debía de rondar ya los cuarenta y tantos, y lo había odiado toda su vida.

Pasó por el valle protegido en el que el ejército de Vortigern se había lamido las heridas y donde un Myrddion más joven había aprendido su oficio ataviado con un mandil de cuero y manchado de sangre hasta los codos, intentando salvar todas las vidas que podía. Vio el bosquecillo en el que había tenido plantada la tienda. La tierra era muy verde en los lugares en los que se habían enterrado a los muertos y las flores silvestres seguían creciendo en abundancia, aunque el otoño empezaba a dar paso al invierno.

—Parece que los muertos hacen renacer la vida desde sus tumbas. Realmente los sacerdotes cristianos dicen la verdad cuando afirman que toda carne es hierba —dijo Myrddion en voz alta para romper un silencio tan profundo que convertía en dolorosos el vacío del cielo, las montañas y la lejana vista del mar.

En comparación con lo que llevaba recorrido hasta entonces, la ruta hasta Tomen-y-mur le llevó poco tiempo. Myrddion atravesó las laderas en las que había amado a su primera mujer, aunque no recordaba ni su rostro ni nada más allá de su nombre. Lamentó aquella amnesia y maldijo lo informal que era el afecto de los hombres, así como la falta de sensibilidad que demostraba. Se había enamorado del cabello de aquella mujer y al fin consiguió recordarlo, salvaje y pelirrojo, a menudo atado con una cinta de colores. Allí, donde las flores secas seguían creciendo hacia el frío sol, Myrddion había quedado maravillado por sus tupidos rizos y había disfrutado de su cuerpo y del dulce vacío de sus promesas.

Pero no importaba lo mucho que pudiera distraerse con recuerdos. Tomen-y-mur apareció al fin ante él al término de un sendero estrecho que era poco más que un camino de cabras, un conjunto de pequeñas cabañas de muros oscuros y una vista sobre el mar plomizo. La primera nieve cayó con una ráfaga de viento mientras se aproximaba a las puertas en una tarde oscura, por lo que espoleó a su caballo a través del estrecho hueco que dejó un guardián balbuceante cuyas maldiciones lo siguieron a lo largo de la calle embarrada.

En Tomen-y-mur había una única posada, una casucha que repugnó al joven sanador por el humo que llenaba el interior y la capa de mugre grasienta que cubría todas las superficies. La ciudad era un lugar de paso y pocos hombres sensatos se aventuraban a penetrar en un sitio tan aislado. Myrddion se estremeció al pensar que su madre vivía atrapada en una granja a las afueras de un lugar como ese, sin compañía ni belleza a su alrededor.

La pequeña estancia estaba atestada de hombres de variados oficios. Myrddion pudo oler a los pastores antes de verlos, puesto que las capas de lana de oveja sin curtir que llevaban puestas apestaban casi tanto como la combinación de piel sucia, excrementos y orín. Con un estremecimiento apenas disimulado, Myrddion se acercó a un hombre corpulento que estaba tras el mostrador, llenando las jarras con algo que parecía cerveza y que salía de unos grandes barriles. Los dedos gordos y peludos de aquel individuo repugnaron a Myrddion, sobre todo cuando vio que el tipo se limpiaba la nariz con la manga, se sorbía los mocos y luego escupía sobre el suelo sucio.

—Eres forastero —dijo el posadero sin que viniera a cuento. Tenía el rostro afeado por una acentuada bizquera, y una barriga inmensa. Myrddion se acordó de Gron en Verulamium y comparó a los dos hombres mentalmente. Al menos aquel individuo parecía más alegre, aunque no menos sobornable.

—Sí, soy de Segontium, aunque llevo seis años viajando. He venido a ver a mi madre, la dama Branwyn, que vive por aquí. Y para buscar a un hombre llamado Gruffydd.

El posadero se quedó mirando fijamente a Myrddion, frunció los labios y al fin decidió sonreír y mostrarle un buen número de dientes podridos.

—Vaya, chico, pues has tenido mala suerte en los dos casos. Gruffydd viene de vez en cuando, pero ahora no está aquí. Respecto a la dama Branwyn… tu madre, ¿no? ¡Está chiflada!

Muchos hombres se volvieron para mirar a Myrddion y uno de ellos le dio un codazo a su vecino.

—¿Entonces tú eres el Medio Demonio? —preguntó de forma brusca.

—¿Estás hablando conmigo? —preguntó Myrddion con educación. Sin embargo, la ceja que había levantado y la frialdad de su tono consiguieron aturullar al pastor, que no fue capaz de articular más que frases incompletas e incoherentes.

—Eh… sí… hum… perdonadme, señor —tartamudeó el hombre mientras el posadero lo fulminaba con una mirada llena de desdén.

—No le hagas caso. Si no encuentra a nadie dispuesto a escucharle habla solo y nunca sabe cuándo tiene que dejar la puñetera lengua quieta detrás de los dientes. Pasa demasiado tiempo con las ovejas, no sé si me comprendes —dijo el posadero con una mirada desagradable.

—Soy Myrddion Merlinus de Segontium, el sanador de la corte del emperador Ambrosio, gran rey del oeste. ¿Te parecen bien mis credenciales?

—No soy nadie para discutir con los que están por encima de mí, señor —dijo el posadero con la cabeza gacha en señal de disculpa—. ¿Necesitaréis una estancia? ¿Comer algo? La chica se ocupará de ello. Y yo me encargaré de encontrar a Gruffydd para vos, señor. Sería un honor para mi posada que os quedarais aquí.

Después de descubrir que aquella arrogancia (o el estilo Aspar, como solía llamarlo en memoria de su padre biológico) era una manera rápida y efectiva de conseguir lo que deseaba, Myrddion, agotado, le dejó el caballo al mozo de cuadra y trepó penosamente por las desvencijadas escaleras que subían hasta la habitación del ático. Cuando la criada le abrió la puerta, el sanador suspiró con desánimo al ver que la estancia era repugnante: estaba llena de excrementos de ave, las regurgitaciones de, al menos, una lechuza, y el polvo de varios años. La chica percibió la reacción del huésped y le ofreció ayuda con timidez.

—Si mi señor lo desea, puedo limpiaros la habitación, sobre todo si vais a pasar un tiempo aquí. Sois el primer huésped de la casa desde… bueno… desde hace años.

—Te agradezco la oferta y, en efecto, apreciaré cuanto puedas hacer al respecto. De momento necesito agua caliente tan pronto como sea posible.

—¿Y comida, señor? ¿Os apetece comer algo?

Sin pensarlo, Myrddion respondió con más franqueza que de costumbre.

—¿Sobreviviré a la experiencia?

La criada se puso tiesa como una vela.

—La cocinera es mi madre, señor. Tal vez no pueda compararse a lo que soléis comer, pero no emplea hortalizas podridas ni carne pasada. Utiliza sal limpia, no deja la carne mal cocida y tampoco escatima con las raciones. Somos pobres, señor, pero no engañamos a nadie, ni siquiera Brychan Culogordo, cuyas costumbres no son precisamente limpias. Mi madre y yo hacemos cuanto podemos por mantener arreglada la posada, pero no damos abasto, señor.

Myrddion sintió vergüenza. ¿Cuántas veces más tendría que equivocarse para ver por fin el mundo desde los ojos de los débiles y los desamparados?

—Lo siento, muchacha. Tráeme cualquier cosa que pueda calentar el corazón de un hombre frío y malhumorado. Solo puedo alegar que ha sido un día lleno de frustración y he descargado la rabia sobre ti. —Revolvió su monedero y sacó una moneda de cobre—. Te pagaré para que limpies la habitación y te agradeceré cuanto puedas hacer para que me sienta más cómodo.

La chica aceptó la moneda y la cogió con cuidado, como si fuera a desvanecerse en cualquier momento.

—Es la primera vez que tengo una moneda de verdad, señor.

—¿No recibes un salario por trabajar en la posada? —preguntó Myrddion con curiosidad.

—Oh, no, señor. Soy hija bastarda de Brychan, igual que mis dos hermanas pequeñas. Mamá trabaja para que nos acepte a pesar de que él ya tiene a otra mujer, una verdadera cerda que nunca mueve el trasero por nada.

Las cejas de Myrddion se fruncieron ante la antipatía que sintió de repente por el grasiento posadero. Comprendió la situación apremiante de una mujer con tres hijas pequeñas y supuso que un techo sobre sus cabezas y el hecho de poder llenar la barriga justificaban cualquier compromiso, puesto que las alternativas resultaban desalentadoras.

—También pagaré a tus hermanas para que trabajen para mí. ¿Cómo te llamas, muchacha?

—Brychan dice que mi nombre es pagano, pero a mamá la trajo su padre por el mar cuando ella no era más que un bebé y me llamó Cait, señor, el hipocorístico de Caitlin, aunque respondo a cualquier nombre.

Myrddion le cogió una mano y le abrió los dedos para examinarle la palma. Tenía unas manos delicadas pero fuertes, llenas de cicatrices y callosidades y, sin embargo, aquellas uñas limpias y bien cortadas parecían pequeñas conchas rosadas. Tenía la piel dura, pero también los dedos largos. El sanador notó que los huesos que escondía la carne eran de gran belleza. Sin pensarlo, le levantó la mano y se la llevó a los labios para besar aquella palma curtida por el trabajo.

Cait se sonrojó y receló de él, pero Myrddion la tranquilizó enseguida.

—No necesito que nadie me caliente la cama, lo único que te pediré será que trabajes duro y de forma honesta. ¿Podrás hacer eso por mí, Cait?

—Sí, señor —respondió ella antes de agachar la cabeza y retroceder, medio enamorada ya por la amabilidad y la gracia que le había demostrado Myrddion—. Entonces os traigo agua caliente y algo para cenar, ¿no?

—Bridei Ruadh —susurró Ambrosio con poco más que la exhalación de un suspiro—. ¿Por qué no quieres besarme? Me ofreces tu cuerpo sin demasiados problemas, pero no tu boca. ¿Tan asqueroso te parezco?

Bridei estaba tendida bajo el cuerpo agotado de Ambrosio, con el cabello castaño rojizo extendido sobre el delicado camastro como una mancha de sangre a punto de secarse. La mandíbula y la blanca nuez de su garganta se agitaron con un leve espasmo al pensar en la oportunidad que había perdido de volver a ver a sus hijos, pero luego sonrió de aquel modo soñoliento que sabía que conmovería al gran rey.

—Digáis lo que digáis, no soy más que una sirvienta, mi señor. Comparto la cama con vos, pero os pertenezco a pesar de vuestras palabras. Lo único que poseo es mi alma, que sigue siendo picta, y no puedo brindar mi alma al enemigo. Tenéis mi corazón, pero me guardaré de entregaros mi espíritu, por lo que no puedo besaros. Podéis pedirme cualquier cosa menos eso.

Ambrosio se apartó de manera que ella solo pudiera verle el largo y poderoso espinazo y el pelo corto y rizado. Se sintió dividida entre el deseo de acariciarle el arco de la espalda y el impulso de coger un cuchillo, que solía dejar con indiferencia sobre la mesilla, para clavárselo hasta la empuñadura.

Sin embargo, sabía que el cuchillo no era lo bastante largo para provocarle heridas graves al gran rey, como tampoco albergaba un deseo verdadero de matarlo. Jamás volvería a ver a sus hijos si llegaba a cometer un acto semejante y tenía la vana esperanza de que Ambrosio acabaría cansándose de ella y le permitiría marcharse. Al igual que los pictos, que habían forjado su juventud y su madurez como mujer, tenía paciencia.

Bridei había oído ulular a una lechuza al otro lado de los postigos del gran rey durante tres noches seguidas. El ave había golpeado con las alas la madera como si quisiera entrar y Bridei se preguntaba si acaso Ceridwen se estaría apiadando al fin de esa hija que tanto sufría. Besó la rígida espalda de Ambrosio y notó que su determinación se tambaleaba. Unos segundos más tarde, él rodó de nuevo sobre sí mismo para envolverla en sus poderosos brazos.

Myrddion llevaba dos días en Tomen-y-mur y empezaba a pesarle la falta de actividad. Había nevado bastante y aquella sucia ciudad había quedado transformada bajo un manto de blancura pulverulenta que suavizaba las duras superficies pétreas y disimulaba las humildes calles. El sanador pasaba el tiempo transcribiendo en un pergamino los nombres de la compleja red de agentes que empezaba a tomar forma bajo sus hábiles manos.

En la segunda tarde que pasó en su habitación recién fregada, se acurrucó sobre el brasero que reposaba sobre una bandeja de hierro junto a sus pies e intentó no recordar la cálida brisa de Constantinopla. Cait le había servido aguamiel y, aunque a Myrddion no le gustaba especialmente la dulzura empalagosa de la bebida, la taza caliente le sirvió al menos para reanimar sus manos. Cuando pensó que podría continuar escribiendo, la cabeza desaliñada de Brychan apareció por la puerta para anunciarle que Gruffydd acababa de entrar en la posada.

—Invita al caballero a tomar algo conmigo, Brychan, y trae una jarra de cerveza y dos tazas. Si Gruffydd pone reparos, dile que le pagaré por las molestias tanto si me lo reclama como si no.

—Seguro que vendrá para poder beber cerveza gratis —resopló Brychan antes de marcharse.

Myrddion recuperó los ánimos perdidos. Se pasó la mano por el pelo y se lo recogió, más que por vanidad, para aparentar más edad. Llamó a Cait y le encargó que le pidiera a su madre que cocinara algo saciante tras explicarle que tenía que recibir a un huésped indigente que probablemente demostraría un apetito voraz. Cait asintió ante la petición y, mientras bajaba de nuevo por las oscuras escaleras, se cruzó con un hombre de dudosa reputación. Este subía en compañía de Brychan, que a su vez iba cargado con una jarra de cerveza y dos tazas de barro.

Myrddion se levantó para recibir a su invitado, a pesar de que eso lo obligaba a doblarse casi por la mitad debido a la poca altura de las vigas.

—Por favor, siéntate, Gruffydd —dijo con educación mientras señalaba el único asiento de la estancia—. Eres mi invitado, por lo que me sentaré en el camastro.

Mientras cumplía con lo dicho, contempló a su presa doblar su cuerpo duro sobre el precario taburete.

Sentado, Gruffydd parecía no tener huesos ni suponer amenaza alguna; su apariencia era completamente relajada. Si bien cualquier otro hombre habría demostrado cautela y recelo, él había conseguido presentarse como un lerdo desinteresado. Sus ojos no parecían estar evaluando las consecuencias del encuentro; llevaba el pelo enmarañado y con ramitas enredadas entre los indomables rizos, mientras que su ropa, si es que los harapos que llevaba merecían ese nombre, era descuidada y estaba llena de manchas de comida.

Mientras servía cerveza a su visitante, el sanador vio las cicatrices que rodeaban aquel cuello tan musculado. Gruffydd tomó un buen trago, hizo una mueca y a continuación esbozó una sonrisa amplia y severa.

—Estáis mirando mis cicatrices de esclavo, como-os-llaméis. ¿Queréis verlas mejor? Tal vez deberíais ver esta, si tanta curiosidad tenéis.

Con una mano mugrienta se bajó la túnica para mostrar una herida cicatrizada con forma de punta de lanza que alguien había puesto al rojo antes de presionarla contra su pecho. El vello no había vuelto a crecer sobre aquella horrible cicatriz y Myrddion no pudo evitar una mueca de dolor al imaginar la agonía que habría provocado una herida semejante.

Pero todavía eran peores las marcas que Gruffydd tenía en el cuello por culpa de un grillete metálico. Tenía que haberlo llevado puesto durante años para que le hubiera dejado unas cicatrices tan espantosas. Horrorizado, Myrddion se dio cuenta de que, a diferencia de los romanos, quedaba claro que los sajones no revestían los anillos de metal con tiras de cuero para proteger la carne del cuello.

—¿Queréis ver más? —dijo Gruffydd arrastrando las palabras.

Acto seguido se despojó de la camisa dejando el torso al desnudo, se puso en pie y se dio la vuelta con los brazos extendidos para mostrarle la espalda a Myrddion. Capa sobre capa, las dolorosas marcas se cruzaban y llenaban la superficie completa de la espalda sin dejar ni una sola zona intacta desde el cuello para abajo.

—¡Es suficiente, Gruffydd! Vístete, por favor. Sea lo que sea lo que pretendías demostrarme, lo has conseguido. Los sajones eran señores crueles, pero conseguiste sobrevivir.

Gruffydd cubrió con sus harapos aquella piel tan maltratada y se sentó de nuevo en el taburete como un vergonzoso montón de basura. Su rostro volvió a quedar sumido en la misma expresión vacía de antes.

Myrddion fue directo al grano.

—Necesito a alguien que odie a los sajones pero que sea capaz de fingir ser uno de ellos, o al menos que finja simpatizar con su causa. ¿Eres el hombre que busco?

—¿Quién quiere saberlo? ¿Por qué tendría que molestarme en escucharos aparte de por vuestra soberbia cerveza?

En ese momento, Cait entró en la estancia con una bandeja de mimbre llena de comida humeante. A Myrddion empezó a hacérsele la boca agua mientras la chica dejaba sobre la mesa un gran cuenco con una especie de estofado antes de descargar varias tortas de pan, dos cuencos pequeños y dos cucharas de madera y, como rúbrica, un pollo asado entero recién sacado del fuego, con la piel crujiente y ligeramente ennegrecida.

—Tu madre es una maravilla, Cait. Por favor, dale las gracias de mi parte.

Cait sonrió mostrando unos atractivos hoyuelos junto a las comisuras de la boca.

—Se lo diré, señor Myrddion. No acostumbra a recibir cumplidos de Brychan, por lo que agradecerá vuestras palabras.

Acto seguido, la chica hizo una leve reverencia y se marchó.

—Os diré una cosa. Parecéis una fémina, pero tenéis a las mujeres embelesadas. ¿Cuál es vuestro secreto? —Gruffydd interrumpió el elogio para arrancarle un muslo al pollo y empezar a comer.

—No es ningún secreto. Me llamo Myrddion Merlinus Emrys y nací en Segontium. Soy sanador y estoy al servicio del emperador Ambrosio en Venta Belgarum. Mi señor me ha encargado una misión especial. Y no me recrimines que sea joven. He viajado mucho y te prometo que no soy el bobo sentimental por el que me has tomado.

—Es posible. Dejaré esa decisión en suspenso mientras disfruto de la comida —se limitó a replicar Gruffydd mientras masticaba el pollo.

—Todavía no has respondido a mi pregunta, Gruffydd. ¿Tengo que repetírtela?

Gruffydd dejó el hueso de pollo en su cuenco y se limpió los dedos grasientos en los muslos antes de suspirar.

—Creo que es una pena estropear una buena comida —dijo a modo de reflexión sin dejar de mirar el cuenco. A continuación levantó los ojos poco a poco para fijarlos en los de Myrddion—. ¿Alguien que odie a los sajones? Lo que yo siento va más allá del odio. Violaron a mi madre una y otra vez delante de mí. Yo solo tenía nueve años y había vivido bien hasta entonces, puesto que mi padre era un próspero comerciante y terrateniente. Jamás habría podido imaginar tanta brutalidad. Mi madre sangraba, forcejeaba, llamaba a gritos a mi padre… hasta que le cortaron el cuello y me obligaron a verla morir. Pero lo peor de todo es que la llamaron puta estúpida. No, no los odio. Esa palabra no basta para expresar lo que siento.

En los ojos de Gruffydd danzaban pequeños fuegos que daban fe de su enajenación, pero el sanador quedó impresionado por el rígido control que mantenía a raya la furia de aquel hombre. Bien conducido, Gruffydd podía llegar a ser una herramienta muy útil.

—Quiero oír la historia completa, Gruffydd. Luego podremos comer tranquilamente y decidiré qué puedo pedirte. ¿Qué os ocurrió a ti y a tu padre después de la muerte de tu madre?

Gruffydd soltó una leve carcajada exenta de alegría.

—Yo lloré, me tomaron por cobarde y por tonto, y por eso me permitieron seguir viviendo, que los dioses me ayuden a olvidarlo. Ojalá hubiera muerto con mi padre.

Myrddion no dijo nada. Aunque su rostro permaneció impasible, el corazón le dolía al pensar en aquel chiquillo tan brutalmente traumatizado. Gruffydd tuvo suerte de que los sajones lo consideraran inofensivo.

—A mi padre se lo llevaron y no volví a verlo jamás. Tenía las manos suaves porque nunca había tenido que luchar como guerrero ni había trabajado en el campo. Más adelante me enteré de que lo llamaban mujer porque tenía los músculos débiles. Entonces fue cuando me dijeron que lo habían utilizado como tal a pesar de haber intentado resistirse. Resulta que a aquellas bestias les divertía que forcejeara, que por el hecho de que se resistiera disfrutaban todavía más. Luego, cuando se cansaron de él, lo entregaron como juguete a sus mujeres. Dios, ojalá lo hubieran matado enseguida. Las mujeres pueden parecer blandas como la mantequilla y dulces como la miel, pero llevan demonios en su interior que un simple hombre sería incapaz de ver. Vivió durante dos semanas sometido a sus torturas y, según me dijeron con gran júbilo, le hicieron sufrir por todos los hombres que aquellas brujas habían perdido durante los años posteriores a la muerte de Vortigern.

Myrddion se estremeció, pero no dijo nada. El relato de Gruffydd al fin salía de su boca y el sanador no pensaba hacer nada por detener aquel desagradable torrente de recuerdos. Myrddion sabía que para conocer bien a un hombre tenía que comprender las partes más oscuras de su alma.

—Me pusieron grilletes, me marcaron y me convirtieron en su animal. En esos tiempos todavía conservaba algo de belleza, por lo que llegué a descubrir que los sajones no estaban por encima de la pederastia. Con un collar alrededor del cuello y una correa para forzarme a obedecer, me obligaban a actuar para aquellos brutos a placer. Pero conseguí sobrevivir.

A Gruffydd se le tensó el pecho mientras abría y cerraba las manos como si estuviera buscando un cuello sajón para poder partirlo.

—Sobreviví a sus caprichos, pero me negué a dejar de resistirme. Me golpearon una y otra vez hasta que supliqué morir; pero, si realmente existen los dioses, no les importó lo que pudiera ocurrirme. Al final, los sajones me obligaron a trabajar en el campo como esclavo porque ya no era lo bastante hermoso. Me dedicaba a mover rocas y desempeñaba tareas manuales e insensibles más propias de un buey o de un caballo… pero sobreviví. Aprendí a hablar como un sajón, porque tenía que pensar en algo que no fuera matarlos a todos. Aprendí a ocultar lo que pensaba, pero todas las noches me juraba que a cada sajón, hombre, mujer o niño, con el que pudiera encontrarme le haría pagar por lo que nos habían hecho a mi familia y a mí. Y descubrí que la venganza es un incentivo poderoso para mantener a un hombre con vida.

—Así es. Cuando no queda otra esperanza, el odio puede llenar el vacío —susurró Myrddion. Recordaba una fría noche en la que había estado esperando que a Vortigern se le antojara ejecutarlo. Ese recuerdo lo llevó de forma inexorable a pensar en su querida abuela, Olwyn, envuelta en un sudario después de haber sido asesinada por el rey celta. Myrddion comprendía el odio de Gruffydd y cómo ese odio eliminaba de su alma cualquier rastro de debilidad.

—Conseguí escapar seis años después —dijo Gruffydd—. Mi señor creyó haberme confundido el juicio con uno de sus golpes y yo no dije nada que pudiera sacarlo de su error. Un día, mientras estábamos lejos de su casa y de sus guerreros, me dio la espalda. Me hacía el mismo caso que a un buey, para él no valía nada. Aproveché la ocasión para golpearle con una roca que estaba retirando del campo recién arado hasta que convertí su cabeza en una pasta sanguinolenta.

»Soltaron a los perros para encontrarme, por lo que me vi obligado a matarlos. Mandaron a unos hombres en mi búsqueda y también tuve que asesinarlos, porque no estaba preparado para escapar. Quería que me buscaran. Les fui quitando las armas, una a una, y maté sajones hasta la saciedad. Supongo que estaba loco, pero no me importaba. Ahora estaría muerto si un sacerdote itinerante no me hubiera encontrado, me hubiera atado y me hubiera ocultado hasta que empecé a recuperar mis sentidos. Consiguió sacarme de Dyfed haciéndome pasar por un acólito, aunque no recuerdo gran cosa acerca de ello. Supongo que era un buen sacerdote y que conocía bien los bosques, porque consiguió que los sajones no le capturaran. Me enseñó a trabajar la madera y me obligó a recuperar mis cabales recordándome que mi madre querría que conservara la vida. Cuando lo mataron unos ladrones en Towy, tomé la decisión de vivir de este modo.

Myrddion siguió escuchando en silencio.

—No puedo hacer nada por vos, Myrddion-tres-nombres. Mato sajones porque es la única manera de poder dormir por las noches y olvidar los ojos de mi madre mientras le cortaban el cuello. No llegaron a contarme cómo murió mi padre, como tampoco me enteré de los detalles de las torturas que sufrió, por lo que mi mente crea un horror tras otro para intentar llenar ese vacío. Puedo fingir que soy un hombre, pero sigo siendo el buey uncido al arado; sigo viviendo de los desechos de los demás, más podridos que los restos con los que se alimenta a los cerdos. Finjo ser humano, pero no lo soy.

El silencio posterior fue tan absoluto que Myrddion pudo oír el crepitar de las ascuas del brasero. El motivo por el que empezaron a llorarle los ojos podría haber sido el humo, pero sabía que las lágrimas que amenazaban con brotar eran fruto de la empatía y de la tristeza.

Gruffydd bebió un trago largo con los dedos firmes. Su rostro mostró de nuevo una expresión vacía, del mismo modo que un autocontrol férreo obligaba a esos horrores insomnes de su memoria torturada a retirarse tras unos postigos invisibles. Y, a pesar de todos los dictados del sentido común, Myrddion no tenía ni la más mínima duda de que ese homicida desaliñado sería crucial para el futuro del país y de su propio destino.

Tras los postigos de ese primitivo ático, una ráfaga de nieve azotó la posada y una fría brisa revolvió el aire de la pequeña estancia. La Madre parecía susurrarle a Myrddion que había nacido para un gran fin a medida que iba dejando en sus manos las herramientas, una a una. Ahí estaba la primera arma, un hombre al que una crueldad imposible y una soledad dolorosa habían convertido en peligroso.

—Ya sabes lo que debes hacer, hijo mío —susurró la voz de la Madre en la corriente de aire gélido—. Si me desobedeces, tu mundo desaparecerá para siempre. ¡Tú eliges!