5

Una mujer celta

Fui yo quien arrancó la manzana

De la rama más alta y la mordió;

Un disparate, pues mientras viva,

La mujer jamás renunciará.

Poema anónimo celta

El nuevo día amaneció con la promesa y el perfume de la primavera. El aire era frío y vigorizante, pero las nubes que surcaban el cielo azul eran más esponjosas que amenazadoras, y los robustos granjeros de Venta Belgarum estaban atareados deshierbando los nuevos cultivos, abriéndose paso entre los surcos y ayudando al nacimiento de los corderos y de los terneros. Cuando Praxíteles salió antes del amanecer en busca de sirvientes, se vio obligado a aceptar a hombres y mujeres a los que, en condiciones normales, habría rechazado por ser ridículamente inapropiados.

Un grupo variopinto de demacradas furcias, ancianos, lisiados y haraganes acabaron reunidos en la enorme y descuidada cocina para que Myrddion pudiera inspeccionarlos. El conjunto era poco atractivo y muchos de ellos sufrían viejas lesiones que en el pasado les habían condenado a malvivir en la pobreza. Myrddion se fijó en un hombre con una pierna contrahecha en la que, era evidente, había sufrido una fractura que se había soldado mal hacía mucho tiempo.

Otro había nacido con la columna torcida. Aunque Myrddion se daba cuenta de que el hombre debía de ser muy fuerte para haber sobrevivido durante tanto tiempo, lamentaba las circunstancias que lo habían condenado a una vida tan dura por culpa de un accidente de nacimiento.

Deprimido por las desgracias humanas que tenía delante, el joven sanador suspiró de forma audible y, acto seguido, se dirigió a sus nuevos sirvientes.

—Soy sanador, decidí consagrar mi vida a aliviar las enfermedades y el dolor, y comprendo lo mucho que os debe de haber costado sobrevivir en vuestras circunstancias. Por consiguiente, he decidido que podréis gozar de un refugio seguro en esta casa de sanadores gracias a la generosidad del gran rey, que os pagará vuestro sueldo. Podéis estar seguros de que no le daré la espalda a nadie por cuestión de edad o enfermedad. Lo que quiero es vuestro esfuerzo, vuestra devoción y el deseo más sincero de perseguir una mejora importante en vuestras vidas.

Era de esperar que los futuros sirvientes se mostraran agradecidos. Sin embargo, se quedaron mirando a Myrddion boquiabiertos, como si se tratara de un lunático. ¿Qué persona en su sano juicio daría trabajo a viejos y lisiados? La mayoría de ellos había accedido a acompañar a Praxíteles con la esperanza de recibir una comida gratis. Muchos de los hombres, sobre todo los que todavía eran jóvenes, empezaron a burlarse a escondidas de lo que les pareció una solemne tontería.

Por su parte, Myrddion siguió sonriendo como si nada, aunque su alta figura parecía crecer a medida que hablaba hasta que acabó dominando las toscas paredes de arcilla de la cocina, mientras que su sombra ante el fuego recién encendido se apoderó de la estancia como una criatura surgida de una pesadilla nocturna.

—Oiréis rumores que cuentan que soy hijo de un demonio. No creáis ese tipo de historias absurdas, puesto que soy mucho peor que el mero descendiente de un monstruo del caos tan insustancial como los sueños. Puedo leer los secretos que albergan vuestros corazones, puesto que soy nieto de la suma sacerdotisa de Ceridwen en Cymru. Mi abuela murió para protegerme y le dijo a su pueblo que la diosa me había obsequiado con un ojo adicional, capaz de detectar la malicia, la pereza y la falta de honradez.

Cadoc miró a su maestro casi con el mismo nivel de asombro que el resto de los hombres y las mujeres que lo estaban contemplando con grados diversos de horror. Ese Myrddion que afirmaba ser tan implacable y manipulador le sorprendió. Cadoc estaba confundido, puesto que su maestro siempre se había mostrado amable y generoso con sus sirvientes, a los que había tratado con la misma cortesía que dedicaba a los reyes.

—Si trabajáis duro a mi servicio dando lo mejor de vuestras posibilidades, tendréis un techo bajo el que cobijaros, comida para llenaros la barriga y dinero en el monedero. En cambio, si me traicionáis, os abandonaré a vuestra merced en Venta Belgarum, donde todo el mundo sabrá que vuestros corazones están tan degradados como vuestros cuerpos. ¿Me habéis comprendido?

Los nuevos sirvientes asintieron con expresiones variables de sorpresa, preocupación o desdén.

—Ahora hablaré con cada uno de vosotros en privado para asignaros las tareas de acuerdo con vuestras habilidades y aptitudes. Pero primero debéis saber que Praxíteles es mi asistente y tendréis que obedecerle en todo momento. Él es el responsable del funcionamiento de la casa; si os ordena que llevéis a cabo cualquier cosa, lo hace en mi nombre. Cadoc es sanador y, al igual que Praxíteles, cuando os pida algo también lo hace en mi nombre. Rhedyn y Brangaine saben de sobra cómo tratar a los enfermos y a los heridos, y os dirigiréis a ellas con respeto. Si necesitan que les prestéis algún servicio, debéis responder dando el máximo de vuestra capacidad. Tal vez algunos demostraréis aptitudes para el desempeño de funciones que merezcan una cierta preferencia. En ese caso, la decisión final será igualmente vuestra. Y ahora, un guiso caliente os ayudará a pasar el resto de la noche a los que estéis hambrientos, mientras yo empiezo a hablar con cada uno de vosotros.

El extraño elenco de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, quedó sumido en un silencio indeciso. Myrddion señaló al hombre más joven, que sufría la tortura de tener uno de los brazos marchito y había cometido el error de burlarse abiertamente cuando el sanador había empezado a hablar. El hombre se estremeció visiblemente, pero siguió a su nuevo señor hasta el interior de la casa, por el pasillo y hasta el scriptorium. Una vez allí, Myrddion se sentó entre las cajas y los bultos que contenían sus posesiones.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Myrddion con la voz cortante.

El hombre agachó la cabeza y fijó la mirada en sus sucios y desnudos pies.

—Me llaman Fingal, que significa «bello extranjero». El nombre fue una broma de mi madre que, al ver que nacía con este brazo, consideró que sería peor que inútil. ¡Y así es!

—Muéstrame esa extremidad, Fingal —le pidió Myrddion.

Fingal levantó la manga en la que solía ocultar el brazo izquierdo. El antebrazo era extremadamente corto y subdesarrollado, y los músculos estaban debilitados por la falta de uso a lo largo de los años. La mano era pequeña y los dedos eran tan cortos que prácticamente resultaban inútiles. Sin embargo, Myrddion se dio cuenta de que el pulgar del hombre era normal, tanto en tamaño como en aspecto. Aunque ese brazo era casi diez centímetros más corto que el otro, el miembro lisiado seguía manteniendo una fuerza considerable por encima del codo, de manera que resultaba evidente que Fingal utilizaba los músculos superiores para presionar objetos contra su cuerpo y mantenerlos agarrados y poder así manipularlos con la mano sana.

—A pesar de que tienes un cierto nivel de incapacidad, sigues siendo afortunado, Fingal —dijo Myrddion—. Tal vez te han dicho que no sirves para nada, pero tienes una buena musculatura en la parte superior del brazo, y un pulgar que te permite sostener cosas con la ayuda de los demás dedos. Si dejas de pensar en ti mismo como un inútil y empiezas a verte como un hombre, tal vez podamos ayudarte para que tengas mucha más movilidad en ese brazo. Nunca será un miembro bello, pero creo que puede llegar a servirte. Puedo diseñar una muñequera que te ayude a manipular una pala o una horca, y entonces podrías trabajar como cualquier hombre sano.

Fingal no dijo nada pero su rostro reflejaba claramente las dudas, el rencor y la ausencia de esperanza que alimentaban la rabia que sentía por dentro.

—Respóndeme con sinceridad. ¿Quieres que te traten como a un hombre y no como a un lisiado?

—Sí —gruñó Fingal con rencor—. Claro que quiero que me traten como a un maldito hombre. ¿Y quién no?

—Ah, o sea que tenemos signos de ira… Me alegro de comprobar que no te falta carácter. Bueno, Fingal, tú serás el jardinero jefe. Hay algo de terreno alrededor de la casa, no es mucho, que conste, pero tampoco está mal. Quiero que el muro exterior sea más alto y hay que plantar árboles. Unos árboles frutales nos ayudarán a ser más autosuficientes, igual que un huerto. Tener una parcela con hierbas medicinales es importante para que un sanador pueda cultivar los ingredientes que utiliza en sus tratamientos, y además me gustaría tener un bello atrio al que podamos hacer llegar nuestra propia agua. Yo me encargaré de los gastos que eso conlleve. Pero, antes, la vivienda para los sirvientes que está en la parte trasera de la propiedad está en pésimas condiciones. Lo primero que tienes que hacer es conseguir que sea un lugar habitable.

El número y la variedad de las responsabilidades dejaron a Fingal confuso y abrumado. Poco acostumbrado a que lo vieran como a un hombre capaz, apenas consiguió tartamudear una afirmación titubeante.

—Bien. Y ahora elige a cuatro hombres o mujeres que creas que tienen los músculos, la paciencia y el carácter adecuados para trabajar contigo y obedecer tus órdenes. Te encargarás de los huertos, por lo que debes ser tú quien se responsabilice de los errores de los que trabajen a tu cargo. La mayoría de los nuevos sirvientes ha sufrido algún tipo de perjuicio, así que espero que los trates de manera justa y generosa. Cuando hayas elegido a tus ayudantes, diles que vengan a verme.

En un pergamino limpio Myrddion escribió el nombre de Fingal y añadió debajo las letras que describían su nueva posición. A continuación, se esmeró en explicarle lo que había escrito y le advirtió de que todo lo que le había dicho en la cocina iba en serio.

—Te estoy dando una oportunidad, Fingal. Depende de ti aprovecharla o no.

Convencido de que su nuevo señor estaba loco, Fingal volvió a la cocina en la que sus compañeros devoraban un guiso caliente preparado por Brangaine. Al ver que a él también le plantaba un cuenco delante, Fingal se lo agradeció con gesto ausente, puesto que ya estaba valorando la utilidad potencial de las diez personas que estaban sentadas en el suelo. Eligió a un anciano, delgado como un alambre, que sin embargo conservaba aún la mayoría de los dientes y tenía la piel bronceada como la madera de roble vieja. Luego seleccionó también a un chico que mostraba unas ganas evidentes de que lo eligieran, a una chica desfigurada por una marca de nacimiento que le cubría media cara y a otro hombre de avanzada edad. Se los mandó todos a Myrddion.

Así pues, Ciabhan, Horn, Berwyn y Aeddan pasaron a engrosar la lista de Myrddion como sirvientes externos bajo las órdenes de Fingal, que se los llevó para valorar las reformas necesarias para adecentar la vivienda que ocuparían.

Myrddion descubrió que una mujer huraña de unos treinta años era sorda a causa de una enfermedad que había sufrido durante la infancia. Podía hablar con mucha más claridad que los desdichados que nacen sin la capacidad de oír, y se había acostumbrado a leer los labios de la gente para descubrir lo que querían comunicarle; pero la tragedia de su vida era que sus familiares la habían inducido a la prostitución porque habían creído que sería incapaz de desempeñar cualquier otra función. Había dado a luz a cuatro niños que habían sido vendidos tras el destete. Al final, cuando su belleza había empezado a marchitarse y los clientes habían dejado de valorarla debido a su ira, la habían abandonado en la calle.

—¿Cómo te llamas, mujer? —preguntó Myrddion en un tono más amable que el que había utilizado con Fingal, esforzándose en mover los labios poco a poco y con precisión.

—Me llamo Aude —respondió ella con la lengua ligeramente rígida como era común entre los sordos.

Aude tenía un pelo maravilloso, tupido y rizado, de un color entre la miel y el fuego que a Myrddion le recordó al de Tegwen, su primera mujer, que le había servido con amor y una absoluta honradez. El rostro de Aude estaba marcado por las privaciones que había sufrido pero, aunque tenía la suciedad profundamente arraigada en la piel, el joven sanador quedó conmovido por el orgullo que la mujer había demostrado lavándose las manos y la cara en la medida de lo posible.

—Tú te encargarás de los niños de la casa, Aude —decidió Myrddion—. ¿Sabes tejer e hilar?

—Sí, señor —respondió ella con un cierto titubeo. La rapidez con la que había descifrado sus palabras convenció a Myrddion de que aquella mujer era más inteligente de lo que sugerían su expresión testaruda y sus respuestas sucintas—. Pero no he utilizado ni lana ni lino desde hace muchos años.

—Todo lo que haya ocurrido en el pasado ha quedado atrás y en esta casa encontrarás una nueva vida. Además de los niños, te encargarás de los vendajes y de la limpieza de la casa. Busca a tres mujeres que puedan ayudarte. Elígelas bien y mándamelas aquí.

Así pues, el nombre de Aude, el de una antigua esclava, Kady, y el de dos viudas, Dubh y Hasair, también pasaron a engrosar la lista de Myrddion.

A Dyfri, el hombre que había quedado lisiado debido a una fractura mal soldada en una pierna, lo puso al cargo del scriptorium, donde tendría que ocuparse de las hierbas y pociones que Myrddion utilizaba para desempeñar su oficio. Cadoc le enseñaría las numerosas e importantes rutinas que constituían la columna vertebral del arte de sanar.

—Esa pierna no te impedirá llevar a cabo las tareas propias de un herbolario, Dyfri. Pero no cometas el error de creer que puedes aceptar el dinero del rey sin esforzarte; más vale que te hagas a la idea de que tendrás que trabajar de sol a sol y de que tendrás que obedecer a Cadoc en todo momento mientras desempeñas tus funciones. Sin embargo, un buen herbolario puede ganar bastante dinero en cualquier parte de estas islas.

Por primera vez Myrddion vio una expresión de genuina gratitud en el rostro feo y a la vez algo angelical de aquel hombre.

—Sé que seré capaz de hacer lo que me pedís, maestro Myrddion. Aprenderé tan rápido como pueda.

—Bien. Cadoc te pondrá manos a la obra enseguida. Y dile que quiero que te diseñe una muleta mejor que el bastón que utilizas. No te sirve de nada.

La última era una mujer de mediana edad poco atractiva, despechada y escandalosa. El rostro rubicundo y marcado por las cicatrices de Maeve no tenía nada encantador, sino que más bien expresaba en cierto modo su resentimiento.

Puesto que siempre había sido poco agraciada, había arrastrado su cuerpo por las calles desde que podía recordar. Los proxenetas y los clientes le habían dejado el rostro marcado con cicatrices a puñetazos y cuchilladas, de manera que todavía resultaba menos atractiva que cuando era joven. Pocos hombres respondían ya a sus insinuaciones, por lo que había sido la desesperación la que la había llevado hasta la puerta de Myrddion.

—Quiero que trabajes en mis cocinas, Maeve. Y si conoces a alguna mujer que pueda ayudarte a cocinar y a limpiar, también podría darle trabajo. No me importa de dónde venga ni qué haya hecho en el pasado, pero pronto sabrás lo que requiero de ella. ¿Estás preparada para trabajar de sol a sol para ganarte el jornal, Maeve?

—Sí, señor. Y conozco a una mujer que me ayudará. Se llama Mavourna y es amiga mía. Las que nos hemos abierto de piernas en las calles sabemos cuál es nuestro lugar en el mundo. No servimos más que para saciar a cualquier hombre que sienta la urgencia de poseer a una mujer.

—No vuelvas a referirte a ti misma de ese modo, Maeve. Todavía puedes convertirte en una valiosa sirvienta.

—Perdonadme si he hablado con crudeza, señor. Tal vez ni siquiera sea digna para trabajar en vuestras cocinas.

—Eso tendremos que verlo, Maeve.

Lo único que faltaba era encontrar una tarea para el hombre que tenía la columna vertebral torcida. Caerwyn era un tipo amargado, con los hombros encorvados y una joroba sobre la doblez que formaba su espalda; pero tenía los brazos muy musculados, igual que los muslos, puesto que había buscado la manera de contrarrestar la deformidad que lo aquejaba.

—Eres el más fuerte de mis nuevos sirvientes, Caerwyn, por eso recaerá sobre ti la tarea más básica y, a la vez, la más difícil. No te tomes a mal mi decisión, puesto que te permitirá demostrar tu valía como trabajador. Ninguna villa funciona sin un hombre realmente capaz, y no bromeo cuando te describo de ese modo. Alguien tiene que cortar la leña para el fuego de la cocina; alguien tiene que trasladar, fregar y llenar los calderos, y seguramente se te pedirá que muevas objetos incluso más pesados que las mujeres no podrán manejar. ¿Puedes aceptar estas tareas sin que eso te ofenda? Es un trabajo honrado e importante, aunque solo yo comprenda su verdadero valor.

Caerwyn miró fijamente al sanador para intentar discernir si lo estaba tratando con condescendencia. Al no detectar más que respeto, asintió de un modo extraño con los ojos ligeramente húmedos. La respuesta emotiva de aquel hombre contrahecho le dio ánimos a Myrddion.

—Sí. Puedo hacer eso y más, señor. Trabajar como un hombre sin el insulto que supone la caridad o la lástima es más que suficiente para mí.

—No tomes la decisión antes de saber lo que espero de ti —bromeó Myrddion antes de dar por finalizada la conversación.

Y así fue como en la casa de Myrddion Merlinus empezó a bullir de actividad, cuando trece nuevos e insólitos sirvientes empezaron a trabajar para aquel amo tan peculiar. Tal vez el número podría parecer funesto, pero Myrddion no descartó a nadie, ni siquiera para propiciar el favor de los dioses o para satisfacer las supersticiones de los necios.

Al atardecer, justo antes de que el sol desapareciera por el oeste entre nubes rojizas, Myrddion volvió al palacio de Ambrosio, consciente de la promesa que le había hecho a su nuevo señor.

Poco después de unirse a la ruidosa multitud que se apiñaba en la antecámara de la sala de audiencias, Myrddion se dio cuenta de que la rapidez no era una característica exclusiva de Úter, sino también de Ambrosio en cuanto tomaba una decisión. Había tres escribas sentados ante pequeñas mesas plegables, armados con pergaminos y materiales para escribir, preparados para ponerse manos a la obra.

Con cierto regocijo, Myrddion se dio cuenta de que el escriba más joven iba vestido y llevaba la tonsura de un sacerdote cristiano.

«Ambrosio aprende rápido —pensó—. Y también debe de ser un hombre persuasivo, si el prelado superior de Venta Belgarum le ha cedido los servicios de un joven clérigo tan valioso».

Cuando un aristócrata prepotente que había participado en la disputa por la herencia de Reece pen Ryall el día anterior se abrió paso hasta colocarse en primera fila, un anciano se adelantó hasta el centro de la sala de audiencias armado con un largo báculo con el extremo dorado. Enseguida golpeó el suelo con el bastón tres veces y ordenó a las familias enfrentadas que se presentaran.

—¿Quién es el anciano caballero del báculo? —le preguntó Myrddion en voz baja a un guerrero que tenía al lado. El hombre miró al sanador con cierta reserva.

—El anciano es Madoc pen Madag, el rey de los que en su momento fueron los cantiacos. Mi amo dio cobijo a los miembros de su tribu cuando estos abandonaron el sudeste y el rey Madoc ha sido nombrado senescal hoy mismo. Nos han dicho que todos los demandantes tendrán que pasar por Madoc antes de importunar al rey.

Casi en el mismo momento, el demandante le lanzó una mirada al senescal.

—¿Quién eres tú para darle órdenes a un noble? —le espetó en tono grosero.

Madoc pen Madag escrutó con sus duros ojos de ágata al que se había dirigido a él de un modo tan ordinario.

—Desde el día de hoy, ejerceré de senescal del gran rey de los britanos. Sabéis perfectamente quién soy, señor. Perdonaré vuestra grosería de momento, pero el guardia del rey Ambrosio os echará de la sesión si seguís con esa actitud. ¿Habéis comprendido?

Un murmullo de voces susurradas llenó la larga sala mientras el robusto demandante se sonrojaba de forma visible. Por suerte, uno de sus compañeros le dio un ligero codazo en la barriga al ver que se disponía a abrir la boca para protestar.

—El tribunal de Ambrosio, gran rey de los britanos, está reunido —bramó la voz autoritaria del senescal, que sin duda era la parte más poderosa de su anciano cuerpo—. Los herederos de la casa de Reece pen Ryall, que den un paso adelante para darse a conocer. Como senescal debo advertir que todos los hombres tendrán que hablar a través de mí si quieren que el tribunal los escuche. Los gritos indecorosos o las peleas se resolverán con la expulsión inmediata y la desatención de las demandas.

Los familiares de Reece pen Ryall se calmaron enseguida cuando Ulfin y Botha avanzaron hasta flanquear al anciano y, para sorpresa de todos los presentes, la audiencia empezó sin complicaciones.

Ambrosio apenas tuvo que intervenir y no tardó en tomar una decisión y emitir su sentencia. Gracias a su habilidad a la hora de tratar a los demandantes, el viejo Madoc sabía perfectamente las preguntas que tenía que hacerles a cada una de las partes enfrentadas, de manera que la verdad salió a la luz mucho más rápido de lo que cualquiera de los presentes habría creído posible a juzgar por el espectáculo que había tenido lugar el día anterior. Para sorpresa de todos, la cuestión se resolvió enseguida.

Cuando Myrddion se reunió con Ambrosio en los aposentos del rey, este le pidió de inmediato al sanador su opinión acerca de los cambios que había realizado. Myrddion percibió el rostro sofocado y los pasos nerviosos del gran rey, y le dio una respuesta sincera y entusiasta.

—Habéis obrado maravillas en un solo día, majestad. Y la elección de Madoc ha sido todo un acierto. De un solo golpe habéis concedido a la tribu de los cantiacos el honor que merece y habéis conseguido a un experimentado negociador que os simplificará la vida. No puedo más que felicitaros, majestad.

Ambrosio se sonrojó ante aquellas generosas palabras y Myrddion se preguntó cuántos elogios directos habría recibido el gran rey a lo largo de su vida. «Muy pocos —supuso el sanador con tristeza—. Los parientes que vagan mendigando un refugio difícilmente son vistos con aprobación. Ambrosio y Úter tienen que ser fuertes para haber sobrevivido a ese inicio tan poco prometedor en la vida».

A continuación, Ambrosio pidió a Myrddion que le contara lo que había hecho durante el día, incluyendo la selección de los sirvientes, las tareas que les había asignado y los motivos que explicaban tales decisiones. Algo sorprendido por el interés del rey, Myrddion respondió tan bien como pudo y Ambrosio insistió en que le describiera al detalle todos los nuevos cargos.

—Me da la impresión de que has contratado solo a viejos, lisiados y cojos, Myrddion. Ahora que lo pienso, Cadoc, Praxíteles y tus mujeres tampoco están ilesos. ¿Te has propuesto ayudar a los que no puedes sanar?

—Nunca he pensado en mis acciones desde ese punto de vista, majestad. Las situaciones surgen y yo respondo ante ellas, pero casi nunca me han decepcionado quienes han trabajado para mí. Incluso la persona más perjudicada puede resultar útil. Por ejemplo, Fingal está discapacitado desde que nació, pero ha aprendido muchas maneras de utilizar esa mano malformada y me ha sorprendido lo competente que es haciendo su trabajo después de haberle diseñado un soporte de cuero para el brazo. Era el hombre con más predisposición a rebelarse contra mis reglas, por lo que le he dado un puesto de responsabilidad enseguida. No ha pasado ni un día entero, pero creo que ya ha conseguido despertar el entusiasmo de los que tiene a su cargo y parece estar trabajando más de lo que yo había previsto. De todos modos, majestad, vos habéis hecho lo mismo con un anciano rey al que habéis convertido en vuestro senescal.

—Supongo que sí. —Ambrosio se quedó mirando el vino con aire pensativo—. Brindemos a la salud de mi nuevo maestro de espías. He estado pensando todo el día en este espinoso problema pero solo se me ocurre una persona a la que pueda confiar mis intereses. Y ese hombre eres tú, Myrddion Merlinus.

—¿Por qué yo? —preguntó Myrddion con una exclamación ahogada—. Yo no conozco a nadie, acabo de regresar después de un largo período de tiempo en tierras extranjeras.

—¿Y qué? Nadie digno de mención creerá que alguien tan joven y tan devotamente dedicado a sanar a la gente como tú podría desempeñar una tarea en un mundo tan secreto. Además, serviste a Vortigern. Estoy seguro de que encontrarás ojos y oídos dispuestos a servirte para ello entre los que has ayudado a recuperar la salud en el pasado. Eres el hombre perfecto para la tarea.

El rey hizo una pausa y miró fijamente a Myrddion. El joven sintió toda la fuerza del atractivo del gran rey y notó que sucumbía a su encanto.

—Escúchame, Myrddion, y espero que creas todo cuanto te diré. Soy lo suficientemente sincero para admitir que no puedo confiar en ti por completo, aunque no es culpa tuya. Sé muchas cosas sobre ti, puesto que la semilla de un demonio se recuerda con tanto afecto como temor. He solicitado saber detalles acerca de tu vida y pronto habré obtenido todo cuanto necesito saber.

—No temo ningún tipo de investigación de mi pasado, majestad, pero ¿quién puede llegar a conocer los entresijos del corazón de otro hombre? Incluso si accediera a serviros en este asunto, podría equivocarme al juzgar a los hombres. Podría causar más mal que bien.

Ambrosio esbozó una amplia sonrisa, como si Myrddion hubiera superado algún tipo de prueba. Cuando volvió a hablar, fue como si los temores de Myrddion estuvieran fuera de lugar.

—Te pediré que me mantengas informado en todo momento de todas las redes que crees, pero no interferiré ni divulgaré tu papel en mi corte. Por encima de todo, me interesa mantenerte en secreto y, por consiguiente, seguro. Pero debes perdonarme si en ocasiones llego a dudar de ti. Tengo pocos motivos para confiar en nadie, si bien me he dado cuenta de que compartimos una cualidad de otredad y soledad, por lo que creo conocerte bien. Además, si cometes errores, ¿cómo puedo culparte? Yo también los cometo.

—No obstante, para construir una red de espionaje hace falta tiempo y un gran desembolso de oro. Sé que vos tenéis las riquezas, pero ¿cómo encontraré yo el tiempo para atravesar el país buscando a hombres capaces de arriesgar sus vidas viviendo a la sombra de los sajones? ¿Cómo encontraré a hombres que puedan espiar a vuestros reyes tribales, que probablemente sea el papel más importante de todos? A mi parecer, me estáis pidiendo demasiado, majestad.

—¿De verdad? Bueno, mi necesidad es apremiante, amigo mío, por lo que tengo poco tiempo para ponerme a elegir. Un maestro de espías debe ser inteligente… como tú. Un maestro de espías debe saber juzgar bien a los hombres… como tú. ¿Me servirás, Myrddion?

—Pero si solo me conocéis desde hace dos días. Me decís que no sois confiado, pero, por la Madre cuyo nombre no debe pronunciarse, me sorprende que depositéis tantas esperanzas en un sanador ambulante. Siento el peso de vuestras expectativas, majestad.

—La decisión debes tomarla tú, Myrddion, y quiero que me respondas con sinceridad —dijo Ambrosio con calma, ocultando cualquier tipo de preocupación o de entusiasmo que pudiera sentir.

El joven suspiró. En realidad no quería comprometerse con tantos proyectos a la vez. No había previsto la posibilidad de tener que formar a sanadores para que pudieran sustituir su propio compromiso con el oficio, de llevar una gran casa o de ejercer su actividad en una gran ciudad. Las tranquilas playas de Segontium habrían bastado para llenar el vacío de su corazón.

Sin embargo, empezaba a sentir el gusanillo de la ambición en lo más hondo de su mente y puso su fértil imaginación a trabajar en el problema.

—Podría establecer una red en Cymru y aprovechar lo mucho que conozco el lugar en el que nací —respondió con cautela—. Pero, si intento echar a correr antes de ver el suelo que piso, las madrigueras de conejos seguramente me harán tropezar y vuestra red fracasará.

Ambrosio sonrió y Myrddion se dio cuenta de que jamás había esperado que el sanador llegara a aceptar su propuesta. En esos momentos, contento por haber obtenido algo cuando en realidad no aspiraba a nada, el gran rey estaba dispuesto a no escatimar su oro para el proyecto. Superado por la astucia de un conspirador experto, Myrddion asintió con tristeza.

—¡Ah, mi querido Merlín! Igual que el ave del que llevas el nombre, volarás muy alto a mi servicio y solo espero seguir presente para ver las maravillas que construirás por encima de nosotros, en las alturas. También sé que los hombres harían bien yendo con cuidado, puesto que tienes ojo de rapaz y unas afiladas garras para tomar a tus presas. Empezarás enseguida, ¿verdad? Espero tener una red de espías en Cymru el próximo verano.

—Lo intentaré, majestad, pero no hay ninguna garantía de que lo consiga —respondió Myrddion de forma mordaz, molesto por el uso que Ambrosio había hecho de la metáfora que Myrddion había elegido para describir su situación.

—¿Lo ves? ¿Quién más se atrevería a sugerir que puedo terminar en el Hades por mi presunción? Sí, Myrddion, crearás una red de espías para mí que perdurará incluso cuando yo me haya convertido ya en polvo.

Trastornado y algo más que molesto con el gran rey y consigo mismo, Myrddion recorrió a paso ligero los pasillos para salir por una puerta lateral y escapar de la paz que reinaba en el palacio. Mientras abría el pesado pestillo de hierro, una mano emergió entre las sombras y le agarró la muñeca con fuerza. Úter Pendragón surgió de la oscuridad con los ojos enrojecidos por el agotamiento y la ira.

—Ve con cuidado, sanador, si no quieres caer de tu pedestal. Sería una verdadera tragedia que mi hermano perdiera a un servidor tan prometedor como tú por culpa de un accidente desafortunado.

—¡Mi señor Úter! ¿Cómo puedo ayudaros?

Úter sonrió sin regocijo y Myrddion se dio cuenta de que los colmillos del príncipe eran inusitadamente largos.

—Te estás convirtiendo en un amigo íntimo de mi hermano, sobre todo si tenemos en cuenta que eres un sanador ambulante que no lleva más de dos días en Venta Belgarum. Tal vez llegue a creer que lo has embrujado si tu influencia sobre él sigue creciendo.

—Me limito a obedecer a mi señor tal como vos me ordenasteis, príncipe Úter. No hago otra cosa.

Úter le dio un fuerte puñetazo en el pecho a Myrddion que le ensombreció la visión por unos momentos. Tardó un rato en recuperar el aliento.

—No tengo ninguna influencia sobre el gran rey, príncipe. Es él quien me manipula, igual que a cualquier otro de sus servidores. Personalmente agradecería regresar a Segontium y proseguir con mis viajes. Vos tenéis el poder de expulsarme y yo no os llevaré la contraria si así lo decidís.

Se irguió de nuevo con dolor e intentó calmar su respiración entrecortada. No había nada que deseara más en ese momento que golpear el rostro desdeñoso del príncipe.

—Tú recuerda que estaré vigilando todo lo que hagas, Myrddion Merlinus. Y si llego a la conclusión de que supones un riesgo para mi hermano, eres hombre muerto.

Úter empujó a Myrddion con fuerza y el sanador evitó por los pelos que su rostro golpeara el muro de piedra exterior. Poco a poco, Myrddion se dio la vuelta y se inclinó frente al príncipe antes de atravesar la puerta con paso lento pero firme, a pesar de que el instinto le impelía a salir corriendo.

«Este hombre se muere de envidia —le dijo su voz interior—, le molesta que pase tanto tiempo con su hermano. Tal vez sería mejor para mí partir hacia el norte y ocuparme durante una temporada de lo que me ha encargado mi señor».

Un mes en Venta Belgarum era mucho tiempo, pero se hizo incluso eterno a sabiendas de que las paredes tenían oídos y cualquier sombra podía albergar a un astuto observador ansioso por informar a Úter Pendragón de todo aquello que Myrddion pudiera hacer. En cualquier caso, el sanador se dedicó a dirigir su casa, a solucionar toda riña insignificante que pudiera surgir, e incluso se vio obligado a aterrorizar a Fingal cuando lo encontró, medio borracho, manoseando a Berwyn a pesar de los gritos histéricos con los que ella intentaba zafarse de él. Fingal había trabajado duro en su puesto como jardinero jefe y había demostrado que tenía la capacidad de controlar a un grupo de trabajadores, puesto que las habitaciones de los sirvientes ya estaban reformadas y aisladas de la lluvia. Por desgracia, el joven no había tenido ningún puesto de responsabilidad hasta ese momento y ese fallo constituyó una brecha imperdonable para su confianza.

A la mañana siguiente, tras haber sido encerrado en los baños vacíos para que se le pasara la borrachera, un Fingal tembloroso y arrepentido fue convocado en el scriptorium, que a esas alturas ya estaba reluciente por el efecto de la cera de abeja y del aguacal y estaba lleno de recipientes de cristal limpios y de misteriosos objetos. Cuando Fingal levantó su dolorida cabeza para mirar a su señor, se le cayó el alma a los pies. Los ojos negros de Myrddion lo miraron con la dureza de los guijarros mojados por la lluvia, y su boca no era más que una línea intransigente.

—¿Qué tienes que decir en tu defensa, Fingal? Asustaste a una chica que estaba bajo tu mando, que creía que la valorabas por su trabajo. ¿Crees que tu papel en mi casa te daba derecho a forzarla?

—Lo siento, señor. Estaba borracho.

—O sea, que crees que está permitido forzar a chicas cuando has bebido. ¿Es eso lo que estás diciendo?

Fingal intentó en vano buscar una excusa, pero al final se vio obligado a recurrir a la verdad.

—No, señor, me aproveché de ella porque pensé que podría conseguirlo. Berwyn es fea, pensé que agradecería las atenciones de un hombre. —Su voz se convirtió en un susurro—. Incluso de un medio hombre como yo.

Myrddion parecía exasperado y Fingal notó apenas un atisbo de esperanza. Cualquier cosa sería mejor que soportar aquella mirada glacial.

—Tú no eres un medio hombre, deja ya de sentir lástima por ti mismo. Y ¿quién eres tú para juzgar una aflicción que ha perseguido a Berwyn desde que nació? Entre todos los hombres, tú deberías comprender mejor que nadie lo que siente. Ah, ahora pareces arrepentido porque no tienes los sentidos aturullados por la sidra barata. Dime, ¿cómo debería castigarte? ¿Qué harías tú en mi lugar?

Fingal estaba seguro de que su delito le costaría la expulsión de la casa de los sanadores y el corazón empezó a dolerle ya por la soledad a la que quedaría proscrito con un castigo como ese. Titubeando, le expresó sus pensamientos a su señor.

—Sí, Fingal, debería expulsarte para dar ejemplo y para que los demás sirvientes no me desobedezcan también. Pero has sido sincero conmigo, por lo que te permitiré elegir. Primero debes suplicarle perdón a Berwyn… ¡y de todo corazón! Luego, si eres capaz de soportar diez latigazos en la espalda con la correa de Cadoc, tal vez te permita seguir a mi servicio.

Cadoc no consiguió mantenerse firme donde estaba, junto a la puerta. No estaba seguro de si sería capaz de azotar a un hombre, sobre todo porque diez latigazos penetrarían en la piel de Fingal y harían correr la sangre.

Por otro lado, Fingal se mostró eufórico.

—Acepto el castigo, señor, incluso más. Lamento lo que hice y no pienso volver a beber.

—Eso no es lo que busco con el castigo, Fingal. Puedes beber, por supuesto. Yo también lo hago. Pero intentar aprovecharte de una mujer es algo muy distinto.

Con paso firme, Fingal se dirigió hacia el atrio en el que estaban reunidos los demás sirvientes, que habían adivinado las intenciones de Myrddion y escucharon con atención cuando este les explicó el castigo elegido por Fingal, tras lo que asintieron con una extraña sonrisa en los labios como señal de aprobación ante la sabiduría de su señor. Cuando Fingal le pidió perdón a Berwyn, de rodillas y con la cabeza gacha, demostraron su satisfacción con gran estruendo. La pobre Berwyn rompió a llorar.

A continuación, como un hombre que se prepara para una ejecución, Fingal se quitó la tosca túnica llena de manchas con la que se cubría el torso. Las dos tiras de cuero que le habían diseñado para que pudiera asir mejor el pico o la pala seguían atadas a su muñeca y a su antebrazo, puesto que Fingal nunca se quitaba el obsequio de Myrddion que lo liberaba de su deformidad.

Myrddion se armó de valor para afrontar el suplicio que tenía por delante.

—Tu correa, Cadoc, si eres tan amable —solicitó con calma y los ojos clavados en el torso de Fingal.

Los sirvientes se sorprendieron, puesto que todo indicaba que su señor se proponía aplicar personalmente el castigo.

Uno a uno, le asestó los golpes. Al principio no parecieron tan malos, pero la carne castigada se magulló e hinchó rápidamente y, aunque Myrddion intentó evitar las áreas que ya había azotado, la piel empezó a abrirse con el sexto latigazo. Tanto Myrddion como Fingal sufrieron mucho con los últimos cuatro golpes, pero el sirviente consiguió mantenerse en pie hasta el final, a pesar de que la sangre había empezado a brotar ya del labio que había estado mordiéndose para intentar evitar los gemidos que se le escapaban sin querer.

Cuando le hubo asestado el último latigazo, Fingal cayó de rodillas, jadeando sonoramente con la boca abierta. Myrddion ordenó enseguida que lo llevaran a las dependencias de los sirvientes y que lo tendieran boca abajo en su camastro. A continuación extendió un ungüento cicatrizante sobre unas vendas con sus propias manos y se dedicó a envolver con esmero las heridas de Fingal. Mezcló un poco de jugo de adormidera con agua caliente y animó al sirviente para que se lo bebiera. Al fin, cuando Fingal estaba ya soñoliento, se levantó para marcharse.

Fingal agarró a Myrddion por la ropa con la mano buena.

—Señor, juradme que no me expulsaréis mientras duermo.

—Ya has soportado tu castigo como hombre, Fingal, no te expulsaré. —La voz de Myrddion sonó áspera y severa, como si estuviera al borde del llanto—. Pero no me obligues a hacerte daño de nuevo.

Satisfecho, Fingal se sumergió en un sueño indoloro con la seguridad de que su señor no le mentía. Solo Cadoc supo que Myrddion bebió tres vasos de vino esa noche para poder afrontar las pesadillas que lo acosarían durante el sueño, aunque eso no bastó para evitar que el sanador pasara la noche entera llorando.

Cuatro días más tarde, con una alforja que contenía un monedero de oro y sin ningún guerrero como protección o compañía, Myrddion partió hacia el norte para cumplir con el encargo del gran rey. Venta Belgarum no volvería a gozar de la presencia del sanador hasta pasado el invierno.

Venta Belgarum languideció ante el calor de un verano inusitadamente cálido. Las calles adoquinadas o enlosadas quedaron sumidas en una neblina que brillaba como el agua estancada. Los ciudadanos apenas podían moverse durante las sofocantes horas del mediodía y los niños se arriesgaban a ahogarse jugueteando en las aguas poco profundas del río con agudos chillidos de júbilo.

Una nube de polvo anunció con antelación a unos visitantes inesperados mucho antes de que la comitiva se hiciera visible. El agreste camino se había convertido en un terreno semidesértico por el efecto del implacable calor, mientras el lodo de la primavera se secaba entre las losas y la grava, quedaba tostado por el sol y luego triturado y reducido a polvo bajo el peso de las ruedas de los carros. Los guerreros a caballo indicaban que no se trataba de una caravana mercante recién llegada del oeste. Cadoc estaba en el mercado al aire libre que los campesinos establecían fuera de las murallas de la ciudad y se apresuró hacia las puertas para poder ver mejor a los recién llegados.

El sanador reconoció los caballos pequeños y resistentes y las inconfundibles trenzas de la tribu de los brigantes cuando los guerreros pasaron junto a él flanqueando cuatro carros en los que se apilaban cajas, arcones de hierro y provisiones. El último carro transportaba a mujeres encadenadas, y la mayoría de ellas morenas, de ojos negros y rasgos bárbaros, con los cuerpos pintados con tatuajes azules.

—Pictos —murmuró Cadoc entre dientes.

Lo dijo con asco: ningún britano que se preciara toleraba a aquella feroz gente azul que acababa de cruzar las puertas de las murallas, puesto que habían atacado a las tribus del norte durante la primavera con grandes ansias de saqueo y venganza. Los hombres hablaban con discreción acerca de la interminable enemistad para con el pueblo picto. Podían pasar mil años, pero el odio perduraría siempre.

En el carro destacaba una mujer con el pelo castaño generosamente tintado con tonos rojizos y rizado como el de las mujeres celtas del norte. Era guapa y esbelta, pero tenía los brazos y las muñecas estropeados por aquellos desagradables tatuajes, de manera que parecía que llevara puestas unas pesadas esposas. Al verla pasar, Cadoc se fijó en que tenía los ojos de un verde marino brillante, y algunas pecas en la nariz y el escote. Ninguno de los que la vieron dudó de que se trataba de una mujer de origen celta.

—¿Quién es? —le preguntó a un soldado de a pie que seguía el mismo camino por detrás del carro de las prisioneras. El hombre hizo una mueca como si le costara respirar debido al esfuerzo.

—¿Quién? ¿La furcia tribal? Es una rehén que procede de más allá del Muro de Antonino, la apresaron los pictos cuando era niña. Los hemos capturado cuando el ejército picto marchaba hacia el sur por la región brigante.

—Cierra el pico, idiota, y sigue caminando —gritó un hombre bien parecido desde lo alto de su caballo mientras se dirigía directamente hacia Cadoc como si se propusiera aplastarlo bajo los cascos de su montura—. No estás aquí para entretener a estos zoquetes. El gran rey nos espera.

Cadoc bajó la cabeza lo justo para sugerir cortesía y el guerrero brigante espoleó su caballo para situarse al frente de la columna.

—¿Quién era ese bruto? —preguntó Cadoc sin dirigirse a nadie en concreto.

—Da gracias que todavía conservas la cabeza sobre los hombros —murmuró un hombre canoso mientras le daba un codazo en las costillas a Cadoc y le guiñaba el ojo como gesto de complicidad—. Es Luka, el hijo mayor del rey brigante. Le gusta enzarzarse en peleas, frecuentar furcias y beber, y todo con solvencia, aunque lo que mejor se le da es luchar en las batallas; es un verdadero asesino. Y tiene fama de exaltarse fácilmente.

—No hay duda de que recordaré al príncipe Luka —murmuró Cadoc con un gruñido.

Como cualquier guerrero orgulloso, Cadoc se sintió ofendido por la grosería de Luka y por esa predisposición a juzgar a la gente tan a la ligera.

—¡Más te vale, amigo! De todos modos, yo en tu lugar rezaría para que no vuelva a fijarse en ti.

Mientras Cadoc se abría paso entre la multitud hacia las calles más tranquilas que llevaban a la casa de los sanadores, reflexionó acerca de lo que había visto. La experiencia le decía que debía de haber tenido lugar una gran batalla en el norte y que los brigantes habían conseguido vencer a los pictos. Quien escoltaba el botín de guerra en su camino hacia el sur era, ni más ni menos, que el hijo del rey que, ya en Venta Belgarum, le ofrecería un tributo en forma de mujeres y de oro rojo al emperador Ambrosio. Y lo más importante: aquello significaba que el gran rey por fin tenía cierta presencia entre las arrogantes tribus del norte.

Luego Cadoc recordó el rostro de la mujer celta y el intenso brillo de sus ojos verde serpiente. ¿Seguiría siendo una celta? ¿O se habría convertido en una picta y se habría entregado al odio que siempre sentiría como tal hacia el pueblo de su padre?

«Ojalá estuviera aquí mi maestro. Él podría prevenir a Ambrosio acerca de esa mujer. No me fío nada de esa furcia», pensó Cadoc con gravedad. A continuación, la casa lo envolvió con las pequeñas decisiones que debía tomar constantemente mientras Myrddion estuviera ausente. Sin embargo no pudo olvidar los ojos relucientes de aquella mujer y su mirada lo siguió durante el día hasta el tejido de sus sueños.