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El maestro del sol

Apolo, que abrazó por primera vez el mundo con los rayos de su sabiduría solo para ganarse el honor de que lo llamaran Sol, se encaprichó del amor de Leucotea, para su gran desgracia y destrucción y, mediante los repetidos cambios del eclipse, a menudo le faltaba su propia luz, cuya ausencia lamentaba todo el mundo.

Prosa inglesa del siglo XII

Como una joven matrona romana, Venta Belgarum quedaba tierra adentro respecto al gran puerto de Portus Adurni, con una colina en un flanco y un amplio río en el otro. En esa rica ciudad provincial el aire era fragrante y el clima templado, al menos para tratarse de las islas de la Britania, y es que el valle del río producía fruta, hortalizas y pasto para el ganado en abundancia. Pocos campesinos tenían que dormir con la barriga vacía, y tanto las inundaciones como las sequías eran poco frecuentes. Para añadir todavía más bendiciones a esa población, el puerto se había convertido en el conducto principal de comercio con el continente en esos tiempos en los que Dubris se había convertido ya en un enclave sajón. Myrddion comprendía perfectamente que los caudillos con visión de futuro centraran sus codiciosas ambiciones en Venta Belgarum.

Para la ciudad, la ocupación romana había sido una verdadera bendición. Los caminos eran amplios y estaban bien diseñados; los edificios públicos estaban construidos con sillares y era obvio que a lo largo de los siglos se había desarrollado un sentido general del orden en la planificación urbana que solo había permitido que proliferara la arquitectura prerromana y posromana entre los edificios comerciales y domésticos. Los edificios romanos estaban perfectamente alineados y gozaban de todos los servicios necesarios. Entre ellos se encontraba, en una posición privilegiada, el palacio de Ambrosio, que servía como sede de su gobierno.

El patio delantero de la casa no era muy grande, pero gozaba de un distinguido pavimento de estilo romano. Los carros crujieron hasta detenerse, y Botha ordenó a dos soldados de caballería que condujeran los vehículos hasta una casa cercana a las murallas de la ciudad en la que Úter había dispuesto que se alojarían los sanadores. Con una gran sensatez, Botha había ordenado ese desvío por el centro de la concurrida ciudad, para que Myrddion pudiera contemplar con sus propios ojos el esplendor del gobierno del gran rey.

El palacio de Ambrosio estaba construido con madera y su diseño evocaba tiempos pasados, por lo que el emperador había encargado que pintaran las enormes puertas en consonancia. Puesto que la madera tenía grabados unos dragones increíblemente intrincados, los colores rojos de las legiones predominaban junto a delgadas franjas de bronce, cobre y latón. Todas las superficies de madera estaban cubiertas con complejos diseños entrelazados sin principio ni final; igual que el gran rey, tenían su fundamento en el pasado tribal, aunque mejorados por las invenciones romanas.

—Tan pronto como te hayas bañado y vestido, debes regresar con los dos guardias al palacio. El príncipe Úter os presentará a ti y a tu grupo al gran rey. ¿Tengo tu palabra de que no intentarás escapar?

—Sí. Tu príncipe no ha faltado a su palabra y ha permitido que mi ayudante regresara a Segontium. No voy a responder a ese gesto rompiendo la confianza que me ha demostrado.

Botha asintió.

—Bien hecho. Tienes tiempo hasta la caída de la tarde. Cuando se ponga el sol mi maestro espera que tú, tu ayudante y tu sirviente estéis listos, esperando frente al palacio. Al príncipe Úter no le interesan tus mujeres, por lo que pueden quedarse con los niños.

—Así lo haremos, Botha.

El trayecto desde el barrio en el que se alojaban los sanadores no era largo pero sí complejo, ya que transcurría por una maraña de calles que no seguían el metódico orden romano. Myrddion recordó las cuadrículas de Roma y lo simple que resultaba encontrar la ruta de un lugar a otro en la Ciudad de las Siete Colinas. Las serpenteantes calles exteriores de Venta Belgarum, en cambio, eran difíciles de recordar. Myrddion le pidió a Praxíteles que memorizara el camino puesto que estaba más acostumbrado a moverse por los tortuosos mercados orientales.

La casa que a partir de entonces y durante muchos años se convertiría en el hogar de Myrddion era una estructura achaparrada de piedra y madera, construida en estilo romano, que probablemente había servido de residencia para un oficial de bajo rango al cargo de las legiones. A Myrddion no le sorprendió la ausencia de ventanas, pues el edificio era bastante viejo y evocaba la arquitectura doméstica romana de paredes lisas, destinadas a frustrar a los posibles enemigos. La única luz que se filtraba en las habitaciones procedía de un atrio abierto que, además de ser pequeño, estaba descuidado y necesitaba con urgencia que lo deshierbaran. Mucho antes de descargar los carromatos, los atentos ojos de Rhedyn ya se fijaron en una mata de cardos que le servía de pulmón a la villa.

En general, las habitaciones no eran grandes pero sí cómodas, y Myrddion descubrió un scriptorium polvoriento y lleno de telarañas, con huecos para guardar los pergaminos y unos estantes que serían perfectos para almacenar los preciados tarros de cristal que siempre le acompañaban. Puesto que esa estancia era de mayor tamaño que las demás, Myrddion llegó a la conclusión de que el propietario original de la villa había desempeñado algún tipo de actividad clerical.

Los sanadores exploraron todo el edificio con la misma ilusión que un niño que acaba de recibir un juguete nuevo. Había unos baños simples y un hipocausto en la parte trasera de la estructura, aunque las zonas de baño estaban vacías y los fuegos encargados de calentar el agua llevaban mucho tiempo apagados. Las mujeres encontraron la cocina y los ojos de Brangaine quedaron embelesados al contemplar los restos llenos de maleza de un jardín de hierbas aromáticas.

—Necesitaremos sirvientes —constató Praxíteles lacónicamente mientras pasaba los dedos por encima de un diván polvoriento—. Tendremos que trabajar mucho para dejar esta casa en condiciones.

—Sí, pero primero debemos lavarnos y vestirnos para conocer al gran rey. ¿Hay algún pozo?

—Sí, amo. Y hay unas cañerías de agua que se hunden en los cimientos de la casa —respondió Cadoc, que había recorrido todas las estancias y las polvorientas parcelas de césped mal cuidado que había por la villa, delimitada por un muro bajo de piedra—. Pero creo que están hechas de plomo.

—Entonces tendremos que cambiarlas —masculló Myrddion—. Vosotros dos, buscad vuestras mejores túnicas y venid conmigo. Nuestros guardias sabrán dónde están los baños más cercanos.

Por desgracia, los baños romanos habían sido demolidos, por lo que los tres hombres se vieron obligados a lavarse con el agua fría del pozo. Nadie disfrutó especialmente de la experiencia a pesar de que el sol seguía brillando. Se secaron con unas toallas improvisadas mientras Brangaine y Rhedyn hacían lo posible por sacudir el polvo de sus mejores ropajes para adecentarlos al menos un poco. Incluso limpiaron el lodo seco que Myrddion había acumulado en sus botas gastadas durante el largo viaje.

Al cabo de las dos horas previstas para ello, justo cuando el sol empezaba a ocultarse por el oeste, los tres compañeros fueron escoltados hasta la casa de Ambrosio. Myrddion llevaba su mejor túnica negra, unas calzas y una capa que mantenía asida con un enorme broche damasquinado que le había regalado como muestra de gratitud un comerciante sirio después de que el sanador le hubiera salvado la vida a su sobrino. El color fúnebre de la vestimenta de Myrddion quedaba mitigado por la sutileza de sus alhajas. Dos anillos de oro y rubíes adornaban sus manos; en la muñeca llevaba un brazalete antiguo que le había regalado su bisabuelo y en una de las orejas llevaba un pendiente de electro que le daba un cierto toque bárbaro. Tenía el rostro lampiño, al estilo romano, puesto que Myrddion odiaba notar el vello en las mejillas y se había afeitado casi toda la barba cuando había empezado a crecerle. Su belleza extremadamente masculina quedaba feminizada por su pelo negro, largo hasta la cintura y animado tan solo por un mechón blanco que le crecía en la parte derecha de la frente.

Cadoc había limpiado sus pieles y había demostrado un cuidado especial con las placas de latón que le habían protegido el torso durante los tiempos en los que había servido como soldado. Su túnica era blanca como la nieve tras muchos y vigorosos lavados, y calzaba unas botas limpias. El zurrón de cuero que llevaba colgado con orgullo en el hombro le añadía un toque de distinción a su aspecto. Por una cuestión de vanidad, lucía el pelo rojizo trenzado en la frente y las sienes, como un guerrero, y los diferentes extremos los llevaba atados con tiras de cobre.

Praxíteles apenas tenía posesiones de valor material; había vendido todas sus joyas ancestrales tras perder su negocio en Constantinopla años antes. Pero la pobreza y la necesidad de ganarse el pan como sirviente no habían conseguido disminuir el impacto de su grueso mostacho, blanco como las nubes que surcaban el cielo sobre Venta Belgarum. Llevaba el pelo recogido, que era de ese mismo color tan característico en él, aunque unos largos mechones de color azabache entre las trenzas conferían a su rostro un aspecto exótico que quedaba acentuado por su oscura piel dorada. Durante el viaje hacia el oeste había reunido todas las monedas que había ganado al servicio de Myrddion y se había comprado túnicas descoloridas con bordados en el cuello y los dobladillos, al estilo griego. La impresión de saludable madurez e inteligencia que expresaban sus profundos ojos castaños, las arrugas que le surcaban el rostro y su vigoroso porte erguido daban fe de los territorios cálidos y lejanos que había visitado con mucha más elocuencia que cualquier tipo de adorno.

Los tres hombres eran singulares, cada uno a su manera, de modo que en la antecámara de la sala de audiencias de Ambrosio fueron objeto de atentas miradas que los cortesanos que esperaban ahí agrupados les dedicaron de reojo.

Las puertas interiores se abrieron con una gran fanfarria a la hora acordada y los poderosos señores del sur entraron sin prisa en la enorme sala de audiencias. Igual que un torrente de agua supera los obstáculos que suponen las piedras, los aristócratas invitados fueron esquivando a los tres forasteros en una especie de avalancha silenciosa que los fue dejando atrás, de manera que se quedaron torpemente plantados entre la guardia personal de Úter esperando instrucciones.

Myrddion no tardó en impacientarse por el retraso y por el desdén que suponía esa situación, pero se las arregló para conservar su habitual porte calmado. Las rabietas y el mal genio no servirían para nada. Él comprendía la perspectiva romana y confiaba en que sería capaz de razonar con el gran rey y su hermano, fuera lo que fuera lo que se traían entre manos.

Úter entró por las puertas abiertas con paso ligero, como de costumbre, seguido de cerca por Botha. Con un único gesto ordenó a los tres hombres que avanzaran. Medio deslumbrados por el gran número de lámparas de aceite que iluminaban la gran sala de audiencias entraron, pues, en la sede del poder de Ambrosio.

Myrddion avanzó con la cabeza gacha, de manera que la primera impresión que se llevó fue que las losas irregulares que tenía bajo los pies estaban inusitadamente limpias. En ese suelo no había ni rastro de barro, de hojas o de polvo. Cuando levantó la mirada vio que la sala era larga y rectangular, y bastante oscura, puesto que no había aberturas que permitieran entrar al aire frío, para mayor comodidad del emperador. Ambrosio había ordenado encender lámparas de aceite, apliques, una lumbre circular y numerosas antorchas, de manera que la luz dorada llegaba suavizada por las superficies reflectantes de las armaduras de los guardas y la copa de cristal que sostenía un esbelto muchacho, flanqueado por dos grandes perros de caza. Un aroma dulce, casi floral, procedente de las lámparas de aceite perfumaba el ambiente y suavizaba la austera severidad de esa estancia desprovista de ornamentos superfluos.

—¿Estos hombres son tu último hallazgo, hermano? —dijo una voz de tenor en un latín de lo más puro—. Que se acerquen a la luz… Has conseguido despertar mi curiosidad.

Myrddion avanzó seguido de cerca por Cadoc y Praxíteles. Sin mirar a su nuevo señor, el sanador se arrodilló elegantemente antes de inclinarse a la manera celta.

—¡Levántate! —le ordenó la voz de forma imperiosa en celta—. No podré juzgaros si no puedo veros el rostro.

Myrddion obedeció y estudió la figura que permanecía sentada frente a él en un opulento banco romano tapizado en piel. Ambrosio no necesitaba ni trono ni tarima para demostrar su poder y su autoridad. Su mero aspecto bastaba para impresionar a quien lo contemplara.

Myrddion pudo entonces juzgar las similitudes y las diferencias entre esos dos extraordinarios hermanos. Úter era el más alto, casi un gigante incluso para tratarse de un nórdico; su hermano, en cambio, era más compacto y vivaz. El cuerpo de Ambrosio parecía crepitar presa de un fuego invisible y la fuerza de un poderoso intelecto que la carne, el músculo o los huesos no eran capaces de ocultar. Sus manos, expresivas y de dedos largos, se movían golpeando y acariciando el reposabrazos del banco, mientras que sus pies, enfundados en unas simples sandalias romanas, parecían tener vida propia.

—Hermano, el joven que tienes delante es un sanador de grandes dotes. Hace seis años me salvó el brazo tras la herida que, como ya sabes, sufrí en los bosques bárbaros de Gwynedd. Se llama Myrddion Emrys, o Merlinus, y acaba de regresar del mar Intermedio. Te lo he traído como regalo de cumpleaños.

Un atisbo de aversión recorrió los amplios pómulos del hombre que permanecía sentado en el banco romano.

—¡Vamos, Úter! No puedes tratar a los hombres como si fueran objetos que pudieras obtener y regalar.

—Pero ¡es que así ha sido! Negocié con él y creo haber cumplido con la parte del acuerdo que me pidió. Ahora es tuyo, puedes quedártelo.

—Tienes que disculpar a mi hermano, Myrddion Merlinus. Lleva muchos años trabajando duro para mantener a los invasores alejados de nuestras fronteras y ha descuidado sus modales en muchos aspectos. ¿Qué tierras habéis visitado durante vuestro viaje por el mar Intermedio?

El rostro del emperador reveló un cierto entusiasmo y Myrddion recordó que Ambrosio se había visto obligado a vagar por mucho tiempo cuando era joven y huía de la ira de Vortigern. El cabello de Ambrosio era del mismo color rubio rojizo que el de su hermano, aunque llevaba los rizos cortados de forma impecable, al más puro estilo militar romano. Bajo unas cejas gruesas y bien formadas, dos ojos de un vívido tono azulado escrutaron ávidamente a Myrddion de la cabeza a los pies.

«¡Qué ojos tan azules, tan bárbaros!» Myrddion controló enseguida su primer impulso al reconocer un atisbo de inteligencia controlada en aquella profundidad aparentemente vacía. No. Eran ojos romanos.

—Desde Bononia, viajamos por todas las tierras de los francos y visigodos —replicó Myrddion en un latín igualmente puro que sorprendió a Ambrosio, quien reaccionó levantando una ceja con curiosidad—. Desde Massilia fuimos a Roma, al norte de Italia, a Rávena y de ahí a Constantinopla.

—Entonces llegasteis muy lejos —respondió Ambrosio con un rostro concienzudamente neutral, a pesar de que sus manos y pies no paraban de moverse como si reflejaran de algún modo su febril actividad mental—. Debéis de haber visto mucho mundo.

—Sí, mi señor. Me temo que he visto más cosas de las que tal vez me hubiera gustado, incluso.

—Igual que yo —murmuró Ambrosio mientras sus dedos jugueteaban con el fleco de un cojín—. Hablaremos en privado más tarde, me gustaría que me contaras noticias del mundo. Apenas llegan mensajeros a Venta Belgarum.

—Como deseéis, majestad, así será —respondió Myrddion con una voz dulce y melosa.

—El sanador ha vivido varias batallas y ha demostrado su habilidad tanto en las tierras del norte como en el mar Intermedio —agregó Úter con la boca retorcida en una agria mueca—. Sirvió a Vortigern durante las guerras que mantuvo con Vortimer y conoció a Hengist y a Horsa.

«¿Por qué intenta enfrentarme a Ambrosio?», pensó Myrddion mientras contemplaba el ceño ligeramente fruncido del gran rey y percibía la súbita tensión que se había apoderado del cuerpo del monarca, que liberó moviendo rápidamente uno de sus expresivos pies. Se esforzó en seguir hablando con tono calmado.

—Siento decir que es cierto. Cuando yo no tenía más de diez años, Vortigern intentó matarme porque me creía hijo de un demonio. Los brujos del rey afirmaron que yo tenía el don de profetizar el futuro y que debía ser ofrecido en sacrificio, pero Vortigern acabó transigiendo y asesinando a sus magos en lugar de matarme a mí. En el proceso mató también a mi abuela, que era la suma sacerdotisa de la Madre y una de las hijas del rey de la tribu de los deceanglos. Antes yo ya había sanado a Horsa, que se había roto una pierna al caer del caballo. Hengist demostró su gratitud por mis servicios a su hermano y me ayudó a eludir la ira de Vortigern.

Cuando Myrddion se detuvo para tomar aliento, Ambrosio aprovechó para soltar una rápida sucesión de preguntas.

—¿Por qué creyó el regicida que tenías a un demonio como padre? Y ¿cómo podías conocer las artes curativas a tan temprana edad?

«Duda de mí e intenta tenderme una trampa. Ten cuidado, Myrddion, sé inteligente».

La sonrisa del sanador fue amplia y cándida como la de un niño. Por primera vez, empezó a utilizar sus expresivas manos para añadir énfasis a sus palabras.

—Mi madre afirmaba que un demonio la había forzado cuando ella era aún una muchacha. Como se demostró más tarde, era mentira, pero era muy joven y esa fue la mejor excusa que se le ocurrió cuando un dignatario romano la violó tras ser arrastrado hasta la orilla durante una tormenta que tuvo lugar cerca de la casa de mi madre. Solamente su ingenio y su valentía consiguieron salvarle la vida. Era nieta de Melvig ap Melwy, el rey de nuestra tribu. Por suerte, le caí simpático y este prefirió creer la historia. Debido a esa mentira no pude aprender las artes del guerrero como dictaba mi nacimiento, por lo que mi abuela me convirtió en el aprendiz de herbolario de Annwynn de Segontium cuando yo solo tenía ocho años.

—Entonces ¿cómo llegaste a servir a Vortigern? Lo lógico sería pensar que lo odiabas tanto como yo, si como dices mató a tu abuela.

Myrddion se dio cuenta de que en los ojos de Ambrosio crecía la misma desconfianza que ya había demostrado su hermano. Vortigern había herido profundamente a su familia, pero Myrddion vio una manera de utilizar esa enemistad a su favor.

—Yo aborrecía a ese hombre, majestad, y pocas veces he sido tan feliz como cuando lo vi arder hasta morir en su propia fortaleza. Pero eso es otra historia, mi señor. Respondiendo a vuestra pregunta, la maestra Annwynn me enseñó el oficio de sanador y, posteriormente, me obsequió con una caja de pergaminos que habían pertenecido a su maestro. Ella no sabía leer y se dio cuenta de que yo podría transmitirle la sabiduría que contenían. Gracias a esos pergaminos aprendimos los principios hipocráticos que prohíben a todo sanador utilizar su oficio para el perjuicio de los demás, así como que todos los hombres merecen una oportunidad de vivir tras la carnicería del campo de batalla. Cuando el ejército de Vortigern fue derrotado en una batalla cerca de Tomen-y-mur y se perdió un gran número de vidas, mi maestra insistió en ofrecer nuestros servicios para salvar a todos los que pudiéramos. Yo me mostré reticente, pero ella es una verdadera sanadora y jamás permitiría que alguien sufriera si está en su mano hacer algo al respecto.

Ambrosio soltó un gruñido, aunque su mirada se volvió menos severa.

—En cuanto el ejército de Vortigern hubo descansado y sus hombres se hubieron dispersado, me negó la posibilidad de partir de nuevo con mi maestra. Podía leer el corazón de los hombres, incluso el mío, mientras que en el suyo no había lugar para la piedad. Amenazó con matar a Annwynn si no lo obedecía. Sin embargo, para ser sincero, debo admitir que también había un incentivo añadido. Se ofreció a revelarme la identidad de mi padre si le servía con lealtad. Al final llegué a servirle sin temor… pero también para mi propio beneficio.

—Ah —dijo Ambrosio, y Myrddion se dio cuenta de que de algún modo había superado la prueba—. Sí, Vortigern conocía las virtudes y los vicios que todos albergamos en lo más hondo del corazón. Era el mismísimo diablo.

—Era peor que el diablo cristiano, puesto que llevó a nuestro pueblo hasta un conflicto con los bárbaros que perdurará mientras vivamos. Creo que habrían venido de todos modos, pero invitar a hombres tan nobles y diestros como Hengist y Horsa fue una verdadera locura. Como una mala hierba, hundieron sus raíces en Dyfed y solo los dioses saben cuándo conseguiremos echarlos de allí. Los motivos por los que Vortigern lo hizo fueron egoístas y no respondían en absoluto a las necesidades de su pueblo. Por suerte, el fuego acabó con él.

—Sí, si es que realmente existen los dioses —respondió Ambrosio—. Pero ya hemos hablado lo suficiente por hoy sobre hombres despiadados y los viejos tiempos. Preséntame a tus ayudantes. A juzgar por sus ropas, ellos también deben de tener historias cautivadoras por contar.

Myrddion señaló a Cadoc, que avanzó dos pasos, se inclinó y se quedó quieto bajo la atenta mirada del gran rey.

—Este es Cadoc ap Cadwy, un britano del bosque de Dean, en Cymru, que sirvió a Vortigern en la batalla de Tomen-y-mur. Le conocí el primer día que llegamos al campamento de Vortigern. Había sufrido quemaduras y fue nuestro primer paciente. Puesto que las heridas le impedían blandir una espada, una lanza o un arco con la misma habilidad que antes, se convirtió en mi aprendiz y desde entonces me ha seguido en todos mis viajes. Este hombre goza de mi más absoluta confianza, además de mi amistad.

Aquella simple declaración de afecto consiguió humedecerle los ojos a Cadoc y Ambrosio se dio cuenta de ello enseguida.

—Muéstrame tus cicatrices, Cadoc ap Cadwy —le pidió el gran rey.

Cadoc se estremeció, puesto que el celta se avergonzaba de sus viejas heridas. Abrían una caja oculta de recuerdos desdichados que mantenía cerrada a cal y canto en las profundidades de su cerebro. Sin embargo, se quitó el peto de cuero y la túnica acordonada que llevaba debajo y exhibió las arrugadas cicatrices que marcaban uno de los lados de su rostro, el cuello, el hombro y parte de un antebrazo. Con los brazos extendidos a ambos lados, se dio la vuelta poco a poco para que los invitados del rey que llenaban la sala de audiencias pudieran ver la magnitud del daño que le había infligido el aceite hirviendo durante la batalla. No fueron pocos los guerreros que reaccionaron con una mueca de horror y palidecieron con solo imaginar el dolor que debía de haberle producido una lesión de aquellas dimensiones.

—Te pido disculpas, Cadoc ap Cadwy. Ha sido arrogante y descortés pedirte que exhibas tus viejas heridas para el simple regocijo de un hombre insensato y desconsiderado —dijo Ambrosio.

Ninguno de los presentes dudó de que el gran rey lamentaba de verdad aquella petición impulsiva, puesto que pocos hombres podrían haber obedecido sin perder algo de dignidad.

Cadoc se vistió de nuevo con una parsimonia deliberada y el rostro calmado e inexpresivo. Cuando las peores deformidades quedaron cubiertas, alzó la mirada hacia el gran rey y le habló de hombre a hombre.

—Acepto el espíritu de vuestras disculpas, majestad. Sé que poca gente conoce las marcas que puede llegar a dejar el fuego, por lo que interpreto que no lo habéis solicitado por desdén. En realidad no recuerdo mucho el dolor que sufrí en ese momento, puesto que mi maestro me mantuvo muy ocupado y tuve poco tiempo para regocijarme en mis lesiones. Durante los años que han transcurrido desde entonces me he reconciliado con la pérdida de movimiento que sufrí y agradezco haber sobrevivido. He visto mundo en compañía de mi maestro y he aprendido un nuevo oficio, por lo que ahora me dedico a salvar vidas en lugar de arrebatarlas. Estoy contento con mi suerte.

—Hablas como un noble, Cadoc. ¿Cómo es posible? ¿Naciste en el seno de una familia de alto linaje?

Cadoc rió en voz alta y su rostro jovial quedó transformado. Ninguno de los que contemplaron esa expresión pícara pensó en la cicatriz que le había dejado la ceja torcida y unas áreas brillantes de color rosado en el pómulo.

—Mi padre era posadero en Caerleon, majestad, pero nació en tierras lejanas, a las que me mandó para que me criara allí. Cierto es que no era un campesino, pero era un hombre corriente que ni siquiera sabía escribir. El maestro Myrddion me dio conocimientos de griego para que pudiera leer los pergaminos, y también me enseñó que una buena expresión, especialmente si se mantienen las formas de cortesía, puede allanar el camino de un hombre en la vida. Yo no era más que un simple soldado de caballería, aunque nací con la lengua ágil e impertinente. Ahora soy sanador… ¡y un buen sanador!

—Bien dicho, Cadoc. Un hombre puede medirse por sus acciones más que por lo que afirma poder hacer. ¿Qué te pareció Roma como hombre del pueblo llano que eres?

—Es muy extensa y la gente vive bastante bien allí, majestad, pero hay algo podrido en esa ciudad. Sus habitantes están demasiado acostumbrados al poder para darse cuenta de que los tiempos han cambiado.

Ambrosio se mordió el labio inferior y sus dedos danzaron sobre el borde de la tapicería de su silla.

—Pero ¿sigue siendo un lugar bello? Recuerdo lo limpia y adorable que era.

—Ah, pero no estuvisteis viviendo en la Subura, ¿verdad, majestad? En los callejones, Roma se ahoga en su propia mugre. En Venta Belgarum, incluso las chozas de los campesinos están limpias, mientras que en Roma hay demasiada gente para que pueda mantenerse en buen estado. Es una ciudad vieja, majestad, y se acerca el momento de su muerte.

—¡Jamás! —exclamó Úter—. Roma perdurará incluso cuando nosotros nos hayamos convertido en polvo. No creo que su poder pueda llegar a extinguirse nunca.

Con diplomacia y sin responder más que con un ambiguo gesto con la cabeza, Cadoc volvió a situarse tras su maestro y Myrddion se encargó de llenar aquel pequeño e incómodo silencio.

—Y este hombre es mi sirviente, Praxíteles. Eligió seguirme de nuevo hacia el oeste cuando abandoné Constantinopla. Antes de que penséis que se trata de un hombre de poca cultura, os diré que Praxíteles era un próspero comerciante y armador hasta que el azar lo despojó de su fortuna. Habla varias lenguas y sabe leer y escribir. He puesto en sus manos el cuidado de mis posesiones y de mi gente, y no dudaría en confiarle mi propia vida.

—Esas son grandes alabanzas, Praxíteles de Constantinopla —dijo Ambrosio en voz baja—. Veo que tu nombre no indica nada acerca de tu linaje. ¿Tan insignificantes te parecen tus ancestros como para renegar de ellos?

Praxíteles podría haberse sentido insultado por el tono que el gran rey había utilizado al formular la pregunta. Sin embargo, incluso si hubiera sucedido, lo cierto es que supo enmascarar bien sus sentimientos.

—Procedo de la casa de Escipión, majestad. Cuando mi bisabuelo llegó a Constantinopla se casó con la hija de una familia griega de comerciantes navales de Éfeso. Por mis venas corre tanto sangre griega como romana. Sin embargo, cuando perdí mi fortuna y mi esposa murió, dejé atrás mi pasado con el convencimiento de que Dios me había destinado tanto sufrimiento con algún fin. Cuando conocí a mi nuevo señor supe que Dios quería que fuera su leal sirviente y ni el orgullo ni los ancestros me serán útiles para servirle mejor. Mis hijas son ya mayores y gozan de una posición estable y segura. Mis nietos viven bien en sus tierras, por lo que soy libre de partir a ver mundo y aprender las lecciones que Dios me depara.

Úter resopló con desdén, puesto que en su mundo no había lugar para los sirvientes si no era para limpiarle las botas, proporcionarle toda clase de placer físico y mantener la boca cerrada. En cambio, el rey tenía una gran capacidad de empatía que le permitía comprender incluso al más humilde de los que le servían. Mientras Ambrosio le hablaba a Praxíteles sin la más mínima pretensión o arrogancia, Myrddion se dedicó a comparar a los dos hermanos. A Úter le faltaba algún elemento esencial que lo convertía más en una bestia que en un hombre, pero Ambrosio parecía, a simple vista, un gobernante al que Myrddion podría respetar, tal vez incluso admirar.

«No debo olvidar que esos dos hombres poderosos son hermanos —pensó Myrddion—. Úter debe de tener parte de Ambrosio y viceversa», concluyó mientras Praxíteles retrocedía de nuevo para quedarse tras el hombro izquierdo de su señor.

—Por mal que pueda parecerme la idea de poseer a alguien, Úter, debo decir que estoy encantado con el regalo de cumpleaños que me has traído. Gracias, hermano, tengo la sensación de que ambos sacaremos provecho de los servicios de este hombre y de sus amigos. —El rey se volvió hacia Myrddion de nuevo—. ¿Tenéis donde vivir? Bien, entonces podrás tener sirvientes a mi cargo, Myrddion Merlinus, y ejercer tu oficio. Lo único que te pido a cambio de momento es que me visites todos los días al atardecer. En caso de guerra, seréis mis sanadores principales y espero que instruyáis a un grupo de jóvenes para que sirvan a mis intereses del mismo modo; una vez más, a mi cargo. ¿Te parece un trato aceptable, Myrddion de Segontium?

Tras cotejar lo cómoda que sería su vida con los nuevos aprendices y sirvientes que le proporcionaría el rey y el pago que recibiría por servir a los enfermos de Venta Belgarum, Myrddion se dio cuenta de que la propuesta de Ambrosio no solo era justa, ¡era espléndida!

—¿Cómo podría rechazar tanta generosidad, majestad? Os serviré durante el resto de mi vida y estoy dispuesto a juraros lealtad, si ese es vuestro deseo.

—No, Myrddion. Un apretón de manos es suficiente para los hombres como tú y como yo.

Ambrosio se puso de pie y le tendió la mano derecha al sanador celta. Úter pareció alarmarse ante la despreocupación de su hermano, y Botha puso una mano sobre la empuñadura de su espada al instante, aunque Ambrosio hizo caso omiso a esas inquietudes y le agarró el brazo a Myrddion a la altura de la muñeca.

Así fue como Myrddion se dio cuenta de que se había unido a ese hombre para el resto de su vida.

Y la audiencia terminó.

Habían pasado varias horas y los tres compañeros ya se encontraban reunidos de nuevo en la casa. Las mujeres se habían esmerado, pero la vieja villa apenas estaba habitable, por lo que el grupo instaló camastros en el scriptorium, que era la estancia más cálida, y se quedaron dormidos casi de inmediato. Myrddion había informado a Rhedyn y a Brangaine de que pronto llegarían más sirvientes a cargo del gran rey y que todos se pondrían manos a la obra, incluido él mismo. Las mujeres se acostaron junto a los niños entre susurros de entusiasmo.

Incluso cuando empezó a oír los suaves ronquidos de Praxíteles y un leve rumor procedente de la boca abierta de Cadoc, Myrddion se dio cuenta de que, por más que lo intentaba, no conseguía conciliar el sueño. Como una rata enjaulada, su mente no hacía más que dar vueltas mientras diseccionaba hasta la última palabra articulada durante la audiencia con Ambrosio. El gran rey era muy distinto de su hermano. Era incapaz de mantener quietos los pies y las manos, lo que indicaba un carácter tenso y una mente activa a pesar de que había aprendido hacía mucho tiempo a ocultar sus sentimientos. Su contundente rostro romano recubría prácticamente todo lo que le pasaba por la cabeza, con la única excepción de los reveladores músculos de la mandíbula y las protuberancias de las cejas. Solo un observador atento sería capaz de distinguir los pensamientos secretos de Ambrosio, pero Myrddion había aprendido a interpretar los numerosos signos de conflicto interior presentes en la mente de gobernantes impredecibles.

Tras la audiencia, Myrddion había mandado a Praxíteles y a Cadoc de vuelta a casa mientras él esperaba la reunión privada prometida con Ambrosio. Durante esa observación forzosa de la corte, enseguida se había dado cuenta de que los personajes importantes y los caudillos tribales que se habían congregado allí competían para ganarse el favor del rey. Mientras estudiaba los métodos de Ambrosio para lidiar con los requerimientos de tierras, la disposición de herencias y las disputas fronterizas, Myrddion recordó la formalidad y la eficiencia de los tribunales romanos. Un único escriba se encargaba de anotar las diversas decisiones que se tomaban, de manera que Myrddion albergó la esperanza de que Ambrosio tuviera una memoria retentiva. El emperador de Oriente había resultado ser un gobernante anciano y titubeante, pero la emperatriz y los clérigos que solían ayudarlo estaban muy organizados. Cuando el rostro de Ambrosio se frunció en una mueca de desaprobación al oír una demanda que exigía una solución ante un asunto de sucesión especialmente difícil de resolver, el joven sanador quedó horrorizado ante el griterío, los insultos y la falta de orden que parecían normales en aquel tribunal. Las decisiones de Ambrosio fueron escuetas e inteligentes, y en varias ocasiones solicitó más pruebas antes de tomar una decisión, a pesar de que el gran rey se enfrentaba a unos sistemas arcaicos y tradicionales basados en el principio de que todos los celtas de alta cuna eran libres de expresar su punto de vista. Con una fugaz mirada a Úter Myrddion constató la disconformidad del hermano menor con los rituales establecidos para el proceso legal.

El sanador llegó a la conclusión de que Úter preferiría ahorrarse tanta argumentación y actuar de forma independiente si algún día llegaba a convertirse en gran rey. Y comprendió su impaciencia a pesar de que aborrecía la mera idea de tomar decisiones de forma autocrática. Debido a su carácter intrínsecamente justo, Ambrosio se veía obligado a mantener a raya su temperamento; la decencia y el equilibrio eran su punto débil. Evitaba tomar una decisión antes de disponer de todas las pruebas. El sanador pensó que al gran rey eso le costaría la muerte si no se andaba con cuidado.

Después de llamar al joven de la jarra de vino en varias ocasiones, Ambrosio tomó una decisión que acabó satisfaciendo a pocos de los demandantes. Se puso en pie, alegó un gran cansancio y despachó al grupo con una orden seca que los instaba a regresar al día siguiente.

«Los hombres destinados a reinar no comprenden las tareas tediosas y banales del gobierno», pensó Myrddion mientras se inclinaba en una honda reverencia y se mantenía alrededor de la multitud que abandonaba la sala. No estaba seguro de si también él tenía que marcharse.

—¡Tú no, Myrddion! Tenemos que hablar de unos asuntos.

Cuando en la sala no quedaron más que Úter, el guardia y el joven adormilado que sostenía la jarra de vino, el gran rey se estiró para desperezarse y se pasó las manos por el pelo con un gesto que sin duda alguna reflejaba su impaciencia.

—Alabados sean los dioses, por fin se ha marchado ese hatajo de escandalosos —murmuró—. Myrddion, ven conmigo a mis aposentos privados. Y tú, Beric, ya puedes irte a la cama.

El gran rey le dio una palmada afectuosa en la espalda al esbelto muchacho mientras este le dedicaba una reverencia y le cedía la jarra de vino a su amo.

—Úter, ¿puedes conseguir algo para comer y beber? Siento encargarte una tarea como esta, pero estoy demasiado cansado para explicarle lo que quiero a un sirviente medio dormido y no quiero que me molesten. Ulfin me protegerá y catará mi comida, ¿verdad?

Ulfin dio un paso adelante para destacarse de la fila de guardias, se inclinó de forma obediente y esperó las órdenes de Ambrosio.

—Otra cosa, hermano. ¿Podrías averiguar a qué se referían esos idiotas cuando hablaban de la muerte de Reece pen Ryall? Me huele a que se oculta algún secreto entre tanta mentira. ¿Podrías sonsacarles la verdad?

—Si ocultan algo, lo descubriré, Ambrosio. Estoy de acuerdo, esos dos jóvenes se traen algo entre manos.

—Bien. Myrddion, Ulfin: venid conmigo. —Ambrosio se dio la vuelta y se dirigió a paso ligero hacia la parte posterior de la sala, que permanecía sumida en las sombras. Ulfin y Myrddion tuvieron que apresurarse para no quedarse atrás.

Mientras seguían los anchos hombros del rey por varios pasillos estrechos y subían por un tramo de escaleras de madera, Myrddion tuvo la oportunidad de examinar a su nuevo señor desde detrás. Puesto que el gran rey no tenía las piernas tan largas como su hermano, Myrddion lo había considerado menos poderoso. Sin embargo, cuando hubo comprobado la anchura de su espalda, la longitud de su torso y sus fuertes brazos, llegó a la conclusión de que las musculadas piernas de Ambrosio tenían un aspecto aparentemente truncado porque su cuerpo parecía el de un hombre de mayor estatura. Los pies del gran rey impactaban contra el suelo con los talones, de manera que las suelas de cuero de sus sandalias emitían un sonido sordo y audible con cada paso. Los grandes hombres demostraban su superioridad con la fuerza de sus pasos.

Su túnica era sencilla y estaba desprovista de adornos, pero la lana con la que estaba confeccionada era tan refinada y estaba tan deliciosamente tejida que era imposible dudar de su inequívoca calidad. Llevaba una simple corona dorada de hojas de laurel en la cabeza y las cintas que la ataban por detrás se balanceaban y rebotaban con la rapidez de sus movimientos. Con cada paso sonaba un leve tintineo melodioso y Myrddion, buscando el origen de ese sonido, vio que el emperador llevaba un brazalete de oro en una de las muñecas. Aquella alhaja estaba decorada con unas campanillas colgadas en intervalos regulares. La pulsera tenía un aspecto y una función casi femeninos. Eso dejó asombrado a Myrddion, quien se propuso preguntar a Ulfin o a Botha acerca de ello en cuanto tuviera oportunidad. Aparte de eso, Ambrosio no llevaba más ornamentos que un enorme anillo de oro y calcedonia en el pulgar.

Al fin, Ambrosio abrió de par en par una puerta de madera.

—Entra, Myrddion, y acomódate donde quieras. Ulfin, haz algo útil y encuentra un vino decente para mi invitado.

Myrddion se detuvo frente al umbral y contempló la habitación con manifiesta curiosidad.

El suelo era de madera y estaba manchado y descolorido por el uso intensivo al que había estado sometido durante años. Varias alfombras de hilo y de lana suavizaban la grasienta superficie y aportaban además notas de color que animaban aquella atmósfera más bien adusta. Varias sillas y divanes proporcionaban cómodos asientos y los cojines tintados con tonos vistosos servían para evitar el frío y el dolor en los músculos. Una mesa baja estaba iluminada por una larga e intrincada lámpara de aceite de estilo romano, y Ulfin utilizó una candela de paja comprimida para encender varios apliques que iluminaron la estancia al momento. Sobre una chapa de hierro había también un brasero encendido, cuyo manto de calidez invitó a Myrddion a entrar en la estancia.

Una abertura sin puerta en uno de los lados reveló un pequeño dormitorio amueblado con una sencilla cama de madera, con un bastidor de cintas de cuero entretejidas para acomodar el cuerpo del gran rey. Sobre una mesilla, junto a la cama, había una jarra de agua de plata repujada acompañada de varios cuencos de alfarería llenos de fruta y nueces, así como una gran fuente lista para contener comida. En general, la habitación prometía una calidez, un lujo y una comodidad que dependían más de la calidad de los objetos que contenía que de su cantidad.

Myrddion fue invitado a sentarse en un banco de tapicería brillante con un robusto respaldo. De inmediato, el joven sanador se sintió como en casa cuando Ambrosio se echó en un largo diván y cruzó los tobillos sobre la mesilla.

—Y bien, Myrddion, ¿qué te ha parecido mi sala de audiencias?

Por suerte para Myrddion, un sirviente entró en ese momento con una bandeja llena de cuencos de alfarería tapados.

—¡Ulfin! —Ambrosio llamó al guerrero y este destapó los recipientes para que Myrddion pudiera ver los diversos estofados, tajadas de carne, asados de ave y verduras. A continuación, con un delicado cuchillo de mesa, Ulfin procedió a probar una pequeña ración de cada plato.

—Si estás pensando que no me fío de la comida que sale de mis propias cocinas, Myrddion, estás en lo cierto. Los sajones no son los únicos que desean verme muerto, también tengo enemigos en las naciones pictas, en Cymru e incluso entre los ambiciosos reyes menores del sur.

—Comprendo, mi señor. El veneno ha sido el arma elegida por los usurpadores desde que los hombres empezaron a codiciar las posesiones ajenas. Vortimer murió envenenado y la mismísima reina Rowena, que fue quien le administró el veneno, cayó también víctima de esa silenciosa forma de asesinato. Hay hombres que afirman en voz baja que fuisteis vos quien ordenó su muerte, majestad, si me permitís la franqueza.

Myrddion esperó con el alma en vilo a que Ambrosio digiriera sus palabras críticas. Sin embargo, el gran rey se echó a reír y le tendió un cuerno de vino blanco.

—Haces bien hablando sin tapujos sobre este asunto. Hace tiempo que se rumorea que fui yo quien mandó matar a la reina sajona. No tengo nada que ver con esas acusaciones, pero no lamento que sucediera. Alguien cercano a mí sobornó al aristócrata de Glywising para que hiciera la vista gorda. Podría adivinar quién fue… pero ¡no lo haré! No me arrepiento de haber deseado ver que Vortigern y su esposa desaparecían de Cymru, pero, por extraño que pueda parecer, nadie reclamó la autoría del suceso. Y eso que me habría gustado pagarle una buena recompensa al asesino.

—Yo estaba presente cuando Rowena murió, majestad. La sirvienta que envenenó el maquillaje de la reina pagó con creces su parte de culpa. Rowena perdonó a la muchacha en el último momento y yo tuve la impresión de que a la reina no le importaba demasiado morir siempre que eso garantizara la seguridad de sus hijos. Vortimer la había violado y golpeado cuando la retuvo como rehén en Glevum. Yo pude ver las heridas que le había provocado, e incluso un necio se habría dado cuenta de que el trato que recibió de manos de su hijastro debió de pesar terriblemente en esas pocas ganas de vivir. Comprendió el precio de la sangre, puesto que los habitantes del norte creen que debe pagarse por cualquier muerte. Y en su caso, lo pagó caro.

Ambrosio, con el ceño fruncido, hizo un gesto en dirección a la bandeja de comida y le tendió a Myrddion un cuchillo de mesa para que comiera.

—No pareces más que un muchacho imberbe, pero has sido testigo de un gran número de actos crueles en nuestras tierras. —Sonrió levemente al recordar agravios pasados—. Mi hermanastro, Vortimer, se volvió loco por culpa de la ambición de hombres codiciosos y fue mucha la sangre derramada en la lucha por su trono.

Ambrosio jugueteó con la pulsera que llevaba en la muñeca y las campanillas emitieron un leve tintineo.

—El segundo esposo de mi madre, Vortigern, mató a mi hermano Constante y con ello provocó que nos exiliaran. La pulsera que me obsequió me recuerda lo mucho que ella nos amaba y cómo se convirtió en un sacrificio por la ambición de su esposo. He vivido tiempos terribles, Myrddion Merlinus, pero tú has experimentado cosas que ni siquiera yo llegaré a conocer jamás. Me gustaría aprovechar esa experiencia que acumulas. No tuerzas el gesto de ese modo: en todo momento te contaré directamente cuáles son mis intenciones.

Myrddion asintió. La franqueza de Ambrosio era indiscutible y no era normal encontrar tanto candor en un hombre tan poderoso.

—Bueno, pues vuelvo a mi primera pregunta, la que te he hecho antes de que nos interrumpieran. ¿Qué te ha parecido mi sala de audiencias?

De forma instintiva, Myrddion decidió responder a la pregunta del rey con la franqueza que Ambrosio parecía preferir.

—Necesitáis más escribas para que quede constancia de las palabras que pronuncian los demandantes y vuestras respuestas, todo, de manera que no os veáis obligado a depender tan solo de vuestra memoria. Eso garantizaría la existencia de un registro de los conflictos que tienen lugar en vuestro reino por si ese conocimiento pudiera serviros en el futuro.

—Estoy de acuerdo, Myrddion. Comprendo lo que quieres decir. Los buenos escribas siempre escasean, pero encargaré a mis guerreros que encuentren a tantos como sea posible. ¿Tienes alguna idea acerca de dónde podría hallarlos?

—La Iglesia cristiana ha instruido a un gran número de hombres que podrían cumplir con vuestras necesidades si podéis llegar a un acuerdo satisfactorio con ellos. Yo no comparto esa fe, pero optaría por utilizar todas las herramientas que se encuentren a vuestra disposición. Una relación como esa podría resultaros ventajosa, puesto que podrían llegar a convertirse en futuros aliados para vuestra causa.

—Tus palabras son sabias, por lo que seguiré tu consejo. Úter ha sido muy sensato desviándote de tu camino hacia Segontium, ya me estás demostrando tu valía. ¿Tienes más críticas o sugerencias?

Myrddion se miró los pulgares, concentrado en el anillo de rubí que le habían regalado nada más nacer.

—Hay dos maneras más de hacer valer vuestros juicios durante las disputas entre nobles. Primero, necesitáis un senescal con autoridad para que intervenga durante las confusas e impropias demostraciones de genio como las que hemos presenciado esta noche. Desde mi punto de vista, esa persona debería tener el poder de censurar y castigar, puesto que vuestra tarea consiste en juzgar y tomar decisiones, y no en controlar la conducta de los demandantes.

—Ese también es un buen consejo. Me lo pensaré. ¿Cuál es la otra sugerencia?

Los ojos del gran rey brillaban a la luz de la lámpara y Myrddion se preguntó cómo había podido llegar a pensar que a aquellos ojos azules les faltaba profundidad.

—Necesitáis una red de espionaje. No solo en los campos sajones, sino también en las casas de vuestros aliados. Deberíais saber por adelantado cuáles de vuestros señores tienen ambiciones y cuáles no. De este modo, podéis proteger vuestra posición y garantizar la seguridad de vuestro reino.

—¡Ay! —Ambrosio suspiró profundamente con unas arrugas de preocupación grabadas en su bello rostro—. Soy consciente de que este trono pende de un hilo, puesto que si llego a morir no tengo hijos que puedan sucederme. Mi hermano es el único que se encuentra entre el pueblo y una guerra civil por la sucesión del trono. Entre estas cuatro paredes, confieso que he pensado mucho acerca de la posibilidad de crear una red de espionaje, pero Úter carece de la sutileza necesaria para organizar una estructura como esa, por lo que me vería obligado a encargar esa tarea a un extranjero. Sin embargo, Úter es el único hombre de estas extensas tierras en el que puedo confiar plenamente. Estoy seguro de que me perdonarás que diga algo tan obvio, pero es la verdad. Mi hermano Constante confió en Vortigern, nuestro padrastro, y pereció precisamente debido a la fe que albergaba en esa relación. Yo no cometeré el mismo error.

—Comprendo, majestad.

—Pero tus sugerencias son meritorias, Myrddion Merlinus, por lo que tendré muy en cuenta tus consejos. —Acto seguido, el rey sonrió y se sirvió otra copa de vino—. Y ahora, cuéntame cosas acerca de Constantinopla, la joya de Oriente. No sabes lo mucho que me gustaba esa ciudad cuando era un muchacho.

Como si de viejos amigos se tratara, los dos hombres estuvieron hablando de ciudades remotas y extrañas costumbres hasta que terminaron de comer. Incluso entonces, a Ambrosio le habría gustado seguir con la conversación, pero se dio cuenta de que a Myrddion le pesaban los ojos y que estaba reprimiendo los bostezos que daban fe de su agotamiento.

—Sanador, te estoy privando del lecho con mi entusiasmo por hablar acerca del pasado. He sido descortés y te pido disculpas por ello. Retírate a descansar, estaré esperando con impaciencia que el sol se ponga mañana para que me cuentes acerca de la muerte de Flavio Aecio. Me parece delirante. ¿Qué gobernante sensato prescindiría de su defensor más capaz?

Tras murmurar todas las cortesías propias de su condición de invitado, Myrddion se excusó y Ulfin lo acompañó hasta la salida de la sala de audiencias del gran rey. Una vez fuera, ordenó a un adusto guerrero que se asegurara de que el sanador llegaba a sus aposentos convenientemente escoltado. En esos momentos, mientras intentaba conciliar el sueño, Myrddion se dedicó a pensar en el carácter del emperador Ambrosio, un hombre aparentemente abierto y razonable que, sin embargo, había sobrevivido incluso a las manipulaciones sin escrúpulos de un hombre como Vortigern.

«Sin duda hay algo más detrás de ese rostro con el que se muestra ante el mundo», susurró Myrddion para sí mismo cuando el sueño empezaba ya a arrastrarlo por fin hacia la plácida oscuridad que tanto deseaba.