Un sirviente reticente
Hay tres cosas que siempre amenazan al hombre:
La enfermedad, la edad y el impacto de una muerte repentina,
Que arrebatarán el alma incluso al más fuerte de los guerreros.
Por eso necesita a quien aprecia su nombre,
Las alabanzas de su pueblo después de partir,
Para ahuyentar al diablo antes de partir,
Actuar bien en la tierra y conquistar con dignidad.
Antiguo poema inglés,
The Soul’s Voyage
—¡Mierda! —exclamó Myrddion con crudeza mientras Cadoc y Finn lo miraban de reojo—. Sé que Úter Pendragón me ha visto. ¡Estoy seguro! He visto como sus ojos intentaban ubicarme entre sus recuerdos. ¡Maldita sea!
—Tal vez deberías reunir a las mujeres, maestro. Seguro que no se detendrá a buscarte mucho tiempo si no te encuentra junto a los heridos. —Cadoc no estaba muy convencido de sus propios argumentos, por mucho que se esforzase en verbalizarlos.
Myrddion tampoco estaba muy convencido; sabía perfectamente que Úter Pendragón dedicaba todas sus energías y esfuerzos a conseguir lo que se proponía, del mismo modo que se obsesionaba por exterminar a sus enemigos. De acuerdo con la lógica de Úter, Myrddion podría servirle para mantener a sus guerreros sanos para la lucha; por lo tanto, estaría obligado a aceptar los deseos del príncipe.
—Finn, escúchame bien. ¿Habéis hablado con Bridie sobre lo que le dije? Si Úter Pendragón decide reclamar mis servicios, intentaré asegurarme de que podáis continuar hasta Segontium. Si Annwynn sigue viva, te acogerá a ti y a tu familia en su casa y os permitirá llevar una buena vida a cambio de tus conocimientos. Sin embargo, si hubiese fallecido durante nuestra ausencia, deberías ir en busca de Eddius, el esposo de mi abuela. Él se asegurará de que tú y los tuyos estéis seguros.
Los sanadores llegaron a la puerta y encontraron allí los cadáveres amontonados y a los guerreros de Úter que les estaban desvalijando todas las posesiones. Dispusieron una rudimentaria carreta tirada por una mula quejumbrosa tan cerca como pudieron de la matanza y, una vez desnudos los cadáveres, los fueron metiendo dentro de cualquier manera, como si se tratara de basura.
—No os dejaré con ese cabrón, maestro —declaró Finn—. Es todavía peor que Flavio Aecio. Úter disfruta matando a sus víctimas. El perro romano era demasiado apocado y frío para esas pasiones encendidas. No os abandonaré, Myrddion.
—Debes hacerlo —insistió el sanador—. Ahora eres padre, tus responsabilidades van más allá de tus deseos. Debes contarles a tus hijos lo que has visto y oído. Eres Cuentaverdades, por lo que debes sobrevivir y no seguir manchando tu honor. Si Úter viene a mi encuentro, me pedirá que desempeñe servicios a los que preferiría no tener que enfrentarme. No quiero preocuparme por ti, tu esposa y tu hijo, como tampoco de los demás compañeros. Hazme caso y déjame libre a mi destino.
Myrddion percibió un leve gimoteo, apenas audible.
—¡Silencio, Finn! ¡Escucha! Hay alguien vivo dentro de ese montón de cadáveres apilados a la izquierda de las puertas.
Dos de los guerreros de Úter recogieron el cuerpo flácido de una mujer que tenía la cabeza ladeada de forma antinatural. Era evidente que le habían cortado la garganta, a juzgar por el velo de sangre que le había empapado la ropa desde el cuello hasta el dobladillo. Bajo su cuerpo, y parcialmente protegido por el pecho contorsionado de un joven, un bebé empezó a llorar desde ese nido de carne inerte.
Tan veloz como la caída de un halcón cuando arremete sobre su presa, Myrddion se lanzó al suelo por debajo de los brazos del guerrero más cercano y recogió a la criatura del mugriento suelo. Estaba tan empapado de la sangre de su madre que el sanador no fue capaz de determinar si había sufrido algún daño. Mientras intentaba quitarle la tela pegajosa que le servía de pañal, Brangaine apareció a su lado como por arte de magia y le arrebató al bebé de las manos.
—Yo me encargaré del pequeño, maestro, me lo llevaré a la posada —dijo.
Myrddion no se opuso y Brangaine envolvió con sus brazos maternales al chiquillo, que no paraba de gimotear.
«Otra boca que alimentar», susurró una voz cargada de cinismo dentro del cerebro de Myrddion. Sin embargo, acto seguido cerró la puerta mental hacia ese pensamiento insidioso de un brusco y desdeñoso portazo.
—¿Qué haces aquí, Brangaine? Es demasiado peligroso y has dejado sola a Willa.
—El príncipe os ha estado buscando, maestro, y Gron parece dispuesto a entregaros. Ese hombre es un Judas. No tiene decencia, excepto para lamentarse y quejarse sobre todo lo que tiene que ver con su petulante existencia. He venido a advertiros.
La mirada que Brangaine dirigió a su maestro habría podido cuajar la leche. Para intentar aplacar los sentimientos heridos de la mujer, Myrddion la mandó de vuelta a la posada para que lavara al bebé y lo examinara por si había sufrido algún daño. A continuación el sanador siguió buscando entre la carnicería por si quedaba alguien más con vida.
Con la complicidad de cualquier persona sana con la que se cruzaba para que lo ayudara, Myrddion se las arregló para liberar a los pocos supervivientes que seguían respirando. Los guerreros de Úter habían saqueado los cadáveres de los invasores sajones en la parte baja de la ciudad, pero no habían mostrado interés pecuniario alguno por los hombres y mujeres semidesnudos que se habían visto envueltos en aquella despiadada matanza. El campo de batalla junto a las murallas reveló un total de ciento cincuenta y un muertos. Solamente dos niños con heridas leves seguían con vida, y Myrddion quedó abatido al comprobar el esmero que habían demostrado los atacantes sajones. La carne expuesta y desprotegida estaba indefensa ante el hierro de las hachas y las espadas.
En la parte baja de la ciudad Myrddion y sus ayudantes tuvieron que enfrentarse a crueles quemaduras que se habían traducido en hinchazones y ampollas que reventaban para liberar el fuego interior. Tal como había hecho Annwynn tantos años antes, después de la destrucción de la posada El Hada Azul en Segontium, Myrddion había administrado generosamente el beleño y la adormidera para que sus pacientes pudieran soportar el beso de las llamas.
De ese modo, unas horas más tarde, a Myrddion le venció el abatimiento y se sintió desbordado cuando un guerrero de la guardia personal de Úter lo encontró atendiendo a la última de las supervivientes. Las órdenes que el príncipe le había dado al joven habían sido tan drásticas como sucintas: «Dile al sanador cuyo nombre no consigo recordar que me espere en casa de Gotti, el comerciante, antes del anochecer. Adviértele de que se expondrá a mi ira si tengo que ir yo a buscarlo».
La actitud del mensajero fue burlona tanto en el tono como en la gestualidad, puesto que el delgado y joven sanador que tenía delante le pareció absolutamente inofensivo, tanto para él como para el príncipe. Como hijo de un caudillo local, el guerrero se daba a sí mismo mucha importancia y todavía no había aprendido a no fiarse de las apariencias. Myrddion reconoció de inmediato esa falta de madurez, a pesar de la barba rojiza y cerrada que llevaba cortada al estilo romano.
—Antes de pedirte que me des el mensaje de nuevo, joven, me gustaría saber tu nombre. No me gusta recibir órdenes de gente a la que no conozco.
Mientras hablaba, Myrddion no apartó los ojos de la pierna quemada de una joven matrona, de apenas quince años de edad, que tenía el rostro ennegrecido por el hollín excepto donde las lágrimas habían excavado largos regueros que bajaban por las mejillas antes de caer sobre la ropa chamuscada.
—Me llamo Ulfin. Y ahora escucha las palabras del príncipe Pendragón, amo del oeste y azote de los sajones —le espetó el joven mientras intentaba recuperar la iniciativa.
—Ya sé quién es tu amo. ¿Cuál es el mensaje?
La calma y el aplomo de las palabras del sanador consiguieron que Ulfin se pusiera nervioso y empezara a enfadarse. Tenía más o menos la misma edad que Myrddion e intentaba desesperadamente ocultar los nervios y la frustración, pero algo inquietó al guerrero cuando los ojos negros del sanador lo miraron de reojo. Sin embargo, la sonrisa que le dedicó Myrddion no tardó en restaurar la primera impresión que se había llevado ante ese joven aparentemente cándido e inofensivo, por lo que repitió el mensaje más despacio.
—Acudiré cuando haya terminado de vendar las quemaduras de esta joven. Unos momentos no son nada para el príncipe Úter. Para ella, en cambio, pueden resultar cruciales para sobrevivir a las heridas.
Sin esperar respuesta, Myrddion volvió a concentrarse en el vendaje empapado de ungüento con el que estaba cubriendo las ampollas de la pierna y el pie de la muchacha.
—¡Mi señor me ha ordenado que te lleve hasta él de inmediato! —exclamó Ulfin con resentimiento tras golpear de forma infantil el pavimento sobre el que estaba trabajando Myrddion—. El príncipe nos hará sufrir a los dos si lo haces esperar.
—Ya te he dicho que acudiré cuando haya terminado este vendaje. Ya falta poco. Y te recuerdo que Úter Pendragón es tu señor y no el mío. Además, está en deuda conmigo, por lo que te aconsejo que seas cortés.
Al guerrero le habría gustado replicar con una protesta, pero Myrddion le dio la espalda y continuó envolviendo la pantorrilla de la chica con parsimonia. Ulfin empezó a caminar con impaciencia arriba y abajo mientras su fértil imaginación buscaba una excusa que pudiera justificar el retraso. A Úter no le haría ninguna gracia y Myrddion se había ganado un nuevo enemigo.
—Ya está, he terminado —le susurró Myrddion a su paciente—. Has sido muy valiente, pronto te sentirás mucho mejor. No temas, te veré de nuevo antes de partir hacia el norte.
Con la atención habitual que mostraba por los detalles, Myrddion se lavó las manos a conciencia en un cuenco de agua caliente, se limpió la sangre que le había quedado bajo las uñas y se trenzó el pelo de nuevo, puesto que se le habían soltado algunos mechones. A continuación ordenó a Finn y a Cadoc que se encargaran de sus pacientes, se alisó la ropa y se volvió para mirar al joven guerrero.
—Muy bien, Ulfin, ya estoy listo. Soy forastero, por lo que tendrás que mostrarme cómo llegar hasta la casa de Gotti.
«Es evidente que no eres de aquí —pensó Ulfin mientras entraba de nuevo en la ciudad—. Nadie que conozca al hijo del dragón se atrevería a hacerlo esperar».
La casa de Gotti era una estructura de dos pisos construida con ladrillos de arcilla, que se parecía más a las casas de la Subura romana que a las distinguidas villas. Desde la entrada Myrddion pudo ver un largo pasillo que se abría a un atrio interno lleno de estatuas. Mientras lo registraban para ver si llevaba armas, se dio cuenta de que ese jardín abierto era largo y estrecho y que en la casa de Gotti, al parecer, se seguía la costumbre de mantener un huerto, a juzgar por las ordenadas filas de hierbas medicinales, los limoneros plantados en macetas y los cogollos todavía pequeños de las coles. Cuando los guardias de Úter terminaron de cachear a Myrddion, lo condujeron hasta el triclinio, donde los postigos estaban abiertos de par en par para atrapar hasta el último rayo de sol.
—Has tardado mucho, sanador. ¿Es que mi mensajero no se ha mostrado lo bastante persuasivo? Por lo que respecta a ti, Ulfin, más tarde discutiremos tu manera de perder el tiempo.
Úter estaba repantingado en un diván, completamente relajado, a pesar de haber vivido ajeno a las costumbres romanas durante muchos años. Myrddion examinó las mejillas recién afeitadas del príncipe y los rizos salvajes de su cabello, que seguían tan vigorosos como en su memoria. Sin embargo, Úter era ya un hombre de mediana edad y su rostro mostraba todos los vicios que habían dejado impronta en sus elegantes huesos y habían esculpido los rasgos de su cara. Un aura invisible de poder envolvía su cabeza y sus hombros, y a Myrddion casi le pareció oír el crujido de un relámpago.
El sanador se reprendió a sí mismo. «¡Mírale a los ojos, estúpido! Hay algo más que poder ahí. También hay rabia y un odio frío. Excepto a su hermano, Úter lo odia casi todo».
Advertido, Myrddion inclinó la cabeza con una gentileza exquisita, sutilmente mesurada. Úter no era rey, pero tampoco era un noble corriente. Un hombre sabio tenía que saber tratar con cautela ese tipo de naturalezas impredecibles.
—Vuestro sirviente se ha mostrado admirablemente claro y breve, señor. No ha sido culpa suya que os haya hecho esperar. Estaba vendando las quemaduras de una joven, por lo que el retraso solo se me puede atribuir a mí. ¿Ha desaparecido ya la cicatriz de vuestra vieja herida?
Esta cuestión final desvió la tormenta que se avecinaba en los bellos rasgos de Úter. Se descubrió el brazo y Myrddion se inclinó para examinar un largo surco blanco en la piel dorada, donde el colmillo de un jabalí había rasgado la carne y el músculo.
—Como puedes ver, sanador, hiciste un buen trabajo. Y ahora recuérdame tu nombre, me gusta conocer los detalles de la vida de mis sirvientes para poder juzgar su carácter. Ah, veo que todavía tienes que aprender a controlar esas miradas sombrías. Sí, me servirás, sanador. De lo contrario, me veré obligado a convencerte por la fuerza. Un verdadero líder no puede dejar escapar la posibilidad de aprovechar una herramienta tan útil.
—Lo siento, señor, pero me esperan en Segontium, por lo que no puedo quedarme aquí. —La voz de Myrddion sonó implacable, aunque sin perder la cortesía. Sus ojos vagaron por el rostro de Úter y una parte de él admiró la calma gélida del príncipe.
—Estarás a mi servicio, sanador, porque encontraré la manera de convencerte. ¿Cómo te llamas? No quiero seguir aludiendo a tu oficio.
—Me llamo Myrddion Merlinus, aunque antes me llamaban Emrys, príncipe Úter. He sanado a muchos reyes, el más reciente Flavio Aecio, el que fue magister militum de Roma.
—Admirable, pero ¿qué me importan a mí los generales fracasados que ya han cumplido con su destino? Me interesa más tu nombre romano. Quiero oírlo otra vez… He estado intentando recordarlo.
Al ver que la boca de Úter se torcía en una mueca, Myrddion decidió ignorar el significado del gesto y se centró en pensar con detenimiento antes de revelarle cualquier detalle personal a aquel hombre formidable.
—Soy el hijo bastardo de un padre que se niega a reconocerme. Puesto que no puedo adoptar su nombre, utilizo el de una rapaz de caza, un ave que se resistió a ser domesticada por mi padre. Y aunque hayáis juzgado con dureza al que fue mi amo, os recuerdo, señor, que Aecio siempre salió victorioso como comandante de guerra. Obligó a Atila, rey de los hunos, a arrodillarse tras la batalla de los Campos Cataláunicos, y murió asesinado a manos de un emperador trastornado por el temor. El orgullo es un pecado peligroso, señor, tanto para los generales como para los príncipes o los sanadores.
—¿Es eso una advertencia, Myrddion? —preguntó Úter con una carcajada. El sanador no supo interpretar si se trataba de humor genuino o de puro sarcasmo—. Igual que Aecio, Valentiniano está muerto, ¿por qué debería, pues, perder el tiempo pensando en las estrategias de los demás si han fracasado? Y, aun así, consigues despertar mi curiosidad. Tienes muchas aptitudes, Myrddion Merlinus, no pienso dejar que deambules a voluntad. Me acompañarás a Venta Belgarum. Tenemos que celebrar el cumpleaños de mi hermano, por lo que serás un regalo excelente para el emperador Ambrosio.
—Os agradezco la gentileza, príncipe Úter, pero debo rechazar vuestra invitación. Prometí acompañar a mi sirviente, Finn Cuentaverdades, hasta su nueva maestra, Annwynn de Segontium. Una vez allí, tengo la intención de pasar algo de tiempo con mi familia y mi rey, Melvyn ap Melvig de los deceanglos.
Úter frunció el ceño bajo su enorme cabeza leonina y escrutó con sus ojos azules al sanador. La mirada fue tan categórica como superficial e inexpresiva.
—Debería tomarme como un insulto que hayas rechazado mi oferta, pero acepto que seas un joven orgulloso, Myrddion. Sin embargo, deberías escuchar mis exigencias para que no termines equivocándote por culpa de ese orgullo.
En el breve y funesto silencio que se hizo a continuación, Myrddion pudo interpretar muchas cosas a partir de las palabras de Úter. Por un instante, pensó que el príncipe le permitiría salir indemne de Verulamium, pero la mirada azul de Úter no tardó en alzarse de nuevo poco a poco y Myrddion se vio obligado a reprimir un estremecimiento.
—No, querida ave de cetrería, te acostumbrarás a mi guante o tendré que meterte en una jaula. Creí que me comprenderías, Myrddion Merlinus. Por lo que a mí respecta, ese Cuentaverdades puede irse al diablo, pero tú viajarás conmigo a Venta Belgarum, ya sea a lomos de tu caballo o… encadenado.
—¿Qué valor tiene que alguien os sirva a regañadientes?
Úter pensó seriamente en la pregunta de Myrddion.
—Dependiendo del sirviente, seré yo quien juzgue su valor. Me estás haciendo perder la paciencia, Myrddion Merlinus, ya casi he decidido arrastrarte hasta Venta Belgarum encadenado. Cualquier miembro patriótico de una tribu consideraría que mi propuesta es un verdadero honor. Lo contrario del patriotismo es la traición, un delito castigado con la muerte. De ese modo, al menos, me aseguraría de que no contribuirás a la causa sajona.
Myrddion recordó la advertencia de Willa y se dio cuenta de que no le quedaban recursos para seguir rechazando la decisión de Úter. Sin embargo, ese honor requería algunas concesiones por parte de su adversario. Enderezó la espalda de nuevo mientras se preparaba para entrar en batalla contra el gran ingenio del príncipe.
—Estoy preparado para jurar lealtad al emperador Ambrosio y a la corona, príncipe Úter, pero tendría que ser con varias condiciones. No soy ningún traidor, pero mis viajes me han convencido de que debemos encontrar un cierto equilibrio y procurar la convivencia con los sajones que han tomado nuestras tierras. Estoy de acuerdo con que no debemos permitir que invadan nuestra patria ni dejar que todo lo que valoramos acabe desapareciendo. Pero no estoy dispuesto a jurarle lealtad a un hombre que me coaccione o me amenace, señor. No soy un campesino y me parece insultante que me obliguéis a trabajar para vos por la fuerza.
Justo cuando Myrddion esperaba que Úter montara en cólera, el príncipe sonrió.
—¿Estás intentando negociar conmigo? Me importa un bledo si deseas o no jurarme lealtad, lo único que quiero es que me obedezcas. En mi opinión, serás importante en las guerras venideras, tanto si aceptas como si no. ¡Decídete, Myrddion Merlinus! ¿Vienes conmigo a Venta Belgarum? ¿O prefieres morir?
Myrddion desvió la mirada del triclinio para observar los toscos rostros de los guardias de Úter, sobre todo el de un joven alto que estaba justo detrás del diván del príncipe. Lo único que pudo leer en las caras que lo rodeaban fue desinterés, severidad y una obediencia ciega a su señor. El sanador se dio cuenta de que el afecto que sentía por aquellos amigos y sirvientes que lo habían seguido hasta allí, hasta los límites del mundo conocido, era una verdadera debilidad.
—Viajaré a Venta Belgarum con vos, príncipe Úter. Cadoc, que también es sanador, y el griego Praxíteles me acompañarán, pero Finn Cuentaverdades y el resto de mis sirvientes necesitarán un carro y un caballo para viajar hasta el norte. Y también necesitarán provisiones. No pienso dejar morir a una familia joven por los agrestes y lejanos caminos que llevan hasta Segontium.
Úter soltó una carcajada. Sus labios rojizos expresaron una cierta diversión pero también algo más oscuro que acechaba cerca de la superficie de su carácter, aunque al príncipe realmente le hizo gracia que Myrddion intentara negociar con él.
—Ve a buscar un caballo y un carro, Botha. No me importa de dónde los saques, pero encuéntralos y regálaselos al señor Cuentaverdades de mi parte. Ulfin, podrías hacer algo útil: asegúrate de que Gotti les ofrece la comida suficiente para el viaje. Si lo haces bien, tal vez olvide lo mucho que has tardado en cumplir mis órdenes… ¡Tal vez!
El joven y espigado guardia asintió y se dispuso a salir del triclinio con Ulfin pisándole los talones, pero Úter no había terminado de dictar sus órdenes.
—¡Que sea rápido, Botha! Verulamium me aburre, ahora que ya no quedan sajones. Quiero salir hacia Venta Belgarum mañana mismo y quiero que el sanador venga conmigo.
—Comprendido, mi señor… Haré lo necesario para serviros —respondió Botha con voz firme y profunda.
Cuando los dos guerreros se dieron la vuelta para marcharse, Ulfin tuvo que controlarse para no huir corriendo de la presencia de Úter. Como si Myrddion hubiera dejado de existir, el príncipe recuperó su taza de vino y el sanador se dio cuenta de que la audiencia había terminado.
Finn Cuentaverdades se mostró inconsolable cuando Myrddion insistió en compartir con él todo cuanto poseía. Botha llegó en menos de una hora con un pesado carro de granja tirado por dos caballos enormes que no paraban de sacudir las pálidas crines y de golpear los gigantescos cascos. Cadoc dirigió a las bestias una mirada de aprobación, aunque Finn las habría cambiado de buen grado por los bueyes si Myrddion no hubiera rechazado la oferta de inmediato.
Cadoc quedó decepcionado.
Bridie sollozaba, lo que a su vez hizo llorar también a su bebé hasta que La Doncella de las Flores se llenó del eco de los lamentos y las lágrimas. Cuando Myrddion sacó un monedero con cuatro monedas de oro, el llanto de Bridie ganó en intensidad, mientras que Cuentaverdades intentaba rechazar tan generoso obsequio.
—No lo aceptaré, maestro. Ese monedero es vuestro, os ganasteis su contenido con un enorme esfuerzo personal. Yo seguiría siendo un loco deambulando por las montañas de Cymru de no haber sido por vos. ¿Cómo queréis que acepte esas monedas que tanto os costó ganar?
—Por favor, Finn. Te has ganado mi gratitud con los pacientes servicios que me has prestado durante muchas millas. Y Bridie también. Su cojera debería recordarte cada día lo mucho que ha tenido que sacrificar para cumplir con mis deseos. A pesar de tus quejas, amigo mío, tienes mi bendición. Y, si ellos están de acuerdo, quiero que te lleves también a Rhedyn, a Brangaine y a los niños, para que puedan estar seguros.
Brangaine de repente se sintió dividida por las opciones que se le presentaban, puesto que los enormes ojos verdes de Willa la tenían hechizada y no hacía más que pensar en la seguridad de la niña. Sin embargo, casi tan imperioso como esas ansias de protección era el temor a convertirse en una mujer sola, sin medios para ganarse la vida si llegaba a faltarle un amo que le proporcionara un cierto estatus. En ese momento, enfrentada a dos opciones insatisfactorias, se sintió superada por el peso de sus responsabilidades. Al final decidió aceptar seguir en dirección norte hacia Segontium, aunque fue Willa quien se abrió paso hasta su maestro con el semblante grave para hablar sobre las opciones de su madre adoptiva.
—Señor Myrddion, si mi madre acepta marcharse con Finn, lo hará por mí. —La voz ronca de la niña sonó extrañamente convincente y Myrddion reconoció el mismo tono de mando que él mismo utilizaba cuando tenía que tomar decisiones difíciles—. Ella no quiere dejaros, pero me quiere lo suficiente como para sacrificar su propia seguridad. Aunque no será necesario ya que no pienso ir a Segontium; no importa lo que digáis. Venta Belgarum es donde la que no puede nombrarse desea que yo esté… por mucho que eso pueda asustarme. No somos más que instrumentos de la diosa y me he dado cuenta de que si me salvó la vida fue por algún motivo.
Se volvió hacia Brangaine antes de continuar:
—Tengo que ir con nuestro maestro a Venta Belgarum, es la voluntad de la Madre.
Brangaine bajó los hombros de repente ante los ojos intensos e insistentes de su hija. A continuación, se dio la vuelta hacia Myrddion mientras abrazaba con fuerza a la niña.
—¿Qué debería hacer, maestro? ¿Qué hago?
—No lo sé, Brangaine, pero tal vez Willa tenga razón. Quizá nuestro destino haya sido desde el principio ir a Venta Belgarum. Y, por mucho que intentemos evitar nuestros destinos, la Madre se saldrá con la suya.
—Sí, maestro. Lo sé.
Brangaine se echó a llorar como si ya le hubieran arrancado a Willa de los brazos.
Rhedyn eligió quedarse con Brangaine para ayudarla con los niños, de manera que al final fueron solo Finn Cuentaverdades y su joven familia quienes emprendieron el camino hacia Segontium. La única persona que se alegró de verdad al verlos subir al carro y ponerse en marcha fue Gron, el posadero. Se había pasado el día prediciendo las nefastas consecuencias que tendría el hecho de haber dado cobijo a los sanadores, hasta el punto de que a su esposa le entraron ganas de romperle el cráneo con la mejor de sus cazuelas.
—Cuando se hayan marchado, los ojos de Úter Pendragón dejarán de fijarse en nosotros. Al menos algunos ya se van, aunque no descansaré tranquilo hasta que se hayan largado todos esos malditos sanadores.
—No te preocuparía tanto llamar la atención del príncipe si no aguaras el vino —dijo Fionnuala entre dientes con la animadversión que a menudo despertaba en ella su esposo, patente en el tembleque de sus generosos pechos—. Esos sanadores son clientes de La Doncella de las Flores… Si se van, no tendrás motivos para quejarte, ¿verdad? Ten cuidado con lo que deseas, querido.
Gron miró a su esposa de reojo e intentó simular una cierta indignación sin demasiado éxito, puesto que en su rostro cadavérico se había instalado una permanente expresión de sospecha.
Sin embargo, más tarde, cuando Myrddion se dispuso a pagar la posada y a terminar con los preparativos del viaje, Gron no sintió la acostumbrada urgencia por hacer cuentas con él. El dueño sabía que respiraría tranquilo cuando los sanadores se hubieran marchado, pero pensó que tal vez le aguardaban peligros peores que los que pudieran causarle aquellos extraños forasteros.
Venta Belgarum estaba lejos y Úter no tardó en demostrar la irritación que le provocaba la lentitud del viaje. El príncipe estaba acostumbrado a marcar un ritmo implacable a sus tropas, de manera que sus guerreros fueran capaces de aparecer de repente, armados hasta los dientes y sedientos de sangre, frente a cualquier fortaleza sajona que pudieran encontrar. Igual que si de humo se tratara, los miembros de la tropa se movían de un lado para otro siguiendo los deseos de Úter. Por desgracia, esas órdenes no tuvieron el mismo efecto sobre los bueyes de Myrddion, que se limitaban a seguir andando a paso lento y pesado como de costumbre. Al final Úter decidió dejar atrás al grupo del sanador con una guardia de media docena de soldados de caballería mientras él avanzaba como una flecha recién disparada. Obedeciendo a una orden, los soldados de infantería se lanzaron a un ágil trote y Myrddion quedó maravillado de nuevo por la disciplina y la fortaleza de aquellos hombres que marchaban hacia la guerra con las armas a la espalda. Mientras corrían, los guerreros cantaban a voz en grito, y a Myrddion le tembló el corazón en el pecho al oír aquellas voces entonando melodías que relataban tiempos pasados en los que su pueblo gobernaba esas agrestes y bellas tierras sin oposición alguna.
Veo en su mano el puño dorado de una espada;
lleva dos lanzas de lúgubres y verdes puntas;
el escudo, de oro bordeado
y en el centro, una res plateada.
Otras voces, más livianas, respondieron mientras desaparecían entre el polvo gris del camino.
¡El noble Fergus fue nuestra ruina!
Cruzamos el océano y le dimos crédito.
Por una jarra de cerveza perdió el honor
y con él la fama de todas sus hazañas.
—Esa canción me provoca escalofríos, Myrddion. Por algún motivo, no me parece bien correr hacia el enemigo cantando a grito pelado una canción de muerte —musitó Cadoc.
Myrddion siguió escuchando a lomos de su caballo hasta que aquella música estremecedora desapareció tras las colinas.
—Cantan una canción de Hibernia que cuenta el exilio de los hijos de Usnach. Tal vez deberíamos tomarnos ese mensaje como una advertencia. Si Úter no detiene al enemigo, seremos exiliados en una tierra lejana, apartados para siempre de todo cuanto amamos.
—Qué agradable pensar de ese modo —susurró Cadoc entre dientes.
Poco después los carros pasaron lentamente por un camino estrecho y mal conservado que llevaba a Durocobrivae, y esa parte del viaje pronto se volvió lenta e incómoda. La franja compactada de tierra y piedras se sumergía hacia el sur por los desniveles de la campiña sin demasiadas concesiones para los viajeros que buscaban una buena manera de llegar al sudoeste. Las lluvias de primavera habían dejado el camino embarrado y traicionero, especialmente cuesta abajo, y las mujeres tuvieron que bajar de los carros para aligerarlos y caminar arrastrando sus largas faldas por el lodo.
En cuanto hubieron iniciado el viaje, Willa se había animado enseguida. En su rostro se dibujaba una sonrisa cada vez que Botha, el encargado de garantizar la llegada de los sanadores a la capital de Ambrosio, montaba a la niña sobre su caballo con él. Willa se reía en voz alta mientras apoyaba su tierna espalda en el fornido torso del soldado y contemplaba los esfuerzos de los bueyes para no resbalar por la cuesta, el vuelo repentino de una bandada de patos o las ramitas que se le enredaban en el pelo al pasar por un bosquecillo de robles. Myrddion también se sintió mejor al verla devorar de ese modo esos parajes agrestes como si jamás hubiera experimentado terror alguno.
Frío, mugriento y cansado, el grupo creía ser el único capaz de viajar por ese lugar salvaje hasta que el paisaje se aclaró y tuvieron que vadear el curso alto de un río.
—¿Dónde estamos, Botha? —preguntó Myrddion mientras se escurría la capa negra, que se había empapado al haber tenido que desmontar en el río—. Juraría que no nos hemos cruzado con nadie desde que salimos de Durocobrivae.
Botha señaló hacia el norte con una mano.
—Hay una aldea por ahí, pero ni siquiera creo que tenga nombre. Esta ruta acaba confluyendo con otro sendero de cabras que nos llevará hacia el sur, hasta Calleva Atrebatum, donde podremos tomar un camino más ancho que nos conducirá hasta Venta Belgarum. La ruta será más plácida a partir de entonces.
—¿Me lo prometes? —le espetó Cadoc con irritación mientras se quitaba las botas mojadas e intentaba calentarse los pies, que se le habían quedado helados.
—No, si no conseguimos que estas bestias se muevan de una vez —respondió Botha lacónicamente—. ¡Dios, cómo odio los bueyes!
—Al menos en eso estamos de acuerdo —replicó Cadoc antes de retomar el lento viaje de nuevo.
Los días se sucedieron, puesto que los bueyes viajaban a su propio ritmo y de nada servía azotarlos con el látigo o con la fusta, porque no aceleraban su lento y pesado caminar. Justo cuando Myrddion creía estar al límite del aburrimiento y de la frustración, Calleva Atrebatum empezó a divisarse a lo lejos.
La gran ciudad romanizada reposaba sobre un pequeño nido de colinas y presentaba un aspecto ordenado y bien cuidado. Los alegres rostros de los campesinos locales, las pulcras casitas cónicas de las granjas y las ovejas de cola gorda que pacían en las suaves laderas hicieron brotar las lágrimas en los ojos de Myrddion. Los recuerdos que guardaba de esas tierras fértiles y abundantes le habían reconfortado durante sus viajes. El silbido melódico de un pastor que conducía a sus bestias hacia los pastos frescos llenó parte del vacío que existía en el corazón del joven sanador. Tal vez servir en la corte de Ambrosio no sería algo tan malo si las vistas, los sonidos y los aromas del hogar rodeaban a los sanadores con la promesa de que llegarían tiempos mejores.
Botha era el responsable de guiarlos hasta Venta Belgarum lo más rápido posible, de manera que solo permitió que descansaran una única noche en una cómoda posada en las afueras de Calleva Atrebatum. La comida caliente y los camastros rellenos de paja les parecieron un verdadero lujo tras varias semanas de camino. Por aquel entonces Finn ya debía de estar muy lejos, y a Myrddion le dolía la ausencia de la compañía y del sentido común del lacónico herbolario. Echaba de menos también el gorjeo de la sonrisa del bebé de Bridie, aunque el nuevo huérfano de Brangaine resultó ser un niño lozano que lloraba sin cesar cuando se mojaba, tenía hambre o estaba cansado. Por suerte para sus posibilidades de supervivencia, el pequeño podía ingerir comida bien masticada, puesto que resultaba difícil disponer de leche. En Calleva Atrebatum, Myrddion acudió a relajarse de inmediato a los baños romanos, que seguían funcionando. Era la costumbre que más echaba de menos de sus aventuras por el mar Intermedio.
Frente a un cuenco de sopa caliente, Myrddion intentó descubrir los secretos privados de Úter Pendragón haciéndole preguntas a Botha, aunque al principio el guardia más fiel del príncipe las rechazó por completo.
—Sé lo que os proponéis, sanador; será mejor que no intentéis engañarme ni sobornarme. Me tomaré cualquier insulto a mi señor como una afrenta.
—Mis preguntas serán directas, Botha, no tengo nada que ocultar. Temo al príncipe Úter y me gustaría tener pruebas que demuestren que no es la máquina de matar que la gente describe entre susurros a sus espaldas.
Botha soltó una áspera carcajada que reprimió enseguida.
—Mi señor encaja mucho en esa descripción. ¿Qué pensabais que os diría, Myrddion Merlinus? Úter Pendragón se ha criado en tiempos crueles. Es un guerrero forjado por el sufrimiento y se ha propuesto derramar hasta la última gota de sangre para salvar a su país. Pasa muchos meses al año sobre la silla de montar. A pesar de los deseos de su hermano, no se ha casado ni ha reconocido a ningún niño que pudiera darle consuelo en sus años de vejez. Solo piensa en atacar a los sajones y no he conocido jamás a un hombre tan decidido e inflexible a la hora de perseguir un propósito. Si queréis exponeros a su ira, solo tenéis que mencionar el nombre de Vortigern, el asesino y traidor, puesto que mi amo atribuye todos los males que aquejan a nuestro país al hecho de haber estado a los pies de ese bastardo manchado de sangre.