El largo camino hacia ninguna parte
No actuar cuando lo exige la justicia es cobardía.
CONFUCIO,
Analectas
El obispo Lucius y su asno habían avanzado a un ritmo sorprendentemente rápido cuando Ruadh les dio alcance por el largo camino que llevaba a Sorviodunum. Ante el frío del atardecer, Lucius notaba el agradable calor del bebé dormido dentro de su capa y empezó a preocuparle que pudiera despertarse hambriento en cualquier momento.
—¿Qué sucede, hija? ¿Qué te ha llevado a abandonar a tu señora y casi matar a tu caballo de agotamiento? —preguntó antes de que Ruadh hubiera podido recuperar el aliento. Se le habían deshecho las trenzas, de manera que su pelo rojizo brillaba al sol de poniente como un faro de esperanza.
Con las mínimas palabras posibles, la sirvienta le explicó el motivo de aquella carrera frenética y también que Ulfin, el perro de caza de Úter, les pisaba los talones por el camino de Venta Belgarum.
Durante la juventud, como vástago de una casa noble, Lucius había servido en los campos de batalla del mundo romano hasta que se le había envenenado el alma por las matanzas que había presenciado. Había aprendido las duras lecciones del mando militar como oficial durante las batallas, por lo que estaba acostumbrado a tomar decisiones de vida o muerte con presteza.
Ya había cumplido con su papel en la salvación del niño y, ante la persecución que Úter había emprendido, creyó oportuno que fuera Ruadh quien protegiera al niño y lo dejara en un lugar seguro donde pudiera crecer hasta convertirse en un hombre. Con el sentido práctico de un soldado, Lucius se dio cuenta de que no tenía ni la velocidad ni la juventud necesarias para evadir a un guerrero avezado, aunque también era reticente a confiar una misión tan peligrosa a una mujer.
Una vez tomada la decisión, abrió la capa para exponer al bebé envuelto que llevaba colgado y sujeto al pecho para poder usar las dos manos. Cuando empezó a deshacer la tela, el bebé se despertó y empezó a llorar con ganas. Lucius apartó a su asno del camino y sacó de las alforjas un pequeño odre con una primitiva tetina de tela que metió en la boca del bebé. Mientras el niño mamaba de forma ruidosa, Lucius le ordenó a Ruadh con un suspiro apesadumbrado que desmontara y empezara a atarse el niño al pecho.
—¿Adónde puedo llevarlo para que esté seguro? —preguntó Ruadh—. No conozco las tierras del sur, y sin una indicación estaré viajando a ciegas.
—Una mujer con un bebé llamará menos la atención que un sacerdote con un bebé. Tienes muchas más posibilidades de pasar desapercibida que yo; a mí Ulfin me encontraría enseguida. Hay un vado a los pies de esta colina; cuando llegues al llano, sigue río arriba durante más o menos una milla antes de cruzar a campo través hacia el noroeste. Intenta que el sol quede siempre a tu derecha durante las mañanas y a tu izquierda durante las tardes. De ese modo siempre estarás viajando hacia el norte. ¿Comprendes lo que tienes que hacer, Ruadh?
Sin esperar respuesta, Lucius sacó las alforjas de su asno y las ató sobre la cruz del caballo de Ruadh.
—Con un poco de suerte, Ulfin no descubrirá dónde te habrás desviado del camino a pesar de todo este lodo, aunque debes viajar en etapas cómodas para que el niño no sufra. Aquí tienes ropa para el bebé, pero me parece que tendrás que encontrar algo de leche de vaca y rebajarla con agua antes de llegar a tu destino final. En las alforjas también hay raciones secas para ti y un yesquero. Y será mejor que te lleves mi odre de agua.
—No puedo llevarme todas vuestras provisiones —protestó Ruadh—. Pasaréis hambre y sed.
—Soy un ministro de Dios y confío en que mi Señor me proveerá. Tu destino final está cerca de Aquae Sulis, que se encuentra muy lejos, hacia el noroeste. Es un conocido centro romano, por lo que no te costará encontrar a quien te indique el camino hacia allí.
Lucius sacó dos bolsitas de piel que guardaba debajo del hábito. El cuero estaba caliente en las partes que habían estado en contacto con su corazón y, cuando Ruadh las sospesó, oyó el tintineo de las monedas que contenían.
—Esto es para que puedas comprar más provisiones. No quiero que pases hambre durante el viaje, y tendrás que pagar la leche que necesitarás para alimentar al niño.
—Comprendo, obispo Lucius, pero ¿adónde debo acudir cuando llegue a Aquae Sulis?
Ruadh tenía el ceño fruncido por la concentración y el obispo lamentó tener que posar tanta responsabilidad sobre los estrechos hombros de aquella mujer.
—No entres en Aquae Sulis; toma el camino del este que se desvía antes de llegar a las puertas de la ciudad. Cuando te hayas alejado de allí, sigue las marcas de las piedras… creo recordar que hay tres. Al final llegarás a un sendero que se desvía del camino principal por una cuesta pronunciada hacia la derecha. En lo más alto de la colina, encontrarás la Villa Poppinidii y a su señor, Ector, que te dará cobijo. Si en lugar de eso llegas a un pueblo, sabrás que te has pasado de largo. Dale a Ector las monedas de la segunda bolsa y pídele que me haga el favor de acoger a la criatura. Cuando pueda, me pondré en contacto con él personalmente o por medio de un amigo para determinar el futuro del niño, pero hasta entonces Ector debería criarle como si fuera su propio hijo. No debes contarle a nadie, ni siquiera a Ector, de quién es hijo este niño, puesto que eso equivaldría a firmar su sentencia de muerte. ¿Lo has comprendido, Ruadh?
—Sí, pero ¿estáis seguro de que es necesario tanto subterfugio, padre?
—Sí. Úter quiere matar a su hijo, por eso quiero ocultarlo en uno de los últimos enclaves romanos de la Britania, donde el gran rey tiene poco poder. Tampoco buscará al niño en una familia romana, porque creerá que los reyes tribales querrán utilizar al pequeño para debilitarlo. Su propia locura egoísta influye en lo que espera de los demás. Sí, el gran rey buscará al chico con diligencia, pero no conseguirá encontrar el lugar al que lo mando.
—¿Deberíamos ponerle un nombre? —susurró Ruadh con un nudo en la garganta. Sentía que el hielo de antiguas pérdidas se derretía, como si ese niño pudiera devolverle a sus hijos.
—Sí, es cierto. He pensado mucho en ello y creo que deberíamos ponerle el nombre de Artórex, que es una combinación de palabras romanas y celtas y, por consiguiente, no pertenece a ninguna de las dos. Tal vez el chico crezca de acuerdo con ese nombre tan poderoso… o tal vez no. Nosotros podemos darle vida, pero el resto está en manos de otros.
—¿Y qué debería hacer yo después de entregárselo a Ector, padre? ¿Me quedo con el niño, regreso con mi señor o me dirijo al norte hacia la tierra de los pictos para recuperar la vida que tenía antes? Decidme qué debo hacer, no he tenido ni un momento para pensar qué haría durante el resto de mi vida.
—Tienes que viajar muchas millas antes de poder descansar, Ruadh. Durante el viaje, descubrirás qué es lo que Dios tiene previsto para ti, por lo que ve con cuidado, hija mía. Pero tengo que advertirte de algo. Por el bien del bebé y por el alma de Myrddion, no le digas a tu señor adónde te llevas al pequeño Artórex. Mientras tanto, te tendré presente en mis oraciones.
Dicho esto, Lucius le dio una palmada en la grupa al caballo, que se puso en marcha cuesta abajo hacia el arroyo. El prelado contempló con aire pensativo a Ruadh guiando hábilmente al caballo hacia el vado, donde el sol quedaba oscurecido por unos grandes sauces. Tuvo que forzar la vista para ver sus movimientos mientras se lo permitió la luz mortecina y, cuando hubo desaparecido de su vista, subió de nuevo al asno y le dio unas palmadas en la cruz.
—Vámonos, fiel criatura —le susurró a la oreja en voz baja—. Ojalá pudiera proteger a Andrewina Ruadh, pero ella y Artórex deben ir a donde yo no me atrevo a seguirlos, no sea que Úter me utilice para asesinar a su hijo. No puedo garantizar la seguridad del bebé pero, de todos modos, me pregunto si volveré a verlo alguna vez.
Durante un rato, Myrddion descansó junto al cruce de caminos antes de dirigir al caballo hacia Venta Belgarum a paso relajado. El animal necesitaría cuidados durante el viaje, ya que todavía sudaba y le temblaban las patas. Cuando el sol se hundió bajo el denso manto de nubes, la luz disminuyó a su alrededor, por lo que Myrddion desmontó para seguir andando bajo aquella luz mortecina con las riendas en la mano.
Todavía estaba un poco lejos de Venta Belgarum, donde el camino estaba repleto de carros, granjeros y sacerdotes montados en asnos rollizos, cuando algo le tapó la última luz de la tarde. Myrddion levantó la mirada de las piedras del camino y encontró el frío rostro de Ulfin, que montaba uno de los caballos favoritos de Úter. Los ojos del guardia se llenaron de aversión mientras examinaban a Myrddion, a su animal y a la alforja vacía que este llevaba colgada en el flanco.
—Vaya, ¿qué haces por aquí, sanador? ¿Dónde has estado hasta tan tarde? —La voz de Ulfin no había perdido ni un ápice de su habitual tono de desprecio y superioridad durante los meses de destierro, y Myrddion se protegió los ojos del sol con una mano y respondió en un tono parecido.
—No es asunto tuyo, Ulfin. He salido por orden de Úter Pendragón y él es el único que tiene derecho a pedirme explicaciones.
Rápido como una serpiente al ataque, Ulfin intentó azotar a Myrddion en la cara con los extremos de las riendas. Solo los reflejos del sanador lo salvaron de recibir un mal golpe en los ojos.
—Si lo que quieres es que te cuente algo, te aseguro que estás procediendo de la peor manera posible. —La voz de Myrddion adoptó un tono suave mientras se examinaba el antebrazo, donde las correas de cuero le habían provocado un verdugón.
—¿Dónde está tu equipaje? Ya sabes a qué me refiero, o sea que no disimules. El rey me ha mandado para asegurarse de que ha desaparecido para siempre.
—Si te adentras en el bosque, a la derecha del menhir, llegarás a un pequeño claro. He dejado lo que buscas a los pies de un roble muerto.
Myrddion había tomado la precaución de encontrar un punto de referencia, puesto que estaba seguro de que alguien vigilaría sus movimientos. Las huellas de sus pisadas y de los cascos de su caballo lo llevarían a través del lodo y de las hojas caídas hasta el pie de un árbol desgarrado por un rayo, un punto de referencia claro que desviaría la atención del rastro de Lucius.
—¿Cómo puedo estar seguro de que estás diciendo la verdad? —preguntó Ulfin con hosquedad. Sus pequeños ojos de cerdo vagaron por el rostro de Myrddion como si los irónicos rasgos del sanador estuvieran escondiendo algo.
—No puedes, pero hay que estar loco para volver a Venta Belgarum tras haber desobedecido las órdenes del gran rey. Y, por si no te has dado cuenta, yo estoy cuerdo.
Ulfin resopló indignado y espoleó su caballo. Cuando la bestia pasó a su lado, el sanador vio que Ulfin llevaba provisiones. Tal vez el guardia estaba aprendiendo a planificar sus acciones.
Ulfin cabalgó entre el tráfico pedestre al galope, sin atender a los insultos que le dedicaban los viajeros mientras intentaban esquivarlo. Como siempre, Ulfin emprendía su tarea con agresividad y, cuando hubo llegado al cruce de caminos, buscó en las cuatro direcciones el rastro del caballo de Myrddion. Cuando encontró lo que buscaba, siguió los tallos de hierba aplastados y los arbustos rotos hasta un pequeño claro en el que había un roble sobre el que no hacía mucho tiempo había caído un rayo.
No había ningún niño llorando sobre la parte visible de las raíces. Maldiciendo la perfidia de Myrddion, Ulfin bajó del caballo de un salto y siguió unas huellas en el lodo que llevaban hasta la base del árbol.
No había ningún niño. Había más huellas que iban hasta el camino del oeste, por lo que Ulfin recogió las riendas y las siguió.
—¡Ya te tengo! —susurró, exultante, mientras examinaba la tierra revuelta donde alguien había partido, utilizando la calzada firme en la que no podían seguirse las huellas. Golpeando ferozmente los flancos de su caballo con los talones, Ulfin salió en su busca maldiciendo la luz que se apagaba por momentos y la poca visibilidad que sin duda ralentizaría su paso.
—Espero que Úter despelleje al sanador poco a poco. Ese hijo de puta ha tramado una artimaña para salvar al niño… lo presiento.
Así pues, Ulfin viajó hacia el oeste echando sapos y culebras al ver que eso lo obligaba a pasar por las cuestas peligrosas de un largo camino recto en el que los jinetes menos competentes se exponían a una mala caída.
En esa amplia vía no había tráfico, puesto que los viajeros sensatos buscaban refugio para pasar la noche protegidos del viento frío que soplaba desde el este. Sin embargo, Ulfin estaba desesperado. Solo el cadáver de un bebé lo redimiría a ojos de su señor y Ulfin no podía soportar la humillación de seguir excluido de las confidencias de Úter. Era mejor helarse por el camino que regresar con las manos vacías.
Por delante de él, el obispo Lucius guió a su asno hacia una posada lejana, consciente de que su huida precipitada hacia la seguridad de Glastonbury era más que sospechosa. Sin embargo, cada milla recorrida lo alejaba más del vado y dificultaba un poco más la tarea de Ulfin.
Su asno andaba con paso lento y pesado, y Lucius sabía que el pobre animal no podría seguir mucho más tiempo.
Las luces de la posada estaban tentadoramente cerca cuando el sirviente de Úter alcanzó al obispo. Rodeó a su presa antes de detener el caballo en medio de la calzada.
—¡Caramba, si es el obispo de Glastonbury! ¿Qué hacéis por aquí tan tarde, padre? Es más, ¿por qué os habéis marchado de la corte del gran rey con tanta precipitación? Sin duda la reina os necesita a su lado más que nunca, puesto que su hijo ha muerto.
—¡Ulfin! —exclamó Lucius mientras intentaba guiar a su asno para sortear al guardia, que movió el caballo para bloquearle el camino de nuevo—. El motivo por el que me he marchado de Venta Belgarum es asunto mío y no tuyo, por lo que debo pedirte que me dejes pasar. No respondo ni a reyes ni a sus sirvientes… ¡solo respondo ante Dios!
Ulfin estaba cansado e irritable. La simple tarea que le había encomendado Úter se había complicado al no haber encontrado al niño y, por tanto, teniendo en cuenta su carácter, no era sorprendente que estuviera enojado. El guardia saltó del caballo, sacó la espada y avanzó hacia el obispo de Glastonbury.
—Bajad de ese asno decrépito y responded a mi pregunta, de lo contrario le cortaré el cuello y luego haré lo mismo con el vuestro.
Poco a poco, como si quisiera ganar tiempo para pensar, Lucius obedeció la orden. Aunque no conocía mucho a Ulfin, estaba seguro de que tenía delante a un bruto desesperado, por lo que intentó parecer lo más inofensivo posible.
—Me esperan varios asuntos de gran importancia en Glastonbury y ya informé al gran rey de que me marcharía a casa antes de que naciera el hijo de Ygerne. El gran rey está al corriente de mi partida y un asno no es la montura más adecuada para huir precipitadamente, si hubiera querido escapar. No me escondo de nadie. El edificio que ves allí con las luces encendidas es una posada que regenta un hombre al que conozco. Siempre parece dispuesto a ofrecerle una cama libre y una copa de vino a un ministro de Dios. ¿Qué te lleva a interceptar a un clérigo que se dedica a propagar la obra de Dios?
Ulfin acercó tanto la cara a la nariz de Lucius que el sacerdote tuvo que retroceder ante el hedor de los dientes sucios del guerrero. Romano hasta la médula, enderezó un poco más la espalda y arqueó las cejas con evidente desagrado.
—¿Dónde está el niño? —preguntó Ulfin, sintiéndose insultado—. Estoy seguro de que lo recogisteis y se lo entregasteis a otra persona. Me pregunto quién será. No os molestéis en negar con la cabeza, os aseguro que lo confesaréis todo antes de que haya acabado con vos.
Lucius se puso todo lo derecho que pudo para alcanzar el metro setenta que medía, y varias generaciones de senadores se concentraron en sus ojos pardos con una mirada tan cargada de desdén que Ulfin quedó desconcertado por unos momentos.
—¿Ves algún niño? Soy clérigo, ¿qué quieres que haga con un bebé?
Ulfin agarró a Lucius por la ropa a la altura del pecho y lo sacudió como un perro a una rata. Una mano abofeteó el rostro de Lucius hasta que el sacerdote notó que se le partía el labio y la sangre empezaba a mancharle la barbilla.
Rezando para que el guerrero se contuviera, el obispo de Glastonbury intentó permanecer fiel a sus votos de no violencia, pero un fuerte puñetazo en el pómulo lo hizo caer de espaldas sobre el lodo y la cabeza se le enturbió con las brumas rojas de la agresividad. Su determinación cedió de repente y se lanzó sobre Ulfin con un grito de rabia impropio de un clérigo.
Las viejas pautas de entrenamiento de combate sin armas que solía practicar a diario cuando era oficial romano afloraron instintivamente a pesar de los largos años de sacerdocio. Demasiado seguro de sí mismo, Ulfin tardó demasiado en prepararse para usar la espada, por lo que Lucius tuvo tiempo de sobra para superar el rango de alcance de la hoja y asestarle un duro golpe en el cuello con la base de la mano. De repente, la espada pesó demasiado en el puño del capitán, el brazo cedió al peso y bajó el arma. Lucius aprovechó para golpearle el bajo vientre con la rodilla y el guerrero cayó al suelo ante los ojos satisfechos del sacerdote, que recogió la espada y la sostuvo con la punta sobre la garganta de Ulfin.
—Me has hartado con tus acusaciones, sirviente del rey. Si Úter Pendragón quiere interrogarme, que venga a Glastonbury, pero me temo que las respuestas serán las mismas. No sé dónde está su hijo. ¿Me entiendes cuando te hablo, Ulfin? Además, ¿el hijo de Úter no estaba muerto? Myrddion Merlinus me dijo que el bebé había nacido muerto. ¿Me estás diciendo que el niño sigue vivo?
En el rostro de Ulfin se mezclaron la confusión, la culpa y la preocupación cuando se dio cuenta de que el sacerdote era inocente de cualquier conspiración con el sanador.
El guardia soltó blasfemias que habrían hecho temblar a cualquier ministro de Dios. Una mirada de pura malevolencia advirtió a Lucius de que Ulfin no había terminado.
—No podrás vigilarme toda la noche, sacerdote. Tarde o temprano bajarás la guardia y entonces me encargaré de ti. Por todos los dioses, te haré chillar hasta que me cuentes todo lo que sabes.
Lucius esbozó una sonrisa temeraria.
—¡No lo creo, sirviente! —Acto seguido, alzó la voz en un rugido ronco de pánico y dolor fingidos—. ¡Ladrones! ¡Bandidos! ¡Haced sonar la alarma! ¡Ah de la casa! ¡Me están atacando! ¡Están atacando a Lucius de Glastonbury!
Por detrás de Ulfin, Lucius vio que la puerta de la posada se abría y gritó todavía más fuerte hasta que varios hombres salieron y empezaron a correr hacia ellos.
—Será mejor que te vayas antes de que te maten sin pensarlo dos veces —le advirtió el obispo antes de lanzar la espada a la calzada.
Ulfin maldijo de nuevo, se puso en pie, se agarró a las crines de su caballo con la mano izquierda y saltó sobre la silla, deteniéndose solo para recoger la espada, que había quedado temblando clavada en el lodo del arcén. A continuación, huyó al galope tendido en la dirección contraria a la que lo había llevado hasta allí.
—He hecho lo que he podido, Andrewina Ruadh. El resto depende de ti.
Después de la agotadora carrera de Ruadh, el estado del corcel de Myrddion Merlinus era tan precario que se vio obligado a cubrir la distancia hasta Venta Belgarum a pie. Tanto el caballo como su dueño estaban extenuados, de manera que la luna casi había llegado a su cénit cuando empezó a divisar las puertas cerradas de la ciudad. La noche era tan gélida que el aliento se convertía en vaho al respirar, y tanto el caballo como el jinete temblaban de frío cuando el pequeño viaje por fin llegó a su término.
Después de golpear la puerta con el puño cerrado, Myrddion tuvo que esperar con impaciencia durante un rato antes de que el guardián se levantara, se enfundara unos calzones y saliera tambaleándose a la oscuridad para abrir una puerta menor dentro de la grande, mucho más reforzada. Como agradecimiento, Myrddion le dio una moneda por las molestias.
—El sanador del rey no es tan malo, por más que todos lo llamen Cuervo de Tempestad —le dijo el guardián de la puerta a su mujer—. ¡Mira! Me ha dado una moneda de plata solo por dejarle entrar en Venta Belgarum.
—Mmm —murmuró la mujer, adormilada, mientras abría un ojo—. ¿Qué hacía fuera en una noche como esta? Acuérdate de mis palabras, seguro que habrá problemas.
—En cualquier caso, tenemos una moneda de plata —dijo el guardián con una carcajada de satisfacción antes de morder el blando metal para asegurarse. Era un hombre con bastante sentido práctico.
Ignorando que se había convertido en tema de especulaciones, Myrddion se dirigió al palacio de Úter después de dejar el caballo en los establos del rey, a cuyos mozos de cuadra no les gustó nada que los despertaran en plena noche para trabajar. Pensó que la reina Ygerne le pediría explicaciones, por lo que acudió en primer lugar a su estancia. Los guardias no le hicieron preguntas, aunque varios guerreros lo miraron de reojo con expresiones que Myrddion no supo interpretar. En los aposentos de la reina encontró a dos extrañas mujeres sentadas con Morgana y la reina de los britanos.
—Decidme que es mentira, Myrddion Merlinus —le suplicó la reina al reconocer a su visitante—. ¿Os habéis llevado a mi hijo a vuestra casa de sanadores porque estaba enfermo? Eso es lo que me ha contado Willa antes de que se la llevaran. No lo entiendo, Myrddion. He visto al bebé. Lo he visto con mis propios ojos y me ha parecido sano y fuerte. Tiene los ojos de Pridenow, como si mi padre hubiera regresado desde las sombras. ¡No puede estar muerto!
Myrddion bajó la cabeza para evitar que los ojos le delataran.
—Habéis perdido a vuestro hijo, majestad, y está en un lugar en el que ni vos, por mucho que lo améis, ni yo, a pesar de mis habilidades, podremos encontrarlo. Ojalá no fuera verdad, pero lo es.
La reina sollozó como si se le rompiera el corazón. Al otro lado de la suntuosa cama, Morgana sonrió de forma enigmática. ¿Se había dado cuenta de la cuidadosa verbalización de la respuesta que Myrddion le había dado a la reina? ¿Incluso en momentos como esos estaba elaborando otra posibilidad para los maléficos planes de su padrastro?
Myrddion se encogió de hombros. Le traía sin cuidado lo que Morgana le hiciera a Úter. El gran rey se había ganado a pulso la venganza de Morgana. Lo primero era lo primero.
—¿Dónde están Ruadh, Willa y Berwyn? —preguntó el sanador para que fuera Morgana quien se estremeciera y tuviera que pensar en una respuesta política.
Como de costumbre, la hija de la reina decidió regocijarse en el eco del dolor de otra persona.
—Se han marchado, Myrddion Merlinus. Sí, parece que realmente eres el Cuervo de Tempestad, ya que todos tus seres queridos desaparecen como una nube de humo. No nos lo preguntes a nosotras. Nos han convocado para que cuidáramos a mi madre cuando se ha quedado sola. Podrías preguntárselo a Botha, supongo, porque él sabe todo lo que hace mi padrastro.
—Ruadh no ha vuelto después de ir a ver a mi esposo, al menos eso es lo que me ha dicho Willa. ¡Esas muchachas son encantadoras! —Ygerne se puso a llorar con más intensidad y hundió la cara en la almohada.
—¡Mierda! ¡Úter no se atreverá! —explotó Myrddion, aunque sabía que el gran rey, que acababa de ganar una peligrosa partida, desearía librarse de las piezas menores.
—¿Que no? Bueno, tal vez tú conozcas mejor a nuestro señor que nosotras —dijo Morgana, regodeándose.
—Por favor, excusadme, majestad —murmuró Myrddion antes de salir a toda prisa de la habitación.
Sus talones pisaban el suelo con ímpetu y las manos se le cerraban y abrían contra su voluntad mientras se dirigía a la explosiva reunión con el gran rey. Botha intentó cerrarle el paso.
—No me obliguéis a mataros, sanador —le rogó el capitán con los ojos de color avellana llenos de angustia—. Las muchachas no están ahí dentro, os lo prometo.
—Déjame verle, aunque eso me cueste pasar al reino de las sombras.
El genio de Myrddion, tanto tiempo bajo control, en esos momentos estaba en plena erupción, como las oleadas de lava que había podido ver en el mar Intermedio y hacían hervir el agua mientras capas rezumantes de piedra líquida quedaban vertidas sobre la arena negra de los flancos del volcán.
—Déjame ver a ese hijo de puta.
—Déjale entrar, Botha —gritó Úter en voz alta y con un tono artificiosamente razonable—. Aunque no veo por qué tiene que molestarme a estas horas de la madrugada.
La palma de Myrddion golpeó la puerta, que se abrió hacia dentro con gran estrépito. El gran rey seguía holgazaneando en la cama revuelta con el pelo suelto, que le caía por la espalda formando una maraña rizada. Un extraño fulgor plateado manchaba los reflejos rubios de su pelo a la desagradable y reveladora luz de la lámpara de aceite. Myrddion examinó la estancia y otra que quedaba detrás. ¡Las dos estaban vacías!
Cada pieza de mobiliario parecía en su lugar, pero Myrddion percibió un leve olor a sangre en la manta de lana que envolvía los largos y huesudos pies del rey.
—Maldita sea, ¿dónde están las rehenes, Úter?
Poco a poco, el monarca bajó las piernas por el borde del camastro y estiró la espalda hasta quedar cómodamente sentado sobre la cama revuelta.
—Será mejor que se lo preguntes a Botha, yo no tengo ni idea. Hay algo que me importa más… ¿Dónde está Ulfin? ¿Ya has cumplido con lo que juraste hacer?
Myrddion se movió hacia delante de forma impulsiva y Botha le cerró el paso de nuevo. Tenía el rostro ensombrecido por la angustia y las manos preparadas para agarrar al sanador en cualquier momento si intentaba atacar al rey. Sin embargo, la espada de Botha seguía en su vaina contra cualquier instinto guerrero.
—He cumplido con lo que me pedisteis, Úter Pendragón —susurró Myrddion escupiendo el nombre del gran rey como si de una maldición se tratara—. El pequeño dragón ya no está, aunque la reina Ygerne me ha dicho que tenía los ojos de Pridenow. ¿Pensáis explicarle al padre de Ygerne, más allá de las sombras, lo que le habéis hecho a su nieto? Por la Madre, puedo oler a vuestros muertos mientras os esperan, donde las sombras son más oscuras que los recodos de esta sala.
—¿Y Ulfin? —preguntó Úter, aunque su calma ya estaba algo agitada, hasta el punto de que no pudo evitar lanzar unas miradas a los rincones de su cómoda estancia.
—Me lo he encontrado en el cruce de caminos que hay fuera de la ciudad hace unas horas. Se ha marchado después de intentar sacarme los ojos de un latigazo con las riendas, pero seguro que aparecerá en cualquier momento. ¡Al Hades con Ulfin! Me preocupan más las muchachas.
Úter se encogió de hombros y Botha obligó a Myrddion a salir de la habitación del rey con la pura fuerza de sus músculos, aunque el fornido guerrero intentó no hacerle daño. Ya con la puerta cerrada, suspiró profundamente y le dio unas palmadas en el hombro a Myrddion.
—Parece que somos hermanos en el pecado —murmuró entre dientes, de manera que Myrddion tuvo que esforzarse para oírle.
—¿Dónde están, Botha? Te absuelvo de cualquier culpa si han sufrido daños, pero debo saberlo porque están bajo mi responsabilidad.
Botha se santiguó y Myrddion casi pudo sentir el peso del honor del capitán sobre su corazón de guerrero.
—Recibí órdenes de llevar a las tres mujeres a Úter poco después de mediodía. Ruadh, la partera, no estaba, bendita sea la Madre, por lo que algo menos de culpa me pesa en el alma. Pero las chicas… Las llevé a los aposentos del gran rey y esperé delante de esta puerta. Me temo que mi señor se sació con ellas. Pude oír lo que les hizo.
Dos lágrimas escaparon de los ojos de Myrddion.
—Ninguna de las dos había conocido hombre.
—Lo suponía. Mi virilidad es una burla al lado de su inocencia.
—Y ahora ¿dónde están?
En realidad, Myrddion no quería ver ni saber la verdad, pero su habitual racionalidad le obligó a llegar hasta el amargo y cruel final.
—Después Úter ha llamado a un miembro de la guardia para que se las llevara —respondió Botha con el rostro afligido por la vergüenza—. El gran rey ha intentado evitar que me encargara yo de ello, supongo.
—No te envidio por lo que tienes que hacer, Botha. Espero que tengas el valor necesario para soportar lo que te ha tocado, pero ya no hay nada que me ate a Úter más allá de mi propia voluntad. Llévame hasta la sala de los guardias, si es allí donde tienen a las chicas.
Botha acompañó al sanador fuera del edificio, hasta las cuadras y luego al cuartel que quedaba detrás. Había pasado medio día desde que las chicas habían sido apresadas en la cámara de la reina, por lo que a Myrddion solo le quedaba una débil esperanza de que siguieran con vida.
—Quedaos aquí, sanador, y permitidme que descubra lo que ha sucedido —le ordenó Botha. Myrddion obedeció a regañadientes, aunque el sentido común le hizo pensar que Botha les sonsacaría la verdad más fácilmente.
No tardó en regresar, muy enfadado, acompañado por dos guerreros con expresión avergonzada.
—Seguidme, Myrddion —dijo el capitán—. Y vosotros dos id a buscar unas prendas de ropa a los almacenes o donde haga falta, pero aseguraos de traerlas y de que esos otros hijos de puta cumplan con lo que les he ordenado. No me importa que estemos en plena noche. Quiero que seis hombres equipados con hachas bien afiladas talen árboles para una pira funeraria. Si no están preparados cuando vuelva, os arrancaré el pellejo.
Myrddion intentó hacerle preguntas a Botha mientras el capitán seguía andando, pero el guerrero le lanzó una mirada tan feroz que a Myrddion se le encogió el corazón. A paso rápido, Botha lo condujo a través de las puertas de la ciudad hasta el vertedero donde tiraban los desechos de Venta Belgarum para enterrarlos después.
—¡En el vertedero no! —jadeó Myrddion, pero Botha ya había levantado al guardián de la puerta con juramentos para que les ayudara a buscar mientras se distribuían por los oscuros alrededores. Myrddion le quitó la antorcha al guardián, que se estremeció al ver la expresión de los ojos del sanador.
La escombrera se encontraba en un estrecho barranco erosionado que transcurría paralelo a lo largo de las murallas de la ciudad. Muchos ciudadanos se limitaban a tirar allí asaduras, cachivaches rotos, cadáveres de perros y otros animales domésticos, el contenido de los orinales y restos de comida por encima de las murallas. Botha ya estaba vadeando la mugre acumulada en dirección a dos pálidos destellos blancos perfilados por una gran luna amarilla.
Myrddion sabía lo que encontrarían.
Con la antorcha en alto, y maldiciendo a medida que las botas y la ropa se le manchaban de un incalificable fango blando, Myrddion se esforzó por acercarse al guerrero.
—Aquí están las pequeñas. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —gritó Botha mientras, más allá de las murallas, los perros empezaban a ladrar al oír aquel ruido repentino.
A Berwyn la habían lanzado de cara, por lo que Myrddion se ahorró la visión de su rostro ensangrentado, pero Willa había quedado extendida sobre las piernas de la otra muchacha con los ojos abiertos como platos y la boca abierta como si estuviera lanzando un grito sordo ante la indiferencia de los dioses.
Estaba desnuda y tenía el cuerpo hinchado y lívido, lleno de magulladuras, quemaduras y cortes. Al ver la sangre que le manchaba el bajo vientre y las piernas, Myrddion apartó la mirada, incapaz de imaginar cómo habían muerto.
—Es evidente que Úter ha hecho justo lo que prometió.
—Sí. Las asesinaron los guardias. Las violaron hasta causarles la muerte, supongo, a menos que sus pobres corazones se detuvieran antes por miedo a lo que les venía encima.
La mente de Myrddion se rebeló ante aquella escena de pesadilla, tan llena de muerte y de pérdida. La luz de la luna brilló sobre sus nudillos prietos, mientras su mandíbula y sus labios se movieron para pronunciar en silencio una oración o una maldición. Incluso la luna amarillenta parecía reconocer la miseria del crimen que había tenido lugar al amparo de su luz, puesto que escondía el rostro tras una masa de nubes para ocultar el patetismo de los cadáveres.
—No me busques más, Botha, si no es para darme noticias de lo más funestas. No sanaré a más hombres que sirvan a la bandera de Úter Pendragón ni viviré en esta ciudad de cobardes y bestias. Te deseo lo mejor, Botha, aunque sirvas a un monstruo. Te ruego que entierres a mis muchachas como es debido, como creo que tenías previsto hacer.
—¡Ay, sanador! Los que servimos en ocasiones sufrimos más que los que mueren. Lamento ser un cobarde que se esconde tras un antiguo juramento. Sí, me aseguraré de que los hijos de puta que las mataron les cosan los sudarios, talen árboles y construyan sus piras funerarias. No me importa si tardan la noche entera en hacerlo. Luego quemaré los cuerpos de las pequeñas como si de hombres y guerreros se tratara.
Botha lloró en silencio, pero Myrddion pudo ver los regueros plateados de las lágrimas que le recorrían las mejillas. Comprendió la pena que sentía el capitán, pero el sanador no pudo ofrecerle ni una sola palabra de compasión. Mientras se alejaba, oyó las últimas palabras de Botha, una pregunta lanzada al aire en aquella noche dolorosa e indiferente.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Cuando Ruadh guió a su caballo hacia el arroyo que acababa virando hacia Spinis, un pequeño asentamiento que quedaba hacia el norte, a la sirvienta la asaltaron las preocupaciones. Estaba decidida a viajar tan lejos como fuera posible mientras hubiera luz, por lo que guió al caballo por el arroyo y siguió el camino chapoteando por el agua a pesar de que el sol ya estaba tras el horizonte.
Luego, cuando divisó un saliente de roca en el arroyo, obligó al animal a salir del agua en medio de la oscuridad. El caballo obedeció no sin quejas ni dificultades, y las salpicaduras y el ruido despertaron al pequeño Artórex, que se echó a llorar con auténticas ganas.
—Maldita sea, caballo, ya descansaremos cuando lleguemos al bosque. Ya sé que está oscuro, pero vamos a continuar de todos modos.
Aunque el caballo se detuvo en señal de queja, la única concesión de Ruadh consistió en desmontar, meterle un dedo en la boca a Artórex y conducir al corcel a pie hasta que el arroyo quedó tan atrás que ya no se oía el suave borboteo del agua.
Descansó varias horas envuelta en la capa que había robado, aunque decidió prescindir de la comodidad que habría supuesto encender un fuego. Mientras examinaba sus exiguas provisiones se dio cuenta de que las alforjas de Lucius contenían una sorpresa más: un viejo cuchillo para comer con una hoja estrecha y muy afilada. El mango de madera estaba pulido por el uso que habían hecho de él varias generaciones de manos, mientras que la hoja había sido afilada tan a menudo que a Ruadh le pareció que había quedado reducida a la mitad de la anchura original tras tantos años de uso habitual.
—Mira, Artórex —le dijo al bebé—. Lucius nos ha dejado un pequeño puñal bien afilado por si alguien intenta hacernos daño. Aunque ¿quién querría hacerle algo malo a un bebé tan bonito y tan bueno como tú?
El pequeño Artórex, que estaba cansado, hambriento y se había ensuciado, respondió a la voz melódica de Ruadh chupándole con ganas el dedo índice mientras ella buscaba el odre de leche que le había proporcionado Lucius.
—Ya casi no queda, cielo. ¡Y está fría! Tendremos que encontrar una vaca, una cabra… lo que sea… y mañana mismo, o el pequeño Artórex pasará hambre.
Mientras canturreaba, llenó el odre pequeño con leche, le puso la tetina improvisada de Lucius y se lo metió en la boca al bebé, que mamó con vigor.
Puesto que conocía bien a los recién nacidos, decidió esperar a que hubiera expulsado el aire para cambiarle la tela que le cubría el bajo vientre a modo de pañal. En cuanto se sintió limpio y seco, el bebé suspiró como un anciano diminuto y se quedó dormido enseguida. Demasiado cansada para comer, Ruadh cayó dormida también después de envolverse junto al niño con la capa hurtada. Mientras se dejaba arrastrar por el sueño, pudo oír el leve tintineo de los cascabeles del caballo, que buscaba la hierba más tierna bajo los olmos.
Se despertó mucho antes del amanecer con las instrucciones de Lucius en la cabeza. Le dio la última leche que quedaba a Artórex, masticó una tira de carne seca, se metió una manzana en el vestido para más tarde y fue a buscar al caballo. El cielo era de color gris áspero, aunque un leve resplandor iluminaba el horizonte por el este, por lo que Ruadh supo que tenían que ponerse en marcha.
Siguieron un día tras otro con ese ritmo de viaje lento que marcaban tanto el bebé como el caballo. Consiguió comprar leche y lavar la ropa de la criatura en una pequeña granja más allá de Spinis, y en un bosque próximo a Cunetio se topó con la esposa de un leñador que llevaba a un niño de un año sobre una cadera y a otro un poco mayor en la otra, agarrados a las faldas. A cambio de unas monedas de cobre, la mujer alimentó al niño hasta saciarlo y rellenó los odres de Ruadh después de que esta le contara que la madre había muerto y que ella era la tía del niño e intentaba devolver al huérfano a su familia, en la lejana Glevum. La campesina sonrió y asintió, aceptando aquellas burdas mentiras solo por el tono rojizo de su cabello y de la pelusa del mismo color que asomaba en el cráneo de Artórex.
Aunque había evitado todos los pueblos y ciudades, una mujer sola montando un caballo valioso debió de haber dado que hablar incluso entre los campesinos que vivían aislados y lejos de la red de caminos propia de la civilización. Cuando se detuvo a descansar por la noche en un bosque vestigial al sur de la aldea de Verlucio, casi consiguió relajarse, consciente de tener el cuchillo y la vaina de Lucius ocultos entre la ropa de arrullo del pequeño Artórex, que estaba más que sucia debido al viaje.
Se había arriesgado a encender un fuego para cocinar un pollo que había comprado poco antes a una pareja de ancianos que habían regateado el precio con severidad. Sin embargo, Ruadh no les había envidiado aquella pequeña victoria. Había aprovechado que Artórex dormía para cabalgar entre el denso bosque intentando no perder el sentido de la orientación mientras iba desplumando al pobre animal desde la grupa del caballo. Había dejado a su paso un pequeño rastro de plumas marrones y anaranjadas, mientras que el olor del pollo empapado había sido un mal necesario. Por suerte, la pareja de ancianos le había permitido mojar el pollo en agua hirviendo después de haberle partido el pescuezo con una eficacia que solo podía proceder de muchos años de práctica.
Mientras el pollo se asaba sobre un fuego abierto, el aroma apetitoso a tostado de la piel y de la grasa fue tan delicioso como aquella carne blanca. Cuando le dio un poco de grasa del pollo al niño con un dedo, Ruadh se dio cuenta de que, a pesar de la soledad, sentía una extraña satisfacción. Se quedó dormida junto al fuego mortecino, envolviendo con los brazos al bebé, que quedó acurrucado en la curva de su hombro.
Se despertó con la hoja de un cuchillo en la garganta, un cuerpo masculino sobre la espalda y un aliento caliente y nauseabundo en la nuca. Por un breve instante, Ruadh se sintió desorientada y confundida, pero luego el corazón se le aceleró mientras una áspera mano le recorría los contornos del cuerpo. Su sangre fría le puso en marcha el cerebro.
El bebé se despertó cuando una áspera mano lo agarró de una pierna y se la retorció. El grito de rabia de Artórex fue impresionante en medio de la oscuridad y del silencio del bosque, y dos caballos relincharon alarmados.
—¡Tienes al mocoso del rey! Por las retorcidas hermanas de la guerra, eres una furcia muy lista, ¿verdad?
Una mano tiró de la cabeza de Ruadh hacia un lado para dejarla expuesta a una leve luz, aunque la hoja del cuchillo no se apartó del hueco de su garganta. Dentro de la capa que la envolvía y sabiendo que no tenía más que unos segundos para actuar, metió la mano derecha por debajo del bebé, que seguía llorando, y agarró la vaina que tenía en el dobladillo del vestido.
—¡La furcia picta! ¡Que me aspen!
En los restos de la hoguera, una pálida luna esbozó la silueta de una cabeza andrajosa, aunque ocultaba los rasgos del hombre que se había arrodillado sobre ella, a horcajadas sobre sus caderas, por encima de la capa. Y sin embargo, ella supo quién era. ¿Cómo podía no saberlo?
—Eres Ulfin. El perro de Úter.
—Sí, furcia. ¿Por qué no te mataron junto a las otras dos putitas de Myrddion? Da igual, eso lo remediaré enseguida… ya me encargaré del niño después. Primero me gustaría descubrir qué vio en ti Ambrosio. ¿Qué te parece, puta?
—Que el aliento te huele como a un hombre que llevara diez días muerto —jadeó Ruadh mientras sacaba el cuchillo de la forma más discreta posible.
Artórex aportó una distracción oportuna gritando todavía más fuerte.
Ulfin la pegó con la fuerza suficiente para dejarla sin sentido. Aturdida, se las arregló para coger el cuchillo y mantenerlo cerca del cuerpo.
Una mano brutal le quitó la capa de repente y Ruadh le escupió con la esperanza de distraerlo un poco más.
—Tú sí que tienes una boca asquerosa, puta. Tal vez te corte la lengua antes de matarte. A Úter le gustará mucho que se la regale, y a tu amado sanador también le conmoverá tener un trocito tuyo si Úter es lo suficientemente estúpido como para dejarlo con vida.
Ulfin se cambió el cuchillo de mano, pero Ruadh sabía que no había ganado nada con ello, puesto que un guerrero tan avezado podía utilizar las dos manos con la misma habilidad. Con la mano derecha, el guerrero le abrió el vestido de un tirón, de manera que los pechos le quedaron al descubierto. Ulfin se los mordió hasta que le sangraron.
«Espera —pensó Ruadh—. Ten paciencia. Si intenta violarte será él quien quede expuesto y vulnerable. Entonces tendrás una oportunidad. ¡Espera!»
Ulfin se apartó un poco, se quitó el cinturón y lo dejó caer, con la vaina y todo, entre las piernas de ella. A continuación, a pesar de las muecas de dolor de Ruadh, le levantó las faldas y empezó a manosearla con brusquedad para hacerle daño, aunque ella se armó de valor y no dejó que ningún sonido escapara de sus labios.
Artórex seguía chillando entre los robles.
Mientras manejaba con torpeza los cordones de sus calzones, Ulfin bajó la mirada un momento. Ruadh actuó sin pensar a pesar de estar inmovilizada. Levantó súbitamente la parte superior del cuerpo hacia él con una fuerza alimentada por el pánico y la rabia y le hundió el delgado cuchillo en el abdomen desnudo. Tal como le había enseñado su marido picto, giró la hoja de inmediato para destriparlo.
—¡Furcia! —aulló Ulfin agarrándose la barriga con una mano y arremetiendo contra ella con el cuchillo. A pesar de que se dio la vuelta e intentó apartar la parte superior del cuerpo, notó que la hoja le rozaba las costillas con una punzada de dolor ardiente. Antes de que pudiera atacarla de nuevo, Ruadh blandió el cuchillo de Lucius como un escalpelo y lo dirigió hacia los genitales de Ulfin.
Aullando, chillando y agarrándose los restos de su virilidad mientras intentaba contener la sangre que le brotaba de la herida, Ulfin cayó al suelo, con lo que las piernas de Ruadh quedaron liberadas de repente. Con la rapidez de la juventud y de la desesperación, la celta rodó por el suelo alejándose de Ulfin, mientras una parte de su mente intentaba proteger al bebé, que seguía gritando furiosamente.
Pero Ulfin aún no se había rendido del todo. Mientras Ruadh luchaba por ponerse en pie con el torso agachado con recelo, buscando un buen punto de apoyo para el pie en el nido de hojas que le había servido como camastro, Ulfin se centró en la fuente del dolor con una malevolencia que le heló la sangre a la celta.
Poco a poco, se las apañó para cambiarse el cuchillo de mano otra vez.
—Si me has matado, entonces vendrás conmigo al reino de las sombras, puta asquerosa —susurró con voz amenazadora.
A continuación, por pura fuerza de voluntad, el guerrero se movió a una velocidad que habría resultado imposible para la mayoría de los hombres con heridas como la suya. Con una veloz embestida que Ruadh estuvo a punto de esquivar, le hundió medio cuchillo en el muslo.
Sin embargo, Ruadh sabía que se había visto obligado a estirarse para alcanzarla y aprovechó para acuchillarlo de nuevo en la ingle, de manera que, finalmente, cayó derribado como un árbol alcanzado por un rayo y se quedó jadeando en el suelo, boca arriba.
Ruadh apartó el cuchillo de una patada y lanzó la vaina en la misma dirección. Luego, sonriendo, recogió a Artórex y se envolvió con él en la capa manchada. Se agachó fuera del alcance de Ulfin con el cuchillo preparado y esperó. Unos cuantos trozos de leña que había descartado reavivaron el fuego y Ruadh se calentó las manos y el ánimo mientras esperaba la muerte agónica del guerrero Ulfin.
Al principio, el guardia se dedicó a chillar obscenidades hasta que oyó a Ruadh reírse de él. Luego le suplicó que lo ayudara, a sabiendas de que había sido la ayudante de Myrddion Merlinus. Al ver que las súplicas no surtían efecto, Ulfin empezó a rezar a todos los dioses que había conocido.
—¿Ni siquiera sabes morir como un hombre? —le espetó Ruadh—. Durante años no has hecho más que violar y matar, pero todavía no has comprendido lo que significa ser una víctima. Tengo previsto dejarte solo para que pienses en tu muerte en cuanto me haya curado la caricia que me has hecho en la pierna.
Así pues, a pesar de las súplicas y amenazas que él le lanzaba alternativamente, Ruadh examinó la herida que tenía en el muslo y usó un poco del agua del odre para lavarse el corte. Deseando tener alguno de los ungüentos de su maestro, se vendó la herida con una tira de ropa que sacó del dobladillo de su vestido, se colgó a Artórex del cuello y recuperó su caballo.
—Adiós, Ulfin. Con un poco de suerte morirás antes de que los carroñeros te encuentren, pero yo no contaría con ello. Estate atento a las sombras de debajo de los árboles e intenta recordar a los inocentes que has matado en nombre de Úter Pendragón y por tu propia voluntad. Seguro que Gorlois te estará esperando, puesto que mi maestro asegura que fuiste tú quien mató al rey por la espalda. Puedes intentar rezarle a él, si crees que eso puede ayudarte.
A pesar de los aullidos y las maldiciones de Ulfin, Ruadh se alejó a caballo de madrugada en dirección a Verlucio y al camino que la llevaría hasta Villa Poppinidii. El viento suspiró a través de las llanuras verdes y, cuando salió el sol, Ruadh quedó maravillada ante aquella tierra en la que la mano del hombre demostraba ser tan provechosa. Puesto que se había acercado a Aquae Sulis por el camino del este, las indicaciones que le habían dado dejaron de servirle y tardó dos días agotadores en divisar las puertas de la villa.
Ruadh estaba cansada, le dolía la cabeza con insistencia y sabía que tenía algo de fiebre, pero no le importaba nada más que cumplir su misión. Cuando vio la villa por primera vez, con los edificios exteriores pulcramente encalados y rodeada por hileras de árboles frutales, parcelas con hortalizas y campos arados que se llenarían de grano en primavera, se dio cuenta de que había llegado a su destino. Incluso Artórex dejó de berrear, aunque le hizo saber que estaba hambriento en cuanto el caballo entró en el patio enlosado y Ruadh desmontó. El muslo no dejaba de dolerle, pero eso no evitó que esbozara una sonrisa y que la mirada virtuosa de Myrddion apareciera en su memoria.
—Lo hemos conseguido, pequeño rey. Artórex vivirá y crecerá aquí. Y ahora que Ulfin está muerto, estará a salvo de Úter y de los reyes tribales. Por fin estamos en casa.