22

El niño manchado de sangre

Me parece más valiente quien supera sus deseos que quien supera a sus enemigos.

ARISTÓTELES,
Florilegio de Estobeo

Los árboles apenas tenían hojas en los campos que quedaban más allá de la ventana de Ygerne y, aunque no tenía ningún motivo sólido para sus terrores más que los sueños que la asediaban de noche, estaba convencida de que no viviría para ver otra primavera verde. Si bien no temía la inminencia de la muerte porque creía que su alma inmortal se reuniría con su amado, el descenso de su hija hacia la brujería y el destino del niño que crecía junto a su corazón exigían que afrontara cada día con coraje. Aunque el invierno todavía tenía que empeorar más, los cielos grises amenazaban con vientos helados por la mañana e Ygerne suspiró al recordar el invierno anterior, cuando su felicidad se había terminado de forma tan irrevocable.

A medida que se acercaba el momento del parto, cada vez estaba más convencida de que moriría durante el alumbramiento, puesto que habían pasado ya veinte años desde que había nacido su hija menor. Igual que la estación, estaba produciendo su último fruto antes de que la escarcha de la vejez la convirtiera en una anciana estéril. Se miró aquella barriga enorme, mucho mayor que las de los otros embarazos, y temió que el bebé acabara matándola o que sus estrechas caderas pudieran matarlo a él.

Entonces, mientras contemplaba el lánguido paisaje que parecía ir a juego con su humor, sintió un dolor en la parte baja de la espalda que se le extendió por los lados, una opresión bien conocida que le producía la tensión de los músculos. Un gemido grave escapó de sus labios cuando sintió el azote de aquel espasmo que le preparaba los músculos mientras el bebé reclamaba nacer de una vez. Mordiéndose el labio para silenciar más quejidos, se agarró a la barriga e intentó respirar hondo a pesar del dolor.

«No —pensó con desesperación—. Cuando el niño nazca, tal vez muera, por lo que no puede nacer. No lo permitiré. Nada de esto tendría que estar sucediendo».

Se quedó tan quieta y tan rígida que Ruadh notó que algo iba realmente mal. Con un hábil tirón de la colcha arrugada para ajustarla a la cama de la reina, Ruadh decidió obligar a su señora a tenderse, puesto que Ygerne llevaba varios días inquieta y había dormido muy poco. Cuando llegó al lado de la reina, esta había relajado los hombros una vez pasado el espasmo y pudo respirar con normalidad de nuevo. Se volvió para mirar a su sirvienta con el rostro sereno y tranquilo.

—¿Os encontráis mal, mi señora? Me parece que estáis un poco pálida.

—Estoy bien, no te preocupes —dijo Ygerne con una dulce sonrisa que no consiguió engañar a Ruadh, quien percibió las leves gotas de sudor aparecidas en la frente de la reina. Le tomó la mano que mantenía cerrada y, con cuidado, le abrió los dedos. Las uñas de Ygerne habían dejado marcas rojas en forma de media luna en las palmas.

—Os habéis puesto de parto, ¿verdad? ¡No me mintáis! Yo también he parido, majestad, no podéis engañarme tan fácilmente. ¿Habéis roto aguas ya?

—No, solo ha sido una punzada… pero no ha llegado el momento. —La reina se envolvió la barriga con las dos manos como si quisiera acercarse el bebé todavía más al corazón—. Descansaré y recuperaré el vigor.

—¡Mentís! —Ruadh no se caracterizaba precisamente por su tacto—. Tenéis que acostaros enseguida, mi señora. Pronto volveréis a ser madre y necesitaréis todas vuestras fuerzas. Diré que avisen al rey y mandaré a buscar a la partera para que venga cuanto antes.

Ygerne le agarró las manos con tanta fuerza a Ruadh que esta hizo una mueca de dolor.

—¡No quiero que me cuide una desconocida, Ruadh! Por buena que sea, esa comadrona huele muy mal. A ti te ha enseñado el maestro Myrddion y tú misma has parido también, por lo que me gustaría que me asistieras tú si te sientes preparada para hacerlo. Berwyn y Willa pueden ayudarte, no me fío de nadie más. Por favor.

La reina estaba cada vez más inquieta, por lo que Ruadh la apaciguó accediendo a ser su partera a pesar de temer lo que Úter Pendragón pudiera pensar acerca de aquella decisión de su esposa.

—Dejadme hablar con el capitán Botha. Se asegurará de que mi maestro me haga llegar las hierbas necesarias para aliviar los dolores del parto. Si lo deseáis, también puedo pedirle al obispo Lucius que venga a atenderos.

—Sí, por favor, Ruadh, me gustaría confesarme antes por si muero durante el alumbramiento.

Ruadh se dio cuenta de lo peligrosa que podía ser tanta agitación, tanto para la madre como para el hijo. Quería tener cerca a Myrddion por si algo iba mal durante el parto.

Después de obligar a Ygerne a descansar en una cómoda silla tapizada en la sala que había preparado para el parto, Ruadh dejó a Berwyn y a Willa a cargo de la reina y salió de sus aposentos para acudir apresuradamente en busca del capitán de la guardia. Encontró a Botha en un extremo de la sala de audiencias del gran rey, montando guardia mientras Úter administraba su peculiar forma de justicia. A Botha le llamó la atención lo nerviosa que estaba, puesto que sabía que al gran rey le ofendería la presencia de una sirvienta en la sala del tribunal. Con una prudente mirada hacia la espalda del rey, Botha llamó por señas a otro guardia para que ocupara su lugar antes de cruzar la cortina de la puerta y encontrarse con Ruadh en el largo pasillo que unía la sala del tribunal con los aposentos del palacio.

—¿Por qué te juegas el pellejo entrando en la sala del tribunal, mujer? Espero que tengas una buena excusa, porque ni siquiera tu maestro podrá evitar que recibas unos azotes si Úter se entera de tu atrevimiento.

—La reina se ha puesto de parto y el rey debe saberlo enseguida. También hay que notificarle que la reina ha pedido que el obispo Lucius la confiese por si muere durante el alumbramiento. Mi señora ha rechazado los servicios de la comadrona y desea que sea yo quien la asista para traer al bebé al mundo, pero para eso necesitaré que el maestro Myrddion me traiga los útiles propios de mi oficio, así como calmantes, hierbas tonificantes para la sangre, fajas y vendas limpias. Mi maestro sabrá lo que se necesita.

Visiblemente incómodo, Botha tosió con cierto apuro y juró cumplir con lo que Ruadh le pedía al pie de la letra, incluyendo la tarea de informar al rey. Segura de que no le fallaría, ella regresó a toda prisa a los aposentos de la reina.

Nada más entrar en la habitación se dio cuenta de que ni Willa ni Berwyn se las apañaban con las tareas de partería. Willa estaba angustiada, a punto de llorar, pero había pedido que le trajeran agua caliente a sabiendas de que la higiene era importante en un parto. La chica tenía casi trece años y era muy bella a pesar de la cicatriz en el brazo, que siempre mantenía oculta con mangas largas y cuellos cerrados por vergüenza. Tenía un abundante pelo negro rizado que solía llevar trenzado, aunque entre aquella confusión unos cuantos mechones se le habían soltado y le caían sobre la cara pálida. Cuando llevó el agua a su señora, se pasó una mano por el cabello y se desgreñó las trenzas aún más. Por lo general, Willa era terriblemente tímida, aunque se sentía cómoda en presencia de la reina. Adoraba a Ygerne por su amabilidad y por su gracia, y se estaba esforzando por mantener la calma cuando Ruadh entró de nuevo en la habitación.

—La reina dice que ha roto aguas, Ruadh, y tiene que cambiar de posición para el parto, pero no se está quieta el tiempo suficiente para que podamos ayudarla.

—Tranquila, Willa. Lo del agua caliente ha sido una buena idea, pero debemos insistir en que Ygerne se desvista. El maestro Myrddion dice que el cuerpo de una mujer debe estar limpio durante el parto para evitar que los humores malignos entren en el útero, o sea que tendrías que encontrar ropa limpia y holgada que utilice para dormir mientras Berwyn y yo la desvestimos y la bañamos. No te asustes, muchacha. Pocas mujeres mueren al parir; de lo contrario no querríamos tener hijos, ¿no crees?

Mientras Willa abría a toda prisa un arcón de ropa en busca de un camisón bonito con el que la reina pudiera sentirse más cómoda, Berwyn y Ruadh se echaron encima de Ygerne y la obligaron a mantenerse quieta al tiempo que le deshacían los cordones del grueso vestido de lana rosada que llevaba puesto. Mientras la ayudaban a despojarse de aquellas vestiduras ceñidas, así como del delicado camisón de gasa que llevaba por ropa interior, la reina suspiró aliviada. Acto seguido, Berwyn se arrodilló ante su señora y le lavó con una esponja el bajo vientre y las piernas hasta que Ygerne quedó limpia y se sintió más cómoda, si bien el proceso la había abochornado hasta el punto de ruborizarla, con lo que adquirió un tono sonrosado infantil.

A continuación, vestida con el camisón holgado pero todavía reticente a acostarse, la obligaron a sentarse mientras le soltaban el largo cabello con cuidado, se lo cepillaban y formaban con él dos grandes trenzas que le llegaban casi hasta las rodillas. Willa completó esa tarea con detenimiento, concentrada y mordiéndose el labio, mientras Berwyn y Ruadh quitaban la lujosa colcha de la cama de la reina y añadían almohadas para que Ygerne pudiera apoyar la espalda. Ruadh recordó que a ella le había quedado el pelo mojado y enmarañado tras las largas horas de parto, por lo que comprendía lo importante que era para su señora sentirse bien antes de que empezaran las contracciones fuertes de verdad.

Aunque seguía inquieta, Ygerne ya estaba acostada cuando el obispo Lucius llegó a la puerta de la habitación. Cuando entró en el dormitorio, la reina estaba agazapada como una niña bajo una fina sábana, con las manos entrelazadas de forma visible para cumplir con las reglas de la modestia.

A diferencia de muchos otros prelados, a Lucius no le intimidaban ni repugnaban los misterios del parto, por lo que rezó con ella de un modo relajado, escuchó la confesión de Ygerne y la calmó con su habitual serenidad. Antes de levantarse para marcharse, ella le agarró la mano y le susurró al oído para que las mujeres no pudieran oír lo que decía:

—Tenéis que prometerme que mi hijo estará seguro si muero. Tenéis que mantener a mi esposo al margen de la crianza del niño, puesto que envenenaría a la pobre criatura con su violencia y sus recelos. Aunque muera, mi alma quedará en paz si podéis jurarme lo que os pido.

—No moriréis, majestad. Predigo que viviréis para ver a vuestro hijo crecer sano y fuerte; pero, si eso os sirve de alivio, juro obedeceros. Vuestro hijo estará seguro, puesto que nuestro Señor es testigo de ello.

Ygerne suspiró, sonrió e hizo una mueca de dolor en cuanto le sobrevino otra contracción.

Lucius se levantó con elegancia y se inclinó en una profunda reverencia antes de marcharse para acudir a los aposentos del rey. Sin embargo, se vio inmerso en la confusión tras haber jurado de forma sagrada algo que le costaría cumplir si Úter decidía exponer al niño a las inclemencias del tiempo. Decidió excusarse y partir hacia Glastonbury en cuanto tuviera la ocasión. El obispo Paulus se encargaría de bautizar al niño, por lo que no había nada que retuviera a Lucius durante más tiempo.

—Parece que todos estamos en las manos de Dios —le susurró a Botha mientras se dirigía a los aposentos de Úter con la sensación de ser un cobarde y de comprender mejor a Myrddion Merlinus. A todos los efectos, el sanador era la única conciencia capaz de gobernar de verdad la conducta del gran rey.

—Sí, obispo Lucius, espero que vuestro Dios escuche nuestras plegarias.

A regañadientes, Úter había cancelado sus juicios a la espera del nacimiento de su primer hijo y estaba soportando el chaparrón de felicitaciones de nobles y sirvientes por igual con una irritación apenas disimulada. El gran rey no era tonto y detectaba la curiosidad y el regocijo en los rostros mordaces de aquellos nobles que tanto disfrutaban del escándalo que envolvía su matrimonio con Ygerne.

—Bueno, ¡que se pudran, ellos y sus chismorreos! —juró Úter—. Cuanto antes muera el mocoso, mejor. Entonces cualquier relación con Gorlois quedará olvidada.

Cuando llamó a la puerta y entró en las lujosas salas, Lucius vio que el gran rey estaba de un humor de perros, aunque de un modo más hosco que de costumbre en lugar de dando rienda suelta a su ira ingobernable. Después de mirar de reojo a Botha, que se había quedado mudo y petrificado, el prelado dedujo que Pendragón era mucho más peligroso cuando se mostraba circunspecto que cuando demostraba su furia abiertamente.

Lucius no tardó en darse cuenta de que el gran rey consideraba que el niño era una intrusión indeseada e inoportuna en los patrones normales de su vida. Si bien la mayoría de los hombres estarían entusiasmados ante el nacimiento de un heredero, Úter era consciente, por sus terrores nocturnos y por la predicción de su vidente, de que sufriría por culpa de un bebé cubierto de sangre. Su resentimiento era más que visible, y a Lucius le preocupaba que pudiera actuar de forma desmedida. Ni siquiera la llegada tardía de Paulus, el tímido obispo de Venta Belgarum, consiguió apaciguarlo. Ese niño podía desbaratar por completo su estilo de vida y Úter no estaba dispuesto a que eso sucediera.

Cuando Myrddion llegó cargado con todo lo que Ruadh le había pedido, se vio obligado a esperar en el pasillo hasta que el gran rey se dignó recibirlo. De camino hacia allí, se cruzó con Morgana seguida por una sirvienta. La princesa le lanzó una mirada cargada de burla y de crueldad, por lo que Myrddion se puso en guardia de inmediato.

—Ahórrate todo ese esfuerzo, sanador —dijo con aire impasible, aunque el deleite repugnante que se atisbaba en las profundidades de sus ojos pardos traslucía tras su rostro solemne—. El niño tal vez sobreviva al parto, pero ningún heredero de Úter está destinado a vivir más de un solo día.

—¿Tenéis previsto cometer un infanticidio? ¿No hay un límite para la perversión a la que estáis dispuesta con tal de vengar a Gorlois? Vuestro padre se avergonzaría de vos si matarais a un bebé inocente.

Myrddion era consciente de que se estaba creando una nueva enemiga con ese ataque de sinceridad excesiva, pero la confianza engreída de Morgana había superado la capacidad de autocontrol del sanador.

—¿Por qué eres tan escrupuloso, Myrddion? Yo no mataré al niño, será Úter quien lo haga por mí. Sufre unas pesadillas terribles, ¿sabes? Me he limitado a felicitarle por el nacimiento de un hijo sano y fuerte que podrá convertirse en el hombre más importante de las tierras tribales. Su rostro era la viva imagen del disgusto y de los celos. Mientras hablamos, seguro que está planeando cómo matarlo.

—Y ¿si es niña? ¿Entonces qué, Morgana? No se atreverá a ordenar que expongan a una niña a las inclemencias del tiempo.

Myrddion no encontró palabras para expresar el horror y la repugnancia que sentía, puesto que había constatado que Morgana había estado jugando con Úter Pendragón. Los ojos fríos de la princesa adquirieron una tonalidad ambarina con la sensación de triunfo que experimentó al ver que Myrddion admitía sin palabras que el gran rey intentaría matar a su propio hijo. Morgana pasó a sonreír sin pudor, como si estuviera saboreando algo dulce y delicioso.

—Mi madre pasará mucho tiempo enferma después de un parto a su edad, pero Úter seguirá reclamando que le muestre una devoción y atención absolutas. No tendrá el tiempo necesario para cuidar de un bebé si tiene que calentarle la cama al rey y complacerlo como hasta ahora. Yo me encargaré de criarla si nace niña y Úter me lo permite.

Myrddion bajó la mirada. Cualquier cosa antes que verse obligado a mirar los bellos rasgos de Morgana retorcidos por un alma tan desagradable. El sanador le concedió el derecho a estar enojada por el asesinato de su padre, del mismo modo que reconocía la amargura de la violación que ella misma había sufrido y el hecho de que la reina hubiera aceptado a Úter Pendragón como nuevo esposo. Pero ¡tanta furia! Tal vez los cristianos que condenaban a la mujer como origen de todos los pecados tenían algo de razón en ese caso.

—Deberíais ser consciente, alteza, de que los griegos fueron unos grandes eruditos del pecado. Os describían con exactitud cuando decían: «Cuando los dioses quieren acabar con alguien, primero lo vuelven loco».

—¿Ese es tu mejor insulto, sanador? Si es así, nuestras conversaciones serán más breves en lo sucesivo. Y ahora, adiós, quiero saber cómo va el parto de mi madre.

A continuación, Morgana se alejó contoneando las caderas con una elegancia consciente. Sin embargo, Myrddion se sintió a salvo de esos encantos, ya que no veía más que una serpiente en ese esbelto cuerpo y en esos ojos fríos.

Las horas transcurrieron con lentitud, puesto que Ygerne era demasiado delgada, frágil y mayor para dar a luz de forma segura. Ruadh se negó a darle permiso a Morgana para entrar en la cámara de la reina, y Willa y Berwyn se estremecieron ante los ácidos insultos de la princesa, aunque Ygerne siguió siendo el objeto del trabajo y la atención de las dos muchachas.

Los músculos de la reina habían perdido la elasticidad de la juventud, por lo que sufrió mucho mientras el bebé reclamaba nacer de una vez con una fuerza obstinada y furiosa. Ruadh fue la única que se dio cuenta de que su señora estaba intentando evitar que naciera por temor a la ira de su esposo y a la angustia constante que le tocaría sufrir a ella una vez que hubiera nacido el niño.

El cabello de la reina pronto quedó empapado en sudor y su cara palideció con el esfuerzo empleado en aquella lucha infructuosa. Le habían cambiado el camisón dos veces, y Berwyn y Willa la habían lavado de nuevo con agua fresca para relajarle los músculos y mantenerla tan limpia como fuera posible. Con un temor malsano a mostrarse incapaz de lidiar con la situación, Ruadh contempló que las contracciones le tensaban la barriga a Ygerne mientras esta arqueaba la espalda y gemía de forma agónica. Antes de que el valor la abandonara, Ruadh decidió administrarle una sola gota del calmante de Myrddion diluida en agua.

—Gritad si eso os alivia el dolor, mi señora. No sirve de nada mostrarse estoica y silenciosa —dijo Ruadh.

Willa le secó la frente a la reina con un paño suave y fresco, mientras que Berwyn le daba un poco más de agua para mitigarle la sequedad de los labios.

—Gracias, Willa… eso me hace sentir mucho mejor. Y gracias a ti también, Berwyn. No puedo gritar ni armar escándalo, Ruadh, no soy una campesina pariendo a su hijo en los campos. Las mujeres nobles debemos demostrar nuestro coraje con nuestro silencio, y yo no pienso traicionar mi linaje ni mi posición.

Sin embargo, las contracciones se hicieron cada vez más intensas, hasta que Ygerne se mordió los labios con tanta fuerza que notó el sabor de la sangre en la boca. Aunque estaba decidida a sufrir en silencio, un débil grito acabó escapando de sus labios.

Lo que le apetecía era dormir, pero el niño se mostraba inexorable y le desgarraba la matriz con su anhelo por venir al mundo. Cuando la poción de Myrddion empezó a surtir efecto, Ruadh quedó aliviada y aterrorizada al mismo tiempo, puesto que los ojos de la reina se volvieron apagados y distantes, aunque pasó a expresar la agonía con más libertad.

Por el pasillo, Úter oyó los gritos de su esposa y su irritación fue en aumento. Aunque Botha le sirvió un vino tinto fuerte, la bebida solo sirvió para alimentar todavía más la creciente antipatía hacia aquel proceso tan perjudicial como ruidoso.

«In vino veritas», pensó Myrddion con amargura mientras observaba al gran rey perder la compostura. Al final, cuando los gritos comenzaron a ser tan fuertes que los sacerdotes empezaron a rezar en un rincón de la habitación, Úter ordenó a Myrddion que lo acompañara para escapar de ese ruidoso tomento.

«Ya está aquí —pensó Myrddion—. La prueba más dura de mi vida está a punto de llegar. ¿Qué voy a hacer?»

—Tú no, Botha. Quédate aquí y vigila a los sacerdotes. No podemos permitirnos que los hombres de Dios sufran daño alguno —ordenó Úter enseguida al ver que el capitán se movía para seguir a su señor—. Si no puedo estar seguro ni siquiera en mi casa de Venta Belgarum, nunca podré sentirme seguro en ningún lugar de estas islas.

Abatido, Myrddion siguió al gran rey por los pasillos, patios y por los húmedos y fríos tramos de escaleras que se hundían en los cimientos del palacio. Aunque el edificio original había sido erigido sobre la tierra compactada, algún constructor inquieto había excavado un sótano y lo había bordeado con toscas piedras utilizando el famoso mortero romano que permitía construir edificios tan sólidos.

El lugar en el que entraron el rey y el sanador era un espacio de reducidas dimensiones, de unos cinco metros cuadrados, que sería casi inexpugnable durante un ataque enemigo. Aunque el techo podría haber cedido bajo el peso de la piedra y la tierra, la magia de los antiguos constructores romanos mantenía intacta aquella bóveda en forma de barril y hacía la estancia más alta que ancha. Úter cerró con cuidado la puerta, pasó el pestillo y encendió un arbotante con una antorcha empapada en aceite que había recogido por el camino.

—¿Qué estás pensando, sanador? ¿Que tal vez morirás en este lugar? Nadie te encontraría jamás, es cierto, y podrías gritar durante horas sin que nadie te oyera. Encontré este escondrijo con Ambrosio, cuando yo no era más que un niño, y decidimos que sería un lugar dedicado al culto de Mitra. ¿Ves?

Úter levantó la antorcha y, por encima de la cabeza, alguien había pintado el sacrificio del dios soldado con unos colores tan vívidos que el artista podría haber finalizado esa obra maestra el día anterior. Aquella lúgubre y utilitaria habitación se convirtió de repente en un diminuto templo con una única piedra cuadrada que, de forma evidente, había sido un altar en miniatura.

«Menudo lugar en el que morir de hambre —pensó Myrddion con desesperación—. Úter ha planeado bien esta estrategia». Con una blasfemia inconsciente, Úter se sentó sobre el altar de piedra, dejó una pierna colgando con aire reflexivo y miró detenidamente a su sanador.

—Casi nunca estamos de acuerdo, ¿verdad, Myrddion? Aunque los dos queremos vencer a los sajones por nuestro pueblo, ¿correcto? Me soportas porque cada vez eres más consciente de que no hay nadie más adecuado que yo para ocupar el trono del gran rey. Veo que asientes, que estás de acuerdo. —Úter rió como si hubiera superado una prueba tan importante como difícil—. Por eso me obedeces incluso cuando hacerlo te repugna. ¿En qué te convierte eso, Myrddion Merlinus? ¿En un cobarde? ¿En un títere?

—¡En un idiota desesperado! —respondió Myrddion con cinismo.

Úter ignoró la interrupción y prosiguió con el discurso que se había preparado como si su sanador no hubiera dicho nada:

—En un buen sirviente de las tribus, en mi opinión. Eres el hombre más adecuado para eso, Myrddion. Sí, te he coaccionado, pero te habrías arrepentido si me hubieras dejado a mi aire y hubieras escapado de mis garras.

—Lo dudo, majestad. Podéis mostrarme vuestra fe en mí devolviéndome a Willa y a Berwyn. Os serviré de todos modos, tal como se lo juré al emperador Ambrosio.

—Es triste e inevitable, pero nadie se acuerda ya de mi hermano. Ambrosio fue un gran estratega, pero era débil y confiado, y eso fue lo que lo mató. Pascent, o cualquier otro de su clase, nunca llegarían a acercarse tanto a mí.

El rostro de Úter desprendía tanta arrogancia y orgullo que a Myrddion se le revolvió el estómago a pesar de lo acostumbrado que estaba a la fanfarronería del gran rey.

Había cierta verdad en las palabras de Úter que ni siquiera Myrddion podía contradecir, por lo que el sanador se quedó en silencio con la esperanza de que la sombra de Ambrosio lo perdonaría.

—Si debo tener un heredero, no quiero que lleve la sangre mancillada de Ygerne ni que lo contamine el recuerdo de Gorlois. Por lo que me ha contado ella misma, Ygerne soñó la muerte de su esposo hace décadas mediante esa estúpida clarividencia que dice haber heredado de su padre, Pridenow. Ni sé ni me importan qué maldiciones pesan sobre su familia, pero es una excusa como cualquier otra. Además, ya sabes que ese niño recordaría a los reyes tribales la desdichada muerte del Jabalí y los rumores que circulan acerca de cómo se concibió ese hijo. Tampoco quiero que una versión masculina de Morgana me hostigue cuando envejezca. Lo ves, ¿verdad, Myrddion? Tú que tienes fama de pensar con tanta claridad, un heredero como ese sería un desastre…

—Tal vez, pero Fortuna ha decretado que ese será vuestro heredero. No podemos discutir las decisiones de los dioses y vuestro hijo seguro que se parecerá mucho a vos… o a Ambrosio.

Myrddion había elegido las palabras a conciencia, puesto que vio hacia dónde se dirigía aquella conversación. ¿Realmente Úter estaba tan loco como para pedirle que cometiera un infanticidio?

¿Y cómo había deducido Lucius que Úter lo elegiría a él para matar a ese hijo no deseado? ¿Quizá porque había sido un útil títere que había accedido a sus exigencias una y otra vez, además de cerrar los ojos ante el asesinato de Carys? La respuesta resonó en la cabeza de Myrddion y le recordó cada concesión, cada ocasión en la que había mirado hacia otro lado, como Botha, cada vez que su honor había quedado mancillado y había intentado cerrar los ojos al respecto. Al fin, mil años de ancestros celtas y romanos despertaron en la sangre de Myrddion, y esa presencia en su mente le infundió el valor necesario para estar a la altura de las circunstancias. Las voces susurraron palabras de ánimo que lo alentaron a desafiar las palabras cargadas de amenazas y promesas del gran rey, mientras Myrddion permitía que su ira creciera poco a poco.

—Líbrate de ese niño por mí, Myrddion. Yo daré la orden para que sea expuesto a las inclemencias del tiempo, no temas, esta vez el peso de su muerte no caerá sobre tu conciencia. Lo único que tienes que hacer es llevártelo al bosque y dejarlo allí a merced de la nieve. Fortuna tal vez lo salve… ¿quién sabe? En cualquier caso, tengo que librarme de ese niño si no tiene la suerte de morir durante el parto.

—Y entonces tendréis un buen motivo para deshaceros también de mí —respondió Myrddion sin alterar la voz. Su bello rostro pareció de repente más viejo y severo a la luz titilante de la antorcha—. Me convertiríais en un infanticida y seguiría siendo vuestra criatura para siempre. No me sorprende que me hayáis elegido para llevar a cabo una tarea tan horrible, porque he sido débil y he permitido que cometierais pecados que me estremecen el alma al pensar en el juicio de los dioses que nos llegará al fin a los dos.

Úter asintió; estaba seguro de que Myrddion se quejaría, como siempre, y luego obedecería a su rey aunque fuera a regañadientes.

—No te mataré, Myrddion, puesto que eres el único que puede dirigir mi red de espías. Haz esto por mí y no te exigiré nada más que pueda comprometerte. Para demostrarte mis buenas intenciones, te devolveré a tus rehenes. Un recién nacido no merece derramar ni una sola lágrima.

—Cierto. Pero si me encargo del niño, permitidme una concesión, rey Úter, una oportunidad de aconsejaros sin temor a represalias. Estamos en el templo de vuestro dios soldado y estamos planeando un asesinato. Por una vez me gustaría tener la última palabra… aunque no sea más que un idiota vacilante.

—¿Qué me importan las palabras? Puedes decir lo que quieras mientras hagas desaparecer al niño.

—He perdido el don de la profecía, pero la Madre me ha mandado sueños durante muchos años que me advertían de mi destino, por lo que todo esto no me sorprende. No le pediréis a Botha que se encargue de este asesinato porque confiáis en él y sabéis que le repugnaría hasta tal punto que podría suicidarse. Sois listo, pero no tanto como creéis. Yo soy el Medio Demonio y vos no podéis matarme porque me necesitáis demasiado. Cuando haya hecho lo que me pedís, me apartaré de vos y no os causaré humillación alguna… os la causaréis vos mismo. Sin embargo, todos vuestros asesinatos, vuestras conspiraciones y ejecuciones no os traerán nada bueno, puesto que las repercusiones se acumulan a pesar de lo mucho que intentéis controlarlas. Estáis condenado, rey Úter, y vuestra muerte será tan terrible como cualquiera que haya podido predecir. De forma inevitable, os suplantará un hombre mejor que vos en todos los sentidos, porque así tiene que ser y por mucho que intentéis matarlo solo conseguiréis hacerlo más fuerte. Recibí esta profecía hace años, aunque haya estado luchando contra mi destino. Vos también lo visteis en los sueños que os advertían de que no debíais matar a ningún niño. Muirne debería haber sabido que no la escucharíais; da igual lo que dijera o cómo muriera. El bebé manchado de sangre vivirá; da igual lo que hagamos hoy, y yo le serviré en su momento, cuando vos estéis bajo la fría tierra. Nadie mandará vuestro cuerpo a la pira, por miedo y odio hacia vuestra persona. Temerán tocar vuestro cadáver.

—Cuando haya muerto, no me importará —respondió el rey encogiéndose de hombros, aunque su rostro había palidecido ante las palabras de Myrddion, que se habían introducido en su cerebro para quedarse allí durante el resto de su larga y dolorosa vida—. Mientras seas tú quien mate al niño, Cuervo de Tempestad, no me dolerá nada de lo que puedas decirme. Déjate de sueños. No pienso escucharlos, no cambiaré de camino por su culpa, o sea, que ¡al diablo con los dioses!

—Entonces obedeceré vuestra orden. Pero no me pidáis nada más, puesto que solo encontraréis mi rechazo. A partir de este día no pienso daros nada más que lo que nuestro pueblo espera.

A continuación, Myrddion se inclinó ante Mitra y se arrodilló para rezar ante el altar. Úter se cansó enseguida de contemplar la piedad de su sanador y pensó en darle a probar la oscuridad.

—Cierra la puerta cuando hayas terminado —siseó Úter cuando se volvió para salir—. Y no te molestes en contarme los pormenores de la muerte del niño. A todos los efectos habrá muerto en el parto.

Úter se llevó la antorcha para iluminar su camino, pero dejó encendido el arbotante. Ya fuera de la cámara, Myrddion tendría que deshacer sus pasos en la más profunda oscuridad.

—Sí, mi señor —susurró Myrddion antes de continuar su plegaria.

Entre las sombras, Melvig apareció como el fantasma de un lebrel, con los ojos brillantes y furiosos, para decirle a su biznieto lo que debía hacer. Olwyn, siempre temerosa de la gente normal a la que amaba, le susurró que debía confiar en más personas para su astucia, puesto que el gran rey era capaz de matar a todos los recién nacidos del país si llegaba a sospechar la perfidia de Myrddion. Y Branwyn, a quien creía segura en Tomen-y-mur, llegó envuelta en una oleada de perfume compuesto de aire marino, flores costeras, algas y muerte reciente para susurrarle también al oído. Se habría estremecido ante aquella sombra de no haber sentido la conexión de la mente de su madre con la suya, por lo que consintió escuchar las advertencias que le brindaba desde lejos.

—Nunca te amé en vida, hijo mío. ¿Cómo podría haberte amado tal como fuiste concebido? Pero aprende de tu infancia, Myrddion. No puedes tomar parte en la educación del bebé, puesto que los dioses han querido que tengas el alma mancillada. Este niño debe viajar a lugares remotos hasta que Úter se olvide de que llegó a existir. Ni siquiera tú, si quieres salvar tu alma, deberías saber dónde se encuentra hasta que esté a punto de llegar a la edad adulta. Acabo de morir, estoy tendida en mi ataúd, esperando a que me entierren en la tierra gélida, por lo que no podré volver a hablar contigo de nuevo, pero recuerda nuestra enemistad y libera al niño de esta tortura, al menos. Déjalo crecer sano y fuerte, capaz de amar y de vivir tranquilo, al margen de su parentesco y de su peligroso futuro.

La habitación quedó sumida en el silencio. Myrddion sabía que había estado soñando con sus difuntos más amados, pero lloró de todos modos porque las horas siguientes pondrían a prueba su ingenuidad. Su único consuelo era que al fin podría herir de muerte a Úter, aunque el rey tardara muchos años en sentir el golpe. Por unos momentos, se preguntó por qué suponía que el retoño sería niño.

A continuación, una vez tomada una decisión, dejó a sus fantasmas en la oscuridad cálida de aquella estancia y regresó sobre sus pasos con más fuerza y determinación que nunca. Cuando apagó el arbotante, habría jurado que los labios de Mitra le estaban sonriendo.

Cuando Myrddion regresó, Lucius lo miró como si lo viera por primera vez. Un hombre renacido había entrado en la sala y se había inclinado frente al rey, que permanecía sentado en el trono y ya estaba borracho por efecto del poderoso tinto y de sus pecados y triunfos. El rostro de Myrddion era tan bello y aristocrático como siempre, pero el chico que había en él se había consumido y había dejado paso a un hombre con el semblante tan duro y claramente definido como la hoja de una buena espada. En su frente, la franja blanca de la profecía parecía más ancha y pronunciada.

—¿Cómo está la reina? —preguntó Myrddion—. ¿Alguna novedad?

«Le ha cambiado hasta la voz, se ha vuelto más firme y menos hostil —pensó Lucius con asombro—. Ha visto con claridad cuál será su decisión. Después de ver que Úter volvía con una sonrisa de satisfacción y complacencia en los labios, esperaba que el sanador regresara hecho polvo. En lugar de eso, Myrddion ha pasado a ser el amo en lugar del temeroso sirviente que era antes».

El obispo se volvió para santiguarse con disimulo por temor a Úter Pendragón. A pesar de ser un ministro de Dios, el romano que llevaba dentro seguía temiendo a las criaturas de las tinieblas.

—No hemos oído nada, sanador —dijo Botha en voz baja, aunque con los ojos agotados e inquietos—. Tal vez deberíais ir a ver cómo está.

«El capitán también ha percibido el cambio —pensó Lucius con cierto alivio—. Bien, no han sido imaginaciones mías».

—Os acompaño, Myrddion. Prometí rezar con la reina si su estado empeoraba —murmuró—. Además, tengo que prepararme para partir de Venta Belgarum. Pase lo que pase, mi tarea con la reina ha finalizado y Glastonbury me reclama. —Se volvió hacia el obispo Paulus antes de continuar—. Por favor, excusadme, Paulus, si os dejo con nuestro noble señor. Os avisaré tan pronto como nazca el bebé.

Juntos, Myrddion y Lucius salieron de la estancia en la que se quedó el rey, embriagado por el vino pero también complacido por el acuerdo que le había sonsacado al sanador.

Frente a los aposentos de la reina, los dos hombres pudieron oír los gritos de Ygerne y, por primera vez, Myrddion pensó en la posibilidad de que murieran tanto la madre como el hijo. La muerte durante el parto era un hecho frecuente y muchos bebés morían durante los primeros meses. Myrddion hizo una mueca ante el chillido agónico de Ygerne y deseó que los hombres tuvieran las luces suficientes para permitir que los sanadores, a pesar de su sexo, ayudaran a las madres a parir. Había demasiadas brujas repugnantes que se ganaban el pan como parteras a pesar de que mataban a tantas mujeres como las que salvaban por culpa de su ignorancia y de la suciedad de sus manos. Al menos Ygerne estaba a salvo de esas viejas supersticiosas. Ruadh haría todo lo posible para asegurarse de que sobrevivieran tanto la madre como el niño.

—Úter quiere que abandone al niño en el bosque tan pronto como haya nacido, sea cual sea su sexo —le confesó sin rodeos al obispo ante los gritos cada vez más insistentes de Ygerne.

—¿Qué le ha hecho pensar que accederíais? —preguntó Lucius con la frente arrugada por el recelo. ¿Por qué tendría que mostrar su alma tan abiertamente cuando había tanto que perder?—. Sois sanador, vuestro juramento os impide cometer un infanticidio.

Myrddion miró fijamente al sacerdote con ojos inexpresivos.

—He prometido obedecer. He mentido, por supuesto, pero nunca he fallado a Úter, por lo que no ha dudado de mi juramento. ¿Qué es una mentira descarada al lado de los pecados que he cometido para servirle? No es más que otra mácula en mi conciencia. Como podéis imaginar, Úter cree conocerme bien. Me ha llevado a un sótano consagrado a Mitra y me ha amenazado con su delicadeza habitual sugiriendo que me enterraría si no cumplía con sus deseos. ¡Ese hombre es idiota! Mi intención es entregaros el niño a vos, obispo, y rogaros que lo alejéis de aquí, que lo dejéis en algún lugar seguro. No quiero saber adónde lo lleváis, puesto que no confío en poder mantener la boca cerrada en caso de saber dónde está. Úter es demasiado listo… e implacable. Tarde o temprano me vería obligado a entregarle el niño.

—Dais por supuesto que será varón —replicó Lucius—. Pero podría ser perfectamente una niña.

—De todos modos, seguirá siendo una marioneta en el juego de poder de Úter. El gran rey tenía razón en un detalle cuando hemos hablado en esa pequeña celda subterránea. Cualquier hijo de Úter Pendragón sufrirá si crece en Venta Belgarum, o incluso si lo acogen en algún lugar remoto y alguien llega a enterarse de quién lo ha engendrado. Lo comprendo tan bien porque yo mismo fui el Medio Demonio durante mi infancia y tuve que sufrir las burlas de los niños y los campesinos. ¿Hasta dónde podrían llegar en el caso del hijo del rey dragón? ¿En qué convertiría Úter a un niño como ese? Y ¿qué poder sería capaz de concederle a cualquiera de los reyes tribales si le pidieran un rescate por él?

—Comprendo lo que decís, pero ¿por qué no podéis alejar a la criatura vos mismo? ¿Tanto teméis a Úter?

—En absoluto, Lucius. Ya no le temo en absoluto, pero sé que si yo supiera dónde encontrar al niño, me sentiría tentado de utilizarlo en el futuro. Me conozco, obispo, y sé cuáles son mis debilidades. Creo de verdad que un gran rey debe controlar a todas las tribus en guerra de la Britania y liderar un ataque conjunto contra los sajones. He gastado mis energías y mi conciencia en conseguirlo y no tendría compasión con el hijo de Úter cuando el gran rey empiece a ser demasiado viejo y débil… y sin duda alguna ese momento llegará.

Lucius miró al joven que tenía delante, que se sentía muy cómodo justo después de haber expuesto sus debilidades al obispo sin ningún tipo de pudor.

—El gran rey tal vez espera que lo traicionéis —empezó a decir poco a poco.

—Es probable. No confía en nada ni en nadie, solo en Botha y hasta cierto punto —dijo Myrddion—. Pero nuestra estratagema solo fracasará si os atrapan, aunque estoy seguro de que un hombre que ha sido comandante de legiones será un buen estratega y lo evitará. Mi intención es llevar al niño a los bosques y esperaros en el cruce de caminos que lleva hacia el norte. Una vez allí, si podéis soportarlo, os guiaré hasta el niño o lo dejaré en manos de alguien en quien confiéis a ciegas. Lo que os pido es que me juréis que jamás me contaréis dónde está. Yo acabaré buscándolo de todos modos, por lo que será mejor que le mantengáis oculto y tan lejos de Úter Pendragón como sea posible.

Más allá de la puerta, Ygerne chilló con una voz aguda y estridente, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. A continuación, mientras los dos hombres contenían el aliento, oyeron un llanto potente y saludable que sin duda salió de los pulmones de un bebé.

—El niño ha nacido —dijo Myrddion con un suspiro—. Necesito vuestra respuesta enseguida, Lucius de Glastonbury, pues nos queda muy poco tiempo para decidir qué hacer. Os daré tiempo para partir, pero os ruego que no os entretengáis si decidís salvar al niño. Como habéis dicho vos mismo, no podemos confiar en Úter.

Myrddion agarró al prelado por el antebrazo y el sacerdote quedó sorprendido por la fuerza de los dedos del sanador. «Unas manos como esas están hechas para la espada —pensó Lucius—, pero tal vez el escalpelo ha servido mejor a su pueblo».

—Sí. Me llevaré al niño, pero Úter también sospechará de mí. Estoy seguro de que ordenará a Botha que os siga, porque no se fiará de que mantengáis vuestra palabra en el acuerdo al que habéis llegado. Podéis esperar que os siga para asegurarse de que el niño muere. Necesitaré una ventaja considerable por si tengo que evitar alguna represalia.

—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. La cabeza alta, obispo, ahora debemos ver el objeto de tanto odio. Y el niño acaba de nacer hace un momento.

Teniendo en cuenta las largas horas de dolor del parto, los aposentos de la reina parecían inusitadamente pulcros, con la única excepción de una tela manchada de sangre en el suelo. Extenuada, Ygerne dormitaba en su gran cama mientras Berwyn le limpiaba la sangre con una esponja. La reina estaba muy pálida y en su rostro habían aparecido nuevas arrugas que le estropeaban la fina piel desde la nariz hasta la mandíbula. La elegancia y el misterio que habían rodeado a esa mujer durante toda su vida adulta habían desaparecido durante aquella noche tan terrible y dolorosa, de manera que solo había quedado una mujer anciana, tendida sobre un montón de almohadas con grandes sombras moradas bajo los párpados azulados que mantenía cerrados.

—Pobre mujer —susurró Lucius en voz baja—. De un modo u otro, le robarán a su hijo y con él le arrebatarán cualquier consuelo. Lo perderá todo.

Se arrodilló junto a la cama y empezó a rezar en silencio mientras Myrddion se acercaba a Ygerne y le tocaba la frente sin atender al bebé, de momento.

En un delirio de extenuación, la reina se agitó antes de abrir los ojos. Myrddion le sonrió con ternura, pero cuando vio que en los iris vacíos de ella no había alma se dio cuenta de que el mundo de ensueño por el que vagaba era mucho más agradable que la realidad de Venta Belgarum.

—Tenemos un hijo, Gorlois. Por fin te he dado lo que tanto deseabas —susurró.

Myrddion notó que se le había formado un nudo en la garganta mientras las lágrimas se le acumulaban en los ojos sin llegar a derramarse. De forma impulsiva, besó aquel rostro angustiado y los labios de la reina sonrieron en sueños.

—Gracias, amada mía —susurró Myrddion—. Has sido muy valiente y muy fuerte, pero ahora debes descansar.

—Sí, Gorlois, ahora me dormiré.

Myrddion dejó a Ygerne a regañadientes. La inocencia de la reina en esa tragedia agravaba aún más su traición, pero al menos podría asegurarse de que el bebé sobreviviría. Lo que le daba lástima era no poder contárselo.

—Muéstrame el bebé, Ruadh —ordenó el sanador.

Ruadh cogió en brazos al recién nacido bien envuelto con una manta, lo destapó con habilidad y dejó que Myrddion lo examinara.

—El hijo de Úter Pendragón —susurró Myrddion—. Ave, pequeño, una gran responsabilidad pesa sobre tus diminutos hombros.

El niño era muy grande, pero no era regordete como la mayoría de los recién nacidos. Berwyn había limpiado la sangre y la mucosidad que manchaban sus vigorosas extremidades y le había lavado la boca, en la que asomaban unas finas encías. El chico era extraordinariamente largo y no tenía más pelo que una fina pelusa rubicunda, tan parecida al color de pelo de Úter que Myrddion se quedó sin aliento al verlo. A continuación, el niño abrió los ojos y Myrddion se habría santiguado si hubiera sido seguidor de la fe cristiana.

El bebé todavía no podía enfocar la mirada, pero sus ojos ya intentaban penetrar en las neblinas del nacimiento y alimentar el cerebro que había dentro de ese gran cráneo. Sin embargo, lo maravilloso era el color de sus ojos: claros, transparentes y grises, como el cielo de invierno antes de una tormenta.

Lucius examinó al niño con inquietud por encima del brazo de Myrddion.

—Tiene ojos de depredador, como los del lobo o los del tiburón. ¿Nuestro Señor se apiadará de nosotros si le salvamos la vida de un peligro que supere al que supone Úter Pendragón?

Sin embargo, el bebé intentó sonreír o hacer una mueca y la dulzura de aquella expresión inconsciente ablandó los corazones de los dos hombres enseguida.

—Su madre sonríe del mismo modo, por lo que tal vez haya renacido en el corazón de este niño —susurró el obispo Lucius—. Rezaré por que así sea.

Los dos hombres estuvieron susurrando mientras el bebé se retorcía en los brazos de Myrddion. Ruadh vio en los hombros de su maestro que estaba tenso, pero también ilusionado, y se le cayó el alma a los pies.

Cuando Myrddion envolvió de nuevo el largo cuerpo del bebé, aquella inocente criatura le agarró la mano con fuerza. Los pequeños dedos se aferraron a su pulgar con un vigor y determinación sorprendentes para un recién nacido y Myrddion se preguntó si el niño le estaba agarrando el corazón del mismo modo. Aquella extraña criaturita no lo soltaría hasta que la muerte se lo llevara.

—Tengo que trasladarlo a un lugar seguro, Ruadh —susurró Myrddion para que Willa y Berwyn no pudieran oírle—. Por favor, dile a Úter Pendragón que su hijo ha nacido muerto y que Myrddion Merlinus recuerda el templo de Mitra. El gran rey lo comprenderá.

—No podéis matar a este niño, mi señor. Es demasiado importante… sé que lo es. Si debo hacerlo, intentaré deteneros, lo juro, aunque tengáis mucha más fuerza que yo.

Ruadh estaba tan desesperada que los ojos se le llenaron de lágrimas y se aferró a la capa de su maestro formando puños con las manos.

Con cuidado, el obispo Lucius le despegó los dedos a Ruadh para liberar a Myrddion. Con el bebé en la parte interior del codo, el sanador atravesó la estancia a toda prisa en dirección al pasillo oscuro.

—Tranquila, hija, Myrddion le está salvando la vida al chico fingiendo exponerlo a las inclemencias del tiempo. Me lo entregará en el cruce de caminos de la vía romana, o sea que haz lo que el sanador te ha pedido y asegúrate de mantener la boca cerrada. Estas muchachas —dijo mientras señalaba a Willa y a Berwyn con una mano— no son lo bastante fuertes para cargar con el peso de esa información.

Mientras Ruadh sollozaba con angustia y las primeras lágrimas en muchos años empezaban a recorrer sus mejillas, el obispo Lucius levantó la barbilla y la besó en la frente.

—Sé valiente, hija mía, y no le digas al gran rey más que lo que Myrddion te ha indicado. Ha confiado mucho en ti para que salvaras la vida de este niño, pero su plan depende de tu capacidad para mentirle a Úter Pendragón. Espera un poco y déjame partir de forma segura, por si el rey intenta traicionarle. ¿Podrás resistir el interrogatorio del gran rey?

—Tranquilo, padre. Si eso fuera necesario para salvar al bebé, convencería a Úter Pendragón de que el cielo está cayendo sobre nuestras cabezas. Y esperaré. También necesitaréis tiempo para salir de la ciudad y puedo utilizar el estado de la reina como excusa. ¡Pobrecita! Ahora está en paz, pero pronto empezará a llorar.

—Por la seguridad de las niñas, cuéntales que el bebé ha nacido enfermizo y que Myrddion está intentando reanimarlo. Así creerán que ha muerto, puesto que muchos bebés sucumben a la muerte durante el primer día. Willa y Berwyn solo conservarán su vida si ignoran lo que sucede en realidad. Y ahora tengo que marcharme o Myrddion tendrá que esperarme demasiado.

—Que Dios os bendiga, obispo Lucius; y la Madre también, puesto que este niño es hijo de la Madre más que de Úter o de Ygerne. Este pequeño tiene un destino, lo sé.

Después de que Lucius hubiera salido apresuradamente de la sala del parto, Ruadh explicó la ficción convenida acerca de la debilidad del niño a Willa y Berwyn, y las tres esperaron con paciencia junto a la reina dormida hasta que el sol de la mañana empezó a hundirse en el atardecer. A continuación, con verdadera repugnancia y angustia, Ruadh se dirigió a los aposentos de Úter. Botha le dejó entrar en el dormitorio del rey a regañadientes, a pesar de que ella arguyó que tenía un mensaje acerca del nacimiento del heredero de Úter.

El gran rey estaba ebrio y agresivo, repantingado en su cama, y se apoyó en un codo para mirar a Ruadh de manera solemne. Al principio no la reconoció, pero luego el recuerdo se abrió paso entre la neblina de su cerebro.

—Tú eres la furcia picta, ¿verdad? La puta de Ambrosio, la del otro lado del Muro, ¿no? Sí, es verdad, ahora sirves a la reina y te acuestas con mi sanador, ese martirio de consejero que tengo. Apuesto a que no sabe que le espiaba. Incluso los maestros de espías merecen ser espiados cuando se creen demasiado listos. Bueno, ¿qué quieres? ¿O es que Myrddion te ha mandado para reemplazar a mi esposa enferma? ¡Siempre está indispuesta! ¡Malditas mujeres! Siempre llorando, quejándose y lamentándose. Nunca nos dejan en paz a los hombres.

Ignorando todas esas incoherencias, Ruadh le dedicó la reverencia más formal de la que fue capaz y rezó para que el mensaje se hundiera en el estupor alcohólico del gran rey.

—Majestad, os traigo nuevas de Ygerne, madre y reina de los britanos, y de mi maestro Myrddion, vuestro sanador.

El gran rey removió las almohadas y se incorporó hasta quedar sentado sobre la cama.

—¿Estás ahí, Botha? —gritó—. Quiero que oigas lo que tiene que decir. —Sacudió la cabeza como un enorme oso desgreñado y una expresión astuta se instaló en sus rasgos borrosos por la bebida—. Necesito a alguien más. Ya me acuerdo… sí, quiero a Ulfin. Es un perro desobediente, pero incluso un tonto como ese puede resultar útil. Ve a buscar a Ulfin antes de que la furcia nos dé su mensaje. Y date prisa. No tengo todo el día para esperar a que te decidas a mover el culo.

Aunque a Botha llegaron a ofenderle los insultos de su señor, no permitió que su ira aflorara. Salió de la habitación y cerró la pesada puerta tras él mientras Ruadh se quedaba ahí quieta, de pie, de la manera más discreta posible.

—Cree que podrías asesinarme durante su ausencia —dijo Úter con una carcajada que le heló la sangre a Ruadh—. Pero los dos sabemos que no tienes ninguna posibilidad al respecto, ¿verdad? No sé qué vio en ti mi hermano; ni ese sanador quejica, ya puestos; aunque tal vez debería descubrir tu atractivo cuando pueda dedicarte algo de tiempo.

Ruadh tragó saliva de forma compulsiva. La forma como Úter trataba a las sirvientas en la cama era bien conocida en el palacio y las doncellas sensatas intentaban pasar desapercibidas en la medida de lo posible.

El gran rey la desnudó mentalmente sin intención alguna de ocultar la lascivia de lo que le pasaba por la cabeza y ella tuvo que reunir todo su coraje para no perder la compostura ante esa mirada insultante e inhumana. Sintió un cierto alivio cuando Botha y Ulfin entraron en la sala, puesto que los ojos del gran rey se desviaron de ella de inmediato para centrarse en Ulfin, que se postró enseguida a los pies de su señor.

—Bueno, mujer, ¿cuál es el mensaje de la reina? —De repente, Úter parecía sobrio y a Ruadh empezó a preocuparle seriamente su propia seguridad.

—La reina Ygerne ha dado luz a un niño con el pelo del mismo color y textura que el vuestro, mi señor. Es hijo vuestro.

—¡Entonces no fue Gorlois quien dejó embarazada a esa furcia! ¡Maldita sea! —Los tres reaccionaron con una mueca ante la cruda decepción del gran rey, incluso Ulfin.

A continuación, antes de perder los nervios, Ruadh pronunció la segunda parte del mensaje.

—Mi maestro me ha pedido que os diga que recuerda el templo de Mitra. Me ha informado de que vuestro hijo ha nacido muerto.

—Qué triste —gruñó Úter. Transcurrió un momento, se supone que de pesar, y el gran rey dio por zanjado el asunto de su hijo—. Has cumplido con tu tarea, mujer. Ahora márchate. Me encargaré de ti más tarde, cuando haya hablado con la reina. ¿Ella sabe ya que su hijo ha muerto?

Ruadh negó con la cabeza.

—El parto ha sido largo y duro, y temíamos que la reina pudiera morir. Está durmiendo y la hemos dejado para que recupere fuerzas.

—Entonces regresa con tu señora y seré yo quien hable con ella cuando lo decida. Apresúrate, mujer. Sal de mi vista antes de que cambie de opinión.

La voz ronca del rey advirtió a Ruadh de que debía retirarse cuanto antes, puesto que el atisbo de algo desagradable brilló en los ojos azul claro del monarca.

Tal vez ese era el motivo por el que cerró la puerta con firmeza, se alejó sin disimular el ruido de sus pasos y luego volvió a hurtadillas para aguzar el oído junto al resquicio de la puerta de madera. Sabía que moriría de forma rápida y dolorosa si llegaban a sorprenderla, pero la presencia de Ulfin, el perro de Úter, levantó un montón de interrogantes y recelos que Ruadh quiso descubrir. Lo que oyó le heló la sangre.

—Ulfin, sigue a Myrddion Merlinus y asegúrate de que mata al mocoso. El sanador está siendo sospechosamente obediente. Si intenta ocultarlo, mátalo. Te lleva ventaja, ¡tendrás que darte prisa, pues! Puedes ahorrarte esa mirada de desaprobación, Botha, no te estoy pidiendo que te ensucies las manos.

Ruadh no esperó a oír más y recorrió el pasillo a toda prisa. Se detuvo solo un momento, para recoger la capa que un guardia había dejado encima de un banco. En su afán por escapar, olvidó el resto de las instrucciones que le había dado el rey.

—Es obvio que no podemos tener testigos que hablen de mis asuntos, Ulfin; por eso, mientras obedeces mis órdenes, Botha se encargará de que un sirviente de confianza me traiga a la furcia picta y a sus dos muchachas a mis aposentos. Hasta el momento han resultado útiles como rehenes, pero son testigos innecesarios ahora que Myrddion está encadenado a mí con los grilletes de su propia conciencia. Quiero acabar con todo esto.

—Pero, señor, ellas no han hecho nada —protestó Botha sin demasiada convicción. Le habría gustado gritar en voz alta que Úter no conseguiría limpiar el asunto. Lo que esperaba era que sus sirvientes se ensuciaran las manos.

—¿Y bien? Limítate a cumplir las órdenes que te doy. Lo que puedas pensar no me importa. Haz lo que te digo hasta que estén en mis manos. Cuando las tenga aquí puedes marcharte y rezar, o hacer lo que te plazca. No me importa cómo decidas limpiar tu conciencia. Y ahora poneos en marcha, los dos. Y respecto a ti, Ulfin, que conste que es la última oportunidad que te doy, no la desperdicies.

El temor dio alas a los pies de Ruadh mientras esta recorría a toda prisa el amplio patio del palacio de Úter, las anchas avenidas y las estrechas callejuelas que llevaban a la casa de los sanadores. Sin detenerse apenas ni para recobrar el aliento, le preguntó a una sirvienta de la casa acerca del paradero de Myrddion y le dijeron que le llevaba varias horas de ventaja. Así pues, evitando las preguntas como si fuera sorda, tomó el segundo mejor caballo de su maestro, lo montó con agilidad y alargó la rienda al caballo. Envuelta y encapuchada con la capa robada, evitó que la detectaran mientras cruzaba las puertas de la ciudad, que seguían abiertas para permitir el paso libre al mercado.

—Por favor, tengo que llegar a tiempo —rezaba mientras obligaba al caballo de manchas grises a mantener un galope reticente. Conocía el lugar en el que se encontraba el cruce de caminos, donde había también una piedra grabada con nudos celtas, casi a una hora de viaje hacia el norte de Venta Belgarum. A partir de allí, Myrddion podía desaparecer con facilidad, pero Ulfin no permitiría que el sanador se escabullera tan fácilmente. Le había dolido mucho que lo degradaran y, sin duda, el guerrero haría cualquier cosa para recuperar el favor del gran rey.

El caballo de Ruadh empezaba a desfallecer, puesto que el ritmo que le había exigido lo había dejado sin aliento a pesar de las colinas y el peligro que suponían las superficies heladas. Aunque estaba nerviosa por el retraso, se vio obligada a detenerse y a descansar un poco, de lo contrario la bestia habría caído muerta de agotamiento. Al fin, cuando el sol empezaba a ponerse y la luz se apagaba sobre la piedra que estaba en medio del cruce de caminos, Ruadh divisó una vaga figura, tal vez el obispo, alejándose sobre un asno en dirección norte.

A continuación espió a su maestro, que estaba relajadamente sentado sobre la hierba seca que quedaba junto al camino. El caballo del sanador estaba paciendo tallos secos mientras contemplaba sin demasiada curiosidad el tráfico que pasaba con ojos pardos de largas pestañas.

—Llego a tiempo. Gracias a la Madre de todo lo bueno.

Fustigó a su caballo con fuerza con las riendas y la bestia se lanzó al galope en un último esfuerzo para pasar junto a una caravana de peregrinos que se dirigía a pie hacia Venta Belgarum.

Maldiciendo en picto, evitó a la pequeña cabalgata con dificultad y llegó al cruce de caminos, sudando y temblando debido al esfuerzo.

—¿Dónde está el bebé? —jadeó al ver que Myrddion abría los ojos como platos, sorprendido.

El sanador se dio cuenta de que Ruadh no le habría seguido con tanta precipitación sin la amenaza de un peligro inminente, por lo que respondió enseguida.

—Lo tiene el obispo. Solo estoy haciendo tiempo para asegurarme de que haya algo de distancia entre él y cualquier posible perseguidor. ¿Qué ocurre?

—El rey ha mandado a Ulfin para que compruebe que no habéis cambiado de opinión y para asegurarse de que abandonáis al niño. He venido tan rápido como he podido, pero debe de estar pisándome los talones. Les habrá preguntado a los guardianes de la puerta por la ruta que habéis tomado al salir de la ciudad.

—¡Mierda! —dijo Myrddion contemplando el caballo de Ruadh. Las patas le temblaban de dolor, mientras que el pecho y los flancos estaban manchados de espuma, lo que subrayaba la extenuación del animal. Su caballo ya había descansado, pero hasta un imbécil habría visto que Ruadh necesitaba cambiar el suyo.

—Eres mucho más ligera que yo, Ruadh, llévate mi montura y ve cuanto antes al encuentro de Lucius. En un asno no conseguirá dejar atrás a Ulfin y el niño debe salvarse a toda costa. Tal vez sería mejor que el obispo te dejara llevar al niño hasta su destino.

Ruadh montó enseguida el caballo y Myrddion le puso una mano sobre un muslo en un gesto reconfortante.

—Ten cuidado, Andrewina Ruadh, rezaré para que nos volvamos a encontrar cuando todo esto haya pasado.

Dicho esto, le tomó la mano y le besó los nudillos deseando haber podido ofrecerle algo más que respeto a esa mujer de buen corazón.

—Será mejor que volváis a Venta Belgarum mientras yo persigo al obispo Lucius con vuestro caballo. Pero comprobad el paradero de Willa y Berwyn cuando regreséis —le advirtió Ruadh por encima del hombro—. No me fío de Úter, nunca deja vivo a nadie que pueda extender rumores o socavar su posición. Ese hombre es el mismísimo diablo.

A continuación, antes de arrear al caballo, la dulce voz de Ruadh llegó con suavidad hasta los oídos del sanador.

—Os amo, Myrddion Merlinus de Segontium.

Dicho esto, espoleó los flancos del caballo y el animal se puso en marcha enseguida al medio galope. Un atisbo de sentido común le hizo reducir ese paso atropellado por el paisaje esquelético, puesto que no serviría de nada matar al caballo en el intento de alcanzar al obispo.

Mientras tanto, en el cruce de caminos, Myrddion se sentó sobre una loma cubierta de hierba y vio que un cuerpo seco se balanceaba ligeramente en una horca con la brisa del atardecer. A los criminales los colgaban en los cruces de caminos y aquel hombre, que llevaba ya un tiempo muerto, tenía las fauces abiertas en un chillido silencioso que reflejaba la agonía que había sufrido mientras buscaba su alma atrapada en la tierra.

—Qué apropiado resulta que la muerte presida nuestros actos. Espero que hayamos ganado un poco de espacio para respirar, pero que suceda lo que tenga que suceder.

Al oeste, el sol se hundió entre las nubes, cuyos bordes quedaron manchados de un rojo sangriento. Otro día agotador había terminado con la promesa de las primeras heladas implacables del invierno.