La mujer de cristal
Oderint dum metuant.
[Que odien, mientras teman.]
LUCIO ACCIO,
Atreo
Cuando Ulfin por fin salió de la habitación de Morgana, Myrddion tenía la cabeza hundida entre las rodillas y estaba agotado, casi dormido. Ulfin le dio una fuerte patada en un muslo.
—Toda tuya, si la quieres. Esa furcia es fría como los vientos que soplan desde las islas del oeste.
Myrddion se puso en pie con dificultad y Ulfin se alejó pavoneándose mientras se abrochaba la pesada armadura de cuero.
—Cuidado, Ulfin, te juro que morirás del modo más grotesco que puedas imaginar. Ni siquiera llegarás a ver la hoja que te alcanzará.
Ulfin se volvió poco a poco y le dedicó una sonrisa grosera al sanador. La herida del cuchillo de Morgana había dejado de sangrar, pero los bordes de la piel estaban rasgados y el corte cicatrizaría mal. «Deja que lleve esa marca con orgullo», pensó Myrddion.
—¿Ya estás con tus profecías, sanador? ¿O no es más que otra cortina de humo?
—Es una promesa, Ulfin.
Cuando el guerrero se giró de nuevo para marcharse, Myrddion se juró algo a sí mismo. Decidió que si bien no podía acabar con la vida de Ulfin con sus propias manos, no levantaría un solo dedo para curar al guardia ni para aliviar su sufrimiento en caso de que esa herida se infectara.
—Eres como un viejo que solo murmura palabras vacías —le espetó el guerrero por encima del hombro—. Ocúpate de esa furcia del demonio, si es que no quieres aprovecharte de ella.
Acto seguido, Ulfin desapareció por las escaleras de piedra que llevaban a las habitaciones inferiores. Sus pasos resonaron por los escalones de piedra hueca junto con el chasquido de sus articulaciones.
Myrddion cruzó el umbral de la habitación de Morgana con cautela, pero no había ninguna amenaza en aquellas profundas sombras. Dentro de aquel espacio claustrofóbico, la hija de Gorlois no era más que una sombra oscura sobre la cama, envuelta en una gruesa manta, de manera que solo era visible un largo mechón de cabello negro.
—Venid, dama Morgana, no os haré daño; pero necesitáis que os cure la muñeca si queréis poder utilizarla en el futuro. No tengáis miedo de mí. Sabéis que no soy más que un instrumento de la Madre, para bien o para mal, por lo que servimos a la misma ama.
Morgana se levantó de repente y la manta cayó de su cuerpo desnudo. La piel blanca como el marfil, el cabello negro y un delicado triángulo de vello entre las piernas quedaron expuestos con despreocupación, igual que las heridas causadas por las manos y las rodillas que habían utilizado la fuerza bruta para someterla. Moradas y azules, las marcas de las grandes zarpas y las afiladas uñas de Ulfin le cubrían los pechos, los muslos y la estrecha columna del cuello. Una única marca de mordedura con sangre revelaba el rastro dejado por la asquerosa boca de Ulfin sobre el pálido pecho de Morgana.
Sin embargo, Myrddion no tenía tiempo para la vergüenza o el bochorno que podría haberle provocado la desnudez de Morgana, puesto que los ojos negros y enfurecidos de la hija de la reina se clavaron en los de él desde un rostro hinchado, magullado y cubierto de lágrimas, aunque también invicto. Su furia era algo vivo y frío, mucho más intenso que la cólera que podía demostrar Úter, por lo que Myrddion retrocedió un paso al notar ese odio tan extremo.
—Os pido perdón, Morgana. Ulfin es… —Su voz se perdió por unos momentos y luego recobró el vigor cuando se centró en la tarea que tenía por delante—. Debo curaros la muñeca, mi señora, o sea que dejémonos de lamentos.
Sin embargo, aquella mirada intensa e inquebrantable no abandonó su rostro. Myrddion no estaba seguro de si Morgana había perdido la voz debido a la conmoción o el dolor. El sanador cruzó la estancia hasta la pequeña ventana, abrió los postigos y cogió varios puñados de nieve salada de las irregularidades de las piedras cubiertas de liquen. Fuera, la noche oscura estaba repleta de aullidos que viajaban con el gélido temporal.
Myrddion levantó la muñeca de Morgana y la envolvió con un puñado de nieve justo en el lugar en el que la hinchazón distorsionaba su delicadeza. Tras una resistencia inicial, ella permitió que el sanador la tocara e incluso sostuvo la nieve en su sitio. A continuación se quedaron sentados en silencio y Myrddion la envolvió con la manta de lana con una atención tierna y asexuada.
Al final, conmocionada y herida, Morgana sucumbió a la pérdida de la dignidad a pesar de la rabia que sentía.
—Debes prometerme, profeta, si es que lo eres, que esa bestia morirá chillando por lo que ha hecho esta noche —susurró ella en voz tan baja que Myrddion tuvo que inclinar la cabeza para acercarla a la de ella y poder oír el hilo de voz con el que hablaba—. No podré vivir en paz mientras ese animal respire el mismo aire que yo.
—Ulfin se alimenta de los restos de su señor. Es una extensión de la oscuridad interior de Úter Pendragón, por lo que te prometo que se dirige rápidamente hacia un destino inevitable y sangriento. No necesito ninguna profecía para saber que recibirá su castigo. ¿No veis la fatalidad y la estupidez que le nublan la mirada? Si algo tan extremo es posible, os aseguro que odio a Ulfin incluso más que vos.
Antes de que Morgana pudiera retirarse al frío refugio de la ira y la humillación que había sufrido, el sanador comprobó con cuidado los finos huesos lesionados y encontró la fractura donde los huesos de la mano se unían con la compleja red de tendones y venas de la muñeca. Hurgó en su zurrón en busca de su tintura de adormidera, luego halló una jarra de agua y vertió un poco en una taza de barro cocido. Usando el cuerpo para ocultar lo que hacía, añadió varias gotas de adormidera y removió la taza hasta que la tintura se disolvió por completo.
—Bebed, Morgana. Sabéis que mi juramento griego excluye la posibilidad de que os envenene. Hacedme caso, pues, y permitidme que os trate la fractura del brazo. Si la Madre se muestra amable, os curaréis por completo.
—¿Qué importaría si me mataras, de todos modos? Mi padre debe de estar muerto, de lo contrario no habríais osado entrar en Tintagel. Haz lo que quieras.
Morgana parecía haber perdido la ira que la había estimulado hasta entonces y empezó a mostrarse resignada y vencida. Se tomó la pócima como una niña pequeña, dando grandes tragos mientras un poco de agua le bajaba por la barbilla. Myrddion le secó con cuidado el agua de las comisuras de los labios con el borde de la manta. Mientras esperaba a que el fármaco hiciera efecto, el sanador encontró un par de horquillas de madera en el joyero de Morgana, que estaba dentro de uno de los arcones en los que guardaba la ropa. Al ver que no protestaba, buscó por la habitación algo que pudiera servirle para entablillar la fractura mientras la princesa contemplaba el ajetreo con los ojos cada vez más embotados.
—Dime cómo mataron a mi padre —susurró ella a través de los labios hinchados—. Y no niegues con la cabeza, Cuervo de Tempestad. Tienes que contarme la verdad, me lo debes, aunque solo sea porque no has intentado defenderme del perro de Úter. ¡Has permitido que me humillara!
Su voz sonó hueca, casi impasible, pero Myrddion temía la inevitable histeria que acabaría llegando cuando se le pasara la conmoción inicial.
Pero era cierto, le debía la verdad porque se había ocultado en el pasillo como un perro acobardado mientras la violaban. La vergüenza mantuvo el volumen de su voz a la altura de un susurro, aunque se las arregló para contarle lo que sabía acerca del asesinato de Gorlois con total franqueza. Y es que era lo único que podía ofrecerle como compensación por su papel en el asalto de Tintagel. Le contó que había decapitado a su padre y se excusó por haber cumplido las órdenes de Úter.
—Recité las oraciones sagradas que invoqué durante el ritual de decapitación que se llevó a cabo tras la muerte de mi abuelo. Espero no haber ofendido a vuestro noble padre, porque intenté cumplir con mi deber de manera respetuosa. Elegí salvar las vidas de dos niñas que no son ni nobles ni importantes sobre vuestro bienestar y el de la reina Ygerne. Tal vez lo hice por motivos egoístas, por eso no os puedo suplicar que me perdonéis. Una farsa como esa no serviría de nada, porque seguiría obligado a traicionaros si tuviera la posibilidad de vivir de nuevo la pasada semana.
—La franqueza es reparadora, Myrddion. —El rostro de Morgana recuperó un poco de color y las primeras lágrimas empezaron a brotar de sus ojos—. Mi padre era demasiado bueno y decente para que lo mataran por la espalda. Te absuelvo de cualquier responsabilidad en ese crimen, puesto que sé quién tiene la culpa en realidad.
Se recostó contra las almohadas y cerró los ojos, aunque sin dejar de llorar en silencio. Cuando hubo pasado un rato, Myrddion le agarró la muñeca y, con la máxima rapidez y destreza de las que fue capaz, metió el hueso roto en su sitio y vendó la muñeca con firmeza. A continuación, utilizando las horquillas de pelo de madera para inmovilizar la articulación, le vendó el antebrazo tan fuerte como se lo permitió la circulación. Cuando el sanador hubo terminado, Morgana exhaló aire con un siseo de dolor y abrió los ojos.
—¿Y mi madre? ¿Qué le ha ocurrido a la reina?
—No lo sé, mi señora. Mientras dormís, haré lo posible por descubrir qué ha sido de ella.
Morgana cerró los ojos y pareció como si empezara a dormitar, si bien el dolor que sentía era evidente. Cuando Myrddion se dispuso a levantar las rodillas del suelo de madera, la princesa murmuró un último mensaje antes de caer en la inconsciencia.
—Cuando me despierte, pasaremos a ser enemigos implacables, Myrddion Merlinus. Pero esta noche las personas como tú y como yo deberíamos decirnos la verdad. Mañana intentaré desbaratar esos planes por los que tanto has sufrido, te lo juro por mi vida, pero mi rencor no va dirigido a ti. Ya no era doncella, por lo que Ulfin no me ha robado más que la dignidad… Sin embargo, me sorprende lo muerta que me siento por dentro. ¿Comprendes lo que intento decir? Estoy divagando… pero cualquier cosa que pueda llegar a hacerte durante el resto de mi vida no estará dirigida a ti, sino a tu señor. No descansaré hasta que los herederos de Máximo hayan muerto, de las raíces a las ramas, y Pendragón no es más que un ogro, como los de las historias que se les cuentan a los niños para asustarlos.
—Silencio, Morgana. Lo que más importa ahora es que podáis descansar, cerrad los ojos —dijo Myrddion con suavidad.
Morgana obedeció como una niña pequeña y se sumergió en la inconsciencia inducida por la adormidera. Mientras dormía, Myrddion rogó por las almas de los dos.
Cuando el viento hubo amainado un poco y una trémula luz grisácea empezó a aclarar el cielo por el este, Myrddion abandonó la incómoda postura agazapada que había adoptado para montar guardia frente a la puerta y estiró el cuerpo. En el pasillo vio que Botha estaba apoyado contra uno de los toscos muros, por lo que le rogó al capitán que buscara a una mujer que pudiera encargarse de las necesidades de Morgana.
Cuando le hubo descrito lo que Ulfin había hecho, Botha se mordió el labio.
—Ese imbécil va de mal en peor. Se derramará mucha sangre y se crearán enemistades que durarán años por culpa de esto. Úter se pondrá furioso… Nos ha ordenado que no toquemos a la hija de Gorlois.
—La sombra del pecado es muy alargada, Botha; todos pagaremos por lo que sucedió anoche.
El capitán asintió y abandonó su puesto para buscar a una sirvienta. Antes de que regresara, la puerta de los aposentos de Ygerne se abrió y Úter cruzó el umbral con el rostro impasible y el pelo enmarañado por el sueño.
—¿Qué haces aquí, Merlinus? Bueno, a falta de doncellas, podrás ocuparte de las necesidades de la reina. Pero cuidado con lo que tocas o con lo que ves. En lo sucesivo, todo lo que hay en esa habitación me pertenece.
—Ulfin ha violado a Morgana, he tenido que curarle una fractura en una muñeca y darle un somnífero para ayudarla a dormir —dijo Myrddion sin rodeos—. Botha está buscando a una sirvienta que pueda ocuparse de sus necesidades.
—¡Maldito idiota! —exclamó Úter, que en un momento había visto que su buen humor se quedaba hecho trizas—. Creí haber dado órdenes explícitas. Ulfin lamentará haberme desobedecido, sobre todo porque la tribu de los otadinos reclamará mi cabeza y no la de él.
Myrddion bajó la mirada para disimular la satisfacción que sentía. Ulfin no podría recibir un castigo más adecuado que la animadversión de su señor.
La habitación que Myrddion descubrió tras la puerta cerrada era más grande que la celda de Morgana, pero al mismo tiempo era diminuta comparada con la estancia más pequeña del palacio de Úter en Venta Belgarum. Sin embargo, a pesar de las estrecheces y de la fría luz mortecina de otro amanecer invernal, los cortinones de Ygerne y su dulce espíritu transformaban la espartana estancia en un nido rosado. Perdida en la cama de grandes dimensiones que había sido su refugio desde la infancia, la reina estaba acurrucada como un bebé herido.
Repugnado, Myrddion siguió la mirada seca y vidriosa de la reina, que estaba fija en un arcón de ropa sobre el que reposaba la cabeza verdosa de su esposo entre una maraña de telas arrancadas de las paredes. Solo la dulce sonrisa que Myrddion había fijado en ese rostro lívido resultaba vagamente conocida. Ygerne tenía la mirada perdida en esos rasgos arruinados.
Myrddion cruzó la pequeña estancia con dos largos pasos y cubrió aquella monstruosidad con un delicado tejido amarillo. «Úter ha utilizado la violación y la seducción como un ataque preventivo. ¡Ese es el concepto de extorsión que tiene el Dragón! De un solo golpe, ha destrozado el espíritu de Ygerne, se ha asegurado su conformidad y le ha infundido el terror por su hija entregándole la cabeza de su esposo».
—Úter es un cabrón con una sangre fría impresionante —susurró Myrddion—. Había pensado en todas las posibilidades antes de partir de Anderida.
Se acercó a la gran cama y la respuesta de Ygerne consistió en encogerse y rehuirlo en la medida de lo posible. Tenía los ojos vidriosos, muy abiertos, y se chupaba patéticamente el pulgar en busca de consuelo.
—Por favor, majestad, no soy más que Myrddion, sabéis que no os haré daño. Os lo ruego, permitidme que os exprese lo mucho que me tranquiliza ver que no estáis herida.
Mientras examinaba los ojos vacíos de Ygerne, Myrddion pensó que algunas heridas son más duraderas incluso que las puñaladas o los huesos rotos. El espíritu de Ygerne había desaparecido y no había quedado más que una cáscara sonámbula. Con el debido tratamiento, tal vez llegaría a recuperarse, pero no mientras Úter siguiera teniendo la libertad de forzarla cuando le apeteciera. Nadie podía protegerla del hombre al que pertenecía desde ese momento. Aunque la reina estaba desnuda bajo la colcha, Myrddion tuvo la sensatez de no tocarla.
—Por favor, os ruego que digáis algo, majestad. Gorlois no habría querido que sufrierais daño alguno; tengo que saber si tenéis alguna herida.
—No. —La reina susurró el monosílabo en voz tan baja que fue poco más que una exhalación de aliento.
Unos nudillos golpearon la puerta y los ojos de Ygerne se volvieron en esa dirección con las pupilas dilatadas por el pánico.
—No temáis, majestad. Nadie os hará daño mientras yo esté aquí.
Ygerne pareció reconocerlo en ese momento, por lo que Myrddion se apresuró a abrir la puerta y despachar cuanto antes la interrupción.
Botha se acercó con torpeza al umbral.
—He conseguido que la cocinera se quede con Morgana, puesto que la mayoría de las sirvientas jóvenes están… indispuestas —susurró—. ¿Necesitáis algo más?
Era evidente que el capitán estaba pasando vergüenza y que le habría gustado estar a leguas de distancia de Tintagel. Abochornado, evitó reconocer la figura encogida de la reina en esa enorme cama revuelta y parecía dispuesto a salir corriendo ante la más mínima insinuación.
—Tienes que deshacerte de esa cabeza —siseó Myrddion—. La cabeza de Gorlois. Está tapada… sobre el arcón de la ropa. Envuélvela y llévatela para que la reina no se angustie más.
Una sucesión de dolorosas emociones quedaron escritas con claridad en el rostro franco de Botha cuando sus ojos encontraron el instrumento de crueldad mental de Úter. Con evidente repugnancia y utilizando su cuerpo como escudo, envolvió con cuidado la cabeza antes de sacarla del dormitorio de la reina.
—Todo es cierto: Gorlois está muerto y todas mis pesadillas eran presagios del futuro —susurró Ygerne—. Jamás debería haber ido a Venta Belgarum, o tal vez debería haberme suicidado antes de permitir que el gran rey me tocara. ¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado tarde! —Cuando la reina suspiró de nuevo, su rostro de flor parecía a punto de hacerse añicos ante el más mínimo contacto—. ¿Mi hija sigue viva? ¿Está en un lugar seguro?
—Sí, majestad. Tiene una muñeca rota, por eso la he drogado, para que sus magulladuras puedan curarse mejor… pero no tardará en recuperarse.
Ygerne soltó un maullido afligido y su semblante se suavizó como si una mano le hubiera limpiado el rostro arrugado con un trapo húmedo.
—Ese es el destino de las mujeres, supongo. Los hombres siempre conseguirán lo que quieran y sus deseos siempre provocarán sufrimiento. Mi padre y mi esposo me protegieron durante toda mi vida, por lo que no me había dado cuenta de lo crueles que pueden llegar a ser los hombres. Tenías razón, Myrddion, la clarividencia solo es perspicacia, pero yo no acerté a comprender hasta dónde pueden llegar los hombres en la determinación de saciar sus deseos. Las visiones que tuve en el pasado deberían haberme preparado para mi despertar ante lo que otras mujeres experimentan siendo incluso niñas.
Myrddion se limitó a escuchar y sintió un cierto alivio al ver que la reina parecía recomponerse ante la situación apremiante de su hija, que la obligaba a volver del espacio vacío en el que se había refugiado. Sus palabras parecían lúcidas, aunque Myrddion lamentó que se culpara a sí misma por la ignorancia que había demostrado con anterioridad.
—¿Qué será de mí? —preguntó Ygerne con una voz tan neutra que el sanador dudó de si se estaba dirigiendo a él. Sin embargo, eso le daba la oportunidad de tranquilizarla, por lo que intentó responder con la máxima franqueza de la que fue capaz. Al menos podría ofrecerle un leve atisbo de esperanza.
—Úter no os hará más daño del que ya os ha hecho, majestad, porque ahora le pertenecéis… durante un tiempo. Pronto se cansará de vos, siempre le ocurre lo mismo. Entonces os permitirá regresar a Tintagel sola. Le prometí a Gorlois que os ayudaría y os juro que lo haré.
Al otro lado de los postigos, una ráfaga de viento azotó la fortaleza y gimió a través de los resquicios de la madera para erizar el vello de la nuca de Myrddion. Dentro de la pequeña estancia, el espíritu de Gorlois parecía llamar a su amada y ni la reina ni el sanador se atrevieron a romper aquel gemido grave.
Esperaron cada uno desde su sufrimiento, ambos provocados por los deseos de Úter Pendragón, gran rey de los britanos. Los dos sabían que su señor no tardaría en volver y que no tenían esperanzas de que el rey se mostrara clemente con ellos.
La primavera llegó al fin con un torrente de calidez y regeneración y, con él, el ejército de Úter marchó hacia tierras dumnonias para rescatar a su señor y escoltarlo durante el viaje de vuelta a Venta Belgarum.
En Anderida, cuando se enteró de que a Gorlois le habían cortado la cabeza y que el gran rey había partido enseguida hacia Tintagel, el rey Bors enfureció ante tamaña traición y juró que la tribu de los dumnonios se negaría a seguir a Úter Pendragón en lo sucesivo. Temiendo haber sido traicionado, el ejército dumnonio dejó la fortaleza desprotegida y se dirigió a toda prisa hacia Tintagel con la intención de proteger a la reina Ygerne. Al ver que el esfuerzo había sido en vano, Bors había rodeado la fortaleza en un ataque visceral de ira y se había negado a permitir que el gran rey y su tropa partieran.
Así pues, durante las semanas que siguieron a la violación de Ygerne por parte de Úter, los asuntos de Estado quedaron en un precario punto muerto. Cuando el cuerpo de Gorlois quedó tendido sobre la pira fúnebre en los acantilados que quedaban por encima de Tintagel, Bors se negó a hacer concesión alguna al gran rey, a pesar de que Myrddion insistió en que la cabeza del rey muerto debía ser arriada por el muro para que los dumnonios pudieran asegurarse de que era incinerada junto con el resto del cuerpo.
Desde lo más alto de la torre, contemplando la pira funeraria y a pesar del silencio que había exigido Úter, Ygerne se desgarró la ropa y entonó cantos fúnebres mientras las llamas lamían el cadáver de su difunto esposo. A través de los postigos abiertos e incluso por encima de los vientos tempestuosos que contribuyeron a alimentar el humo y las llamas de la pira funeraria, el lamento de Ygerne pudo oírlo incluso el ejército que asediaba Tintagel. Los guerreros dumnonios inclinaron la cabeza ante esa muestra de amor, y juraron que Úter Pendragón pagaría por la traición que había cometido.
Ese estado de cosas podría haber perdurado hasta que una de las partes se hubiera retirado o hubiera cedido, de no haber sido porque la Madre aportó otra complicación que lo cambiaría todo. A pesar de que Ygerne se creía desde hacía tiempo fuera de la edad fértil, había quedado encinta. Myrddion en persona hizo llegar al rey Bors y al ejército dumnonio, atrincherado en los acantilados que rodeaban Tintagel, el mensaje de que el gran rey había elegido honrar a la viuda del tío de Bors casándose con ella con toda pompa y ceremonia dentro de la fortaleza. Convocado para que acudiera desde Glastonbury, el obispo Lucius aceptó oficiar el acto, puesto que Ygerne había empezado a tomarse más en serio el respeto que ya había demostrado de forma ocasional por el cristianismo. Además, había tenido que soportar el ardor constante de Úter y la furia y el deseo de venganza de su hija con mucha dignidad. A regañadientes, Bors aceptó el acuerdo y la sombría ceremonia tuvo lugar en el patio que estaba junto a las puertas. A continuación, tan imperioso como siempre, Úter partió de Tintagel con su nueva esposa, su hijastra, su tropa y el obispo Lucius, y dejó a Bors irritado ante tanta arrogancia.
Ygerne le había rogado al obispo que se quedara con ella hasta que naciera el niño. Inmersa en su propio dolor, Morgana no le ofreció consuelo alguno a su madre y se obsesionó por completo con la destrucción absoluta de Úter Pendragón. Aunque Myrddion atendía las necesidades de la reina y le ofrecía la compañía que le permitía su naturaleza, Ygerne vivió aislada por primera vez en su vida. Solo la sosegada presencia del obispo Lucius le ofrecía una cierta serenidad.
—Por favor, padre Lucius. Mis pensamientos se dirigen en todo momento hacia la muerte y necesito vuestra presencia para recordarme que el suicidio es un pecado mortal.
—Me quedaré —le prometió el obispo Lucius de mala gana, puesto que la proximidad del gran rey le provocaba una gran angustia en la conciencia. Por primera vez, Lucius comprendió por qué Myrddion había acudido a verle varios meses antes en busca de consejo acerca de los pecados que se había visto obligado a cometer en el nombre del rey. Con tanta compasión como comprensión, Lucius buscaba la compañía de Myrddion y, a pesar del abismo de diferencias religiosas y experiencias personales que había entre ellos, los dos desarrollaron un extraño respeto mutuo. Cada uno a su manera, lo que deseaban era proteger a la reina Ygerne durante el triste y agotador viaje hasta Venta Belgarum y animarla a aceptar su suerte como nueva reina de los britanos.
Durante los meses siguientes, la reina empezó a sufrir todos los síntomas extenuantes de un embarazo avanzado, lo que obligó al sanador y al prelado a ofrecer consuelo médico y espiritual a una mujer acosada por tribulaciones que le venían de todos lados. De hecho, muchas mujeres habrían enloquecido si les hubieran asesinado al marido, las hubieran violado y hubieran tenido que lidiar con la irónica secuela de convertirse en la esposa del arquitecto de todas esas desgracias. De algún modo, con la piel tan translúcida que parecía a punto de salir volando ante una racha de viento o de caer hecha pedazos ante una palabra demasiado severa, Ygerne sobrevivió con cordura y dignidad a pesar de los continuos requerimientos del gran rey.
—Odio Venta Belgarum en pleno verano —le murmuró la reina a Myrddion mientras las abejas zumbaban en el pequeño jardín del palacio de Úter. El rey había acudido a las tierras fronterizas que estaban a las afueras de Londinium, puesto que los sajones se habían tomado demasiadas libertades durante su larga ausencia invernal y habían extendido su influencia con la llegada del deshielo y del buen tiempo. A nadie le preocupó que se ausentara, mucho menos a su esposa embarazada, que se había visto obligada a obedecer en la cama cada noche mientras el rey había estado en Venta Belgarum.
—Estáis acusando el calor, mi reina, lo que resulta opresivo para una mujer en vuestro estado. Os aconsejo que bebáis tantos líquidos como necesitéis para refrescaros y que metáis los pies en una pila de agua fría con cierta frecuencia, puesto que he notado que los tenéis hinchados.
La reina se sonrojó y se acarició los pies con timidez por debajo del vestido.
Myrddion le agarró la muñeca y le buscó el pulso, puesto que Ygerne había adelgazado mucho. El tamaño de la barriga, excepcionalmente grande para la fase de embarazo en la que se encontraba, era el único rasgo que indicaba vigor en ella. La acentuada pérdida de peso era un motivo de preocupación, por lo que Myrddion había instado a los cocineros a trabajar para intentar estimular el débil apetito de la reina.
La reina de los britanos estaba sentada con sus sirvientas en el jardín de rosas, asistida por su sanador, el obispo Lucius y Andrewina Ruadh, que había pasado a hacerse cargo de las necesidades de la afligida reina.
Entre las dos mujeres había surgido un vínculo instantáneo, posiblemente porque los opuestos se atraen y porque las dos eran madres, pero también porque Ruadh no confiaba en Morgana, que había empezado a cuidar de su madre con evidente desgana. Con un abanico de juncos tejidos pintado con delicadeza con colores florales y atado con oro en el mango, Ruadh intentaba mantener alejados de su señora a los insectos, que no mostraban ningún tipo de respeto ni por la dignidad ni por el rango.
Myrddion había observado esa antipatía en Morgana y le preocupaba, puesto que Ygerne no podría soportar más pérdidas. Por consiguiente, antes de que el rey partiera hacia Londinium con la presteza habitual, Myrddion le había rogado que permitiera que Willa y Berwyn se convirtieran en las sirvientas de la reina. Úter había aceptado cuando se dio cuenta de que las dos muchachas no tenían vínculos ni con los dumnonios ni con los atrebates de Úter y, por consiguiente, no serían objetivo de coacciones que pudieran acabar en traición.
Además, las rehenes también podían serle de utilidad. Así pues, Myrddion se había asegurado de que Ygerne estuviera rodeada de mujeres absolutamente leales al gran rey y a la dulce reina.
—Padre, ¿es malvado por mi parte odiar a este niño? —le preguntó Ygerne al obispo Lucius—. Lo odio, por más que he intentado separarlo del acto en el que fue concebido. Sin embargo, cuando siento que se mueve, pienso en las otras veces que estuve embarazada y en lo feliz que fui con mi difunto Gorlois.
Bajó la cabeza, que llevaba cubierta de forma modesta y con el cabello trenzado, y Myrddion vio que las lágrimas empezaban a recorrer sus mejillas sonrojadas. Como siempre, sintió el sufrimiento de Ygerne como si fuera propio.
—Vuestro hijo está exento de pecado; rezad de forma honesta por tener fuerzas para amarlo. Cualquier hijo que engendréis heredará estas vastas tierras algún día, por lo que tendrá que llevar a cabo las arduas tareas que le corresponden a un monarca. Necesitará vuestra devoción para crecer y convertirse en un hombre fuerte y justo con el pueblo.
—Lo intentaré, padre —susurró Ygerne—. Aunque, en ocasiones, la vida me parece muy dura.
Lucius le tomó la mano y se la acarició con un pulgar endurecido por el trabajo. Incluso en Venta Belgarum, el obispo se las ingenió para mantenerse activo y pasaba el tiempo libre cuidando del jardín de la reina con sus propias manos para asegurarse de que muchas plantas descuidadas florecían por primera vez en muchos años. No era nada sorprendente que la reina Ygerne pasara tantas horas en ese reducido espacio verde.
—Ojalá Morgana fuera más dulce conmigo —susurró justo antes de que las lágrimas empezaran a caer con más intensidad—. Como bien sabes tú, Myrddion, no tuve elección, me vi obligada a someterme a mi esposo, pero Morgana cree que traicioné a Gorlois al casarme de nuevo. ¿Qué podría hacer para consolarla?
—¡Buf! —resopló Ruadh.
Ruadh le había dicho a su maestro que, por fuerza, Morgana era capaz de envenenar a su propia madre para matar a un potencial hermanastro, y había aceptado probar cualquier cosa antes de que Ygerne comiera o bebiera; también vigilaba a Morgana en todo momento entrecerrando esos ojos verdes que reflejaban la aversión que sentía por la joven.
—Morgana también ha sido víctima de crímenes atroces —dijo Myrddion con cautela—. Todavía no ha recuperado del todo la movilidad completa de la muñeca y me preocupan las heridas que no pueden verse, porque existen solo dentro de su mente.
—Rezo por vuestra hija, Ygerne, porque se está volviendo hacia la oscuridad pagana —afirmó Lucius sin rodeos—. Os pido disculpas si os ofendo, sanador, pero Morgana toma la vieja religión y la distorsiona para convertirla en una herramienta que pueda servirle para sus obsesiones. Está arriesgando su alma inmortal.
Lucius levantó su soberbio perfil romano en un claro signo de desaprobación hasta que adoptó el aspecto de las efigies de las monedas antiguas, pero Myrddion también detectó un atisbo de superstición en la leve elevación sardónica de las cejas del clérigo.
«Aunque el sacerdote oculta su preocupación en la desaprobación religiosa, teme por la seguridad de Ygerne a manos de su hija tanto como yo —pensó Myrddion con desesperación—. ¡Maldito Úter! Provoca el caos ahí donde va».
—A mi pobre niña la violaron —dijo Ygerne. Aquella palabra desagradable cayó sobre la dulce serenidad del jardín como una piedra en el agua de un estanque—. Le robaron la dignidad y solo ha encontrado refugio en el desprecio.
—Úter ordenó que azotaran a Ulfin en público casi hasta la muerte por esa estupidez. Y lo peor para Ulfin fue que lo degradaran de su puesto como mano derecha del rey y lo destinaran a servir en la guardia en una posición subordinada. Morgana contempló el castigo, pero me temo que eso no contribuyó mucho a mitigar su sed de venganza.
La voz de Myrddion sonó ambivalente, puesto que había disfrutado con la humillación de Ulfin. Además, se había negado a tratar la espalda despellejada del guardia y había dejado que se ocuparan de ello las manos inexpertas de un aprendiz. Ulfin llevaría las cicatrices del enojo de su señor de por vida, y Myrddion había sentido un cierto placer al ver que se avergonzaba públicamente al guerrero.
—La sangre llama a la sangre en la tierra —susurró Ygerne—. Sueño con un niño manchado de sangre que es atacado por cuervos nocturnos. Tal vez sea Morgana quien manda esos sueños para volverme loca.
—No, mi señora —objetó Myrddion para intentar tranquilizarla—. En vuestro interior sabéis que nadie puede haceros daño de ese modo, a menos que vos lo permitáis. Las obsesiones de Morgana la han llevado a interesarse por horrores como su última abominación. —Se volvió hacia Lucius para explicárselo—. Morgana tiene una venda para los ojos hecha con la piel que recubre la columna vertebral de un niño muerto. Está convencida de que ese horror le abrirá las puertas a la clarividencia, pero sus hechizos y presagios son impotentes porque tienen una base errónea. Solo consigue hacerse daño a sí misma, puesto que esos hechizos siempre requieren que su autor pague por el poder que intenta conseguir. Las artes oscuras pasan una tremenda factura en las almas que recurren a ellas y al final no sirven para nada.
—Le he rogado que queme ese objeto repugnante, pero se limita a reírse de mí y vendarse los ojos para forzar la llegada de las visiones —dijo Ygerne. La reina se levantó poco a poco, aunque con elegancia, y recorrió el sendero estrecho de ladrillos entre los rosales en flor. Una espina errante se enganchó en sus faldas y Ruadh se apresuró a liberar el delicado tejido—. Sé que en ocasiones ve cosas que la asustan —añadió.
—Intentaré hablar con ella —dijo Myrddion—. A veces me escucha cuando le ofrezco mis consejos porque cree que tengo habilidades en esos asuntos, aunque no puedo prometeros que consiga desviarla de su propósito.
—No para de mofarse de Úter —dijo Ygerne con tristeza—. Aunque él se muestra igual de mordaz con ella. Parece como si disfrutaran provocándose mutuamente… me sacan de quicio. Úter siempre tiene cerca a su adivina, pero también recurre a Morgana, aunque no creo que se fíe de ella en absoluto. Y no debería hacerlo, puesto que ella lo mataría sin el menor remordimiento si tuviera la oportunidad de hacerle daño con impunidad.
—No insistáis en la relación entre Úter y Morgana —le aconsejó Lucius con la boca retorcida en una mueca de aversión hacia las prácticas atroces que le habían descrito.
—Estoy de acuerdo con el obispo, majestad. Venid, le pediré a Ruadh que os prepare una de mis infusiones para reforzaros la sangre. Vuestra salud es lo único que importa, por lo que debéis intentar centraros en pensamientos agradables y rodearos de cosas bellas. Cortaré unas cuantas rosas para vos y Ruadh las meterá en agua para que su perfume os ayude a dormir.
—No suelo echarme durante el día, pero la verdad es que estoy muy cansada —respondió la reina con una sonrisa trémula.
Myrddion y Lucius solo deseaban proteger a esa mujer vulnerable, y el obispo la convenció para que aceptara la sugerencia de Myrddion mientras este cortaba las enormes rosas rojas. A la reina le encantaba el perfume embriagador que desprendían estas flores y encontraba cierto consuelo en el tacto aterciopelado de sus pétalos.
Al final, vencida por el agotamiento y el peso del vigoroso bebé que llevaba en su vientre, dejó que Ruadh la acompañara hasta el gran lecho conyugal, junto al que dispuso las rosas en un recipiente de cristal verde. La infusión de Myrddion y el dulce aroma de las flores sumieron a aquella mujer extenuada en un sueño reparador. Siempre prudente, Ruadh se sentó junto a la cama a coser un vestido de bebé con un tejido de lana.
En el jardín de rosas, el obispo y el sanador siguieron conversando a pesar del calor de mediodía. Úter estaba lejos en una campaña y Myrddion descubrió que el palacio se había librado del peso opresivo de la sospecha, por lo que habló con más libertad que de costumbre.
—A Úter no le vuelve loco la idea de ser padre, Lucius. Botha vino a hablar conmigo antes de que el ejército partiera hacia el este y me confió que su señor estaba pensando en exponer al niño al tiempo inclemente en cuanto nazca. El gran rey prefiere que no surjan preguntas acerca de la muerte de Gorlois a raíz del nacimiento del bebé.
—Pero ¿por qué? —dijo Lucius con el ceño fruncido por la confusión—. Todos los reyes quieren tener un heredero.
—Úter no es un rey cualquiera. Lo que él desea, por encima de todo, es eclipsar el poder de cualquier otro rey britano, incluido el que ostentó su amado hermano Ambrosio. Úter necesita ser el centro de atención para llenar el vacío que mora en su interior, incluso a costa de que la gente lo tema y lo odie. No está preparado para compartir la autoridad del trono con nadie, ni siquiera con un hijo que haya nacido a partir de su semilla.
—Ese grado de egoísmo es una locura —protestó Lucius.
—Entonces Úter Pendragón es un demente. A menudo es un monstruo, como el dragón del que toma el nombre. Y ahora ha expresado dudas acerca de que ese bebé sea hijo suyo.
—Entonces ¡no es muy bueno en aritmética! —exclamó el obispo.
Lucius casi nunca criticaba a la reina, puesto que reconocía en Ygerne una naturaleza tierna y un amor como el de la Madonna que tanto reverenciaban los cristianos. Si bien a Myrddion en ocasiones le irritaba la fragilidad de la reina y prefería las mujeres capaces de defenderse por sí mismas, el romano Lucius adoraba a Ygerne como símbolo de la esposa perfecta: grácil, fiel, cariñosa y consciente de cuál era su deber.
—A Úter no le importa lo más mínimo si el bebé es suyo o de Gorlois. Sabe que es suyo, pero la posibilidad de que no lo sea tal vez no sea una justificación suficiente para matarlo. Si el bebé es niña, puede que le perdone la vida y pueda vivir. Sin embargo, el bebé morirá seguro si es niño.
—¡No! ¡No puede hacerlo! Ygerne sufriría terriblemente y no habría ningún heredero legítimo al trono. He oído que Úter teme el paso de los años, y que incluso le ha pedido a Morgana que le prepare pociones para aliviar los dolores que padece en los huesos. Pero incluso Úter debe reconocer que ningún hombre es inmortal.
Myrddion rió de forma sarcástica. En ocasiones, el buen corazón de Lucius rozaba la ingenuidad.
—¡Cierto! Recurre a Morgana porque no confía en nada que toquen mis manos a pesar de mi juramento como sanador, que me impide cometer cualquier acto de traición. Yo no confiaría en lo que pudiera ofrecerme Morgana. En realidad, no comprendo sus motivaciones, pero podéis estar seguro de que si ella le ofrece sus pociones debe de ser por alguna razón.
De repente, desapareció el velo que había estado ofuscando la clarividencia de Myrddion.
—¡Por eso no lo ha matado!
—¿Qué estáis diciendo, Myrddion?
—Morgana planea destruir a Úter poco a poco para poder disfrutar de su sufrimiento. Pero primero tiene previsto conseguir que dependa por completo de ella. Por todos los dioses, casi siento la tentación de advertírselo. Las mujeres pueden ser más temibles que el guerrero más sediento de sangre —dijo antes de soltar una carcajada—. Preferiría estar en cualquier parte menos en medio de una batalla entre esos dos. Úter se ha ganado a pulso la enemistad de Morgana, igual que los achaques que sufre en los huesos tras tantos años cabalgando. De un modo parecido, Morgana siempre se ha regido por su propia ley. La conocí en Deva, cuando se ofreció para relacionarse sexualmente conmigo con el único objetivo de adquirir más poder. Sí, adoraba a su padre, pero no ha arriesgado el pellejo para reclamar los derechos de sangre que sin duda le pertenecen. Ni tampoco permitirá que ocurra nada a menos que ella pueda contemplar el resultado de forma segura desde un lugar próximo.
—¿Cómo pudo nacer tal atrocidad del seno de Ygerne, una mujer tan buena en todos los sentidos? —preguntó Lucius con aire pensativo—. ¿Y de Gorlois, que fue noble y franco, y aborrecía la manipulación y el sadismo?
—Vaya, obispo, parece que estáis algo enamorado de la reina, como todos nosotros. Esa mujer teje una magia a su alrededor que perdurará a pesar de los años. Pero ni siquiera esas cualidades tienen algo que hacer contra su perniciosa hija y su vengativo esposo.
—¿Vuestro afamado don de la profecía no os ha contado cómo terminará todo esto? —La cautela de Lucius ante los peligros de la clarividencia cargaron su voz de cinismo.
—La diosa me ha librado de esa maldición. Aunque todavía sueño, ya no sufro ataques proféticos y podré seguir viviendo con la única guía de mis dos ojos y de mi instinto. Me alegro de ser ciego, por fin, a ese respecto.
—Entonces Dios se ha mostrado misericordioso, porque os mantuvisteis fiel al juramento que le hicisteis a Ambrosio —sugirió Lucius, puesto que sentía verdadera curiosidad por ese talento de Myrddion. Como todos los romanos, había sido educado para creer en las profecías y separarlas de toda creencia religiosa.
—No, mi papel en la traición de Ygerne era mi destino. En ocasiones me pregunto si nací para presenciar el nacimiento del hijo de Ygerne, pero supongo que esa idea no es más que una fantasía malsana y egoísta. En cualquier caso, al parecer he perdido por completo el don de la profecía.
Lucius levantó la mirada hacia Myrddion con los ojos llenos de curiosidad.
—¿Seríais capaz de abandonar al hijo de Ygerne a la intemperie si vuestro señor así os lo ordenara?
Myrddion jugueteó con una rosa que ya había superado su cénit. Los pétalos de la flor cayeron sobre la tierra de color chocolate bajo sus dedos inquietos.
—No lo sé, Lucius. Teniendo en cuenta las atrocidades que Úter me ha obligado a hacer, no tengo ni idea de lo que haría si se propusiera añadir un infanticidio a la lista. No me veo capaz de matar a un bebé, pero ¿cómo podemos estar seguros de lo que haríamos si nos sometieran a una gran presión?
—Sois sincero, como siempre, Myrddion. Conseguís que mis decisiones sean más sencillas gracias a vuestro candor.
—¿De verdad? —dijo Myrddion, aunque en el fondo sabía que los dos habían cruzado una línea invisible y que la ciega diosa Fortuna ya no daba vueltas a su gran rueda.
Se quedaron sentados en silencio entre las rosas medio marchitas que endulzaban el aire con el aroma de nuevos días y nuevas posibilidades. En algún lugar dentro del corazón cansado y sobrecargado de Myrddion empezaba a crecer la esperanza.
Los cuernos sonaron victoriosos y envueltos en una arrogancia triunfal cuando Úter regresó a la ciudad con los carros llenos a rebosar con el botín sajón. Recorrió impaciente los largos pasillos del palacio ahuyentando toda serenidad con el sonido metálico de su armadura y las escandalosas celebraciones de su guardia. Bajo la suave luz de las lámparas de sus aposentos privados, dejó caer en las manos de Ygerne unos pendientes de un oro pálido cuyos enormes granates eran del mismo color que la sangre seca.
—Póntelos para demostrar tu amor por mí —ordenó Úter, e Ygerne, obediente, se quitó los aros dorados que Gorlois le había dado y sustituyó unos obsequios de amor por aquellos grilletes de lujuria; lo que en realidad pasaba por la mente de la reina quedaba oculto tras su mirada gacha.
—El niño está creciendo bien —afirmó Úter con la boca deformada en una mueca de asco ante el bulto redondeado que estropeaba aquel cuerpo que el gran rey todavía deseaba.
—Sí, mi señor, vuestro hijo espera con impaciencia el momento de nacer. Según mis cálculos, solo falta un mes para que salga. Y será fuerte.
—Mmm…
Ygerne frunció el ceño ante la respuesta evasiva de Úter.
—Ese niño es un incordio. Te ha hecho enfermar y eso no lo soporto. He pasado varios meses fuera y ¿qué tipo de recibimiento encuentro a mi regreso? ¿Una esposa cariñosa que espera con avidez mi llegada? No. Una mujer que apenas puede moverse por culpa del hijo que lleva en su interior.
Ygerne jugueteó con los rizos de la cabellera de Úter mientras intentaba mitigar el temblor que se había apoderado de sus dedos. Desde la infancia sabía que tenía el poder de tranquilizar a la gente, y en esos momentos ejerció su talento sobre aquel hombre díscolo e irritable al que, por desgracia, estaría vinculada durante el resto de su vida.
—¿Qué son unas cuantas semanas, mi señor? Me recuperaré y recobraré la salud muy pronto para poder cuidaros como merecéis.
Apaciguado, Úter no captó la ambivalencia de las cautas palabras de su esposa.
Esa noche se procuró placer con una de las sirvientas a quien la fortuna había obsequiado con unos ojos claros de color azul parecidos a los de Ygerne. La chica quedó aterrorizada cuando el gran rey la echó a patadas del dormitorio, magullada y ensangrentada, con un puñado de monedas y la orden de mantener la boca cerrada. Como habría hecho cualquier mujer sensata, huyó del palacio y de la ciudad, puesto que Úter siempre podría encontrar otras muchachas.
Pasaron las semanas y los días plácidos en el jardín de rosas pasaron a ser un recuerdo de la comodidad y la tranquilidad perdidas. Úter salía a cazar para mitigar la violencia de su naturaleza matando a cualquier criatura desdichada que se cruzara en su camino. Las cocinas no pudieron aprovechar todos los venados, conejos, faisanes y pichones que el rey y su guardia habían matado. Con la prudencia propia de los pobres, los campesinos aprendieron enseguida los caminos que seguía el rey por los bosques y pantanos, y se dedicaban a recoger las piezas que Úter rechazaba para su mesa.
La noche del sueño fue memorable porque el primer atisbo de frío gélido se apoderó del aire otoñal. Por suerte, las cosechas ya casi habían terminado y, tras un verano tan cálido, los graneros estaban llenos con las recompensas de la tierra. Las heladas nocturnas echaron a perder las manzanas que aún estaban en los árboles, que acabaron pudriéndose y ennegreciendo tras esa congelación súbita. Una neblina densa estaba suspendida sobre los campos como un aliento invernal, y los surcos de los arados se cubrieron de una gruesa capa de escarcha.
El gran rey había estado bebiendo hasta bien entrada la noche con unos guerreros parisios e icenos que habían llegado con buenas nuevas acerca de las nuevas fortificaciones del norte. Cansado e irritable, se había acostado con dolor de cabeza debido al exceso de cerveza y de vino de Hispania. Cuando empezaron a oírse los gritos en las silenciosas horas previas al amanecer, Botha fue el primero que entró en la habitación de Úter y se vio obligado a darle un bofetón a su señor para liberarlo de las garras del sueño que lo atormentaba. Temblando, Úter saltó de la cama con el rostro ceniciento.
—Ve a buscar a Luminosa como el Mar. Ve a buscar a la adivina —jadeó—. No puedo seguir soportando estos terrores nocturnos.
Botha leyó el pánico en los ojos de su señor y salió a toda prisa de la habitación dejando que los sirvientes recién levantados se ocuparan de las necesidades del gran rey.
Acurrucada en una capa remendada para protegerse del frío de la oscura madrugada, Muirne llegó antes de que el criado de Úter lo hubiera afeitado, por lo que esperó con paciencia en una esquina de la opulenta estancia. Durante el año había vivido en la casa del gran rey, había ahorrado hasta la última moneda que había recibido y leía la fortuna para ganar más dinero siempre que alguna mujer crédula acudía a ella en busca de una poción de amor o deseaba conocer el futuro de un idilio clandestino. Úter apenas la molestaba, por lo que Muirne se había dormido un poco en los laureles, aunque había oído rumores acerca de que Ygerne se había casado con Úter Pendragón. Mientras aguardaba a Úter, Muirne no esperaba nada más exigente que sueños parecidos a los que le había descrito la primera vez que había acudido a la corte. Además, ya estaba esperando la moneda que el gran rey le daría si conseguía complacerlo.
—Ya era hora —gruñó Úter mientras echaba de la habitación al criado haciendo caso omiso a la afilada hoja que acababa de eliminarle el vello rubicundo de la barbilla—. Acércate más, Muirne, y dile a tu señor lo que necesita saber.
—Las visiones llegan de forma espontánea, mi señor, por lo que no puedo controlar lo que me dirán. —El acento de Muirne era tan marcado como siempre, mientras que su figura maternal y sus rasgos simples y circunspectos alentaban las confidencias.
—Una vez más, he soñado con las lanzas que crecen como el trigo, con las dos mujeres y los presagios de un niño manchado de sangre, aunque esta vez hay unos cuantos detalles que quiero que interpretes para mí.
Muirne asintió, inclinó la cabeza y esperó.
—Esta vez, un dragón salía del sol envuelto en llamaradas rojas y doradas. El fuego se me tragaba y veía que se me ennegrecía la piel, que se desprendía de los huesos.
Úter se estremeció, como si estuviera liberando un recuerdo agónico. Muirne levantó las cejas en un gesto interrogativo y se dio cuenta de que el rey tenía los ojos enrojecidos y llenos de capilares rotos. Con algo de retraso, la mujer adoptó un semblante precavido.
—Veía a una mujer con el pelo blanco y a otra con rizos negros. Las dos me señalaban y se reían antes de apartarse para dejarme ver a un niño cubierto por el moco sangriento del parto. Cuando me ponía la mano sobre los ojos para protegérmelos, veía que el niño llevaba la corona de Máximo. Luego veía a un hombre muy anciano que tenía mis ojos. Estaba encogido y atrofiado por la enfermedad y me daba cuenta de que esa criatura era yo. —A Úter lo recorrió un escalofrío—. Me ha despertado mi capitán, que ha acudido a ayudarme al ver que estaba gritando en sueños. ¿Qué me dices de esa visión, adivina?
Muirne no necesitó recurrir a sus dotes para interpretar el sueño de Úter. Los chismes y los rumores rondaban el palacio como un enjambre de avispas y la antipatía de la bruja Morgana era bien conocida. Muirne se lo había tomado mal cada vez que Úter había consultado a su enemiga mortal, la princesa dumnonia, porque eso le hacía perder prestigio y beneficios. Tal vez Luminosa como el Mar debería haber sido más precavida.
—Vuestro sueño ha cambiado muy poco, mi señor —empezó a decir con cautela—. Por supuesto, el dragón es una imagen vuestra, lo que significa que os estáis consumiendo con vuestras acciones. Recordad, mi señor, que no debéis matar a ningún niño, sobre todo si lleva vuestra sangre. Los poderes que me permiten ver el futuro os han advertido de que incluso el mero hecho de intentarlo hará que pesen los peores horrores de la vejez sobre vos.
En cuanto habló, Muirne se dio cuenta de que había cometido un error crucial. El rostro de Úter enrojeció de inmediato y Botha le lanzó una mirada de advertencia. Cuando el gran rey se enfadaba, incluso la fría verdad podía provocar que se comportara de manera extrema. Muirne se mordió la lengua y bajó la mirada.
—Si hubiese querido un consejo como ese, habría llamado al Cuervo de Tempestad o a la furcia de Morgana.
El hecho de mencionar a Morgana hizo aflorar el resentimiento de Muirne, por lo que respondió al gran rey sin reflexionar.
—Yo no puedo controlar vuestros sueños, mi señor. Vos sois la única persona que puede saber si hay algo de verdad en lo que digo.
«Estúpida —pensó Botha mientras Úter se ponía de pie poco a poco—. Tener razón no te servirá de nada si te rompe el cuello».
Asustada por el brillo asilvestrado de los ojos del gran rey, Muirne intentó reparar su imprudencia como pudo. Sin embargo, a pesar del empeño que puso en ello, su don para las profecías le movió la lengua por senderos que no tenía intención de recorrer. Mientras pronunciaba aquellas palabras temidas e indeseadas, se preguntó si su codicia no habría enojado a la diosa.
—¡Ay, pichoncito! Os aseguro que los dioses nos mandan sueños para evitar que cometamos acciones que podrían ofenderlos. Y nosotros, los mortales, debemos escuchar cuando nos hablan con tanta claridad. No matéis a ningún niño, señor, o sufriréis y os marchitaréis.
—Pero tú te habrás ido mucho antes que yo, mujer. Botha, llévate a esta vieja bruja que solo sabe dar consejos insolentes. A partir de ahora, que viva como una indigente, me tiene sin cuidado. Échala a la calle, donde pueda reconsiderar lo que ha dicho.
En ese momento, la adivina se sonrojó, afligida y airada por lo estúpida que había sido, pero su mal carácter fue su perdición. Su acento hiberniano se volvió más marcado y escupió en el suelo cerca del rey a pesar de que Botha la estaba sujetando con fuerza por el antebrazo.
—También los dragones pueden morir, mi señor —replicó Muirne con su característico acento—. Incluso la más fuerte y la más feroz de las bestias puede ser asesinada durante la vejez. No siempre podréis matar vuestros problemas para apartarlos de vuestro camino.
Ni siquiera tuvo tiempo de protestar o de encogerse. Úter dio dos ágiles pasos, agarró la hoja con la que acababan de afeitarle la barbilla y le cortó la tráquea a la anciana. Murió de forma sangrienta, con los ojos muy abiertos por el asombro. Antes de perder el conocimiento, se dio cuenta de que los dioses la habían castigado.
Aunque Botha se había apartado de la adivina nada más intuir las intenciones de su señor, quedó empapado de sangre y jadeando mientras intentaba limpiarse la coraza de cuero con la manga.
—¡Maldita sea! Vuestra impetuosidad nos matará a todos, mi señor. ¿Qué os ha hecho la anciana más allá de contaros lo que no queríais oír? Que yo sepa, os ha servido fielmente.
—Esa mujer ha estado leyendo las runas y diciendo la buenaventura como una furcia en una feria, pero delante de mis narices. Cierra el pico, Botha, a menos que estés esperando que te degrade para unirte a Ulfin con los soldados de infantería. Soy el gran rey y haré lo que me venga en gana.
Úter agitó la hoja cubierta de sangre frente al rostro de Botha y el capitán retrocedió sin disimular su indignación. Los ojos del rey se enrojecieron aún más y la expresión de su rostro se volvió más severa.
—Quiero que te deshagas del cadáver antes de mi regreso —siseó—. Me voy de caza por el bosque. Ah… y ya puedes advertir a mi esposa de que la espero en mi cama esta noche. Me da igual que esté embarazada.
Acto seguido, Úter salió de la estancia y dejó que Botha y los sirvientes se ocuparan del cadáver de Muirne, una víctima más en una ciudad llena de hombres y mujeres que intentaban por todos los medios evitar al gran rey.
En cada una de las noches que siguieron, Úter entró en el mismo sueño aterrador para protagonizar aquella misma escena desagradable. Sin embargo, estaba cansado de adivinas, por lo que dejó de interesarse por la interpretación de sus sueños y decidió confiar en que el poder de la espada lo salvaría de la ira de los dioses.