20

Tintagel

En la naturaleza no existen ni las recompensas ni los castigos, solo las consecuencias.

ROBERT G. INGERSOLL,
Conferencias y ensayos

Arrastrado hasta Úter sin apenas consideración por su dignidad o su posición, Myrddion se tambaleó víctima del cansancio frente al gran rey. Los ojos hundidos e inyectados en sangre de este eran una prueba clara de que había sido una noche agitada. Las comisuras de los labios del gran rey apuntaban hacia abajo, mientras que los huesos de su cráneo parecían más prominentes a causa del agotamiento y revelaban una calavera que predecía una ancianidad marchita.

—¿Y bien, sanador? Mientras tú descansabas yo estaba esperando tu solución. Es una lástima que mis guardias hayan tenido que aleccionar a tu ayudante, pero le ha negado la entrada a Ulfin en la tienda en la que dormías junto al cadáver de Gorlois. ¿Tal vez el Jabalí te ha tentado para que te reúnas con él?

—Es un acto cobarde, el de castigar a un hombre desarmado por lo que habéis tomado como un desaire —protestó Myrddion con vehemencia—. Espero que Cadoc no haya sufrido ningún daño serio por defenderme, pero también estoy seguro de que llegará el día en que tendréis que rendir cuentas por todas las atrocidades que otros han cometido en vuestro nombre.

—¡Valientes palabras, Cuervo de Tempestad! Es una suerte que tu amigo haya sobrevivido, aunque puede que haya sufrido daños permanentes en la mano. Sin embargo, puesto que estás a punto de darme la información que deseo, te permitiré que lo atiendas para que pueda recuperar la salud. Seguiré necesitando los servicios de sanadores competentes.

En los ojos de Úter se mezclaban la frialdad y el entusiasmo, puesto que sabía que por fin había encontrado los límites de Myrddion. Consideró la herida de Cadoc como un oportuno recordatorio para el sanador.

«¿Cómo sabe que he encontrado una solución para su problema?», pensó Myrddion cuando se dio cuenta de que no había manera de salir de aquel aprieto. Su mente regresó de nuevo a la situación apremiante de Cadoc, puesto que su fiel amigo quedaría desprovisto de medios para ganarse el pan si Myrddion no conseguía curarle la mano herida.

—Lo que tengo que deciros es solo para vuestros oídos, rey Úter. La traición que he planeado me parece repugnante, por lo que discutirla en público sería vergonzoso y estúpido.

Con un gesto lleno de desprecio, Úter mandó a sus guardias que se retiraran con la única excepción de Ulfin, que había sido el arquitecto del castigo de Cadoc. Con una mirada ceñuda en dirección al guerrero, Myrddion se dirigió a él como a la alimaña despreciable que era.

—No olvidaré las heridas que le has infligido a mi amigo en la mano, Ulfin, puesto que sabes muy bien lo mucho que depende un sanador de la agilidad de sus dedos. Ruega para que pueda recomponerle los huesos y que sus tendones puedan volver a desempeñar su función. De lo contrario, tal vez me entren ganas de predecir tu futuro.

—No te temo, sanador, por mucho que digan que eres pájaro de mal agüero —le espetó Ulfin con desdén—. Una cortina de humo no puede hacerle ningún daño a un verdadero guerrero.

—No mereces mi atención, seas o no un guerrero —replicó Myrddion antes de darle la espalda al guardia con la misma arrogancia imperiosa que solía exhibir Melvig ap Melwy, su bisabuelo. El desaire fue tan sumamente afilado que a Ulfin se le sonrojaron las mejillas.

—Respecto a vuestro problema, majestad, debéis entrar en Tintagel disfrazado de Gorlois, rey de Cornualles. No existe otro modo de introducirse en la ciudadela. La batalla en la entrada este de Anderida fue un baño de sangre, por lo que me han dicho, así que podréis disponer de un gran número de armaduras y túnicas de la guardia de Gorlois. Solo hay que limpiarlas bien y utilizarlas para vuestro engaño.

Desde su silla acolchada, Úter levantó la mirada desde debajo de sus cejas doradas hacia Myrddion.

—¡Claro! Pero incluso si adornara a mis hombres con los colores del Jabalí, no me parezco en nada a Gorlois. Para empezar, soy bastante más alto que él.

—La altura de un hombre es irrelevante cuando está sobre un caballo y vos montaréis el corcel de Gorlois. Bors me rogó que curara al caballo de su tío y ahora está a cargo de mi sirviente herido. Todos los hombres de la guarnición de Tintagel reconocerán el caballo del rey, por lo que montaréis a Cascosligeros para entrar en la ciudadela. Pero os ruego que permitáis que el caballo sobreviva, puesto que le di mi palabra al rey Bors de que lo protegería.

—Muy bien —respondió Úter con frialdad—. De todos modos, el animal no me interesa.

—El casco y la visera del Jabalí os ocultarán la mayor parte del rostro y ese cabello tan característico que tenéis. Os teñiré las cejas de negro temporalmente, pero debéis mantener los ojos ocultos en la medida de lo posible, pues su color os delatará.

Úter asintió con satisfacción. Hasta el momento, el ardid de Myrddion tenía sentido y el gran rey pensó que funcionaría.

—Si llegáis a la guarnición de Tintagel en plena noche, preferiblemente cuando haya niebla en la costa, el disimulo todavía será mayor. Supongo que no tendréis dificultad para llenar las pieles y la armadura de Gorlois, puesto que tenéis la misma corpulencia que él. Vuestras piernas serán un problema, aunque creo que tendrán un pase si podéis disimularlas con la ayuda del caballo cuando estéis a la vista de sus hombres.

Una sombra cruzó el rostro cansado de Úter.

—Pero mi voz es muy distinta a la de Gorlois. Yo no podría sonar como él por mucho que lo intentara.

—Ya he pensado en esa cuestión, mi señor —dijo Myrddion con una sonrisa exenta de alegría—. Os haré un vendaje en el cuello que resulte muy obvio a la vista, no serán necesarias las palabras para que los guardias de Tintagel sepan que os han herido. Un poco de sangre seca contribuirá a sostener esa ficción, siempre que os acordéis de hablar con voz muy ronca para dar órdenes dentro de la guarnición, donde alguien pueda oíros. Estaréis herido, por lo que a nadie le extrañará que estéis ansioso por recibir el consuelo de vuestra reina.

Úter asintió.

—Es imprescindible que no llegue a Tintagel la noticia de que Gorlois ha fallecido. Ya he tomado precauciones en ese sentido.

—Estoy seguro de que lo habéis hecho —respondió Myrddion con sequedad mientras imaginaba los cadáveres cada vez más rígidos de los mensajeros asesinados que habían dejado abandonados en el camino del oeste para que los pájaros carroñeros se ocuparan de ellos—. Vuestros sirvientes deben ir bien tapados con capas. El tiempo es tan infame en Tintagel que a nadie le extrañará, y de este modo no se cuestionarán su identidad. No sé con exactitud cómo anunciaba Gorlois que se aproximaba a la fortaleza.

—Yo me encargaré de descubrirlo, no temas —respondió Úter con decisión. Acto seguido, le hizo un gesto a Ulfin, que salió del cuartel general al trote—. Tengo preso a un mensajero dumnonio en Anderida que aún sigue vivo, por lo que Ulfin descubrirá lo que necesito saber.

Myrddion notó que le sobrevenían las náuseas.

—¿Otro buen hombre a punto de pasar al reino de las sombras sin que nadie llore su pérdida?

—Alguien lo hará, tranquilo. Puesto que parece que te importan tanto los guerreros del Jabalí, Myrddion, tienes mi permiso para decir todas las oraciones que quieras por los muertos mientras me acompañas a Tintagel.

La impresión le arrebató todo color de las mejillas a Myrddion.

—¿Yo? ¿Por qué queréis que acuda con vos a Tintagel? Tengo que atender a Cadoc y seguir cuidando a los heridos de la batalla. No me pidáis que participe en la traición a la reina Ygerne… os lo suplico. Dejadme en paz ahora que ya os he dicho cómo podéis cumplir vuestros deseos.

—¿Para que me delates en cuanto te dé la espalda? ¿Me tomas por imbécil, Cuervo de Tempestad? Además, me han dicho que la dama Ygerne siente una gran debilidad por ti. Lo más natural es que Gorlois necesite a un sanador durante el largo camino de vuelta a casa tras haber resultado herido.

El rostro de Úter había adoptado una expresión eufórica, entusiasmada y agresiva, y Myrddion se dio cuenta de que las súplicas solo le hacían disfrutar más del malestar del sanador.

—Muy bien. Si insistís, cabalgaré con vos hasta Tintagel, pero os ruego que me permitáis atender a Cadoc antes de partir.

—De acuerdo, Cuervo de Tempestad. —Úter sonrió y sorbió un poco de vino del cáliz. Con un rápido y grácil movimiento recogió el pergamino con el plano de la fortaleza de Tintagel—. He memorizado lo que sabemos acerca de los aposentos del rey, pero tenemos que viajar muchas millas, por lo que no será necesario empezar la ficción antes de llegar a tierras dumnonias. Entonces nos convertiremos en guerreros de su tribu. —Su mirada se volvió más severa de repente—. Hay otra cosa que quiero que hagas, Myrddion. Quiero que le cortes la cabeza a Gorlois y me la traigas.

Myrddion notó que le temblaban las rodillas.

—¿Por qué, mi señor? ¿Por qué queréis profanar el cadáver de un hombre valiente y noble? No lo comprendo.

—No tienes por qué saber todo lo que pienso, sanador. Limítate a traerme la cabeza del rey dumnonio en una bolsa de cuero. No quiero que empiece a oler antes de que lleguemos a Tintagel, por lo que envuélvela con nieve antes. Estoy seguro de que sabes cómo decapitar un cadáver, puesto que me han dicho que ya se lo hiciste a tu pariente, el rey deceanglio.

—Esa ceremonia se llevó a cabo como parte de un antiguo ritual, mi señor, y se hizo con reverencia. No… de esta manera.

—Hazlo como te venga en gana… pero hazlo. Quiero que tanto tú como la cabeza estéis listos para partir hacia Tintagel mañana al amanecer.

Después de haberse retirado de la presencia de Úter, Myrddion se alejó del cuartel general del gran rey tambaleándose. Los ojos compasivos de Botha lo siguieron mientras salía de Anderida sobre la nieve sucia y grisácea. Myrddion decidió ir andando hasta las tiendas de los sanadores para tener tiempo de recuperar la compostura antes de reencontrarse con sus compañeros. A pesar del coste que eso tuviera para él mismo, no quería que se enteraran de la perfidia de Úter, puesto que conocer tales cosas era peligroso y podría comprometer sus vidas. Rezando para poder afrontar la situación como un hombre, el sanador apuró sus últimas fuerzas y solo encontró consuelo en el recuerdo de las palabras del obispo Lucius: «Tendréis que basar vuestras decisiones en lo que es bueno para el reino».

Myrddion recordó la expresión grave que había adoptado Lucius cuando le había dado ese consejo, antes del fatídico banquete del solsticio. Lucius había hablado con una franqueza brutal. Myrddion tenía que obviar su honor personal, que se encontraba a la altura del lodo de Anderida, y debía hacerlo de forma deliberada, consciente de las consecuencias de sus acciones. Úter estaba destinado a reinar y el sanador se había ido quedando sin opciones.

Cuando Myrddion entró en la tienda de los sanadores encontró a Cadoc acurrucado sobre un cuenco lleno de nieve en el que había hundido la mano. Sorprendida, Ruadh levantó la mirada de las astillas de madera que estaba modificando para entablillar los dedos de su amigo.

—¡Gracias a los dioses que habéis venido! No tengo suficientes conocimientos para tratarle las fracturas y Cadoc está pensando en suicidarse porque cree que no podrá volver a mover la mano como antes.

—Muéstramela —le ordenó Myrddion con autoridad, y Cadoc sacó la mano del cuenco y la posó sobre un trapo limpio, encima de la mesa quirúrgica.

Myrddion se dio cuenta de que habían dejado el cuerpo del rey dumnonio en un ataúd improvisado, cubierto con una delicada capa de pieles. Dos guardias dumnonios montaban guardia a ambos extremos del cadáver.

—Ajá —murmuró Myrddion, y le dedicó una sonrisa a Cadoc mientras sondeaba los nudillos y las falanges de su ayudante—. ¿Ves? Los huesos no han perforado la piel, por lo que las posibilidades de que te cures son excelentes.

Sin previo aviso, Myrddion tiró del dedo corazón de Cadoc y notó que los huesos de los nudillos se colocaban de nuevo en su sitio. Sorprendido, Cadoc apenas tuvo tiempo de gritar.

—Ese nudillo solo estaba dislocado. Ulfin no te ha roto este dedo, y con el pulgar y el índice todavía puedes asir un escalpelo, alabados sean los dioses.

—¡Eso ha dolido! —protestó Cadoc, aunque Ruadh se dio cuenta de que los espectros habían desaparecido de sus cálidos ojos pardos.

—Y ahora los demás. Prepárate, Cadoc, o sembrarás el pánico entre nuestros pacientes.

Obediente, Cadoc mordió un trozo de cuero mientras Myrddion le encajaba rápidamente los otros tres dedos. La última articulación fue la única que presentó dificultades. Conmocionado, pálido debido al dolor y todavía con la mirada brillante bajo una fina capa de lágrimas que no había llegado a derramar, Cadoc alzó la mirada hacia su maestro, esperanzado, mientras Myrddion vendaba y entablillaba el último de los dedos dañados.

—Tienes suerte de que Ulfin sea un patán que prefiere prolongar la agonía de sus víctimas que hacer bien su trabajo. Tenías varias dislocaciones porque estaba más pendiente de hacerte sufrir que de destrozar tus manos. La fractura del meñique es la única que me preocupa y que tal vez te acarree problemas de movilidad. No lo sabremos con seguridad hasta que quitemos el entablillado, pero creo que podrás seguir siendo sanador cuando los huesos se hayan soldado.

—Entonces tengo que agradecérselo a Bran, a Dôn y a todos los dioses. Antes prefiero estar muerto que lisiado, por cobarde que pueda sonar eso. Pero ¿qué ocurre contigo, Myrddion? Algo te ha conmocionado, no intentes negarlo.

—Venid fuera, los dos. Preferiría no hablar delante de esos dos hombres honrados.

Acababa de amanecer, pero después de un prometedor inicio la débil luz del sol quedó cubierta de nuevo por un manto de nubes, como si quisieran ocultar Anderida y todas las conspiraciones que en ella tenían lugar. Myrddion levantó la mirada hacia ese cielo de color pedregoso y vio que empezaban a caer unos copos de nieve.

—Partiré de Anderida en compañía del rey Úter y sus hombres mañana a primera hora. Cuando nos hayamos marchado, tenéis órdenes de meter a los heridos en carros y llevarlos a la fortaleza. Dentro de las murallas estarán más resguardados y los aprendices se encargarán de cuidarlos.

—¿Por qué? —se limitó a preguntar Cadoc con los ojos fijos en el rostro de Myrddion.

—Porque quiero que llevéis un carro con todos los útiles de nuestro oficio a Segontium, lejos del peligro. No neguéis con la cabeza. Me veo obligado a llevar a cabo tareas despreciables para el gran rey porque os considera rehenes. Es consciente del afecto que siento por vosotros y sabe que puede obligarme a obedecer amenazándome con vuestras vidas. Debéis llevaros a Brangaine, Rhedyn y Dyfri, y huir antes de que se dé cuenta de que habéis escapado de sus garras.

—Brangaine no abandonará Venta Belgarum mientras Willa siga prisionera —dijo Cadoc para advertir a su maestro—. Y yo también soy reacio a marcharme, aunque estaría preparado para acatar la orden de llevarlos a un lugar seguro si me permites regresar para servirte.

—¡No! —exclamó Myrddion con la voz cada vez más firme—. Me veré obligado a servir a Úter mientras mis amigos estén al alcance de su mano, puesto que piensa como un dragón y actúa también como tal. Corréis un peligro constante a mi servicio e insisto en que huyáis. Recuerda que te rompieron la mano para asegurarse de que yo cumplía sus planes al detalle. Durante los arduos años que se avecinan, no podré estar en todo momento agachando la cabeza por miedo a lo que puedan haceros estos hombres.

—Yo no os abandonaré —dijo Ruadh. Tenía la boca fruncida en una expresión testaruda y Myrddion vio en sus ojos verdes la plena disposición a morir—. Los demás pueden marcharse, pero Úter es una criatura extraña y no lo creo capaz de matar a la mujer de su hermano. No me importa, en cualquier caso. Podéis decir lo que queráis, maestro, pero yo pienso quedarme.

—Puede que tengas que atarla, Cadoc, no puedo arriesgarme a manchar mi alma con más sangre —dijo Myrddion en voz muy baja, apenas un susurro—. Praxíteles ya ha abandonado Venta Belgarum con el resto de los habitantes de la casa y os reuniréis con él en Segontium.

Los copos de nieve empezaron a caer más deprisa y emblanquecieron el cabello negro de Myrddion. Por un momento, Cadoc vio el aspecto que Myrddion tendría en el futuro: alto y aristocrático como un rey de la antigüedad. El sanador lesionado se estremeció cuando la brisa arreció de repente.

—¿Cómo conseguiremos arreglárnoslas sin ti, Myrddion? —susurró Cadoc mientras las lágrimas surcaban su rostro marcado por el fuego.

—Vamos, Cadoc, sobreviviréis sin problemas. Llanwith pen Bryn estará encantado de daros trabajo cuando vea lo buenos que sois como sanadores y yo volveré a veros cuando me marche de Venta Belgarum. No tengo previsto morir, ni tampoco desvanecerme como el humo. Por la seguridad de todos, quiero asegurarme de que muchas leguas de distancia separarán a Úter Pendragón de las personas a las que amo. Permíteme dormir tranquilo por la noche, Cadoc.

—Pero todavía podrá perseguirnos hasta Segontium, maestro —susurró Cadoc en un intento de encontrar algún medio para quedarse junto a la única persona a la que había querido de forma desinteresada—. Esa distancia no significaría nada para Úter Pendragón.

—Pero no lo hará. Úter prefiere el sur y solo se aventura hacia el norte por sus campañas. Nunca mira a sus subordinados a menos que tenga que encargarles una tarea, por lo que no os reconocería ni siquiera si lo atendierais como sanadores. Por suerte para mí, el Dragón tiene la mente simple y directa como una saeta y en realidad no tiene talento para los subterfugios.

Tanto Ruadh como Cadoc parecían dubitativos, por lo que Myrddion se apresuró a explicarse.

—Sí, es una bestia, pero jamás le he visto disimular sus sentimientos. Sus tácticas son brutales y directas y, pese a ser de lo más efectivas, no es un hombre inteligente. No, no os perseguirá hasta Segontium ni se molestará en pensar en vosotros en cuanto hayáis desaparecido.

Ruadh agarró con fuerza la mano de Myrddion.

—El precio que me pedís es demasiado alto. ¡Maldita sea la diosa! ¡Y malditos sean todos los dioses si os obligan a una vida vacía y sin amor! Tanta servitud no debería ser el destino de ningún hombre. —Las últimas palabras las pronunció llorando, de manera que uno de los guardias de Gorlois se acercó al faldón de la tienda para comprobar si había algún peligro en la penumbra de aquella madrugada nevada.

Myrddion intentó sonreír con indiferencia y le hizo un gesto al guardia para que no se preocupara. El guerrero miró a los sanadores con los ojos entrecerrados y llenos de recelo, pero al final volvió a su puesto.

—Soy el Medio Demonio, recordadlo, y he estado solo durante la mitad de mi vida. ¿Podríais hacer eso por mí? Si me queréis, cumpliréis con este sacrificio que os estoy pidiendo.

Incapaz de pronunciar las odiadas palabras de consentimiento en voz alta, Cadoc se limitó a asentir. Ruadh se negó y Myrddion tuvo el doloroso presentimiento de que la diosa ya había determinado el destino de su amada.

—Tengo que llevar a cabo una tarea muy desagradable, y por ello debo pediros que me dejéis con Gorlois y los guardias. Pero primero, Cadoc, ¿podrías traerme mi espada?

—¿Tu espada? No la has usado hasta ahora. Apenas te has molestado en llevarla —protestó Cadoc.

Myrddion había recibido como obsequio la espada del rey Melvig ap Melwy después de cortarle la cabeza a su pariente, pero Cadoc sabía que el sanador no había vuelto a utilizarla desde entonces.

—Limítate a obedecer, Cadoc. Te aseguro que es mejor que no sepas lo que voy a hacer.

A regañadientes, Cadoc caminó con pesadez sobre la nieve hacia los carros mientras Ruadh le lanzaba una mirada desafiante a Myrddion y se dirigía hacia la segunda tienda, donde los porteadores estaban cuidando de los heridos. Myrddion suspiró de nuevo e intentó recordar la última vez que se había sentido realmente feliz. Mientras contemplaba el paisaje cada vez más oscuro, los árboles eran como los cadáveres del verano, mientras que el mar plomizo que se atisbaba más allá de Anderida no era más que un trozo de carbón que parecía sólido desde esa distancia. El sanador se estremeció debajo de la capa negra y se preguntó si llegaría a descansar en paz algún día antes de acabar en la tumba.

A continuación, irguió los hombros y entró de nuevo en la tienda. Pidió estar un tiempo a solas con el cuerpo de Gorlois. Su reputación era tal que los guardias aceptaron a regañadientes. Cuando Cadoc regresó con la espada del bisabuelo de Myrddion, el sanador hizo una mueca de dolor al ver la vaina chapada en oro y el brillo sanguíneo de las joyas rojas que la decoraban.

—Déjame solo, Cadoc, y distrae a los guardias durante al menos una hora. Te avisaré cuando puedan volver.

Con una expresión reacia y confundida, Cadoc obedeció.

Myrddion se detuvo unos momentos frente al cuerpo de Gorlois mientras su mente recreaba el ritual que había visto ejecutar a los druidas en Canovium. Luego, antes de que pudiera perder los nervios, destapó el cuello del rey. Levantó la espada de Melvig por encima de su cabeza y rezó para que el alma de Gorlois se elevara como un águila por encima de las nubes de invierno y más allá, hasta el corazón del sol. A continuación, dejó caer la hoja.

Envolvió de nuevo el cadáver con un montón de vendas limpias y se las arregló para darles la forma de la cabeza de Gorlois. Unos cuantos minutos bastaron para coser de nuevo el sudario y volver a cubrir los restos con la manta de pieles. El truco había sido demasiado precipitado para engañar a Bors durante mucho tiempo, pero con un poco de suerte la tropa de Úter ya habría partido, igual que Cadoc y los demás, antes de que se descubriera la profanación.

Myrddion metió la cabeza de Gorlois en una bolsa de piel que luego rellenó con nieve antes de recoger la armadura y la ropa del rey difunto. La discreción seguía siendo importante y, aunque la mano que había decapitado al rey dumnonio parecía maldita para siempre, tal vez Willa y Berwyn serían liberadas gracias al hecho de que Myrddion había obedecido al gran rey. Haría lo posible para asegurarse de que Bors seguía ajeno a los planes de Úter durante tanto tiempo como fuera posible.

Con esos objetos tan preciados guardados en el zurrón, la bolsa de piel en una mano y la espada a la cintura, Myrddion ensilló a Cascosligeros y cargó sobre el caballo la armadura de Gorlois. Acto seguido, antes de que le flaqueara el valor, alejó al animal de las tiendas. Agradeció la nieve que caía con fuerza y rellenaba el rastro que iban dejando tanto él como el caballo y que los volvió casi invisibles. Dentro de la fortaleza, se refugió en los establos y le dio a Botha la cabeza cortada para que se la entregara a Úter Pendragón. Ulfin recogió la armadura con la pose de desprecio que solía adoptar ante el sanador.

—He hecho todo lo que se me ha pedido, pero ahora necesito caballos y pieles para mantenerme caliente. No me he atrevido a traer mis pertenencias para que el rey Bors no sospechara. Tendrá que proporcionármelo Úter.

Mientras que Ulfin se encogió de hombros sin el más mínimo interés, Botha asintió lentamente.

—Encontraré todo lo que necesitáis, sanador. También os traeré un guiso y algo de vino por si decidís quedaros a pasar la noche en las caballerizas. Hoy hace mucho frío y el rey quiere partir antes del amanecer, por lo que os conviene descansar.

—Sí, será lo mejor, puesto que tendremos que recorrer muchas millas durante los próximos días.

La paja olía mal y los arañazos en los rincones advirtieron a Myrddion de que compartía el lecho con ratas. Y, sin embargo, no le importó. Un hombre podía tolerar tanto horror y tanta pérdida solo si antes se le habían enturbiado la mente y los sentidos. Agotado, decidió ignorar a los roedores que recorrían las vigas de roble con la confianza de que la Madre protegería a su hijo errante, y cayó sumido en un profundo sueño.

Fuera, la nieve había dejado paso a un viento del norte que heló todas las superficies. Sin embargo, Myrddion siguió durmiendo y esa noche no soñó.

El camino hacia el oeste resultó ser más arduo que cualquier otro que Myrddion hubiera tenido que afrontar durante el trayecto que había recorrido para llegar al mar Intermedio. Úter avanzaba deprisa e iba dejando a los caballos que no conseguían mantener el ritmo en cada puesto fronterizo. La causa de tanta precipitación en el viaje a Tintagel era que Úter quería llegar antes de que el viento llevara rumores que pudieran advertir a la reina Ygerne de que su felicidad estaba a punto de terminar. Apenas hubo descanso para los hombres y los caballos, y cuando se detuvieron fue solo para mantener las fuerzas de Cascosligeros, que era una pieza esencial para llevar a cabo el ardid de Myrddion y, por consiguiente, tenía que sobrevivir hasta que la tropa hubiera superado el precinto de la fortaleza. Úter no había montado al díscolo semental durante el viaje para asegurarse de que podría servirle para burlar a Ygerne.

Cuando llegaron a la frontera de las tierras dumnonias, la tropa se detuvo a descansar, aunque Úter estaba furioso por esa demora necesaria. Junto a un arroyo poco profundo que estaba medio helado, los hombres recibieron órdenes de lavarse el cuerpo a conciencia, volver a trenzarse el pelo mojado como lo hacían los guardias de Gorlois y vestirse con las armaduras limpias y reparadas de los guerreros dumnonios que habían muerto en la batalla. Envueltos en las gruesas capas a cuadros dumnonias que ocultaban sus figuras y rostros, los guardias de Úter se convirtieron en guerreros de Gorlois bajo la atenta mirada de Myrddion, aunque el sanador no tuvo la más mínima sensación de triunfo ante el éxito de su plan.

Úter paseaba arriba y abajo, reconcomido por la impaciencia. Myrddion tuvo que esforzarse mucho para obligar al gran rey a contener esa energía desbocada de manera que se dejara oscurecer las cejas.

—¿Qué es esa mugre? —gruñó Úter mientras examinaba un pequeño tarro lleno de una sustancia oscura y grasienta.

—Lo llaman stiblum, señor. Es un cosmético femenino que se utiliza para oscurecer la zona que rodea los ojos y las cejas. Ruadh ha accedido a que me llevara su preciado tarro con la promesa de que se lo devolviera. Quedaos quieto y dejad que os tiña las cejas. Luego os añadiré unas bolsas bajo los ojos para sugerir que estáis enfermo y desviar la atención de su color.

Cuando hubo terminado, Myrddion se apartó del gran rey y observó que este se vestía con la ropa y la armadura del difunto. Los calzones de tartán de Gorlois le quedaban desesperadamente cortos, por lo que Úter volvió a ponerse sus resistentes pantalones de piel. Se quedó también con sus botas, puesto que tenía los pies mucho más grandes que el rey de los dumnonios, aunque la armadura le quedaba perfecta y, ya con la capa puesta, el disfraz resultaba de lo más convincente.

—Y ahora los retoques finales —le dijo Myrddion—. Ulfin debe trenzaros el cabello para ocultarlo dentro de un gorro. Si se os viera un solo mechón rizado se vendría abajo toda la ficción que hemos creado.

Ulfin frunció el ceño y empezó la ardua tarea de trenzar la melena de Úter con una expresión furiosa instalada en el rostro. Pese a no ser muy avispado, era plenamente consciente de que Myrddion estaba disfrutando, tanto del espectáculo como de su turbación cada vez que Úter lo abofeteaba por haber tirado demasiado fuerte de los mechones rizados.

Cuando Ulfin hubo terminado, Myrddion sacó una larga venda de su zurrón y le envolvió la garganta al rey para crear el efecto de una herida en el cuello. Utilizó un poco de barro para manchar la tela limpia y conseguir el aspecto de una vieja herida. Para terminar, Úter se hizo un corte en el pulgar y lo presionó contra el vendaje hasta que Myrddion quedó satisfecho con el efecto conseguido.

—¿Y yo, señor? ¿Creéis que debería disfrazarme también? —preguntó Myrddion mientras hacía crujir la nieve bajo los pies moviéndose de un lado a otro fruto de los nervios.

—¿Por qué? Todo el mundo conoce al Cuervo de Tempestad de Úter. En la guarnición darán por supuesto que te he mandado yo para que cuides a su señor. —Úter sonrió y Myrddion se percató de los dientes perfectos del rey.

—Intentad no sonreír, mi señor. A Gorlois le faltaba un incisivo.

Una vez vestida y camuflada, la tropa reemprendió el camino a toda prisa, aunque deteniéndose con regularidad para que los caballos descansaran.

A pesar del viento gélido, los campesinos aclamaron al rey a su paso por los pueblos que encontraron por el camino. En cada ocasión, Úter levantó la mano izquierda para saludar obedeciendo las órdenes de Myrddion, que lo había instado a mostrarse cortés con los campesinos que lo reconocieran.

A medida que ese día gris avanzaba poco a poco hacia la oscuridad, los árboles que encontraban eran cada vez más ralos, excepto en las hondonadas en las que no estaban expuestos al viento. Los árboles que alzaban la cabeza hacia los vientos marinos tenían formas retorcidas y contorsionadas que parecían hileras de trols o de extraños demonios terrenales agitando sus ramas desnudas en señal de advertencia al paso de los guerreros.

Evitando con cuidado las ramas bajas al caer la noche, la tropa siguió los senderos estrechos que llevaban hasta el mar. La ruta era el resultado del paso reiterado de jinetes y carros durante incontables años, puesto que los romanos no habían construido caminos por esas costas agrestes en las que era imposible desembarcar y el mar se mostraba indomable. De vez en cuando, la intensa luz de la luna revelaba la curiosa ensenada de guijarros que se encontraba entre temibles acantilados y Myrddion atisbaba los destellos ocasionales de la luz que atestiguaba la existencia de aldeas de pescadores por la peligrosa costa oceánica. Esa unión de tierra y mar tenía una belleza agreste, y Myrddion se dio cuenta de que comprendía mucho mejor las contradicciones del carácter de Gorlois tras haber visto la tierra en la que vivía. Fuerte, vigoroso y feroz, Gorlois encajaba a la perfección con esa costa salvaje, aunque su belleza ajena resonaba en la sentimentalidad y el instinto protector que había suavizado la naturaleza severa del rey dumnonio.

—Un lugar tan salvaje como encantador —susurró Myrddion, aunque el sonido de los cascos de los caballos escondió el desliz momentáneo de su lengua. Por prudencia, Úter había ordenado a sus guerreros que guardaran un silencio absoluto en tierras dumnonias a menos que los desafiaran. Temiendo la llegada y a la vez deseando que ese viaje infernal terminara de una vez, Myrddion se aferró a su montura como una lapa e intentó dejar la mente en blanco.

La tropa se detuvo ante un gran acantilado que se hundía en el mar bullicioso. A ambos lados no había más que promontorios contra los que rompían las olas, pero a la izquierda se divisaba Tintagel, envuelta en una oscuridad de espuma y niebla que sin embargo revelaba la vaga silueta de la península.

Por debajo de ellos, en una cala a la que solo se podía acceder por un sendero empinado y traicionero, los muros de piedra seca de la guarnición temblaban ante los azotes de ese viento feroz.

—Que los dioses nos amparen, puesto que ese sendero es mortal —jadeó Myrddion dirigiéndose a Úter—. Está cubierto de hielo, no podremos galopar por allí.

—Haz sonar el cuerno —ordenó el gran rey antes de bajarse la visera.

De algún modo, como un camaleón, encorvó sus amplios hombros dentro de su capa a cuadros bordeada con pieles. Myrddion tuvo que parpadear, puesto que ante sus ojos secos por el viento Gorlois había cobrado vida de nuevo.

El cuerno de carnero sonó espeluznante y lastimero mientras la tropa recorría el sendero que serpenteaba en descenso. Solo Cascosligeros avanzaba con agilidad, con la seguridad de pisar un terreno que conocía bien, familiarizado con cada uno de los traicioneros recodos que lo aproximaban a la guarnición. De forma implacable, Myrddion instó a su caballo a seguir la estela del de Úter sin preocuparse por el hielo que provocó que una bestia que iba tras él cayera peligrosamente sobre sus cuartos traseros. El cuerno sonó de nuevo y las antorchas cobraron vida en la guarnición cuando varios hombres armados salieron al pequeño patio que había enfrente envueltos en gruesas pieles para resistir al viento que aullaba desde el negro mar.

—¡Abrid paso! —gritó Myrddion con la voz desgarrada por el vendaval—. ¡Gorlois regresa a Tintagel, abrid paso!

Úter apenas se detuvo ante la guarnición y levantó el puño izquierdo para saludar como solía hacerlo Gorlois. En parte, Myrddion quedó sorprendido por lo mucho que tenía que haber observado a su rival dumnonio, puesto que imitaba a la perfección el saludo del Jabalí.

—Ya estoy en casa —graznó Úter con una voz apenas audible—. Un sajón estuvo a punto de matarme, pero soy duro de pelar.

Los guardias estallaron en carcajadas ante el humor macabro de su señor y Úter siguió avanzando al frente de sus guerreros, que tiraban con fuerza de las riendas para poder mantener la cabeza erguida en esas condiciones tan peligrosas. Se adentraron en la neblina marina y de repente se encontraron bajo una intensa llovizna en un extremo de un estrecho puente de madera.

Úter no titubeó. Cascosligeros sabía que su caballeriza estaba cerca y que le darían heno fresco y agua limpia para recompensarlo tras el largo viaje. Puesto que iba en cabeza y estaba tan ansioso como su jinete, el semental lo cruzó a toda prisa mientras Myrddion y la guardia personal del gran rey pasaban por el puente con gran estrépito. Los cascos sonaron huecos sobre las tablas de madera del puente, y un caballo relinchó de forma estridente cuando la estructura tembló ligeramente debido al temporal. Ya en el otro lado, abordaron un sendero sinuoso y empinado que subía hacia las agrestes murallas de piedra, hasta que Myrddion se mareó y tuvo que agarrarse con fuerza a las crines de su caballo para salvar la vida. Los nudillos se le quedaron pálidos por la tensión.

Una puerta se abrió enseguida y un patio estrecho y oscuro los acogió. Por fin estaban en Tintagel.

Mientras la guardia se deshacía de los pocos hombres que protegían la puerta inferior con una eficacia disciplinada, Úter desmontó y le pasó las riendas del caballo a un chico que había salido de las pequeñas caballerizas con los ojos enturbiados por el sueño. Myrddion vio la expresión del mozo de cuadra cambiar de repente a una mueca de terror en cuanto advirtió la muerte sangrienta de los dos guardianes de la puerta.

—Atranca las puertas y sígueme —le siseó Úter a Ulfin—. Tus hombres pueden quedarse a las mujeres que encuentren en la fortaleza salvo a la reina y su demoníaca hija. Pero diles que sean discretos, puesto que si hacen demasiado ruido despertarán a toda la guarnición y sería mejor pasar sin asaltos.

—Sí, majestad —gruñó Ulfin.

Enseguida llamó por señas a Botha para transmitirle las órdenes de su señor. Con una sensibilidad inesperada e inusitada, Úter había aprovechado la obediencia ciega de Ulfin y había dejado a su capitán en un papel subordinado que salvó a Botha de comprometer su código personal. Myrddion admitió a regañadientes que una de las pocas decencias de la conducta del gran rey era su manera de tratar a Botha.

«Tal vez haya algo de esperanza al fin y al cabo», pensó Myrddion. El sanador confiaba en que la cabeza fría del capitán salvaría tantas vidas como fuera posible en Tintagel, por lo que cogió el zurrón de la silla y agarró la mano libre del mozo de cuadra, que seguía paralizado por el susto aunque todavía llevaba las riendas de Cascosligeros en la otra mano.

—Escúchame, chico. ¿Quieres vivir? ¿Sí? Entonces obedece al pie de la letra. Llévate los caballos a las cuadras y trátalos como lo harías para tu señor. Quédate allí con ellos, cepíllalos y dales grano para comer, puesto que han viajado muchas millas. Pero, oigas lo que oigas, no salgas de las caballerizas y tal vez sobrevivas a esta noche. ¿Lo has comprendido?

El joven miró fijamente a los ojos a Myrddion y asintió sin mediar palabra. El sanador le dejó el caballo y recogió las riendas de muchos otros hasta que el mozo de cuadra salió de su aturdimiento y empezó a desempeñar su rutina como de costumbre, aunque su rostro seguía ceniciento a la luz de la luna. La neblina que había ocultado su llegada se había disipado en esa atalaya de piedra y estaban rodeados por el estruendo de las olas y el aullar del viento bajo el muro interior y la ciudadela.

El gran rey y el sanador contemplaron la legendaria Tintagel. La fortaleza era pequeña y primitiva, construida con piedra seca y estucada de forma rudimentaria con una mezcla de barro, estiércol y paja. De forma más o menos circular, con salientes que habían sido añadidos sin orden ni concierto alrededor de una torre central, la fortaleza tenía un conjunto arcaico de techos de paja que cubrían una estructura de ramas de roble desnudas. La edad de Tintagel estaba escrita con claridad en los primitivos métodos de edificación utilizados por los ancestros del rey Gorlois, que se mezclaban con salas más recientes y sofisticadas.

Debajo del parapeto de piedra que cubría la parte superior del castillo, unos senderos estrechos serpenteaban entre la hierba alta a la altura de las rodillas, secada y allanada por el viento. Los senderos transcurrían peligrosamente por las escarpadas paredes de los acantilados hasta pequeñas cabañas de piedra cónicas que se aferraban a los bordes vertiginosos de aquellas paredes verticales que se hundían en las olas.

Allí es donde vivían, procreaban y morían los sirvientes de la ciudadela, generación tras generación; desde tiempos inmemoriales, cuando la tribu cruzó por primera vez el Litus Saxonicum y venció a los pictos. Tintagel ya había sido antigua por aquel entonces y ningún hombre había pisado sus sólidas piedras sin el permiso del amo y señor del lugar.

Hasta ese momento.

Úter había desaparecido, por lo que Myrddion empezó a andar por el núcleo de esa fortaleza laberíntica mientras recordaba las antiguas leyendas acerca de la morada de la Madre, que la ubicaban en otro laberinto, bajo tierra y con un monstruo en el centro del mismo. Dejando a un lado las supersticiones, trepó por cada escalera de piedra que encontraba pensando que el hogar de Ygerne estaría en el corazón de la fortaleza y en su punto más elevado. A continuación, entre el silencio claustrofóbico de los intrincados pasadizos oyó el chillido de una mujer, un aullido tremendo y agudo que daba fe de un horror en crescendo. Maldiciendo, siguió aquel grito estridente hasta que quedó acallado de repente.

—¿Adónde crees que vas, Merlinus? —susurró Ulfin desde detrás del sanador. Myrddion notó la punta afilada de la hoja de un cuchillo a la altura de los riñones.

—¿Pretendes asesinarme por la espalda ahora que ya no soy útil? Te prometo que si me mandas con la Madre antes de tiempo, mi espíritu inquieto te acosará hasta el fin de tus días.

—Repetiré la pregunta, sanador: ¿adónde vas?

—Estoy buscando a Morgana antes de que algún idiota la mate o la viole. Úter Pendragón no necesita enfrentarse a toda la tribu otadina y a sus aliados por su sed de sangre. Esos locos norteños tienen un concepto muy peculiar del deber respecto a la violación de las mujeres de la familia.

El cuchillo se retiró un ápice y Myrddion siguió avanzando mientras comprobaba las cuatro puertas que divisaba desde el rellano central de desgastados escalones que llevaban hasta lo más alto de la torre. Las habitaciones tenían formas extrañas, eran muy pequeñas y debían de ser frías y hostiles, puesto que los muros estaban sellados con barro seco para evitar que entrara la brisa. Unos rudimentarios postigos de madera mantenían a raya las ráfagas de viento arremolinado. Sin embargo, los muros de color pardo tenían un aspecto hasta cierto punto sereno gracias a las telas colgadas de colores suaves como el rosa, el amarillo dorado y el verde, que recordaron a Myrddion a los campos repletos de flores silvestres. Tal vez Ygerne había tejido esos cortinones con sus propias manos durante los largos años que había pasado esperando a que su esposo regresara de las batallas. Los hilos estaban teñidos con sustancias vegetales, de manera que las telas brillaban y se movían con una apariencia vital que infundía a algo sencillo y exento de decoración una belleza sutil y mutable que se asemejaba mucho al color de los ojos de la reina misma.

De un modo respetuoso, Myrddion cerró cada puerta con cuidado. Solo le quedaban dos por comprobar y el sanador temió empujar la madera ajada de la primera. En lugar de eso, aguzó el oído con la oreja pegada a la puerta, a sabiendas que a Úter no le haría ninguna gracia que lo interrumpieran si estaba en esa sala con Ygerne, si bien le aterrorizaba pensar que la reina pudiera estar gravemente herida, incluso moribunda. El trato que había hecho con el gran rey no había excluido la violencia sobre la persona de la esposa del rey Gorlois.

No se oía nada, solo los fuertes latidos del corazón asustado de Myrddion. Con cautela, empujó la puerta para abrirla y esta se quejó con el chirrido metálico de las bisagras viejas. Consciente de la amenazadora presencia de Ulfin a su espalda, Myrddion entró poco a poco en la habitación oscura.

Algo le rozó el brazo; sintió un dolor ardiente y Myrddion se echó a un lado llevado por el instinto. Una figura oscura se lanzó sobre Ulfin con gran ferocidad blandiendo un pequeño cuchillo con tanta violencia que a punto estuvo de clavárselo en el ojo al avezado guerrero. La hoja resbaló por la frente de Ulfin y la figura menuda cayó dando tumbos. Demasiado rápido para que Myrddion pudiera intervenir, Ulfin la agarró, la retorció en sus brazos y, cuando estaba a punto de romperle el cuello, Myrddion reaccionó.

—Por lo que más quieras, ¡no, Ulfin! ¡Es Morgana! ¡Morgana, la hija de la reina! ¡Recuerda las órdenes de Úter!

—¡Maldita zorra! —gruñó Ulfin desde lo más hondo de la garganta cuando la sangre que brotaba del corte de la frente se le metió en los ojos—. Te haré pagar tu osadía.

Antes de que Myrddion pudiera detenerlo, el guardia rompió la mano que agarraba el cuchillo retorciendo aquellos frágiles huesos de forma deliberada.

—¡Por todos los dioses, mira que eres idiota! —maldijo Myrddion cuando Ulfin empujó a Morgana de nuevo hacia el interior de la sala y la hizo caer sobre un estrecho camastro, más propio de una sirvienta que de una princesa. Myrddion tuvo tiempo de fijarse en la naturaleza espartana de la sala, más parecida a una celda por la falta de muebles, con la excepción de un par de arcones para la ropa y un único taburete.

Un pequeño jarrón de barro cocido con flores secas reposaba sobre el grueso alféizar de piedra ante la ventana cerrada con postigos. Era el único signo de feminidad que Myrddion había llegado a observar en la estancia de la bruja dumnonia.

—Déjame ver su mano, Ulfin. Por todo lo sagrado, no la hagas sufrir. No atraigas la ira de la Madre sobre nosotros.

—Apártate, sanador, a menos que quieras quedarte para mirar. —Ulfin se llevó una mano a la frente y se limpió la sangre mientras con la otra retenía sobre la cama a la mujer, que seguía forcejeando en silencio—. Esta furcia me ha dejado la cara marcada de por vida, pienso tratarla como la zorra que es. Márchate, a menos que quieras compartirla conmigo.

Mientras Ulfin se quitaba ya la túnica y se desabrochaba los cordones de los calzones de piel con la mano libre, Myrddion retrocedió sollozando ante aquella terrible escena. Una vez fuera de la estancia, se dejó caer al suelo y le rogó a la Madre que tuviera piedad por esas mujeres de Tintagel que se verían obligadas a sufrir como botín de guerra. Mientras rezaba, los gritos que salían de la última habitación empezaron a oírse de nuevo, cada vez con mayor intensidad, y el ruido sonó tan desesperado que Myrddion se cubrió los oídos y golpeó el suelo con la cabeza hasta que su sangre mojó las viejas tablas de madera.

Cuando las dos habitaciones quedaron en silencio por fin, Myrddion seguía sin poder moverse. Por su mente pasaban imágenes como el hilo por el huso: bebés ensangrentados, un anciano en una gran cama cubierto con pieles blancas, una chica crucificada sobre una ventana abierta, una mujer de mirada salvaje y dientes puntiagudos y, al final de ese largo desfile de horrores, una espada con un dragón en la empuñadura. La sangre goteaba de un lado a otro de la hoja en un torrente denso y viscoso.

Justo cuando pensaba que no podría soportarlo más, Myrddion notó una caricia en el interior de su mente, tan suave como un beso de Judas.

—Has hecho lo que se tenía que hacer, hijo de mi corazón. Como recompensa, dejarás de sufrir mis sueños. Ahora levántate, mis hijas necesitan tu ayuda.

La voz no sonó ni femenina ni masculina, y Myrddion se preguntó por qué la fortaleza no había despertado ante aquel retumbar ambiguo.

—O sea que esa es la voz de la Madre… o de Dios… o algo parecido. O tal vez es que me he vuelto loco.

Las dos estancias estaban en silencio, aunque no como consecuencia de un sueño reparador, sino más bien como si el temporal hubiera dejado esa punta de piedra en el ojo de un torbellino mayor, de un verdadero cataclismo. Myrddion se sentó apoyado en un muro y esperó. Por fin había llegado su momento.