2

Donde soplan los vientos suaves

Nuestro mundo es precioso por muchos motivos

y está lleno de belleza y de creaciones del hombre.

Vi una máquina extraña, concebida para moverse

y deslizarse hasta la arena, quejándose a su paso.

Avanzaba con rapidez sobre su único pie, ese

monstruo de forma extraña, y viajaba con libertad

sin ver nada, sin brazos ni manos, pero con muchas

costillas y la boca en el centro.

Acertijo anglosajón

Los sanadores se sentían desubicados. El camino por el que viajaban era largo y ancho, y su estado aceptable a pesar de que los setos de espino empezaban a invadir la calzada. Más allá de esos matorrales y de los muros construidos con piedras sacadas de los campos, las granjas proliferaban por aquella tierra llana y fértil. Pero Myrddion también vio signos de negligencia en los campos sin arar y las cosechas que no se habían plantado a finales de invierno. Era evidente que muchas de aquellas sencillas granjas estaban abandonadas, puesto que tenían las puertas abiertas de par en par y el tejado de paja hundido.

—Parece que la mayoría de los granjeros de la tribu de los cantiacos ha huido de las tierras que rodean Dubris —comentó Myrddion a Finn y a Cadoc cuando volvió después de haberse acercado a caballo a una de aquellas edificaciones de una sola estancia para explorarla y echar un vistazo a la cuadra—. La granja está absolutamente vacía y no hay ni rastro de ganado. No he visto signos de violencia; no hay cuerpos ni huesos, por lo que debieron de abandonarla sin más. Es probable que la tribu se esté desplazando hacia el oeste llevándose consigo todo lo que tenga un mínimo valor.

—No puedo imaginarme abandonando el hogar en el que las cenizas de mis ancestros han reposado durante cientos de años —murmuró Finn con los ojos ensombrecidos por la empatía.

—Este repliegue se hará extensivo a todas las tribus de la Britania si Ambrosio no encuentra una solución para contener a los sajones en la costa oriental —respondió Myrddion con un aire de fatalidad taciturna—. Apuesto a que encontraremos a muchos refugiados durante el trayecto hasta Segontium.

No obstante, a pesar del abatimiento de los viajeros, los pájaros seguían cantando dulcemente en los matorrales, las flores silvestres endulzaban el polvo del camino con su perfume y, por el profundo azul del cielo, surcaban alargadas nubes blancas transportadas por la brisa.

«La tierra es la misma de siempre —pensó Myrddion—. Solo somos nosotros, las hormiguitas que nos arrastramos por su superficie, quienes hemos cambiado. Cuando nos hayamos convertido en polvo de nuevo, la tierra perdurará».

A pesar de que viajaban por etapas para comodidad de las mujeres y los niños, el grupo empezó a adelantar a familias que se desplazaban aún más lentamente en dirección a Durovernum. Los hombres y los chicos iban a pie, guiando el escaso ganado que pudieran llevar abriendo camino, mientras que los caballos y los bueyes arrastraban los carros de granja cargados con los muebles, los niños y cestos con las aves de corral. Los perros andaban por delante de todos ellos, siguiendo las órdenes de sus amos. Las mujeres tenían el rostro demacrado por las calamidades y las preocupaciones, puesto que se enfrentaban a lo desconocido y ese exilio obligaría a sus hijos a vivir sin tierras. Avergonzados de su retirada, los granjeros evitaban mirar directamente a los ojos de los desconocidos que se encontraban por el camino.

Antes de llegar a Durovernum se toparon con numerosas fortificaciones de construcción reciente erigidas por los sajones a partir de enormes troncos de árbol. Los granjeros sajones labraban la tierra y se ponían la mano a modo de visera para evitar deslumbrarse cuando alzaban la mirada para observar los carros de los sanadores. Al reconocer sus rasgos celtas escupían en los surcos recién arados en la tierra negra, lo que inquietaba a Myrddion hasta el punto de encogerle el estómago.

No obstante, tampoco surgieron problemas a partir de esas muestras de animadversión. En una ocasión unos guerreros de gran estatura obligaron a los sanadores a detener los bueyes. Myrddion sabía que no podrían dejar atrás a las tropas de sajones, de modo que ordenó a sus compañeros que mantuvieran la boca cerrada mientras él se encargaba de negociar con ellos. Con el corazón en un puño, explicó a los guerreros que eran sanadores recién llegados de la Galia, donde habían estado sirviendo al rey Meroveo durante las guerras contra Atila, el rey de los hunos. Mencionó una retahíla de nombres importantes con total descaro y reivindicó de este modo la protección que le confería su amistad con Hengist. Puesto que hablaba la lengua sajona bastante bien, el señor local les permitió pasar por sus dominios a cambio de que atendieran una serie de dolencias menores que padecían sus hombres.

Myrddion accedió con gratitud y se sintió afortunado de que el caudillo sajón estuviera más interesado en adquirir tierras que en cortar cabezas celtas.

—Parece que algunos de nuestros granjeros están ofreciendo resistencia —comentó Myrddion en celta mientras abría con una lanceta una herida infectada en el muslo de un guerrero alto y pelirrojo—. Esta herida seguramente la ha provocado una horca o una herramienta de granjero parecida.

Cuando el escalpelo encontró el absceso en la carne, un chorro de pus hediondo salió de la herida.

—¡Ajá! ¡Lo tengo!

Sonrió satisfecho, puesto que el paciente se había desmayado. El sanador limpió con rapidez la secreción y empezó a desinfectar la herida con alcohol puro. La punzada de dolor repentina logró reanimar al guerrero, que tenía poco más de veinte años. El joven empezó a sudar con profusión y Myrddion pidió miel con agua caliente para contrarrestar la conmoción.

—Pues mira qué bien —respondió lacónicamente Cadoc mientras se peleaba con el diente roto de un sajón más viejo.

El anciano se agarraba al taburete con los nudillos de las manos pálidos por la tensión, intentando reprimir un gemido de terror. Para los campesinos, los dientes rotos resultaban insoportablemente dolorosos y aquel estoico paciente llevaba ya tiempo sufriendo. Cadoc comentó con cinismo que el sajón debía de contar con el favor de los dioses, puesto que no se había formado ningún absceso en la raíz del diente.

—¡Con suavidad, Cadoc! Recuerda que juramos aliviar el sufrimiento de nuestros pacientes.

Cadoc sonrió cuando hubo arrancado la pieza maloliente con las tenazas y a continuación se inclinó sobre el sajón para contener la hemorragia.

—Claro, maestro. Al menos a este anciano no lo matará la enfermedad del cerebro. La cavidad dental está bastante limpia.

Finn se permitió esbozar una sonrisa avinagrada.

—Sé que estoy siendo un poco duro con él —dijo mientras preparaba los calmantes de hierbas y las pomadas que aplicaba a los pacientes—. Pero creo que a los sajones no les haría ningún daño bañarse más a menudo. Huelen peor que las axilas de Cadoc.

—¡Déjate de tonterías, Finn! ¿Has olido a nuestros campesinos a sotavento últimamente? Tampoco es que tengan unos hábitos excepcionales respecto al baño. Has vivido como los romanos durante demasiado tiempo.

—Desde que nací, maestro, y no me ha hecho ningún daño —replicó Finn—. Los romanos sentían un cariño especial por Dyfed y por Gwent y dejaron sus fortalezas y sus baños por toda la costa. Y por eso enfermábamos menos, gracias al agua limpia y a un mínimo uso de los aceites.

Puesto que Myrddion sabía que Finn tenía razón, decidió terminar la conversación y ocuparse de un paciente que lucía un doloroso juanete.

Al final, todavía con el eco de los agradecimientos del caudillo local en los oídos y con varios odres llenos de cerveza sajona, regalo del tipo del diente roto, los sanadores se pusieron en camino de nuevo. Todos los miembros del grupo se sintieron aliviados cuando por fin divisaron Durovernum.

Al principio la ciudad parecía la misma de siempre, aunque más de la mitad de la población era sajona. Muchos artesanos celtas se habían quedado en el antiguo asentamiento romano porque su habilidad todavía era requerida y valorada, a pesar de que los señores que controlaban su actividad eran extranjeros. Sin embargo, una nueva tanda de comerciantes sajones más jóvenes ya estaba echando raíces en Durovernum. Los recién llegados tendían a tratar a los viajeros con recelo, de manera que los sanadores no tardaron en notar la mirada resentida y hostil de muchos habitantes siguiendo sus movimientos por el corazón de la ciudad.

Los ojos de Finn se llenaron de ira al pasar frente a una simple iglesia cristiana que había quedado calcinada y en la que ni un solo objeto de valor se había salvado del saqueo. La Parca parecía flotar sobre las ruinas y tal vez lo que hacía pensar en esa mácula fuera el hecho de que no se le hubiera dado otra función a esa porción de terreno. Un árbol joven crecía donde habían estado los cimientos, igual que unos exuberantes hierbajos que iban resquebrajando y levantando las viejas losas de piedra que habían servido de suelo en aquella pequeña y sencilla estructura.

—Matar a hombres y mujeres que se han dedicado al servicio de sus dioses es un pecado muy grave —susurró Cadoc con los ojos entrecerrados por el asco—. Cuando estuve en la fortaleza algunos guerreros me contaron que reservan el peor de los desprecios para los curas y las monjas de las órdenes cristianas, puesto que consideran que siguen una religión romana. Los sajones todavía mantienen un odio apasionado por los romanos y todo lo que estos representan.

—Me han dicho que desprecian la costumbre cristiana de evitar cualquier tipo de revancha cuando una comunidad religiosa recibe un ataque —añadió Myrddion—. Tal vez, a pesar de sus protestas, los sajones comprenden que no está bien matar a hombres y mujeres indefensos, tan piadosos que se dedican a rezar y a honrar a su dios mientras los están asesinando.

—Quizá lo que ocurre es que no les gusta la gente que no es como ellos —siseó Rhedyn airada desde el carro—. Quizá les guste matar y punto.

—¿Quién sabe? —dijo Myrddion en voz baja—. No estoy convencido de que la raza sajona sea malvada por naturaleza o de que sea más violenta que la nuestra. Desconocemos sus motivos, por lo que tal vez simplemente sean distintos. No me parecería bien odiarlos solo por el hecho de no comprenderlos.

Rhedyn se sonrojó, pero también enderezó la espalda con gesto desafiante.

—Entonces ya los odiaré yo por los dos, maestro. Por lo que a mí respecta, siempre seguirá siendo pecado asesinar a gente indefensa e inocente.

—Claro, pero ¿cuántos de nosotros estamos realmente libres de pecado, Rhedyn?

Al ver que no se pondrían de acuerdo, Rhedyn decidió morderse la lengua y el grupito abandonó la ciudad para montar su campamento más allá de las murallas de Durovernum.

Los rumores sobre la actividad que desempeñaban habían precedido al grupo y el resto del día lo ocuparon en la práctica mundana de su oficio. Siempre sucedía lo mismo, ya que los sanadores servían de pequeña salvaguarda contra el desastre, de baluarte cuando aparecía una enfermedad o cuando un accidente amenazaba con convertir la frágil carne humana en polvo. Apenas se topaban con enfermedades graves puesto que los pacientes que las sufrían morían rápidamente, mientras que los aquejados por dolencias menos importantes acudían enseguida en busca de una cura cuando algún sanador llegaba a la ciudad.

Tanto Myrddion como sus ayudantes aprovecharon el tratamiento de esos achaques leves para obtener información valiosa y necesaria acerca de la realidad política y social de ese pequeño rincón del mundo. A los campesinos y a la gente de la ciudad les encantaba chismorrear, especialmente acerca de la vida de los más poderosos. Por eso hablaban y hablaban, siempre y cuando eso no supusiera un peligro para ellos, para distraer el dolor que les causaba un diente roto, el reúma en los dedos o los uñeros. Mientras tanto, los sanadores escuchaban y memorizaban lo que oían.

Los sajones les hablaron con temor de Úter Pendragón, el hermano menor de Ambrosio, gran rey de los britanos, y les dijeron que su furia y crueldad no eran comparables a las de ningún caudillo sajón. Los sencillos hombres especulaban que los numerosos años de exilio, después de que su familia hubiera escapado de la ira del rey Vortigern, habían dejado en Úter una cicatriz que seguía todavía abierta en su alma. El asesinato de su hermano mayor, Constante, había provocado en él una insaciable sed de venganza contra sus enemigos mortales: un grupo de lo más amplio y variopinto. En esos tiempos, como brazo derecho del gran rey, Úter lideraba a los guerreros de Ambrosio en una batalla continua contra los fortines y los pueblos sajones. No mostraba compasión alguna por sus enemigos y tenía fama de tratar a las mujeres y a los niños con la misma dureza con la que trataba a sus enemigos. Como justificación para esa barbarie argumentaba que los piojos y las liendres crecían y se extendían hasta infestar el pelo sano, por lo que, en su opinión, era mucho mejor destruir todos los parásitos, especialmente cuando aún estaban creciendo y eran incapaces de ofrecer resistencia.

Myrddion recordó los ojos azules y fríos de Úter y un estremecimiento le recorrió el cuerpo al pensar en tan cruel metáfora, puesto que sabía por experiencia que los hombres como el príncipe eran capaces de casi cualquier cosa, por horrorosa que fuera, con tal de obtener lo que ambicionaban. Habían pasado seis años desde que le había tratado una mala herida en el brazo, pero el recuerdo de la mirada de Úter seguía muy vivo en su memoria. No tenía ninguna duda de que, en caso de considerarlo necesario, Úter Pendragón sería capaz de convertir la tierra en un desierto estéril.

Por otra parte, Ambrosio tenía la facultad de abordar de un modo más juicioso las guerras en las que se veía obligado a luchar. Cuando el gran rey lanzaba ofensivas contra los sajones, los anglos o los jutos, prescindía de las mujeres y los niños, y adoptaba a los huérfanos para criarlos como esclavos y sirvientes. Ambrosio creía que los niños pequeños, si eran separados de sus familias a una edad temprana antes de que se les inculcase otra cultura, podían aprender y convertirse de mayores en celtas útiles. Ese proceder moderado era aplaudido por los celtas, mientras que los comerciantes sajones se burlaban de la debilidad que demostraba con ello. Ambrosio tuvo la prudencia de prohibir que los mercaderes sajones se quedaran en sus tierras, puesto que había comprendido que la infiltración mediante el comercio no era más que el preludio de invasiones que se llevaban a cabo gracias a la información suministrada por los mercaderes.

Myrddion no conocía a Ambrosio, pero le impresionaba lo que había oído acerca de la planificación estratégica del rey y de la valoración analítica de la realidad política de la vida en la Britania. El instinto le decía que Ambrosio, en realidad, pretendía absorber a los bárbaros en lugar de correr el riesgo de que fueran ellos, cada vez más, los que se lo tragaran a él.

—Ambrosio es un dirigente astuto —dijo Myrddion a los demás sanadores mientras compartían la información obtenida durante los cuidados que habían dedicado a los enfermos—. Puede que viva mucho tiempo, ya que su manera de tratar con la amenaza sajona tiene probabilidades de funcionar. Si consigue incorporarlos a su trono como vasallos, tal vez celtas y sajones puedan convivir juntos amigablemente. Tampoco somos tan distintos, en el fondo. ¿Os acordáis de Capto, el oficial del rey Meroveo en Châlons? Es un ejemplo perfecto, un hombre con sentido común que aprendió a tratar de un modo justo y razonable a hombres de muchas razas distintas.

Myrddion le dio la vuelta a un bonito cuchillo de mesa que tenía en la mano. Se lo había regalado Capto antes de separarse tras la batalla de los Campos Cataláunicos. El oficial franco había sido un buen compañero y era terriblemente leal a su tierra; no obstante, como muchos de los de su raza, había descubierto que la tierra tenía que compartirse para que resultara próspera. Capto se había dado cuenta de que las guerras constantes pueden convertir unos acres fértiles en un desierto yermo.

—Sí, Ambrosio tiene el destino de las tierras occidentales en sus manos. Tenemos suerte de que el sentido común del gran rey y el esplendor de Úter como guerrero hayan mantenido a raya a los sajones en Londinium, aunque los dos hermanos no deberían bajar la guardia al respecto. Que el cielo nos ampare si mueren algún día sin herederos al trono.

—Cuando eso suceda, rezaré por ellos… mucho —dijo Cadoc con ironía—. Incluso rezaré por ese cabrón de Úter. Solo lo he visto una vez, pero sé por qué los supersticiosos van diciendo por ahí que ese hombre ha sido un dragón. No me costaría creerlo, después de haber conocido a ese hijo de puta.

—¿Maestro? —Brangaine lo llamó desde la oscuridad. El titileo del fuego suavizó los severos rasgos de aquella mujer madura y expuso sus delicados huesos bajo el cutis. Conocer a alguien durante mucho tiempo puede cegar incluso a los ojos más perspicaces. Myrddion sintió de pronto una punzada y se dio cuenta de que la mujer debió de haber sido una criatura adorable en su juventud.

—¿Sí, Brangaine?

—Los demás nunca os cuestionarían porque creen que jamás nos expondríais al peligro, pero yo tengo que pensar en Willa, que está muy asustada. De hecho, está aterrorizada desde que ese matón intentó atacarnos en el muelle. La pobre chiquilla sufre pesadillas en las que se ve perseguida y está muy preocupada por una especie de premonición desde que hemos regresado a nuestra tierra. No sé con exactitud qué es lo que ve o sueña, pero me gustaría poder decirle que vamos a un lugar seguro y agradable donde podremos descansar. Y eso es lo que quería preguntaros. Tiene casi ocho años y crece como la hierba, pero tal vez vio cosas en Tournai que pueden haberla dejado trastornada.

Myrddion se mordió el labio con cierto sentimiento de culpa, puesto que apenas había reparado en aquella chiquilla que viajaba con ellos y que se había convertido en el centro del universo para Brangaine. Justo en esos momentos en que se veía obligado a pensar en ello, apareció Willa, muy pálida.

—Siento no haber tenido en cuenta a la chiquilla, Brangaine. Nunca se queja, por lo que en ocasiones me olvido de que está con nosotros, aunque eso no sea excusa para mi falta de consideración. ¿Dices que está preocupada? ¿Por qué?

Brangaine se avergonzó de haber insinuado de forma tan directa que había sido culpa de su maestro, un hombre que siempre anteponía la salud de las personas a su cargo por delante de la suya. Le habría gustado quedarse callada, pero el amor que sentía por Willa la empujó a responder.

—Willa no habla mucho con nadie, ni siquiera cuando estamos las dos solas. Casi parece que no tuviera necesidad de transformar en palabras lo que piensa… O como si no quisiera compartir con nadie los recuerdos que guarda en su mente. Vos siempre habéis sido muy amable con ella, maestro, pero la chiquilla está muy inquieta. Le he preguntado una y otra vez qué es eso que tanto le preocupa, pero hasta ayer no quiso contármelo.

Myrddion intentó dominar su impaciencia al ver que Brangaine divagaba mientras trataba de explicarse y de disculparse a la vez. Esperó, igual que el resto del grupo, con los ojos suavizados por la compasión, el interés o la vergüenza que a su vez le causaba la indiferencia que había demostrado ante las preocupaciones de la niña.

—Willa no es tonta, maestro Myrddion, por mucho que apenas se digne abrir la boca. A menudo sabe con exactitud lo que estoy pensando antes de que pueda articular palabra. Y ahora dice que está asustada del dragón que quiere calcinarla. Dice que nos estáis llevando a un lugar en el que nos capturarán, nos encarcelarán y nos tratarán con desdén. Al parecer, ha tenido sueños como los que tenéis vos, maestro, aunque no sabe ubicar ni consigue olvidar lo que ve mientras sueña. Simplemente sabe cosas y me da miedo pensar cómo puede sentirse.

—¡Otra adivina no! —exclamó Cadoc con tono mordaz, sin pensar en lo que decía—. Ya tenemos bastante contigo, Myrddion. Cuando veo esa mirada tuya me echo a temblar.

—No te burles de Willa, Cadoc —dijo Finn para reprender a su amigo—. Esa visión no es ninguna broma.

La franqueza de Cadoc en ocasiones era inadecuada e hiriente, aunque el sanador de las cicatrices jamás tenía la intención expresa de ofender a nadie. Sin embargo, se sentía obligado a llenar cualquier silencio con palabras que, a menudo, se aproximaban demasiado a la verdad como para resultar agradables.

—No, no lo es —convino Myrddion—. Y por el bien de Willa, espero que te equivoques, Brangaine. Pero si Ceridwen ha elegido a la niña para que beba de su Caldero, no podemos cambiar su decisión. —Posó la mirada de nuevo en los ojos de Brangaine—. Es posible que una de las sacerdotisas de la Madre quiera encargarse del aprendizaje de Willa para que tome conciencia de las obligaciones de ese don y sepa controlarlo y utilizarlo en beneficio de la gente. No temas. Supongo que te refieres a Úter Pendragón, pero no llevaré a la niña hasta las fauces del dragón. Todos nos sentiremos más seguros y seremos más felices si no llega a ver al príncipe jamás.

—Gracias, maestro —susurró Brangaine con las arrugas del rostro marcadas por una amplia sonrisa de alivio que solo quedó estropeada por la ausencia de uno de los colmillos. Se lo había arrancado de un golpe su esposo, un tipo que se había dedicado a maltratarla para ahuyentar sus propios temores hasta el día que falleció en las filas del ejército de Vortigern, cerca de Tomen-y-mur.

—Por mi parte, preferiría evitar al gran rey y a su hermano —añadió Cadoc—. Y te pido disculpas por mis crueles bromas, Brangaine. Ya me conoces, nunca sé cuándo debería mantener la boca cerrada, aunque eso tampoco es excusa para herir los sentimientos de una amiga.

Brangaine aceptó las disculpas de Cadoc con un gesto y lo perdonó, como siempre, puesto que tenía un gran corazón. Los demás murmuraron comentarios de alivio y de gratitud hasta que Myrddion se vio obligado a reconocer el temor que le había despertado la posibilidad de regresar al área de influencia de Ambrosio y su hermano. Por lealtad y por afecto, esa gente sencilla lo había seguido a todas partes, hasta el punto de haberse cruzado en el camino de muchos hombres peligrosos e impredecibles. Le habían perdonado una y otra vez los daños y los riesgos a los que se habían expuesto mientras lo ayudaban a conseguir sus ambiciones. Bridie había pagado un precio elevado, había sufrido mucho dolor y había quedado enormemente desfigurada cuando, sin darse cuenta, había contrariado al anterior magister militum de Roma, Flavio Aecio, cumpliendo con la voluntad de Myrddion, de manera que el grupo de sanadores había empezado a temer cualquier contacto futuro con hombres tan impredecibles como Úter Pendragón y el gran rey Ambrosio. Sin embargo, por la devoción que sentían por Myrddion, habían guardado silencio mientras que este, con la arbitrariedad y la ceguera que a menudo demostraba ante las necesidades y los temores de las personas menos formadas, no se daba cuenta de lo mucho que les habría gustado llevar una vida tranquila.

«Intentaré ser más considerado en el futuro —se prometió a sí mismo en silencio—. Siempre he dado por supuesta su lealtad, mientras ellos me han salvado de las consecuencias de mi estupidez una y otra vez».

Durobrivae pasó bajo las ruedas de los carros y les dejó la misma impresión ruinosa, hostil y amenazadora que tan consternados tenía a los sanadores. Los sajones estaban en su casa, habían echado raíces en tierras britanas. Myrddion se preguntaba si algún celta lamentaría las derrotas de Hengist y de Horsa, los hermanos que habrían compartido las tierras con sus habitantes originales cuando fueron invitados a incorporarse al territorio. Estos nuevos invasores eran la escoria del norte y no tenían casi ninguna de las virtudes de Hengist. Estaban transformando todas las aldeas y las ciudades en réplicas de lo que habían conocido en sus lejanas patrias, y no dudaban en eliminar todo signo de cultura que hubiera existido antes de su llegada.

«¿Qué podemos esperar encontrar, pues, cuando lleguemos a Londinium?», se preguntaba Myrddion. Entonces se dio cuenta de que el grupo pensaba constantemente en la gran ciudad, aunque ninguno de ellos estaba preparado para dar voz a ese sentimiento de temor.

En secreto, Myrddion ya había decidido evitar el interior de la ciudad, aunque eso los obligaría a utilizar un puente para cruzar el Támesis y dar un rodeo. A Myrddion le remordía la conciencia pensar que ya había roto la promesa que les había hecho a Cadoc y a Finn de que compartiría con ellos todas las decisiones, pero se limitó a suspirar para sus adentros, puesto que se daba cuenta de que había sido él, y solo él, quien había llegado a la conclusión de que habría resultado cruel contribuir todavía más al nerviosismo de Brangaine.

«Los he tratado con condescendencia, como si fueran niños. ¿Cómo me sentiría yo en su lugar?»

Pero Myrddion estaba acostumbrado a comportarse como un líder y a tomar decisiones que afectaban a la vida de otras personas, incluso mayores que él, desde que tenía dieciséis años. Sabía perfectamente lo difícil e improbable que sería para él cambiar esa costumbre.

Al igual que observaron durante su última visita, Londinium seguía expandiéndose aunque, debido a la monotonía y a la falta de relieve del terreno que ocupaba, no tenía ni el impacto ni la belleza visual de la Ciudad de las Siete Colinas. Como tampoco gozaba de la asombrosa claridad de la luz que se reflejaba sobre las aguas azules que rodeaban Constantinopla por tres de sus lados. El Támesis era marrón e infecto y, tal como ocurría con el río Tíber, era una amenaza para cualquiera que bebiera sus aguas salobres llenas de infecciones, enfermedades y muerte; pero los majestuosos puentes tendidos sobre el río romano conferían elegancia a las crecidas profundidades del Tíber. El gran número de árboles, frescos y mosaicos de Rávena eran el orgullo de sus ciudadanos, mientras que en Londinium apenas había árboles, puesto que los pobres los talaban para poder alimentar con ellos el fuego en invierno.

Myrddion desmontó y se acercó a explorar la estructura expuesta de las ruinas de un edificio. Suspiró tras recoger del suelo unos fórceps oxidados que encontró junto a los restos de una cama. Mientras examinaba una de las largas y estrechas salas que quedaban abiertas al cielo, contempló las ruinas de lo que había sido un hospital: toneles para el agua y trozos de trapos que se estaban pudriendo en el suelo cubierto de hojas. Todos los objetos de valor habían sido robados hacía mucho tiempo, de manera que aquellos fórceps eran lo único que quedaba para recordarle al sanador que los cirujanos romanos habían ejercido allí, junto a la ribera del Támesis, para mantener a la muerte alejada de los jóvenes y poderosos guerreros.

Miraran donde miraran, los sanadores percibían pruebas de un rápido cambio social y de los estragos que este había causado sobre los edificios antiguos, cuya función había sucumbido al avance sajón; aunque, en otras ocasiones, habían sido las invasiones las que habían rechazado por completo las creencias religiosas que habían motivado a los arquitectos originales a poner una piedra sobre otra. Iglesias cristianas, templos romanos, el foro, los baños, teatros edificados en antiguos estilos griegos e incluso el hipódromo habían quedado reducidos a escombros. En su lugar había casas, cabañas y graneros de madera.

Los mercados al aire libre seguían proliferando como siempre, pero las mercancías que estaban a la venta eran locales o bien nórdicas, como si la larga tradición comercial con el continente hubiera desaparecido o, como mínimo, hubiera disminuido en gran medida.

Y, sin embargo, a pesar de la chabacanería y de la suciedad omnipresente, algo permanecía intacto en el aire de Londinium. Tal vez cualquier lugar que hubiera conocido los carros de guerra de los icenos, fabulosos y relucientes a la luz del sol, o el poder de las galeras romanas con sus espléndidas velas teñidas de rojo navegando río abajo por el Támesis retenía un cierto lustre de las glorias pasadas. Roma nunca había conocido la mano de un señor que no hubiera nacido romano hasta que la ciudad pasó a ser tan antigua como las Siete Colinas. Rávena era de construcción más reciente, e incluso Constantinopla parecía haber vivido ya varias generaciones en paz.

Pero Londinium había conocido a muchos señores y su historia se remontaba a los tiempos en los que no era más que un grupo de toscas cabañas junto a la ribera embarrada del Támesis. Sus calles, fueran de tierra o de piedra, estaban manchadas de sangre y todos los conquistadores que las habían pisado habían dejado allí parte de su espíritu para que pasara a engrosar el alma de la ciudad. Londinium estaba impregnada del olor del hogar, pero Myrddion estaba alerta; sabía que la ciudad también aguardaba la grandeza como una capa de lana escarlata a medio tejer.

—Salgamos de aquí cuanto antes —ordenó mientras volvía a montar sobre su caballo.

Arrearon a los obedientes bueyes y avanzaron como pudieron, lo que equivalía al paso de una persona, para escapar de la desconfianza y la envidia de los vecinos del lugar. Myrddion percibió la codicia y el resentimiento con los que estos valoraban los bienes que los sanadores transportaban en los dos carros. La amenaza de los asaltantes de caminos no podía ser más real.

Por fin, la luz crepuscular obligó a los sanadores a detenerse en cuanto hubieron llegado a una pequeña comunidad agrícola situada a las afueras de Londinium. Seis años antes se habían detenido en ese mismo punto para ejercer su oficio mientras viajaban por la Britania en dirección contraria hasta Dubris, y Myrddion rememoró una vez más su encuentro con Úter Pendragón. Durante los años que habían transcurrido desde entonces, la comunidad apenas había cambiado, puesto que las cabañas ya habían adoptado entonces el sello de los comerciantes sajones y padecían una desatención progresiva. La novedad era el odio que ensombrecía todos los rostros, puesto que las aldeas de los alrededores de Londinium estaban sometidas regularmente a los ataques de Úter. Sajones y celtas sufrían y temían por igual las crueles tácticas del príncipe.

En esta ocasión los sanadores se detuvieron solo el tiempo justo para comer y rellenar los toneles de agua en la fuente comunal antes de recoger sus utensilios de cocina y seguir adelante. Myrddion le dio a Cadoc los fórceps oxidados y los dos ayudantes quedaron horrorizados al constatar que un hospital romano, un verdadero milagro de la curación moderna, había caído en el abandono y la podredumbre.

—¡Típico de los sajones! —gruñó Cadoc—. Estropean todo lo que tocan.

Myrddion negó con la cabeza con tristeza.

—No, Cadoc. Ojalá tuvieras razón, pero no es el caso. Ese edificio fue saqueado y destruido antes de que llegaran los sajones, probablemente en cuanto las galeras abandonaron el puerto para navegar mar adentro por última vez. No cabe duda de que fue nuestro propio pueblo quien destruyó ese hospital, impulsado por la codicia, la superstición o el odio hacia los romanos. —Cadoc se disponía a discutir esa afirmación, pero Myrddion lo cortó enseguida—. No me gusta nada lo que los sajones han hecho en Londinium, pero tampoco quiero que el patriotismo me ciegue. Nosotros somos tan corruptos como ellos.

Los sanadores levantaron el campamento sumidos en un silencio poco habitual.

Antes de marcharse, Myrddion rebuscó entre su arcón de ropa hasta encontrar un cilindro lleno a rebosar de sencillos mapas de la Britania y la campiña. Mientras lo abría, agradeció a la diosa que le hubiera otorgado la costumbre de registrar sus movimientos durante el tiempo que había pasado junto a Vortigern. Encontró el mapa de las tierras cercanas a Londinium y su dedo afilado trazó la red de caminos romanos que se ramificaba a partir de la ciudad como los radios de una rueda de carro.

Descartó el camino a Calleva Atrebatum, que terminaba ramificándose hacia la fortaleza de Ambrosio en Venta Belgarum. El sentido común le decía que, sin duda alguna, el gran rey tendría patrullas en aquella ruta hacia la capital y Myrddion no deseaba llamar su atención. Aparte de esa vía, tenía dibujada una ruta alternativa que serpenteaba hacia el norte y permitía evitar las antiguas fortalezas romanas. Ese camino los llevaría hasta unos altiplanos que excluían la presencia de sajones, puesto que las tribus de los catuvellaunos y los dobunnos sin duda debían de evitar que los invasores consiguieran ganar posiciones en una ruta de comunicaciones tan importante como esa. En Verulamium, una ciudad que todavía quedaba peligrosamente cerca de Londinium, una vía menos transitada les permitiría llegar desde los altiplanos a Corinium y, desde allí, a Glevum para seguir luego hasta Cymru.

—Debemos dirigirnos hacia el noroeste para tomar la vía romana a Verulamium —dijo Myrddion a Cadoc y a Finn, que habían tomado las riendas de los dos carros—. Praxíteles, tú encárgate de proteger a Finn y a las mujeres de cualquier ataque. Yo ayudaré a Cadoc con el carro que irá delante y, si conseguimos avanzar durante la noche, llegaremos a Verulamium mañana.

—De acuerdo —dijo Praxíteles en su celta vacilante—. Huelo problemas a nuestro alrededor, maestro. Peores que en Italia o los reinos francos. Aquí no impera la ley.

La noche se llenó de los sonidos y los aromas de la primavera, y habría sido plácida de no ser porque los viajeros notaban ese velo de peligro en los caminos, como si de una telaraña invisible se tratara, tendida sobre la ruta que seguían. Cada viraje representaba una posible amenaza y cada bosquecillo oscuro podría haber ocultado el acecho de ojos vigilantes. La luz de la luna iluminaba el camino, pero la oscuridad que se extendía entre los árboles y el suelo era tan absoluta que podría haber encubierto enemigos en cualquier sitio. Dentro de los carros, las mujeres estaban sumidas en un sueño ligero, pero Myrddion distinguió el brillo de los ojos de Willa mirando los oscuros árboles que bordeaban el camino con una manita apoyada en su mejilla aterciopelada.

El maestro acercó el caballo al flanco del carro.

—Duerme, pequeña —dijo con voz susurrada para no molestar a Brangaine—. Mañana habremos llegado al otro lado del camino y estaremos a salvo de las garras de los sajones, de Úter Pendragón y del gran rey.

La niña alzó la mirada hacia la alta y oscura figura con los ojos ensombrecidos por una madurez que superaba por mucho su corta edad. Dejó caer la mano que tenía en la mejilla y Myrddion se dio cuenta, aunque no fuera importante, de que era el brazo que había sufrido los estragos del fuego.

—No estamos seguros —susurró la niña con tristeza—. No estamos seguros. ¡Vendrá!

La novedad que supuso oír hablar a Willa dejó a Myrddion desconcertado. El joven sanador no recordaba más de media docena de ocasiones en las que la niña había elegido expresar sus pensamientos con algo más que una palabra, por lo que tenía las cuerdas vocales agarrotadas por la falta de uso.

—Yo te protegeré, Willa, te lo prometo. Ahora duerme, la noche pasará enseguida. Los ladrones y los guerreros casi nunca atacan de noche.

La niña se acostó, acurrucada y envuelta por el brazo de Brangaine. Esta, al sentir de repente el peso de la niña incluso a través de la neblina de somnolencia, la abrazó para acercársela al pecho y gimoteó en sueños. Los ojos de Willa siguieron mirando a su maestro, enormes en aquella carita menuda.

—Por favor, cuidad de mi madre, maestro. Prometédmelo. A mí no podréis salvarme, pero llorará mi muerte y no quiero que esté triste por mi culpa.

A continuación, mientras Myrddion tomaba aire como un pez arrastrado fuera del agua, Willa cerró los ojos. Al cabo de un momento se quedó dormida y Myrddion notó que la compasión se apoderaba de él al ver que la niña empezaba a chuparse el dedo para consolarse.

«No puede saber nada de todo eso», pensó Myrddion, aunque notó que un dedo gélido le erizaba los pelos de la nuca al oír el graznido repentino de una lechuza en un matorral cercano. Myrddion se estremeció influido por la superstición; la Madre había salido de caza y en ese tipo de noches los hombres sensatos se refugiaban en sus casas con la puerta cerrada a cal y canto para protegerse de las malas intenciones ocultas.

La lechuza graznó de nuevo y Willa se revolvió en sueños. El caballo de Myrddion dio un respingo cuando este lo dirigió hacia los árboles. De repente, la oscuridad se llenó con el batir de las alas y las largas garras.

Verulamium tenía más o menos el aspecto que Myrddion había imaginado, aunque jamás había visitado sus monumentos de piedra, sus torres de madera o su elegante foro de mármol. Aparentemente, las ajetreadas calles y el bullicioso mercado permanecían ajenos al tiempo y a los problemas. Solo un forastero perspicaz se habría dado cuenta de la ausencia de hombres maduros y jóvenes entre el gentío que circulaba por las calles de la ciudad.

—Úter y Ambrosio se han llevado a todos los hombres sanos para que luchen en sus guerras —le dijo en voz baja a Cadoc, quien asintió como única respuesta—. Tenemos que comprar provisiones y marcharnos de aquí tan pronto como sea posible.

—Las mujeres están agotadas por el viaje, Myrddion, necesitan descansar. Bridie no se quejará, pero está convencida de que se le cortará la leche si no tiene ocasión de dormir con más comodidad. Y, por si no te has dado cuenta, Finn, Praxíteles y yo llevamos dos noches seguidas sin dormir y ya casi no nos quedan fuerzas. No sé cómo puedes continuar: tú has descansado aún menos que nosotros, y estamos exhaustos. No importa lo peligroso que pueda ser el camino que nos queda por delante, tampoco lograremos ser eficientes si no logramos dormir un poco en una cama de verdad.

Cadoc no se quejaba casi nunca, solía bromear mucho y comprendía los rigores del camino. Si aconsejaba detenerse, Myrddion no podía ignorar el comentario, tenía que tomárselo en serio.

En ese momento el hijo de Bridie empezó a llorar y esta movió sus doloridos miembros en busca de una posición más cómoda antes de descubrir uno de sus pechos. Myrddion se fijó en los surcos que se habían instalado entre sus ojos, rodeados de bolsas de piel violeta. El aspecto de Bridie mostraba su agotamiento.

—Muy bien, amigo mío. Tal vez sea el momento de buscar una posada. Pero tiene que ser dentro de las murallas de Verulamium; si nos atacan los sajones, no quiero que nos sorprendan en la parte baja de la ciudad.

Cadoc respondió asintiendo con la cabeza y Myrddion percibió que los labios de su aprendiz se relajaban levemente, lo que daba fe de su satisfacción y alivio.

—Si es así, me dejaré guiar por mi olfato y encontraré una posada adecuada —dijo mientras ponía a los bueyes en marcha de nuevo entre un coro de chirridos y gruñidos procedentes del antiguo carromato.

A Myrddion le dio la impresión de que el nombre de la posada, La Doncella de las Flores, era un buen augurio: Blodeuwedd, la Doncella de las Flores y de las Lechuzas, poseía la personalidad dual que se atribuía a tantas otras deidades de su pueblo, como en el caso de la abuela Ceridwen, que es como la abuela del sanador solía llamar a la diosa, de quien decía descender. Myrddion jamás había dado credibilidad a ese parentesco, pero la Doncella de las Flores y de las Lechuzas siempre le había llamado la atención. Tuvo la sensación de que podrían alojarse bajo su signo con cierta despreocupación, como si los dioses los ampararan.

El posadero, Gron, era un hombre cadavérico que había elegido bien el nombre de su establecimiento, puesto que era tocayo del amante de Blodeuwedd en la leyenda. Sin embargo, a este Gron le faltaban la gracia, los modales y la belleza que caracterizaban al original, y se pasaba el tiempo pronosticando la destrucción de la ciudad ante el más mínimo problema político. Myrddion llegó a la conclusión de que aquel hombre lo veía todo con cinismo y pesimismo, y que esos dos rasgos eran incompatibles con la prosperidad de su negocio. No obstante, la ubicación de la posada, cerca de las puertas de la ciudad, era privilegiada; además, la cerveza y el vino eran buenos, al igual que la comida, que era excelente gracias a las buenas artes de Fionnuala, la esposa de Gron, que gozaba de un carácter tan alegre como apesadumbrado era el de su marido.

Las estancias fueron también una sorpresa, puesto que las encontraron limpias, pulcras y bien ventiladas. A pesar de la presencia de un gato, un macho de pelaje rojizo al que llamaban Ratonero y que insistía en trepar por las piernas de Myrddion para instalarse sobre su pecho cada vez que el sanador se acostaba en el camastro de paja, el grupo quedó muy complacido con todo lo que encontró en La Doncella de las Flores. Tras un buen banquete de estofado de cordero y verduras, los miembros de la comitiva se instalaron en las dos estancias que habían reservado para pasar la noche y no tardaron en caer en un sueño profundo.

Gron esperaba obtener buenas ganancias de aquellos sanadores, ya que la ropa de calidad y las espadas brillantes que llevaban le hicieron pensar que se trataba de gente acaudalada. Sin embargo, estaba demasiado acostumbrado a quejarse en todo momento, por lo que cuando el grupo se retiró para acostarse empezó a lamentarse de nuevo.

—No me fío de unos hombres cargados con pesados zurrones y espadas que han llegado por el camino de Londinium. ¿Cómo sabemos que no son espías sajones?

—¿Eres tonto o qué? ¿Cuándo has visto tú un sajón con el pelo como el del maestro Myrddion? ¿O un rostro tan lleno de pecas como el del maestro Cadoc? Si no fueras tan cascarrabias, admitirías que hemos tenido suerte de recibir a unos huéspedes tan distinguidos.

—Entonces esperemos que su dinero sea bueno, Fionnuala, que no nos engañen. Y que no sea una porquería extranjera tampoco. ¡Yo solo quiero oro británico del bueno!

—Ay, esposo mío, te quejarías incluso si lloviera plata y por los ríos fluyera el oro, porque echarías de menos el agua.

Dicho esto, Fionnuala se retiró a la cama y poco después ya estaba roncando.

Justo antes del amanecer, unos gritos sorprendieron a los ocupantes de la posada. Myrddion se despertó con un sabor acre y amargo en la boca debido al humo que entraba por las ventanas abiertas de la habitación. Era obvio que había un gran incendio descontrolado en la ciudad, que parecía avivado por la brisa matinal. Sacudió a Cadoc para despertarlo y este se asomó de inmediato por la ventana del segundo piso para determinar la ubicación del fuego. Llegó a la conclusión de que el fulgor rojizo del cielo procedía de unos edificios en llamas cerca de la puerta sur.

—Finn y tú os quedaréis aquí con las mujeres, Cadoc —ordenó Myrddion—. Praxíteles me acompañará, vamos a comprobar si hay algún problema. Dios, me alegro de que estemos dentro de las murallas, a pesar de que ya hemos visto en otras ocasiones que las fortificaciones no garantizan la seguridad. Todavía me acuerdo de Tournai.

—¿Cómo podríamos olvidarnos de ese lugar? —exclamó Cadoc—. Willa salió de esa ciudad oscura, pero no quedó nadie vivo que pudiera contarnos quién era esa chiquilla. De acuerdo, pues. Nosotros nos quedaremos aquí para proteger a las mujeres y los niños. No te olvides de tu zurrón.

El rostro de Cadoc adoptó una expresión decidida mientras buscaba su espada, un arma que no había utilizado desde que había servido como soldado de infantería en el ejército de Vortigern. Acto seguido, se plantó frente a las habitaciones, preparado para defender a las mujeres con su propia vida.

Con la confianza de que las aptitudes militares de sus compañeros garantizarían la seguridad de las mujeres, Myrddion recogió su zurrón y siguió a Praxíteles hasta la calle, donde vio que los hombres más ancianos de la ciudad se dirigían hacia las murallas. Muchos de esos ciudadanos llevaban arcos, mientras que algunos muchachos iban armados con otras armas improvisadas con utensilios destinados a tareas más mundanas de sus hogares. Una chica pelirroja y de busto generoso apartó a Myrddion de un empujón con un azadón de aspecto amenazador apoyado en el hombro. A juzgar por la mirada fría, marcial y agresiva de la mujer, Myrddion llegó a la conclusión de que la cabeza de más de un atacante acabaría partida por la mitad si ella llegaba a intervenir en el asunto.

Serpenteando entre la multitud airada, el sanador y su sirviente siguieron a la marea de hombres y mujeres que se dirigían a las fortificaciones del sur.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Myrddion a un joven.

El sanador se había plantado frente a él con la mano alzada y lo había obligado a detenerse de repente. El joven intentó apartarlo de mala manera:

—Los sajones están incendiando la parte baja de la ciudad más allá de las puertas. Esos malditos están acabando con todo lo que vive ahí abajo: hombres, mujeres, niños y animales.

—Entonces haremos lo posible por ayudarlos, Praxíteles. Si toman la ciudad, nos afectará también a nosotros.

Avanzando a marchas forzadas, los dos hombres llegaron al rellano inferior de un tramo de escaleras de madera. La pared estaba construida con bloques megalíticos de piedra irregular que se habían erigido hasta un nivel que triplicaba la altura de un hombre adulto, pero mientras subían los escalones para encaramarse a las murallas pudieron divisar la espeluznante matanza que estaba teniendo lugar fuera de la ciudad.

Los sajones habían atacado antes de la salida del sol, cuando los habitantes de la ciudad baja todavía estaban durmiendo. Por consiguiente, pocos de los comerciantes pudieron encontrar refugio dentro de las murallas. Las puertas de Verulamium permanecían cerradas y enrejadas entre el anochecer y el alba, y el guardián no había querido arriesgar su pellejo y el del resto de los habitantes de la ciudad abriendo las puertas más pequeñas, algo que podría haber salvado a aquellas pobres almas que de repente se vieron acorraladas entre las armas sajonas y la sólida muralla de piedra. Sin esperanza alguna de salvación, las mujeres y los niños de la parte baja de la ciudad se destrozaron las manos golpeando las puertas de la ciudad, aunque los poderosos guerreros sajones enseguida dieron buena cuenta de ellos durante un pillaje que arrasó los comercios, las posadas y las viviendas de aquellos desprotegidos ciudadanos. Cuando terminaban de saquear un edificio, le prendían fuego, a menudo con sus habitantes encerrados en el interior.

Repugnado, Myrddion apartó la mirada del montón de carne inerte que quedaba por debajo de él. Tanta brutalidad le pareció innecesaria. El sanador estaba acostumbrado a las crueldades propias de la guerra, a ver que el destino de los que no combatían se decidía en el campo de batalla y que la falta de clemencia llegaba hasta los heridos y los débiles. Sin embargo, a pesar de la sangre que había visto derramar en el pasado, seguía horrorizándose cada vez que veía que se masacraba sin sentido a mujeres y niños.

Pero todas esas reflexiones terminaron de repente en cuanto el travesaño superior de una escalera de mano golpeó las murallas. Praxíteles y Myrddion actuaron sin dudar ni un momento y empujaron los soportes verticales, con lo que el primero de los sajones cayó al suelo de inmediato.

Myrddion oyó el siniestro silbido de las hondas y vio que un enorme sajón caía desplomado cuando uno de los cantos rodados le dio de lleno en la sien. A lo largo de las murallas, los chicos apuntaban a las cabezas de los sajones mientras los hombres más ancianos utilizaban sus arcos con un efecto igualmente letal. Las mujeres más fuertes y los jóvenes que no habían sido reclutados por Úter Pendragón se dedicaron a hacer lo mismo que Myrddion y Praxíteles: derribar las toscas escaleras de asalto.

La batalla de Verulamium fue breve y sangrienta. Justo cuando los sajones amenazaban con imponerse por una mera cuestión numérica, unos soldados de infantería organizados en disciplinadas falanges acudieron al trote en dirección a la parte baja de la ciudad, liderados por hombres montados sobre grandes caballos y armados con largas y relucientes espadas. Como una máquina de matar, los recién llegados empezaron a librar batalla contra los sajones, que no encontraron respuesta para el uso celta de las tácticas militares romanas. Paso a paso, los celtas avanzaron y los sajones, a pesar del gran heroísmo personal con el que lucharon, se vieron obligados a retroceder hasta que las murallas de la ciudad se lo impidieron. Acto seguido, tras sumirse en violentas contiendas individuales, los sajones que quedaban fueron despedazados sin cuartel.

Por encima de las figuras salpicadas de sangre, Myrddion esperaba con el zurrón que contenía sus enseres de sanador colgado del hombro. De vez en cuando palpaba la suave piel envejecida para asegurarse de que sus utensilios estaban seguros y listos para emplearse en cualquier momento. Sabiendo que sus habilidades pronto serían necesarias tanto para aliados como para enemigos, le ordenó a Praxíteles que regresara a La Doncella de las Flores y avisara a Cadoc y a Finn para que se reunieran con él con todo lo necesario para salvar a los heridos que hubieran sobrevivido a aquella carnicería y que yacían a los pies de las murallas.

Al final, cuando el sol empezaba a asomar por encima de las ruinas humeantes de la ciudad baja, Myrddion vio la dimensión completa del horror que se había producido gracias a la despiadada claridad de la luz del día. Los cuerpos de los guerreros sajones muertos y moribundos estaban esparcidos sobre los cadáveres de los ciudadanos que habían sido aniquilados frente a las murallas. Incluso a esa hora tan temprana, los rayos rojizos del sol se reflejaban en las hojas ensangrentadas de las espadas y las puntas de lanzas, mientras los bárbaros heridos eran ejecutados de forma sumaria. Ese ejercicio de masacre a sangre fría tal vez les pareciera oportuno a los comandantes de Ambrosio, pero la manera de proceder de los celtas avergonzó a Myrddion.

El comandante de las fuerzas de Ambrosio dirigió su caballo al trote hasta las puertas pasando por encima de los cuerpos amontonados, sin importarle si se trataba de aliados o de enemigos, hasta que se encontró lo suficientemente cerca para utilizar la empuñadura de su espada y aporrear la barricada de madera para solicitar que la abrieran. Cuando el guerrero se quitó el casco emplumado para secarse el sudor de la frente con la malla que le recubría el brazo, Myrddion quedó consternado, puesto que reconoció el pelo rubicundo y ensortijado de Úter Pendragón. Visto desde arriba y ajeno a la atenta mirada del sanador, Úter presentaba una figura despiadada y brutal. Myrddion recordó el miedo que había pasado cuando tuvo que tratar la herida del príncipe Úter a las afueras de Londinium, seis años antes.

El príncipe tenía los brazos gruesos y bañados de sangre hasta los codos, de manera que al verlo era inevitable imaginar que debía de haber hundido las dos manos y los antebrazos en un verdadero río de sangre. Llevaba la espada tan sucia de lodo, sesos y sangre seca que la luz ni siquiera se reflejaba en el metal. Las manchas de sangre cubrían todo el cuerpo de Úter excepto allí donde el casco le había protegido la cara. Una franja de salpicaduras mostraba la parte que quedaba descubierta, enmarañaba sus cejas doradas y teñía las arrugas que rodeaban sus ojos claros. Parecía un gladiador sanguinario o un monstruo de leyenda cuyo único propósito fuera el de destruir a la humanidad.

Justo cuando Myrddion se disponía a volverse, Úter alzó la mirada hacia la luz de la mañana y sus terribles ojos azules repararon en el sanador, poco más que una sombra oscura que lo observaba desde lo alto. El príncipe frunció el ceño con una actitud perpleja que duró un instante mientras buscaba entre sus recuerdos ese rostro sombrío, perfilado por la luz de fondo, hasta que su cerebro reconoció por fin al sanador y levantó la espada para dedicarle un irónico saludo.

Myrddion se sobresaltó pero, en ese mismo momento, las puertas se abrieron y Úter espoleó los flancos de su caballo que, asustado, avanzó hacia el interior de Verulamium.

Myrddion se estremeció. Con tanta claridad como si hubiera ocurrido el día anterior, volvió a oír las palabras de burla que el príncipe le había dedicado mientras terminaba de vendarle la herida: «Cuando regreses de tu viaje a Constantinopla me gustaría tener a uno de los mejores sanadores como médico personal».

«Si Úter se acuerda de mí —pensó—, me mandará a Venta Belgarum y no podré negarme. He viajado miles de millas para no tener señor y el destino me traiciona nada más llegar a casa».

Sin embargo, Myrddion no se quejó en voz alta. Los hombres como Úter Pendragón suelen tener ojos y oídos por todas partes, por lo que el hermano del gran rey llegaría a enterarse de cualquier crítica que pudiera articular y las consecuencias no tardarían en mostrarse terribles.

Así fue como las fuerzas de Úter salvaguardaron Verulamium y sus hombres ejecutaron hasta al último de los guerreros sajones mientras los cuervos empezaban ya a reunirse por los bosques cercanos. Las aves estaban hambrientas pero, como todos los carroñeros, podían aguardar el tiempo que fuese necesario. Cuando los hombres armados incendiaban el alba, aquellas bestias carnívoras sabían que no tardarían en darse un buen banquete.