El beso de Judas
Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti.
NIETZSCHE,
Más allá del bien y del mal, IV
La nieve cayó y convirtió a la caballería en un grupo de espectrales jinetes grises. Llenó los huecos del paisaje de manera que cada zancada pasó a ser una prueba de fe para hombres y bestias, mientras que acalló también el estruendo de la carga, hasta el punto de que aquella oleada fantasmal de hombres armados ya casi había caído sobre los sajones cuando estos detectaron su presencia.
Un campo de batalla en pleno invierno, entre nevascas, es un tremendo baile silencioso en el que la sangre desaparece bajo el candor inmaculado y los muertos no son más que pequeños montículos sobre una llanura. Incluso el sonido metálico de las espadas y las lanzas queda apagado de un modo espeluznante, mientras que los gritos de los hombres heridos suenan distantes e inhumanos, como los chillidos lejanos de las gaviotas a la caza.
Solamente entre la multitud, entre las botas y los cascos que luchan por avanzar sobre el hielo negro, la guerra alcanza una dimensión real, palpable. Como siempre, se derrama sangre, se aplastan cerebros y la carne hecha trizas es ofrendada a los dioses de la guerra, aunque la nieve enseguida cubre los excesos de la brutalidad humana. Un caballo se revuelve en un amasijo de nieve, entrañas y sangre hasta que le cortan el cuello con un nítido arco escarlata. En unos instantes, sus restos quedan cubiertos por un delgado sudario blanco. Incluso la sangre se congela y sigue dejando un rastro delicado en los troncos de los árboles y los muros de piedra. La muerte en invierno tiene una adusta belleza, grácil como un suspiro final.
Desde la lejana linde del bosque, Myrddion contempló el silencioso campo de batalla y rogó a los dioses que Gorlois sobreviviera. Tras él, a cubierto, Cadoc encendía las hogueras para calentar agua y proporcionar algo de calor a los moribundos, aunque una fuerte nevada oscureció los dos frentes de la batalla, de manera que ni siquiera el sanador podía prever cuál sería el resultado.
Gorlois había liderado la carga de la caballería en la puerta este y sus órdenes habían sido claras y concisas. La puerta de la fortaleza no podía ceder al asedio de los sajones bajo ningún concepto y todos los que se interpusieran entre el ejército de Gorlois y las murallas debían morir. Mientras tanto, Úter lideraría un ejército combinado de caballería e infantería contra la puerta oeste. Como era de esperar, los jinetes del gran rey se abrieron paso entre las fuerzas sajonas como un cuchillo caliente que atraviesa la nieve.
—¿Quién va ganando? —preguntó Cadoc mientras se las arreglaba para encender una frágil llama. Soltó una maldición cuando una ráfaga inesperada de viento hizo titilar la llama, que le lamió los dedos y le provocó una quemadura.
—No lo veo bien —respondió Myrddion—. Pero los soldados de a pie liderados por Úter mantienen las filas con disciplina, por lo que supongo que los sajones de la puerta oeste han quedado diezmados. Respecto a Gorlois, los muros de la fortaleza nos ocultan lo que sucede al otro lado de la ciudadela.
Cadoc soltó un gruñido escéptico.
—Apuesto a que el ejército de Gorlois era menor que los escuadrones del gran rey —murmuró mientras se chupaba los dedos chamuscados.
—Mete los dedos en la nieve, Cadoc. El frío te calmará el dolor de la quemadura —dijo Myrddion con aire ausente—. Que me aspen, pero no consigo ver nada. Lo único que podemos hacer es esperar hasta que descubramos si los heridos son sajones o celtas, puesto que lo más probable es que los vencedores maten a los enemigos heridos. Pronto conoceremos el desenlace de la batalla. Puede que incluso tengamos que luchar para salvar la vida.
—Pues entonces contaremos las bajas —convino Cadoc con aire sombrío.
Myrddion sintió un cierto alivio al ver que los primeros heridos llegaban a pie, a caballo o transportados por sus compañeros. La exposición a los elementos era causa de gran mortalidad, incluso en el verano más suave. En una tormenta de nieve en pleno invierno, los guerreros, que ya estaban helados tras pasar una noche sin fuego, se enfrentaban a una situación potencialmente desastrosa. Si bien Myrddion admiraba la capacidad de Úter de tomar decisiones rápidas con total seguridad, lamentaba la despreocupación que el gran rey mostraba por el bienestar de los hombres que luchaban bajo su estandarte.
—Ahí viene el primero —gritó Cadoc.
Organizó a los aprendices de sanadores en sus posiciones de trabajo mientras las mujeres se proveían de vendajes, de agua y de las preciadas medicinas que salvarían las vidas de los heridos. Myrddion se retiró a regañadientes de su posición estratégica y se colocó al frente de los sanadores que esperaban a que una fila de hombres tambaleantes se abriera paso a duras penas hasta ellos.
Ante una señal de Cadoc, los porteadores avanzaron hacia los guerreros y ayudaron a los más exhaustos a alcanzar la calidez relativa de las tiendas. En esas condiciones tan crueles, solo los heridos que podían andar tenían alguna posibilidad de llegar sin ayuda, pero Myrddion se dio cuenta de que las gélidas condiciones habían servido para algo positivo cuando vio que los primeros pacientes que llegaron estaban preparados para recibir el tratamiento. El frío atenuaba las hemorragias rápidas, que, en condiciones normales, habrían resultado mortales de un modo devastador.
Una vez liberada Anderida y cuando las puertas ya pudieron abrirse, Myrddion pudo mandar a unos cuantos aprendices de sanador para que se ocuparan de los heridos y moribundos dentro de las tiendas. Sin embargo, hasta que llegó ese momento, allí solo pudieron instalar a quienes consiguieron abrirse paso a través de la tormenta de nieve. Un número cada vez mayor de hombres logró alcanzar el hospital de campaña sin morir desangrado.
Azulados por el frío y temblando por la conmoción, algunos entraron tambaleándose con heridas espantosas que deberían haberles causado una muerte casi instantánea debido a la pérdida de sangre. Myrddion evaluó con rapidez las heridas que podían llegar a ser mortíferas y se puso a trabajar a toda velocidad, mandando a los aprendices más jóvenes a lavar y suturar las heridas con presteza para que los guerreros pudieran tener una mínima posibilidad de sobrevivir.
Como siempre, Myrddion eligió encargarse de los casos que requerían su certera habilidad, que solían ser hombres con flechas todavía clavadas en la carne. Entre todos los sanadores, Myrddion era el único con la destreza y la seguridad necesarias para ofrecer una esperanza de éxito razonable. Con unos estudiados cortes de escalpelo, era capaz de extirpar una mordaz cabeza de flecha por el punto de entrada, donde cualquier tratamiento alternativo podía poner en peligro la vida del paciente.
En algunos casos en los que no hubo otra opción, el sanador se vio obligado a sacar la punta de la flecha por el otro lado del cuerpo. En esas ocasiones, Myrddion podía preparar un recorrido para abrir la carne sana evitando las intrincadas madejas de vasos sanguíneos y músculos, hasta que por fin podía agarrar la punta de la flecha con los dedos o con unos fórceps y tirar de ella para sacarla del cuerpo. Ese tipo de heridas constituía el procedimiento más sencillo tanto para el sanador como para el herido, puesto que solo era necesario que la punta no lacerara la carne.
Teniendo en cuenta las dimensiones del ejército enemigo y la ferocidad de la batalla, el número de los hombres que llegaron a las tiendas de los sanadores no fue muy numeroso. Cuando un mensajero llegó con la noticia de que Anderida estaba por fin protegida, Myrddion mandó a unos cuantos sanadores en carros a recorrer en busca de heridos los dos campos de batalla, y entonces empezaron los tratamientos más complicados. Como de costumbre, encontraron a pocos sajones vivos y, de todos modos, por horrendas que fueran sus heridas, no se les permitió poner los pies en la ciudadela.
—El dolor es lo que mata —repetía Myrddion a sus ayudantes una y otra vez.
La experiencia que había acumulado en varios campos de batalla a lo largo de los años era considerable y aplicaba todas las lecciones aprendidas con sufrimiento para afrontar la nieve, el frío y el viento gélido que le helaba los pies. Pero incluso los peores días terminaban tarde o temprano.
El gran rey no había emitido ninguna orden y, para Myrddion, ese vacío era una bendición. A pesar de los crímenes de Úter, el rey era necesario para la supervivencia de los reinos del oeste. Sin embargo, le preocupaba que hubieran sido pocos los heridos que habían llegado desde el frente de la puerta de Levante, donde la batalla había sido más cruenta, puesto que no había recibido noticias acerca de la suerte que había corrido Gorlois. Myrddion se vio obligado a tomárselo de forma pragmática y a considerar que esa falta de noticias era positiva.
Debía de ser ya muy tarde cuando el cortejo llegó a las tiendas de los sanadores. Lo primero que vio Cadoc fueron las antorchas, una serpiente formada por jinetes con palos en cuyos extremos habían atado trozos de tela empapados de aceite y que habían encendido para iluminar el camino. Myrddion se dio cuenta de lo que había ocurrido mucho antes de que los jinetes llegaran al montículo en el que se encontraba.
De un modo inquietante, las luces titilantes apenas conseguían penetrar en la oscuridad a pesar de que había dejado de nevar. Un grueso manto de nubes ennegrecía el cielo, de manera que la blancura resplandeciente de los bancos de nieve apenas conseguía paliar la penumbra. Los jinetes eran siluetas negras sobre el fondo gris, y el brillo rojizo de las antorchas dotaba a los cascos y armaduras de un fulgor sangriento. Dentro de la columna de jinetes, que avanzaban por parejas, había una montura que andaba sola a paso lento con la piel brillante por la sangre que la recubría. Llevaba tendida sobre el lomo a una figura más oscura y Myrddion se lavó las manos enseguida, se frotó el rostro con un puñado de nieve para despejarse y esperó delante de la tienda principal a que llegara el cortejo.
Como ya había adivinado, los jinetes formaban parte de la guardia personal de Gorlois. Llevaban el cadáver del rey sobre su propio caballo, completamente agotado y lleno de heridas, hasta un lugar en el que pudieran prepararlo para la pira funeraria. Myrddion tragó saliva y se preparó para desempeñar su labor.
—¡Myrddion Merlinus! —gritó un guerrero barbudo y de tez oscura cuando los jinetes se detuvieron bajo la luz sanguínea de las antorchas.
—He salido a vuestro encuentro porque imagino lo que os trae hasta aquí —respondió Myrddion con tristeza—. Traéis el cadáver de Gorlois, el que fue rey de la tribu de los dumnonios. Esta será una noche triste, puesto que el noble Gorlois fue un hombre de un honor impecable.
—Tienes razón, Cuervo de Tempestad. —Myrddion ignoró el insulto, puesto que la pena era evidente en los ojos del guerrero—. Me llamo Bors y soy quien asumirá el trono de Gorlois, aunque apenas alcanzo a ser la mitad de hombre que fue mi tío e ignoro cómo alguien podría llegar a llenar sus botas o levantar su espada.
Myrddion suspiró e inclinó la cabeza cuando varios guerreros desmontaron y bajaron el cuerpo del rey, envuelto en un sudario, del lomo de su caballo.
—Cuidad del corcel de nuestro señor también, Myrddion, si no consideráis un insulto sanar a un animal herido. Se llama Cascosligeros. Llevó a mi tío con orgullo y sufrió dolorosas heridas sin quejarse durante muchas campañas. Lo devolveré cuando lleguemos a los verdes campos de Cornualles, para que pueda engendrar sementales que a su vez puedan llevar a mis hijos.
La voz del guerrero sonaba apesadumbrada por la pérdida y, sin embargo, mantenía cierto orgullo y ferocidad, por lo que Myrddion vio la semilla de otro gran rey dumnonio en aquel rostro oscuro y con barba.
—Cadoc cuidará pues de Cascosligeros sin que eso suponga deshonra alguna, ya que este caballo también es un guerrero, tan valiente como cualquier hombre que viva o muera en los campos de batalla. Yo me encargaré personalmente de preparar el cuerpo del rey Gorlois. No temáis, puesto que Gorlois era mi amigo y lo trataré como si llevara mi propia sangre.
—No dudo de vos, Myrddion, de quien no me fío es del gran rey Úter. Os dejaré un contingente de mi guardia para que vigile el cadáver de mi rey hasta que llegue el momento de ofrecer sus cenizas al sol.
Myrddion lo comprendió y asintió para demostrarlo, puesto que compartía la amarga desconfianza y la rabia que ardía a fuego lento en los ojos del príncipe Bors. Gorlois había sobrevivido a cien escaramuzas, pero en esos momentos estaba muerto y no había nada que hacer al respecto.
Con el debido honor, los soldados dejaron el cuerpo de Gorlois dentro de la tienda de Myrddion, tendido sobre la mesa del sanador. Ruadh empezó a quitarle la pesada armadura al cadáver y Myrddion hacía lo mismo con el casco crestado. Mientras suavizaba con los dedos los músculos cada vez más rígidos de la boca del cadáver para trazar con ellos una sonrisa, Myrddion sintió un profundo pesar. Esos últimos oficios dedicados a un hombre noble y honorable debían hacerlos la esposa y las hijas de Gorlois, pero estas se encontraban muy lejos, por lo que el sanador juró que el cadáver del rey dumnonio sería tratado con el mismo respeto y afecto que, sin duda alguna, habría mostrado su familia en caso de haber tenido la ocasión de llevar a cabo la tarea.
Ya con el cadáver desnudo para que Ruadh y Brangaine pudieran lavarlo, Myrddion lo examinó con el detenimiento propio de un sanador dedicado a su oficio. El gran número de contusiones y pequeños cortes que el guerrero había sufrido durante la batalla a pesar de la armadura habrían molestado mucho a Gorlois para dormir en caso de haber sobrevivido, pero la habilidad del rey era tal que solo había recibido un par de heridas serias. Y una de ellas se la habían hecho cuando Gorlois ya estaba muerto.
Myrddion se enderezó mientras su cerebro le daba vueltas de forma frenética a ese sorprendente hallazgo.
—El cuerpo de Gorlois explica claramente lo que le ha ocurrido —le dijo Myrddion a Ruadh y Brangaine mientras levantaba la poderosa mano del rey, que estaba manchada de sangre seca hasta el codo.
Era obvio que Gorlois había matado a muchos sajones durante el asalto, puesto que llevaba guanteletes y la sangre se había filtrado por esos cueros protectores. La parte de la cara que había estado visible entre el casco y la visera también estaba salpicada de sangre, mientras que el fluido arterial de sus oponentes habría tenido que empapar la armadura, la túnica y la lana, para llegar a la piel.
—Se ha bañado en la sangre de sus enemigos —murmuró Ruadh, y en sus ojos verdes brilló la admiración, puesto que se había criado entre pictos, un pueblo que valoraba especialmente el valor indomable en el campo de batalla.
De forma algo compasiva, Myrddion se preguntó si Ruadh estaría pensando en los hijos que no había vuelto a ver y que seguían viviendo al otro lado del Muro.
—Gorlois era un guerrero superlativo, un maestro con la espada y el cuchillo. —Myrddion miró fijamente a las dos mujeres por encima del cadáver del rey—. Pero, si os fijáis en sus heridas, podréis ver que lo mataron por detrás.
El sanador señaló una profunda herida fruncida y azulada que se abría en el cuerpo de Gorlois por debajo de la axila izquierda, donde la armadura era más débil. Una larga y estrecha puñalada se había abierto paso entre las costillas hasta alcanzarle el corazón.
—Lo mató uno de los nuestros —concluyó Myrddion; su mente se rebeló ante aquella evidencia patente en el cuerpo de Gorlois.
—¿Cómo es posible? —preguntó Brangaine con los ojos como platos.
—Lo agarraron por detrás y lo apuñalaron con la mano izquierda. Te lo mostraré.
Myrddion se colocó detrás de Brangaine, le agarró el cuello con el brazo derecho y fingió apuñalarla con la mano izquierda. Las dos mujeres vieron por el ángulo de penetración que una puñalada le había perforado el corazón.
—Tal vez un guerrero enemigo consiguió rebasar el flanco —sugirió Ruadh con un tono de voz que seguía siendo analítico. En ningún momento se barajó la posibilidad de que Gorlois pudiera haberse retirado.
—Pero, entonces, ¿por qué su asesino le ha dado la vuelta después de hacerlo caer y le ha cortado el cuello para asegurarse de que moría? Cuando un guerrero asesta un ataque mortal, lo sabe. ¿Veis? Gorlois apenas sangró por el cuello, pero si su corazón hubiera seguido latiendo la hemorragia arterial le habría dejado el cuerpo todavía más empapado de sangre. Cuando lo degollaron, Gorlois ya había dejado de respirar.
Myrddion señaló la herida abierta que transcurría de izquierda a derecha en la garganta del rey dumnonio. Quedaba claro que el asesino había seguido sosteniendo derecho a Gorlois y que se había cambiado el cuchillo de mano —una acción de lo más improbable—, o bien que se había inclinado sobre el cadáver del rey y le había rajado el cuello como lo haría un carnicero con un venado.
—El asesino era zurdo —dijo Ruadh.
—Tal vez. Pero usó las dos manos para atacarlo con la espada. —Myrddion evaluó el largo corte del cuello del rey mientras señalaba el punto de entrada bajo la oreja izquierda—. ¿Lo veis? En este caso la hoja era más ancha; debió de ser una espada, a juzgar por la forma de la herida. Igual que los guardias de Úter, el asesino luchaba sin escudo, para poder llevar un arma en cada mano.
Ruadh besó con cuidado los labios azulados del cadáver.
—Ave, valiente. Vuestro enemigo temía que pudierais sobrevivir a su traición. —Con la mano izquierda, tocó la herida que el rey tenía en el costado—. Quiso asegurarse de que moriríais.
—Lo dejo en vuestras manos, puesto que sus hombres querrán que se reúna con sus ancestros con la debida reverencia, a poder ser en Cornualles. Hay que lavarlo por completo, perfumarlo y envolverlo en un sudario. Mandaré a alguien para que limpie la armadura del rey. Brangaine, hazme el favor de lavarle la ropa.
—Ojalá el sol vuelva a brillar algún día —susurró la mujer con un suspiro. Con la única excepción de un mensaje que le había dado Botha, no había oído nada más acerca de Willa y Berwyn, por lo que tenía el corazón apesadumbrado.
«Solo la nobleza rechaza el uso del escudo en el campo de batalla —pensó Myrddion, furioso—. Los sajones de vez en cuando utilizan hachas y espadas a la vez, pero la guardia de Úter está entrenada para luchar con cuchillo y espada. ¿Cómo ha podido acercarse tanto al rey uno de los guardias de Úter, en medio de la caballería de Gorlois?»
Una fría vocecita interior respondió a aquella pregunta que Myrddion no llegó a articular.
«Los guardias del rey y, en especial, los mensajeros de Úter pueden moverse por donde quieran dentro y fuera del campo de batalla, puesto que sus movimientos solo están dirigidos por la voluntad del gran rey. Sería interesante descubrir dónde ha estado Ulfin durante el ataque a la puerta este».
Myrddion absolvió a Botha del magnicidio. El capitán de la guardia habría obedecido a su señor incluso de mala gana, pero no habría matado a Gorlois por la espalda.
—Voy a ver cómo se las apaña Cadoc con el caballo de Gorlois —dijo a las mujeres antes de salir de la tienda.
Mientras observaba a Cadoc suturar las heridas superficiales en la grupa de aquella bestia temblorosa, justo cuando Myrddion acababa de concluir que Cascosligeros sobreviviría, Ulfin surgió de la oscuridad como un pájaro de mal agüero.
—Se te requiere, sanador. Ni te plantees la posibilidad de demorarte, puesto que Úter ha decidido que tus pacientes pueden sobrevivir sin ti una o dos horas.
—Di a las mujeres dónde estoy —le siseó Myrddion a Cadoc antes de volverse hacia el carro—. Cogeré mi capa y el zurrón de sanador por si tengo que ausentarme mucho tiempo y comprobaré cómo les va con los heridos a los aprendices más jóvenes dentro de la ciudadela. No quiero que se me hiele el trasero por culpa de Úter Pendragón; ni por tu culpa, Ulfin. Y te doy permiso para que le repitas mis palabras como siempre haces, sin duda alguna.
Ulfin, impotente, echaba chispas mientras observaba al sanador recoger sus pertenencias. Sin embargo, Myrddion había pasado demasiados meses entre los ladrones y los matones a sueldo de Roma para no haber aprendido nada, por lo que se guardó el escalpelo en la pequeña funda de la bota en un impresionante acto de prestidigitación. A continuación, armado y con la sensación de ser más peligroso que nunca, montó sobre el caballo que el guardia le había traído.
El campo de batalla estaba inusitadamente silencioso, teniendo en cuenta la masacre que había tenido lugar. Un montón de sajones muertos habían sido lanzados de cualquier manera a un lado después de haber sido despojados de todo objeto de valor que llevaran encima. Ya estaban llenando un carro con el botín: armas y varios arcones llenos de torques, brazaletes y otros objetos preciosos. Las bajas entre los guerreros atrebates eran mínimas y Myrddion había esperado encontrar un ambiente de euforia en el campamento del gran rey. Habían ganado la batalla, pero, en lugar de celebrarlo, los guerreros de Úter se limitaban a andar con pesadez sobre la nieve, recogiendo a los muertos en silencio. Los hombres de rostro grisáceo parecían casi sonámbulos en sus movimientos, mientras que un sosiego antinatural se había apoderado de la actividad alrededor de las puertas abiertas de la guarnición.
—¿En qué condiciones vivían dentro de la fortaleza? —le preguntó Myrddion a Ulfin—. Los supervivientes parecen bastante sanos.
—Comían carne de caballo cuando levantamos el asedio, por lo que en realidad tampoco se estaban muriendo de hambre. Pero Anderida ha sufrido bajas por culpa de flechas extraviadas lanzadas por los sajones o por enfermedades. Hemos tenido suerte de haber podido levantar el asedio tan rápido.
—¿Enfermedades? —preguntó Myrddion bruscamente, puesto que cualquier fiebre o plaga podía ser peligrosa para todo el ejército del oeste.
—Sobre todo los resfriados y las enfermedades respiratorias de invierno —dijo Ulfin con desprecio—. No hay nada para ti, Cuervo de Tempestad.
—Me llamo Myrddion Merlinus, Ulfin, e insisto en que me llames de ese modo —dijo Myrddion con una voz altiva y fría—. No soy un campesino al que puedas intimidar tan fácilmente. Además, aunque haya perdido el favor de tu señor, dudo que eso dure para siempre.
—Muy bien, señor Myrddion —dijo Ulfin con sorna—. Las enfermedades de la fortaleza no te incumben. Ya tienen a sus propios sanadores.
Ulfin detuvo a su caballo frente a una edificación de muros de piedra que se encontraba en el centro de la fortaleza. Los guerreros entraban y salían del edificio en un flujo continuo, por lo que Myrddion dedujo que Úter había establecido su cuartel general en el centro de esa colonia celta. Los fuertes vientos soplaban desde el mar con un intenso olor a sal y algas, y el sanador recordó las dunas que se alzaban por encima del estrecho que separaba Segontium de la isla de Mona. Ansiaba ver de nuevo esas aguas frías y plomizas y notó que un sentimiento ancestral de calma se instalaba en sus huesos.
El sanador desmontó y siguió a Ulfin hacia el interior del edificio, pasó por delante de Botha y de otros guardias, y entró en una habitación interior sin ventanas en la que Úter andaba arriba y abajo con su habitual impaciencia.
—Bueno, Cuervo de Tempestad. Ya he hecho lo que querías, hemos expulsado a los sajones de Anderida. Ahora ocupémonos de los temas urgentes.
Myrddion tomó aire con un estremecimiento. Ahí viene, pensó con aire fatalista. ¿Sobreviviré a esta prueba?
—Me han dicho que el cadáver de Gorlois está en las tiendas de los sanadores. Confío en que se ha concedido la debida deferencia a los restos mortales del Jabalí de Cornualles. Murió de forma digna, por lo que he oído.
«Ahora. Úter ya ha completado los primeros pasos hacia la consecución de su objetivo».
—No, mi señor. Gorlois murió a causa de una puñalada cobarde que le perforó el corazón desde atrás —declaró Myrddion con un tono de voz exento de emoción—. Antes de morir había matado tantos sajones para vos ante la puerta este de Anderida que estaba bañado en sangre.
—Su viuda sin duda llorará su muerte —respondió Úter con desdén, aunque sus ojos ya buscaban alguna reacción en el rostro de Myrddion—. Pero no durante mucho tiempo, puesto que tengo previsto convertirla en mi esposa en honor al gran sacrificio que Gorlois ha hecho por el oeste.
—¿Puedo hablar con libertad, majestad?
—Puedes, pero recuerda a quién te estás dirigiendo, por el bien de esas muchachas que te esperan en Venta Belgarum.
La frialdad de la voz de Úter era una amenaza incluso para el corazón más valiente, pero Myrddion se sintió extrañamente inmune, como si estuviera siguiendo un camino predestinado.
—No os aceptará de buena gana, mi señor. A pesar de ser de alta cuna y de que su matrimonio fue convenido, Gorlois e Ygerne se amaban de verdad. Ella morirá antes de aceptaros en su cama.
El rostro bello e impasible del gran rey se retorció fruto de una intensa emoción que Myrddion no supo reconocer.
—¿Entonces me aconsejas que no devuelva personalmente el cuerpo de Gorlois a Tintagel?
—Francamente, mi señor, ella pensaría que estaríais invadiendo la fortaleza de su esposo, cerraría las puertas y os dejaría fuera hasta que se os bajaran los humos.
—Maldito seas, sanador. Al parecer nunca me das consejos agradables —le espetó Úter, aunque sin la habitual ira reprimida—. Por una vez me gustaría que aportaras una solución práctica.
—¿Queréis saber la verdad o una mentira aceptable? —replicó Myrddion. Estaba cansado de lidiar con Úter y el destino de Berwyn y Willa era lo único que conseguía mantener la neutralidad de su tono de voz.
—Me temo que esta vez tienes razón. Bueno, pues al diablo con la convención y las opiniones de los reyes tribales. Quiero a Ygerne y la tendré, o sea que piensa en algo para que pueda entrar en Tintagel sin tener que asediar a uno de mis aliados. ¿Me has entendido, Cuervo de Tempestad?
—Os he comprendido, pero no lo haré. No quiero participar en la violación de una reina que acaba de enviudar.
Myrddion contuvo el aliento. Era la primera vez que se negaba a obedecer una orden de Úter y la piel se le tensó ante la perspectiva de recibir una puñalada en las costillas u otro golpe en la cabeza.
El rey se rió por lo bajo y a Myrddion se le heló la sangre.
—Obedecerás mis órdenes, Cuervo de Tempestad. De lo contrario, utilizaré a la pequeña Willa en lugar de Ygerne hasta que hagas lo que te pido. Y cuando haya terminado con ella, se la daré a mis guardias. ¿Cuánto crees que durará? Es una niña muy bonita, pero no parece muy fuerte.
Aunque Myrddion había esperado una amenaza por el estilo, oír hablar de violación en boca de un gran rey le pareció algo tan deshonroso que dio un paso atrás a pesar de haberse propuesto mantenerse firme.
A Úter no le pasó por alto esa acción involuntaria y sonrió de forma triunfal.
—Y cuando Willa haya muerto, empezaré con esa sirvienta tan fea. Me aseguraré de que se resista, así disfrutaré más. Y también durará más tiempo, porque es bastante robusta, y eso seguro que lo apreciarán mis hombres. Y lo mejor de todo es que esas mujeres no gozan de ningún prestigio entre los reyes tribales y nadie protestará por lo que pueda sucederles. Tú eres el único a quien le importa si viven o mueren. —Úter hizo una pausa y se bebió el vino de un trago—. No dudes acerca de mis intenciones, Cuervo de Tempestad. Mis amenazas van siempre en serio. —Se volvió hacia su sirviente—. Más vino, Ulfin.
Mientras el guardia del rey se apresuraba a cumplir la orden de su amo, Myrddion intentó pensar.
—No tienes otra opción, Myrddion Merlinus —prosiguió Úter con calma—. Las chicas, tus sanadores y tú mismo moriréis de manera horrible a menos que encuentres el modo de introducirme en Tintagel.
—Otros hombres mejores que vos han intentado matarme desde que era niño, pero la diosa ha decretado que viviré hasta la vejez. De verdad, os agradecería que decidierais llevar a cabo vuestra amenaza.
«Por todos los dioses, Úter lo ha pensado a conciencia. Sabe que me veré obligado a obedecer porque no puedo soportar la idea de que violen y torturen a Willa y a Berwyn. Pero ¿cómo puedo vivir si traiciono a Ygerne y al difunto Gorlois? Mi honor quedaría por los suelos. Para ser sincero, no quiero morir antes de tiempo».
Las cavilaciones de Myrddion quedaron patentes en su rostro agónico y el gran rey aprovechó la indecisión del sanador para recrearse sin tapujos, hasta que sus ojos azules casi perdieron el color con el placer que le produjo notar el momento de la victoria sobre su adversario.
—Ni siquiera conozco la geografía de Tintagel —protestó Myrddion a la vez que se daba cuenta de que la respuesta suponía una capitulación. La amargura de la derrota trepó por su garganta hasta que pudo notar el sabor de la bilis del vómito.
—Eso tiene fácil remedio —dijo Úter con la barbilla levantada en una pose triunfal—. ¡Botha! —gritó hacia la puerta.
—¿Sí, amo? —El capitán de la guardia entró enseguida en la habitación y reconoció a primera vista la vergüenza en el rostro de Myrddion. Bajó la mirada, se inclinó ante su señor y esperó a que le diera instrucciones.
—Muéstrale al sanador los planos que tenemos de Tintagel y explícale los problemas que presenta.
Impasible, Botha cogió un pergamino de la mesa de campaña de Úter y lo desenrolló con un golpe de muñeca.
—Como podéis ver, sanador, Tintagel es una península con forma de hoja, rodeada por escarpados acantilados que se hunden en el mar por todos los lados excepto por un estrecho paso que une el castillo con el continente, y un puente de madera que sirve para salvar la extensión de rocas y de mar. La guarnición se ha construido en la zona de tierra para proteger el acceso, de manera que cualquier ataque queda estancado en ese punto antes de alcanzar el puente siquiera.
—¿Sugieres que sería imposible llegar a Tintagel usando la fuerza? —preguntó Myrddion interesándose por el problema a pesar de la repulsión que despertaba en él la misión.
—El asedio es imposible a corto plazo —convino Botha—. Los defensores tienen pozos propios y pueden pescar en el mar con impunidad, por lo que un ejército que pretenda atacarlos tendría que esperar frente a Tintagel durante un año o incluso más.
—Entonces no tiene sentido utilizar la fuerza, y ese es el motivo por el que me necesitáis —murmuró Myrddion con amargura mientras volvía los ojos para mirar fijamente a Úter—. Tengo que descubrir una estrategia para atacar una fortaleza gobernada por dos mujeres indefensas.
—Sí, eso es justo lo que quiero que hagas. A mi hermano lo ayudaste del mismo modo… y antes que a él, a Vortigern. —La voz de Úter, pétrea e inflexible, advertía a Myrddion que no se aceptarían súplicas al respecto—. Me obedecerás y lo harás enseguida.
—Ni Vortigern ni Ambrosio me pidieron que actuara como un bárbaro y luchara contra mujeres. Incluso la idea de la guerra que tenía Vortigern puede considerarse noble comparada con la vuestra.
Las palabras de Myrddion fueron imprudentes e irreflexivas, aunque Úter no se sintió provocado. El gran rey sabía que su sanador protestaría ante cualquier decisión, pero también que al final se vería obligado a cumplir sus deseos.
—Necesitaré vuestro mapa y tiempo para pensar —susurró Myrddion, de manera que Úter tuvo que esforzarse para oírle—. No puedo cambiar de lugar el castillo de Tintagel por arte de magia, porque no tengo hechizos a los que pueda recurrir, ni siquiera en el caso de que existieran tales cosas. Solo el sigilo os abrirá las puertas de la ciudadela y, puesto que jamás ha caído hasta el momento, necesito tiempo para encontrar sus puntos débiles.
Myrddion sabía que a su voz le faltaba convicción y aceptó que había sucumbido a las amenazas de Úter. Sin embargo, decidió que ganar tiempo era una buena idea.
—Dispones de las horas de oscuridad para completar tu tarea, o sea que reza para que mañana no brille el sol si necesitas más tiempo. El rey Bors recibirá órdenes de proteger la fortaleza y enterrar a los muertos, así nos lo quitaremos de en medio. Tampoco permitiré que ningún mensajero dumnonio llegue a Tintagel con las malas noticias de la muerte de Gorlois. Esmérate en pensar, Myrddion Merlinus, puesto que muchas vidas dependen de tu inteligencia y de tu capacidad de engaño.
El sanador salió tambaleándose de los aposentos de Úter hasta que se encontró al aire libre. Para el regocijo de los guardias que holgazaneaban cerca del cuartel general del gran rey, vomitó de forma violenta sobre la nieve prístina. Por más que intentó mitigar las náuseas, los espasmos se apoderaron de su cuerpo hasta que la garganta le quedó áspera y el estómago, vacío. Se sentía como si lo hubieran envenenado.
—Venid, maestro sanador, os queda poco tiempo —dijo Botha en voz baja a su espalda. El capitán posó una mano compasiva sobre el hombro del joven—. Os acompañaré hasta vuestra tienda.
Con cuidado, casi con ternura, Botha ayudó a Myrddion a montar en su caballo y lo acompañó durante el camino de vuelta a la guarnición. La luna asomó entre el manto de nubes y Myrddion se dio cuenta de que el tiempo que le quedaba era más que escaso. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía albergar la esperanza de proteger a la reina sin condenar con ello a Willa y a Berwyn al castigo de Úter?
—¿Cómo puedes servir a este rey, Botha? ¿Cómo puedes escuchar todas esas monstruosidades con tanta calma y paciencia?
Botha se volvió sobre la silla y detuvo su montura tirando de las riendas.
—Es mi señor y le debo lealtad porque así lo juré, se equivoque o no. Normalmente, mi rey tiene en cuenta mi honor y no me pide nada que pueda comprometerme, por lo que puedo servirle aunque me pese en el corazón. Mi señor Úter es el gran rey. Salvará a nuestro pueblo de la amenaza sajona y por mucho que me estremezcan las medidas que toma para esta guerra, moriré para protegerlo. Por favor, intentad comprender que, aunque intento conservar el honor, lo que prima es mi juramento.
—No sé cómo puedo vivir con lo que Úter espera de mí. Los dos sabemos que le obedeceré. Puesto que mi madre fue violada, doy fe de que ese tipo de violencia no trae nada bueno. Pero estoy atrapado, ¿a quién debo sacrificar? ¿A los que conozco y amo? ¿O a las personas que merecen mi respeto? Pase lo que pase, estoy condenado, tanto si obedezco como si no.
Algo en la voz de Myrddion obligó a Botha a detenerse, a pensar un momento y a responder con una urgencia feroz. Tal vez el capitán de la guardia temía que el sanador intentara suicidarse para escapar al nudo gordiano que Úter había tejido a su alrededor.
—Pero vos nacisteis como resultado de una violación, maestro Myrddion, algo bueno salió de esa acción fatídica, puesto que no son pocas las vidas que habéis salvado como sanador. Nuestros destinos están en manos de los dioses, si es que existen, pero creo que debe haber un equilibrio en las vastas distancias del tiempo y el espacio que precisan que el bien prevalezca sobre el mal y acabe desbaratando a los malvados. Me inclino a creer en esa verdad, de lo contrario mi vida no tendría sentido. Debéis confiar en vuestra diosa y salvar a tantos inocentes como sea posible.
A Myrddion le sobrevino el hipo y Botha no supo determinar si se reía, si lloraba o si hacía las dos cosas a la vez.
—Es el mismo consejo que me dio el obispo Lucius de Glastonbury. Un guerrero y un ministro de Dios han sabido interpretar mi incógnita con más claridad que yo. He intentado elegir la razón por encima de las emociones durante toda mi vida porque siempre me ha parecido que resulta peligroso amar o confiar en exceso.
—Esos son enigmas divinos, Myrddion. Al fin y al cabo, sobrevivimos gracias a la fe o caemos en el abismo. En mi opinión, sois un hombre de sentimientos intensos, pero no soy yo quien debe ponerse en vuestro lugar. Sea cual sea la decisión que toméis, debéis manteneros firme. —Botha rió con desprecio—. Estamos discutiendo de filosofía ante las fauces de una tempestad.
Myrddion no se atrevió a cerrar los ojos después de que Botha lo dejara frente a las tiendas de los sanadores, a pesar de que llevaba casi dos días sin dormir. Temía que le faltaran las fuerzas para contener el asalto de los terrores nocturnos que le sobrevendrían.
Así pues, agotado y encorvado, se sentó frente al cadáver de Gorlois y le contó a la sombra del gran guerrero cómo traicionaría a un amor desinteresado. Myrddion le suplicó perdón al rey fallecido porque podía ver la respuesta a las peticiones de Úter Pendragón con tanta claridad que se preguntó si habría sido el gran rey en persona sin más ayuda quien había dado con la solución. Cuando estaba a punto de amanecer y el cielo empezaba a mancharse por el este con un tono levemente rosado, una sensación de paz se apoderó de su corazón.
La diosa, Gorlois o su propia voz interior al fin aceptaron lo que había hecho y mitigaron un poco el peso de la responsabilidad sobre su conciencia.
—No es culpa tuya —susurró la voz—. Al fin y al cabo, algo bueno puede salir de la malicia de Úter y gozarás de una segunda oportunidad para redimirte. No confíes en reyes y cree solo en el deseo humano de encontrar la verdad y la belleza incuestionables, incluso por parte de los amos de la tierra. Tranquilo.
Myrddion sospechó que su voz interior le decía solo lo que quería oír, pero aun así aceptó el consuelo que le prestaba. A continuación, agotado por el trabajo y las preocupaciones, cerró los ojos y cayó en un sueño profundo y reparador con la cabeza apoyada sobre el frío pecho de Gorlois.
Las nubes cargadas de nieve se habían disipado y la débil luz del sol se abrió paso a través del manto para hacer refulgir la tierra envuelta en el sudario nevoso. Por extraño que pueda parecer, no había pájaros cantando y el viento había dejado de agitar las ramas desnudas de los árboles del bosque. Una zorra que había salido a cazar era la única que caminaba sobre la nieve como un fantasma blanco. Olió la muerte en el aire, ese aroma que los hombres llevaban consigo y que perturbaba la tranquilidad de los bosques y corrió a refugiarse en su guarida con sus dos cachorros, que ya casi habían crecido lo suficiente para arreglárselas solos. Llevaba un faisán regordete entre las fauces para matar el hambre y se estremeció al notar el delicioso sabor de la sangre en la boca.
Tras ella, la luz ganó intensidad con un nuevo amanecer.