18

Pérdida

Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.

Proverbios 31,10

—Tiene que ser mía… esa bruja me ha hechizado y no puedo pensar en nada más. Cada vez que cierro los ojos la veo a ella. Todas las mujeres pierden su interés cuando las tengo en mis brazos porque no son Ygerne. La esposa de Gorlois tiene que ser mía a cualquier precio… ¡de lo contrario me volveré loco!

Úter andaba de un lado a otro de su dormitorio como un ciervo atrapado en una zanja, agitando la cabeza como si tuviera una gran cornamenta que quisiera hundir en el enorme pecho de Gorlois. Abría y cerraba las manos con los ojos nerviosos y no tenía apetito, de manera que incluso el sereno y razonable Botha se estremeció al ver que su señor estaba cada vez más desesperado.

—Es capaz de cometer cualquier locura para conseguir a esa mujer, sin pensar si se gana la antipatía de sus aliados en el proceso —le había susurrado Botha a Myrddion cuando habían estado hablando frente a los aposentos del rey—. No podremos disuadirlo, Myrddion, ya sabéis cómo es nuestro señor. No quedará satisfecho hasta que posea lo que ansía.

—Y Gorlois no sacrificará a su esposa por motivos de seguridad —le dijo Myrddion al atribulado capitán—. Ygerne preferiría morir antes que permitir que Úter la tocara. ¿Úter la desea porque envidia al hombre que la posee o porque es una mujer de una belleza excepcional? He intentado dar con una salida para este embrollo, pero no se me ocurre nada.

—Tenéis que hacer algo, sanador. Úter ha intentado acercarse a Ygerne en el cenador de las damas, pero ella lo evita como a un fantasma. Su hija enciende todavía más la situación cortándolo con su condescendencia habitual siempre que tiene oportunidad, pero hoy los reyes se reunirán y nuestro señor está a punto de explotar de rabia. Y vos conocéis los síntomas tan bien como yo.

—¡Demasiado! —dijo Myrddion con brusquedad. Irguió la espalda y abrió las puertas de un empujón.

—Al fin te dignas aparecer —dijo Úter con desprecio, a la vez que dejaba de andar frenéticamente, cuando vio que Myrddion entraba en sus aposentos—. Qué amable has sido buscando un momento para venir a verme.

Ignorando el sarcasmo, Myrddion hizo una profunda reverencia.

—¿No os encontráis bien, mi señor? ¿Puedo ayudaros?

Con un estallido de peligrosa energía, Úter acorraló al sanador y le clavó el índice en el pecho para dar más énfasis a cada frase. Myrddion tuvo que esforzarse mucho para refrenar las ganas de retroceder o, peor aún, de apartarle el dedo a Úter de un manotazo.

—La reunión de los reyes tribales se celebrará dentro de una hora y todavía no puedo imaginar cómo responderán a mis órdenes. Como tampoco sé qué se traen entre manos los sajones. Y Gorlois me desafía escondiendo a su esposa cuando me acerco. ¿Qué piensas hacer al respecto? Se supone que eres mi consejero. Aconséjame, pues.

—Las últimas noticias han llegado a primera hora de la mañana y el mensajero se ha arriesgado bastante para que así fuera, mi señor. Los sajones han desembarcado en Anderida y han rodeado la fortaleza. De improviso, los guerreros han empezado a cavar una zanja bajo las murallas y vuestros leales aliados los han recibido con aceite hirviendo y flechas. Sin embargo, eso no ha impedido el asedio de los sajones, por lo que la fortaleza se está quedando sin provisiones. Según me han dicho, nuestros guerreros se han visto obligados a comerse sus caballos.

—¿Y? ¡Que esperen! Ejecutaré a esa guarnición si se rinden… Los pocos que sobrevivan a los sajones… Pero hay algo más importante, ¿qué has descubierto acerca de los planes de Gorlois? Está tramando una traición, ¿verdad?

Myrddion negó con la cabeza.

—No, mi señor, eso no es cierto. Todos los espías que tengo entre el séquito dumnonio afirman que sigue siendo leal al oeste y al gran rey, si bien está deseando regresar a Tintagel con su esposa y su hija.

Úter sonrió con expresión de lobo y un anhelo brilló en sus ojos azules.

—No volverá a Tintagel… lo juro. ¡Vivito y coleando, no!

—Majestad… —Myrddion notó que la estancia se vaciaba de aire—. Gorlois es vuestro aliado más fuerte y vuestra poderosa mano izquierda. No os cortéis un brazo como hizo el emperador romano Valentiniano matando a Flavio Aecio, su último gran general. Roma está sufriendo en la actualidad debido a esa estúpida ejecución y el emperador terminó falleciendo víctima de una conspiración de su propia sangre. Se os necesita en estas tierras, mi señor, y el oeste sucumbirá sin vos. Eliminar a Gorlois por una simple mujer sería una verdadera locura.

Úter le asestó un puñetazo en toda la cara. Si el rey había esperado que Myrddion se desplomara, se equivocaba, puesto que, a pesar de tener que dar unos pasos atrás tambaleándose, de algún modo consiguió mantener el equilibrio. Los ojos de Myrddion se convirtieron en heridas negras en su rostro pálido, con la excepción de una marca rojiza en la frente y un hilillo de sangre que le brotaba de una brecha en la ceja derecha.

—No deberíais golpear a vuestros amigos, mi señor. En este momento tenéis muy pocos y no podéis permitiros el lujo de enemistaros con quien está de vuestro lado. Mi juramento me impide responder.

—¿Tú? —dijo Úter con desprecio mientras agitaba la mano con dolor, puesto que se había dejado la piel de los nudillos en los duros huesos del rostro de Myrddion—. El día que me dé miedo un sanador me entregaré a la muerte.

A Botha le habría gustado intervenir, pero Myrddion levantó la mano izquierda para evitar que se moviera.

—No interfieras, Botha. Faltan años para que llegue el momento de tu prueba de fe. Déjame a mí con la mía.

Úter aulló y golpeó a Myrddion de nuevo; esta vez el sanador cayó de rodillas. Moviendo la cabeza despacio y sangrando por la boca, Myrddion se puso en pie, con los puños cerrados pero sin levantarlos. Una parte de su cerebro sabía que Úter lo estaba atizando por el ansia frustrada de derramar sangre, pero también porque el rey esperaba encontrar por fin un motivo para olvidarse de su consejero y liberarse del juramento que le había hecho a su hermano.

Los labios partidos de Myrddion se abrieron cuando levantó la cabeza. Escupió algo de sangre en el suelo y se quedó mirando al gran rey con unos ojos que iban cambiando más y más, y se iban volviendo más fríos que los glaciares del norte, hasta que se convirtieron en los ojos más implacables que Úter había contemplado en su vida. Myrddion sintió la llegada de la diosa y notó que le sobrevenía uno de sus ataques con la misma lentitud con la que se desenroscan las serpientes. Sin embargo, esa vez la criatura temblorosa que era Myrddion pudo oír y recordar todas y cada una de las palabras que se vio obligado a pronunciar.

—Pobre Úter Pendragón. Recibiste una corona pero jamás te parecerá suficiente. —La voz de Myrddion siguió hablando mientras Úter levantaba el brazo para golpearlo una vez más—. Pégame si quieres, pero has puesto en marcha la rueda y Fortuna se encargará de que logres todos tus deseos. La rueda gira y tú no puedes ni podrás detenerla.

—¿Qué son esos delirios? —Parecía como si la voz de Úter procediera de un lugar muy lejano, mientras que la de Myrddion era cada vez más potente, hasta llenar toda la estancia con un inhumano sonido resonante.

—Conseguirás a esa mujer y podrás saciarte con ella, puesto que aportará una dote que sembrará las semillas de tu impotencia. Aunque conseguirás detener a los sajones, agotarás todas tus fuerzas durante los años que dure la guerra a cambio de poca gloria y nada de honor. Pero gozarás con el terror que sembrarás y, ya viejo y decaído, matarás a la única criatura de la tierra que te ama… todo para crear un mito fallido de poder.

—Soy el gran rey. Soy Pendragón, no soy ningún mito, idiota —escupió Úter, aunque sus puños se relajaron y se apartó medio paso de los ojos acusadores de Myrddion.

—Te mantendrás en el trono hasta que lo ocupe alguien mucho mejor que tú… alguien que te eclipsará sin esfuerzo ni temor. Todo lo que eres estará escrito en tu rostro cuando mueras, y los hombres se regocijarán cuando exhales tu último suspiro. Morirás solo, nadie llorará tu pérdida y una bruja confinará tu alma a la oscuridad eterna.

La sala quedó sumida en un silencio tan absoluto que lo único que se oía era la respiración agitada de Myrddion.

—Y ¿qué me dices de ti? Te veré convertido en comida para gusanos antes de que me llegue ese destino.

Myrddion rió y la carcajada sonó oxidada, como el quejido de las bisagras de la puerta ajada de una tumba o la tapa de un sarcófago abierto de cualquier manera por manos impías.

—Yo te sobreviviré varias décadas para poder contemplar cómo sucede lo que más odias. No temas, Úter Pendragón, puesto que no serás olvidado y los hombres susurrarán tu nombre junto al del odiado Vortigern para hablar de los reyes que allanaron el camino para la llegada de algo mejor. Tu corona y tu espada pertenecerán a otro hombre al que engendrarás a partir de tu sangre y de las tempestades de tu alma.

Furioso, Úter golpeó una vez más a Myrddion y ahora el sanador dobló la cabeza hacia atrás de repente, de manera que Botha temió que se le hubiera roto el cuello por la violencia del golpe. Poco a poco, como un árbol joven al que le hubiera caído un rayo, Myrddion cayó hasta convertirse en poco más que un charco de tela negra sobre el suelo de la habitación de Úter.

—Quita esto de aquí —ordenó el gran rey con los ojos ocultos y avergonzados—. Tengo que asistir a una reunión.

—Lo siento, señor Myrddion —susurró una voz a lo lejos.

Al otro lado de una vasta negrura, el sanador oyó la voz y se preguntó vagamente por qué el flemático capitán de la guardia del rey tendría que pedirle perdón con la voz tan avergonzada. Sin embargo, el esfuerzo de pensar resultó excesivo y Myrddion se sumergió de nuevo en aquella oscuridad uterina.

Cuando se despertó por segunda vez, Myrddion intentó abrir los ojos pese a la sensación de tener los párpados cosidos. Con gran esfuerzo, luchó por separar las pestañas mientras una voz dulce y tranquilizadora lo instaba a guardar silencio y alguien le ponía un trapo mojado con agua fresca en la cara. Cuando la mano levantó la compresa húmeda, Myrddion descubrió que sus ojos se abrían con facilidad y al fin enfocaron el rostro preocupado de Ruadh.

—¿Qué haces aquí, Ruadh? ¿Dónde estoy? No comprendo qué ocurre.

—Estáis en una pequeña estancia del palacio del rey Úter. El capitán Botha me llamó para que me encargara de vos hace más de medio día. Hoy es el tercer día del año nuevo y está anocheciendo: los reyes tribales están reunidos y parece que vamos a la guerra. Y vos, mi amado, debéis descansar porque habéis estado muy indispuesto. Temía que no volvierais a levantaros jamás.

Desorientado y alarmado, Myrddion se exploró con los dedos el lado izquierdo de la cara y comprobó que le dolía mucho. Encontró un bulto en el cráneo, a la altura de la sien.

—He tenido suerte —susurró el sanador—. Un poco más abajo y podría haberme matado. Me siento como si hubiera recibido la coz de un caballo.

A continuación, puesto que los ojos le dolían mucho, los cerró para refugiarse en aquella oscuridad tan acogedora mientras sus dedos seguían vagando por encima de los contornos hinchados de su rostro. No necesitaba ojos para ver lo que el rey, ofuscado por la ira, le había hecho.

Sus dedos expertos encontraron la brecha en la ceja, la contusión del pómulo que se le había hinchado alrededor del ojo, y el profundo corte que tenía en la mandíbula inferior. Puesto que conocía la importancia que tenían unos dientes fuertes, los comprobó uno por uno y suspiró aliviado cuando se aseguró de que no había ninguno dañado, roto o suelto sobre la encía.

—Intentaba provocarme —susurró mientras anhelaba el lujo de un sueño reparador. El sentido común le decía que su relación con el gran rey había llegado a un punto crítico.

—Lo sé, maestro. Botha nos ha dicho que estaba seguro de que Úter quería que le golpearais también para tomarse la voluntad de ordenar vuestra ejecución. ¿Recordáis lo que le dijisteis? Brangaine me ha contado que de vez en cuando sufrís ataques, pero también que nunca recordáis lo que habéis dicho.

Myrddion se revolvió sobre el camastro lleno de paja, que le picaba en el cuerpo a través de la sencilla tela.

—Esta vez recuerdo hasta la última palabra que dije.

El sanador, más que verlas, sintió las cejas arqueadas de Ruadh y no sin esfuerzo abrió los ojos de nuevo para explicarse.

—No sé si lo que dije fue profético o no, tal vez solo repetía lo que me vino a la cabeza tras un ataque de rabia. Sé que le dije cosas terribles al gran rey, por eso me sorprende seguir vivo.

Ruadh soltó una carcajada desigual y Myrddion notó las lágrimas que subyacían al regocijo de la mujer.

—Debe de valoraros mucho, puesto que ha ordenado que llevéis a los sanadores a Anderida para que se ocupen de sus tropas. Estábamos esperando a que volvierais con nosotros.

—No iré. Que Úter y su maldita guerra se vayan al infierno. Ya no me importan ni los juramentos, ni el honor, ni las amenazas. Volveré a casa, me da igual que el gran rey intente extorsionarme. Estoy harto de él.

—¡Oh, señor! —El rostro de Ruadh cambió de expresión y Myrddion vio las lágrimas que rebosaban por encima de los párpados de la mujer a punto de recorrerle las mejillas—. No podéis negaros. Úter no permitirá que desafiéis su soberanía.

—Ayúdame a levantarme, mujer, y verás al sanador Myrddion alejarse de Venta Belgarum y de todos los que en ella se encuentran. —Sin esperar la ayuda requerida, luchó por ponerse en pie y se balanceó con la cara ennegrecida, hinchada y desfigurada por la resolución—. Ya he tenido bastante —dijo sin que viniera al caso.

Apoyándose en el hombro de Ruadh, se tambaleó en dirección a la puerta de aquel cuarto polvoriento que, sin duda, se utilizaba para almacenar muebles rotos, telas raídas y otros trastos. Myrddion no habría podido tener una prueba más clara de que había perdido definitivamente la gracia y el favor del rey. Lo habían dejado de cualquier manera en el camastro mugriento de un almacén abandonado. Ningún guardia le cerró el paso cuando decidió recorrer con grandes dificultades los pasillos que llevaban hasta el patio adoquinado. Bajo una luna cetrina, la ciudadela parecía vacía y en Venta Belgarum reinaba un silencio temeroso a la espera de la siguiente orden de su rey. Con dificultad pero también con determinación, Myrddion obligó a sus temblororas piernas a que lo llevaran por las calles sinuosas que conducían hasta la casa de los sanadores.

Los pocos que habían salido esa noche y habían podido ver el rostro demacrado de Myrddion prefirieron evitar su mirada, como si con solo verla pudieran contaminarse. El temor que generaba un gobernante autocrático se extendía por las calles más inmundas y entraba en las casas de los ciudadanos que se apartaban de la ley y los obligaba a apiñarse alrededor de hogueras con los niños cerca del pecho. Myrddion notó una peligrosa precariedad en el mantenimiento del orden en Venta Belgarum, y ese miasma de miedo y tensión tan solo reafirmó la determinación de huir con todo su personal ante la más mínima oportunidad.

La casa de los sanadores estaba a oscuras, aunque había carros cargados y el acogedor edificio todavía mantenía un aura de seguridad y comodidad. La puerta se abrió de par en par hacia dentro y Myrddion se apoyó en el marco un momento mientras intentaba sacar fuerzas de flaqueza para poder seguir adelante.

—Entrad, maestro, tenéis que dormir por si salimos de viaje —murmuró Ruadh—. Da igual cuál sea nuestro destino.

El rostro de Ruadh reflejaba una cierta desesperación que la hacía parecer más vieja que de costumbre, por lo que Myrddion se preguntó si aquella mujer le había contado todo lo que sabía o sospechaba. Acto seguido apareció Praxíteles, que lo agarró por el brazo derecho; Cadoc hizo lo mismo con el izquierdo y juntos llevaron al sanador con sumo cuidado hasta su estancia, donde pudo dejarse llevar por el dulce olvido de la inconsciencia.

Antes de que el amanecer se colara en su dormitorio, unos gritos desgarradores despertaron a Myrddion del sueño profundo en el que se había sumido y rompieron el silencio de la madrugada. Salió de inmediato de entre las cálidas mantas y se levantó, tambaleante. Gritos, maldiciones y el lloro aterrorizado de los niños siguieron al alboroto inicial, de manera que la cacofonía eliminó los últimos restos de sueño de su cerebro.

Recuperando su vigor habitual, Myrddion abrió el pestillo de madera de la puerta y acudió corriendo a la columnata que conducía a los aposentos de las mujeres. En el atrio, que olía a hierbas medicinales y a flores secas, unos hombres armados estaban aplastando con los pies las matas de menta fresca, tomillo y lavanda.

—¿Quién os ha ordenado perturbar el orden de esta casa? —gritó Myrddion ante aquel tumulto.

Las mujeres se apiñaron alrededor de Myrddion como si la proximidad les ofreciera algún tipo de consuelo. Los rostros enfundados en cogullas y cascos se volvieron hacia él y Myrddion reconoció a Ulfin a la vanguardia de la guardia personal de Úter. Buscó la presencia tranquilizadora de Botha, pero aquel guerrero de gran estatura no estaba entre ellos.

Myrddion notó que se le revolvía el estómago, puesto que Ulfin obedecería a su señor al pie de la letra y ejecutaría sus órdenes de forma implacable.

—Creo que me estás buscando a mí, Ulfin. No es necesario que aterrorices a las mujeres y los niños. Te acompañaré con gusto hasta donde quieras llevarme.

—No, sanador. Las órdenes que he recibido no solo te afectan a ti —respondió Ulfin con una mueca de superioridad y desdén en los labios—. Os han destinado a Anderida, a ti y al resto de los sanadores.

—Entonces ¿por qué invadís mi casa antes del amanecer? ¿Por qué aterrorizáis a inocentes entrando con las espadas desenvainadas sin que nadie os haya invitado?

—Me limito a cumplir órdenes, Myrddion Merlinus. Mi señor quiere asegurarse de que acompañarás al ejército hasta Anderida y, para garantizar tu obediencia, me ha encargado que te haga llegar un mensaje personal.

—Entonces dame el mensaje enseguida y márchate de mi casa —dijo Myrddion con la voz desgarrada, puesto que su rápida inteligencia pudo imaginar varios motivos extremadamente desagradables por los que Ulfin había invadido su hogar acompañado de hombres armados.

—El rey Úter me envía para que te comunique la decisión que ha tomado. Has osado desafiar sus órdenes legítimas en tanto que gran rey de los britanos y, puesto que ya no confía en que le obedezcas, tendrás que entregar a dos rehenes que aseguren el cumplimiento de sus deseos en el futuro.

Un silencio estupefacto quedó interrumpido de golpe por el grito de Brangaine.

—¡Maestro! ¡Este perro callejero ha atado a Willa y a Rhedyn, y quiere llevárselas al rey Úter!

«Por encima de mi cadáver ensangrentado», pensó Myrddion lleno de ira.

—¿Cómo te atreves a entrar en mi casa, Ulfin? Si hubieras llamado a la puerta, te habríamos dejado entrar como a cualquier otro hombre civilizado. Soy leal al trono y siempre lo he sido. No merezco que me traten como a un criminal cualquiera.

Ulfin se encogió de hombros con despreocupación.

—Mi señor me ha dado una orden y eso está por encima de cualquier consideración.

—Pero Rhedyn es una de mis ayudantes más preciadas, no puedo prescindir de ella si tenemos que ir a la guerra. ¿Me atarías las manos a la espalda arrebatándome a una sanadora experta? Tu señor no te la ha reclamado por su nombre, ¿verdad?

Ulfin se encogió de hombros de nuevo y Myrddion se dio cuenta de que su suposición era cierta.

Ulfin había recibido órdenes de tomar a mujeres como rehenes porque Myrddion no permitiría que sufrieran desamparo alguno. Con una rápida e implacable demostración de poder, Úter se había asegurado la cooperación de Myrddion.

—Entonces elige tú a los rehenes, sanador. No me importa quién venga, siempre que sean mujeres y relativamente jóvenes. No me endosarás a ninguna vieja bruja próxima a la muerte.

—Elegidme a mí —gritó Brangaine—. ¡Elegidme a mí en lugar de a Willa! Por favor, señor.

—No —dijo Ulfin con una desagradable sonrisa—. La niña no es sanadora, así que nos la llevamos. A mi señor le gustará, o sea que elige a otra. No me importa cuál.

—Iré yo. —La chica con la cicatriz en forma de fresa en el rostro se ofreció voluntaria. Berwyn era una buena trabajadora, pero, puesto que era jardinera y sirvienta de la casa, sus conocimientos no eran imprescindibles. Myrddion enmudeció y no pudo más que asentir para agradecer su sacrificio.

Enseguida ataron juntas a Willa y a Berwyn con una soga que les rodeaba el cuello y les asía con fuerza las muñecas.

Willa tenía la mirada serena cuando le dedicó una sonrisa con los labios temblorosos a la madre que la había acogido. Con una punzada, Myrddion recordó la inquietud que la niña había expresado nada más llegar a Dubris y temió por la vida de aquella pobre criatura.

—¡No! —chilló Brangaine—. ¡No dejaré que te la lleves!

Con un gesto despreocupado, Ulfin le señaló a un oficial de la guardia que retuviera a Brangaine por los hombros mientras otro guerrero la ataba como a un pollo y la dejaba tendida en el suelo. La mujer se disolvió en un torrente de lágrimas.

—Recuerda, sanador, tus chicas estarán seguras mientras sigas obedeciendo las órdenes del gran rey. Espero verte en Anderida.

Acto seguido, sin disculparse por los destrozos causados en el atrio, Ulfin encabezó la comitiva de guardias y rehenes que salió de la casa de los sanadores y dejó tras de sí un silencio estupefacto.

—Bueno ¿y ahora qué? —murmuró Cadoc mientras se apresuraba a cortar las cuerdas de Brangaine con un cuchillo que llevaba oculto en la bota—. ¿Vamos tras los guardias e intentamos rescatar a nuestra gente, maestro?

Los sirvientes quedaron horrorizados por la sugerencia, aunque un atisbo de esperanza apareció en los ojos húmedos de Brangaine. Con pesar, Myrddion negó con la cabeza.

—No tenemos ninguna posibilidad contra unos guerreros tan expertos. Falleceríamos en el intento, y Willa y Berwyn seguirían la misma suerte que nosotros. La única esperanza que tienen depende de mi obediencia. Al alba intentaré razonar con el rey Úter, aunque sugiero que vayamos preparando el equipaje para ir a la guerra.

A continuación, puesto que Myrddion conocía tan bien a su rey, le ordenó a Praxíteles que se quedara con él cuando los demás sirvientes se dispersaron para llevar a cabo sus instrucciones. El sonido del llanto de Brangaine y las temerosas preguntas de Cathan quedaron apagados por la puerta que Ruadh cerró tras ellos.

Myrddion se volvió entonces hacia Praxíteles y le dedicó una leve sonrisa.

—Amigo mío, ¿me desafiarás si te ordeno que lleves a cabo una desagradable retirada de lo más deshonrosa?

Praxíteles se mostró tan pragmático como de costumbre, aunque su piel aceitunada palideció un poco.

—Os obedeceré siempre que vuestras órdenes sean razonables, Myrddion. Siempre habéis sido un señor considerado y no está en vuestras manos contener los excesos de un rey malvado.

—Así es, Praxíteles —murmuró Myrddion con pesar—. Llevo demasiado tiempo al servicio de un tirano, pero que me aspen si soy capaz de ver alguna opción que pueda ayudarnos en estos momentos de apuro. Seguiré sirviéndole hasta que Willa y Berwyn vuelvan, pero no permitiré que me imponga la obediencia de nuevo.

Praxíteles esperó con paciencia mientras el sanador observaba las hierbas medicinales que habían quedado aplastadas y pensaba en sus opciones.

—Soy vulnerable a las amenazas de Úter por mi lealtad a los niños y a los sirvientes mayores que no tienen a donde ir si me veo obligado a huir —dijo Myrddion con abatimiento.

—Sí, señor —respondió Praxíteles con su calma habitual.

—Mientras tenga inocentes a mi alrededor que puedan sufrir, Úter podrá obligarme a obedecer sus órdenes, por brutales y escandalosas que sean. Me tiene atrapado. —Myrddion cerró el puño sobre unas hojas de menta que habían quedado arrancadas y el aire se llenó de repente con el aroma de la hierba aplastada—. Tengo que liberarme. Me veo obligado a ordenarte que esperes hasta que el ejército salga de Venta Belgarum hacia Anderida. Los sanadores tendremos que viajar en el convoy de equipajes, por lo que supongo que pasaremos varios meses fuera. Y esta campaña no traerá nada bueno, lo sé.

—¿Qué tarea me reserváis, Myrddion? —dijo Praxíteles mientras se movía en un intento de encontrar de nuevo la mirada que el sanador había desviado—. ¿Tenéis instrucciones concretas para mí?

—Sí, amigo mío. Quiero que vayas a Segontium con Cathan y las mujeres que queden en la casa. También te llevarás a los hombres que deseen viajar hacia el norte contigo y liquidarás las cuentas que deban pagarse a los sirvientes que prefieran quedarse aquí, en Venta Belgarum. Pueden quedarse en la casa, pero te aviso que debes llevarte todo lo que tengas de valor excepto mis tarros y mis hierbas. Quiero que las mujeres estén en un lugar seguro, alejadas de las garras de Úter Pendragón. Úter no recorrerá tanta distancia por tierras ajenas para perseguir a unos cuantos sirvientes. Solo viaja hacia el norte para luchar y matar.

Praxíteles asintió.

—Y ¿qué queréis que haga en Segontium, Myrddion? Esté donde esté ese lugar.

A pesar del peligro inherente a la propuesta, Myrddion soltó una carcajada.

—Odiarás el frío que hace en el norte, Praxíteles, pero te encantará estar de nuevo cerca del mar. Llévate el arcón en el que guardo el dinero y compra una casa en la ciudad, donde encontrarás a Finn Cuentaverdades y a Bridie. Tan pronto como sea posible, mandaré a Cadoc, Brangaine, Rhedyn y Ruadh para que se reúnan contigo, puesto que no puedo soportar la idea de que Úter les haga daño. En cuanto nos hayas perdido de vista, amigo mío, prepara la huida y viaja rápido.

Praxíteles extendió una mano bronceada con la que levantó la barbilla de Myrddion para examinar el daño que le habían causado los puños del gran rey.

—Se ha enfadado, Myrddion, y se pondrá furioso cuando lo desafiéis. La próxima vez que entréis en una batalla dialéctica con él, recordad que el gran rey no sabe controlarse. Yo haré lo que me pedís porque es la única solución razonable a vuestro dilema, pero debéis comprender que os quedaréis solo en una corte hostil durante un tiempo, tal vez varios años. Haced amigos si lo deseáis, pero solo con hombres a los que Úter no pueda hacer daño —le dijo con una sonrisa bondadosa a su señor—. Y ahora volved a dormir, yo me encargaré de cuidar a Brangaine. Incluso la peor de las noches da paso a una nueva mañana, y con un poco de suerte la luz del día traerá mejores noticias.

—Eso espero, aunque dudo que Úter se preste a ceder lo más mínimo.

Por la mañana, la muchedumbre estaba agitada como una frenética maraña de insectos expuesta a la luz del día cuando se le da la vuelta a un tronco podrido en medio del bosque. Igual que los escarabajos y todos esos bichos innombrables que de repente se convierten en presas de los afilados picos de las aves o de los ataques de otros depredadores, la ciudadanía de Venta Belgarum llenó las calles mientras intentaba asumir lo que implicaba esa nueva amenaza. Úter había ordenado que todos los hombres que gozaran de buena salud lo siguieran hasta Anderida, de manera que la ciudad empezó a bullir con los preparativos. Para tomar fuerzas ante la confrontación que se avecinaba, Myrddion se detuvo a comprar un muslo de pollo asado y una jarra de cerveza en una posada que se encontraba frente al patio del palacio. Cuando se sentó junto al fuego y empezó a recuperar la sensibilidad en las manos y los pies, le preguntó al posadero si se sabía algo nuevo acerca de Gorlois y de los reyes tribales.

—Claro que sí, maestro sanador, la reunión de los reyes parece que fue de lo más provechosa. El Jabalí de los dumnonios ha obtenido el permiso para mandar a sus mujeres de vuelta a Tintagel siempre que aporte los hombres de sus tierras para engrosar el ejército del rey. Gorlois ha jurado obedecer esa orden, puesto que Úter insiste en que el rey dumnonio lidere la caballería. Dormiré mejor sabiendo que Cornualles marchará hacia Anderida, eso os lo aseguro. Si alguien puede aniquilar a los sajones, ese es el rey Gorlois.

—Sí, pero ¿qué me decís de los demás reyes? —preguntó Myrddion intentando sonar despreocupado, aunque no consiguió engañar al avispado posadero.

—Por todos los dioses, sanador, claro que obedecerán a nuestro señor. El Dragón le guardaría un rencor temible a cualquiera que se negara a cumplir sus deseos. Sí, os aseguro que apoyaron su decisión. Por lo que me han dicho, todos han mandado mensajeros a sus reinos para reunir hombres para nuestro ejército.

—Hará demasiado frío para levantar un asedio. Muchos hombres morirán por culpa de la exposición a estas temperaturas heladas —murmuró Myrddion. Ya entonces, los vientos fríos intentaban abrirse paso por los postigos y una ráfaga de aguanieve golpeteaba la puerta cerrada.

—Siempre mueren soldados. Nuestro mayor temor en estos momentos es que los sajones lleguen a rodearnos.

Myrddion asintió.

—No los queremos aquí, pero el tiempo es cada vez peor y el camino hasta Anderida Silva es arduo y largo. Es posible que perdamos a tantos hombres por el camino que nuestro objetivo se vea frustrado antes incluso de empezar la campaña.

Se comió el muslo de pollo a pesar del dolor que sentía en la mandíbula cada vez que masticaba y, cuando hubo terminado —muy a su pesar, puesto que el fuego ardía con viveza—, le dio al posadero una moneda de cobre con la impronta de Máximo a cambio de la comida. El posadero sonrió ante aquella generosidad excesiva, que agradeció de forma lisonjera cuando Myrddion salió por la puerta para enfrentarse a la ventisca.

Botha lo interceptó antes de que pudiera llegar a los aposentos del rey y lo se lo llevó a un pequeño dormitorio que había al otro lado del pasillo.

—¿Estáis loco, sanador? ¿No aprendisteis nada la última vez, cuando el rey os hizo probar sus puños?

—Le ha ordenado a Ulfin que se llevara a dos de mis mujeres como rehenes para asegurarse mi buena conducta. Tengo que intentar que entre en razón.

Myrddion trató de abrirse paso apartando al capitán, pero Botha no cedió.

—¿Queréis morir o queréis que violen a vuestras chicas… o incluso algo peor? ¡Por piedad! Si Úter ve vuestro rostro magullado antes de que estéis curado, se acordará del destino que le predijisteis y os volverá a dejar inconsciente. Si mantenéis la mirada gacha, puede que todo acabe volviendo a la normalidad.

La voz y los modales de Botha reflejaban un nerviosismo fuera de lo normal, que contribuyó a preocupar todavía más a Myrddion y reafirmó su convicción de que tenía que discutir el asunto con Úter. Sin embargo, apenas había empezado a protestar cuando Botha le asestó un bofetón.

—Lo que decís es una arrogancia, Myrddion Merlinus, no tiene nada que ver con el sentido común. Ya conocéis a nuestro señor. Mejor que nadie, de hecho. Tenéis que daros cuenta de que derrocharéis saliva intentando razonar con él hasta que haya matado a los sajones en Anderida. Después de eso, estará de mejor humor.

Abatido, Myrddion apoyó la espalda contra la pared rugosa de la pequeña estancia. En el fondo sabía perfectamente que Botha tenía razón y que Úter era impredecible debido a la ira que sentía por él, a la lujuria que le despertaba una mujer inalcanzable y a lo mucho que odiaba a los sajones. Frustrado completamente, el gran rey lo golpearía hasta descargar por completo su ira ciega.

—Muy bien, te haré caso, Botha, pero debes prometerme que intentarás que las prisioneras estén tan seguras como sea posible. Esas pobres chicas no deberían sufrir solo porque al rey le ofenda que yo exista. Prométemelo y regresaré a la casa de los sanadores para preparar el equipaje hacia Anderida.

Botha se rascó la barbilla con el dedo índice y Myrddion oyó el áspero sonido de la barba incipiente contra los callos que la espada había hecho crecer en sus manos.

—De acuerdo, haré lo que pueda para que esas muchachas estén seguras, aunque esa niña llamada Willa está sentada en silencio y se niega a comer. Si me hacéis llegar algún mensaje de su madre, me aseguraré de que lo reciba.

Así pues, Myrddion regresó a la casa para iniciar los preparativos del viaje hacia el este. Conocía el paisaje a raíz de los viajes que había tenido que hacer al servicio de Ambrosio y de Úter, por lo que comprendía la importancia estratégica de Anderida. El fuerte romano, con los muros de piedra y las puertas al este y al oeste, estaba protegido por el mar hacia el sur y gozaba de una ubicación concebida para defender una larga extensión de costa en un lugar en el que los romanos habían temido recibir invasiones desde el continente.

Mientras examinaba el mapa del área, Myrddion quedó maravillado por la astucia de los ingenieros, que habían construido el fuerte con una ciénaga en la parte sur, una defensa perfecta para los legionarios romanos, que se habrían sentido incómodos tan lejos de casa, en las gélidas costas del sur de la Britania. Detrás de la ciénaga, los bosques de Anderida Silva cubrían las colinas con su tupido manto de árboles, una barrera efectiva excepto para la caballería.

No había ninguna ruta principal que pasara por la fortaleza, por lo que un comandante novato podría considerar que no tenía mucha importancia estratégica. Sin embargo, esa conclusión sería un error, porque Anderida, así como las colinas que quedaban al oeste, guardaban los verdes campos de Vectis, Magnus Portus, Noviomagus y Portus Adurni, es decir, el embudo por el que pasaban las tribus para comerciar con los francos y los visigodos más allá del Litus Saxonicum. Y lo más importante era que si los sajones terminaban ocupando los puertos, Venta Belgarum caería también de forma inevitable y el ataque se haría extensible hacia el oeste de manera implacable. Los reyes tribales jamás conseguirían recuperarse de un desastre como ese.

—La fortaleza de Anderida debe seguir en manos de los celtas tanto tiempo como sea posible —le explicó Myrddion a Cadoc mientras señalaba con énfasis el mapa con el dedo índice—. Mira lo que protege. Más allá de Anderida Silva está Calleva Atrebatum, y solo los dioses podrían ayudarnos si llega a caer esa ciudad, puesto que converge con caminos romanos por las cuatro direcciones. Estaríamos atrapados entre Escila y Caribdis.

—¿Escila y qué? —dijo Cadoc con la mirada vacía.

—Una roca y un remolino. Seríamos una presa fácil para nuestros enemigos… Podrían aislarnos y cortarnos a tajadas como si fuéramos carne de buey. Y ¿dónde estaríamos entonces si no tuviéramos a un salvaje como Úter, que es el único rey capaz de hacer lo que debe hacerse? Y, aun así, ojalá no le gustaran tanto las matanzas.

—Parece que la muerte y la destrucción mitigan su ira, maestro. Entonces, si lo he entendido bien, vamos a salvar a Willa y Berwyn de lo que podría ser un final trágico.

—Sí. El primer contingente de tropas saldrá mañana y los refuerzos se reunirán en el campamento a las afueras de Noviomagus. Cuando nosotros lleguemos con el convoy de equipajes, las tropas de los dumnonios, los belgas y los dobunnos ya se habrán unido a los guerreros atrebates de Úter. El gran rey no se detiene ante nada; seguro que pretende asesinar a todo el ejército sajón.

—Entonces tendremos mucho trabajo por delante —respondió Cadoc, impasible—. Es hora de hacer el equipaje para una larga campaña.

Cuatro semanas más tarde, en una fría noche de luna nueva, cuando un leve manto de nieve cubría el bosque de Anderida Silva y las ramas heladas gemían bajo el gélido peso del invierno, Myrddion se acurrucó entre sus gruesas pieles. Desde una colina baja contempló el silencioso grupo que se había extendido formando dos grandes cuernos, preparado para atacar los dos campamentos sajones que asediaban la fortaleza celta. Incluso en esos momentos, los sajones seguían cavando a marchas forzadas bajo las murallas de piedra del fuerte o golpeando las puertas de madera de los flancos este y oeste. Desde aquella distancia, la silenciosa fortaleza parecía demasiado pequeña para justificar la pérdida de vidas que se avecinaba entre los ejércitos que estaban a punto de enfrentarse.

El campamento de Úter estaba a oscuras, puesto que, a pesar del tiempo gélido, el gran rey había ordenado que no se encendieran hogueras a menos que fuera imprescindible. Los hombres se acurrucaban en montones de nieve y los caballos aguardaban ocultos en el bosque, donde nadie pudiera verlos. Todos los exploradores y mensajeros que habían sido enviados desde las líneas sajonas habían sido ejecutados de forma sumaria, aunque unos pocos mensajeros habían sido interceptados mientras llevaban comunicaciones a los comandantes de Londinium. Incluso Úter admitió sentir una cierta admiración por la valentía de esos guerreros sajones, a los que mató de todos modos.

—Los sajones deben de saber que estamos aquí —susurró Myrddion en voz alta, más bien en busca de consuelo que con la esperanza de recibir una respuesta. Cadoc estaba roncando bajo el primer vagón y la noche parecía tranquila.

La nieve crujió bajo una bota y Myrddion se volvió con torpeza desde su crisálida de pieles. Una figura negra, poderosa y muy apagada, se acercó a él entre los troncos de los árboles negros como el carbón.

—¿Quién va? —siseó el sanador, que se sintió algo idiota por haber elegido aquellas palabras tan melodramáticas.

—Un amigo, Merlinus. Soy Gorlois de los dumnonios.

—¿El rey Gorlois? Señor, ¿por qué venís a verme? Esperaba que intentaríais evitar al Cuervo de Úter.

—Ven conmigo, Merlinus. No tengas miedo, no he venido para matarte con sigilo, como tampoco te culpo por los pecados de tu señor. Úter Pendragón se rige por sus propias leyes.

La oscura figura hizo señas al sanador para que lo siguiera hasta el límite del bosque, donde nadie pudiera oírlos. Cuando se movió para reunirse con él, Myrddion reflexionó acerca de las ironías de la vida. Entre todos los que podrían haber acudido a buscarlo, ahí estaba Gorlois, el hombre al que menos deseaba ver. Estaba casi seguro de que el Jabalí de Cornualles le guardaría rencor por su posición en la corte de Úter Pendragón. Por suerte, se había equivocado. Con un gesto impaciente, Gorlois se retiró la capucha y se agazapó con cautela hasta quedar en cuclillas.

—Agáchate, Myrddion, preferiría que no me vieran en tu compañía. Me vigilan en todo momento, incluso cuando voy a mear. He tardado diez minutos en despistar a mis vigilantes cuando he ido a la letrina esta vez, o sea que esos patanes al final se darán cuenta de dónde estoy. Acércate más.

—¿Cómo puedo ayudaros, señor? Debo deciros que he perdido el favor del gran rey, aunque sigue obligado a velar por mi seguridad por el juramento que le hizo a su hermano.

Gorlois rió en voz baja.

—Supongo que debes de darle vueltas a la posibilidad de que se escape una flecha durante el combate, ¿no?

Myrddion asintió, puesto que no eran necesarias más explicaciones.

—Aquí todo está aún muy tranquilo, pero los sajones han creado un pequeño infierno cristiano a las afueras de Anderida. Se espera que mañana cabalgue en la vanguardia para aplastar al enemigo contra las puertas de la fortaleza, por lo que yo también temo recibir un flechazo o una puñalada por la espalda. Como te he dicho, me vigilan en todo momento y Úter me sonríe como si estuviera contemplando una apetitosa comida fácil de digerir. Me temo que tiene la intención de comerse mi cadáver para cenar antes de que termine la semana, pero le espera un buen dolor de barriga si lo intenta y no lo consigue.

—Lo siento, señor, pero no tengo ninguna autoridad ante Úter Pendragón después de nuestro último encontronazo. Si hablara en vuestro favor, el rey asumiría que sois culpable de traición y actuaría en consecuencia.

—No, me has entendido mal, sanador. —Gorlois se examinó las uñas con atención como si se escondiera algún secreto en ellas—. No espero morir en la batalla que se avecina porque Úter me necesita a la cabeza de la caballería, pero si quiere verme muerto cuando esto haya terminado, lo conseguirá. No tengo esperanzas de que entre en razón.

Gorlois recogió un puñado de nieve y la estrujó entre los dedos. Con la sonrisa de un chico despreocupado, probó la nieve con la lengua y soltó un profundo suspiro.

—La vida es maravillosa, ¿verdad, sanador? Cada aliento, cada aroma en la brisa, el sabor de la nieve limpia en la lengua… Si mi destino es morir, echaré de menos las alegrías de la vida. Sin embargo, aunque calculo haber vivido más de cincuenta primaveras y todavía me siento sano y fuerte, sé que ese estado de felicidad no puede durar para siempre. Preferiría morir en batalla si eso me ahorra el lento declive de la vejez; no soy un hombre al que le guste reconocer la compasión en los ojos de su esposa y de sus hijas.

Myrddion recordó que su bisabuelo Melvig, que había vivido hasta alcanzar una edad extraordinariamente avanzada, había sufrido al ver cómo mermaban sus fuerzas. El sanador asintió para darle a entender lo mucho que lo comprendía.

—Pero si tengo que morir, mi amada Ygerne quedará expuesta a la lujuria de Úter Pendragón. Y ese no tiene vergüenza; demuestra con descaro sus intenciones. Me sorprendió que le permitiera regresar a Tintagel. Supongo que está esperando para asediarla cuando se haya librado de mí.

—Temo que así sea, señor. Úter ha enloquecido con Ygerne a pesar de que todos sus consejeros hemos intentado disuadirlo. Es un capricho repentino que ha surgido de la nada y así he intentado hacérselo ver, pero no he conseguido que cambie de opinión. Úter nunca ha mostrado inclinación alguna por desposarse, por lo que tal vez desee a vuestra reina solo por el hecho de verla como inalcanzable.

Gorlois se rió por lo bajo, aunque en su risa no se apreciaba rastro de humor.

—Muchos hombres han deseado a mi esposa, pero ella sigue siéndome fiel. Creo que preferiría morir a permitir que otro hombre yaciera con ella. No comprende lo bella que es y se considera vieja, aunque su encanto sigue siendo fascinante y llevará a Úter a la ruina si continúa persiguiéndola.

—Sí, os creo. Úter no puede forzar a vuestra esposa sin destruir toda su credibilidad personal. Cuando hayáis muerto, tendrá el camino libre hasta Ygerne, pero ni siquiera un gran rey puede poseer a una reina tribal a la fuerza.

—Veo que comprendes mis temores, Myrddion. Por eso… Si muriera durante la batalla, te ruego que intentes protegerla. Ella no acierta a comprender la malicia que llega a haber en el mundo y tampoco comprenderá lo implacable que puede resultar Úter. Me aterroriza pensar lo que puede pasarle.

Myrddion se levantó con un leve gruñido de esfuerzo. Cuando enderezó la espalda, miró fijamente el cielo oscuro que ocultaba las estrellas tras un grueso manto de nubes y en el aire olió que todavía tenía que caer más nieve. Su mente se transportó a la lejana Tintagel, un lugar en el que nunca había estado. Intentó imaginar a la Azucena de Cornualles con esos maravillosos ojos mutables, en su hogar, junto al turbulento océano, y notó que la pena se instalaba en sus ojos negros.

—Debería deciros, Gorlois, que le dicté una profecía a Úter en Venta Belgarum y lo amenacé con que cumpliría su deseo pero perdería el alma con ello. Temo haber visto también vuestra muerte. La diosa habla de forma enigmática cuando usa mi boca para comunicarse, por lo que tal vez me esté equivocando. Pero os prometo, Gorlois, que serviré a vuestra esposa con todas mis fuerzas pase lo que pase. Arriesgaré mi vida por ella y me aseguraré de que viva en paz muchos años más. Algo me dice en voz baja que sobrevivirá a Úter Pendragón y a la brutalidad que este demuestra. Al fin y al cabo, es la hija de Pridenow, un guerrero de renombre.

Gorlois suspiró.

—Sí, Pridenow era su padre y Morgana la protegerá a su manera —dijo Gorlois con los ojos inefablemente tristes—. Me has consolado, sanador, porque creo que intentarás mantener tu palabra. Si un hombre condenado puede ayudarte en algo, solo tienes que pedirlo, puesto que estoy en deuda contigo.

Como verdaderos guerreros, el rey y el sanador permanecieron juntos unos breves momentos mientras la luna se abría paso entre las nubes amenazadoras y preñadas de nieve para permitir que su luz plateada les acariciara el rostro. Como si hubiera recibido una señal, la nieve empezó a caer de nuevo y obligó a Gorlois a ponerse la capucha. Con una amabilidad sorprendente, le dedicó a Myrddion una sonrisa envuelta en aquella lana gruesa.

Ave, sanador. Tal vez volvamos a encontrarnos más allá de las sombras.

Myrddion se dio cuenta de que no podía confiar en su propia voz, por lo que Gorlois desapareció entre la oscuridad de los árboles sin oír ni una palabra de despedida. Acto seguido, la luna desapareció también y la oscuridad más absoluta se apoderó de nuevo de la tierra como si la hubieran cubierto con un sudario.

Ave, Gorlois —susurró Myrddion—. Los hombres os recordarán mientras el valor y la lealtad sigan siendo importantes.

A continuación, el sanador regresó a los carros para velar a su pequeño grupo hasta que el alba asomó por el cielo de levante.