17

La perdición de Úter

Tan pronto como el rey la vio [a Ygerne] entre el resto de las damas, se enamoró apasionadamente de ella, ignoró a las demás y no pudo pensar en otra cosa.

GODOFREDO DE MONMOUTH,
Historia de los reyes de Britania

Pasó el tiempo y los tres amigos siguieron disfrutando juntos sumidos en la tensa inactividad de Venta Belgarum. Las nieves habían llegado ya, pero todavía eran ligeras y sirvieron solo para suavizar la dureza de las líneas rectas de la ciudad. Incluso los muros grises de los edificios de piedra parecían blandos por el efecto de la nieve reluciente, que se posaba hasta en la más mínima protuberancia rocosa, mientras que en las calles la suciedad no tardaba en quedar enterrada bajo un prístino manto blanco. Los vientos habían amainado, pero el sol era invisible tras la capa de nubes grises como palomas que cubría el cielo, preñada de nieve lista para caer.

El día de la festividad del solsticio, Myrddion se levantó temprano, comió y salió antes de que la luz se hubiera impuesto a las sombras de una noche tranquila. Mientras caminaba en dirección a la ciudadela, se dio cuenta de que casi todos los portales estaban decorados con muérdago cargado de bayas blancas para simbolizar el nacimiento del rey del año nuevo. Al morir el año viejo, el debilitado rey de la tierra quedaría transformado en un chiquillo sonrosado, de manera que el solsticio marcaba el gran ciclo del nacimiento y la muerte que tenía lugar en pleno invierno. Así pues, el gran rey y su reina debían bailar y regocijarse ante los fuegos de Samhain, puesto que representaban la fertilidad de la tierra.

—Pero Úter no tiene esposa ni desea tener un hijo que, como el vástago de Vortigern, pudiera anhelar la corona de Máximo. ¡Menuda parodia! Úter presidirá una ceremonia estéril sin una santa novia. Dioses, ayudadnos en este momento de necesidad.

Cuando varios obreros que estaban retirando la nieve frente a la puerta de un establo con palas de madera se detuvieron para mirarlo, Myrddion se dio cuenta de que había estado hablando en voz alta. Se reprendió a sí mismo mentalmente. ¿Qué le estaba pasando?

Al llegar al palacio del rey constató que los días de preparación y de trabajo ingrato empezaban a dar su fruto. Los agobiados mozos llevaban a las cocinas cestos de pescados envueltos en hojas verdes. Las ostras de roca se mantenían frescas en cuencos de madera con agua salada, mientras que unos sirvientes preparaban hortalizas, frutas y todo tipo de aves de corral, así como enormes trozos de carne de venado que daban vueltas en los asadores. El lugar de honor lo ocupaba el jabalí que había cazado Gorlois, que daba vueltas poco a poco, a fuego lento. Era demasiado grande para las cocinas, por lo que se habían visto obligados a instalar un techo en el exterior para asarlo y dos hombres se encargaban de darle vueltas con las manos protegidas por gruesos guantes de cuero. De vez en cuando, rociaban la piel del jabalí con un líquido viscoso que a Myrddion le pareció que era miel.

Los aromas de la carne asándose a fuego lento hicieron salivar a Myrddion mientras, medio enloquecido por el aroma, unos chuchos optimistas esperaban sentados fuera del alcance de las pedradas que les lanzaba un mozo de las cocinas cuya única tarea consistía en mantenerlos alejados. A Myrddion se le alegró el corazón al ver los correteos de hombres y mujeres atareados y sonrientes mientras preparaban el banquete sagrado.

—¿Ya estáis inmerso en vuestras cavilaciones, Myrddion?

El sanador se giró poco a poco.

Botha estaba apoyado con desidia contra el muro de madera de la cabaña que se usaba para secar la leña. Llevaba los bordes de la capa llenos de barro, por lo que el sanador se preguntó qué debía de haberle encargado su señor a esas horas tan tempranas del día.

—¿Qué haces por aquí antes de que cante el gallo, Botha? ¿Ocurre algo?

—No, sanador, todo va bien. Me ocupo de la seguridad del obispo Lucius de Glastonbury, que ha venido a instancias de su mentor, el obispo Paulus de Venta Belgarum, a quien seguramente conocéis como Caomh el Amable. Su presencia ha sacado de quicio a nuestro señor, puesto que la Iglesia cristiana ha decidido que el solsticio coincida con el nacimiento de su Jesucristo, el dios resucitado. A Úter no le ha gustado nada y ahora tendrá que celebrar el acontecimiento en la iglesia de piedra dentro de dos días. De vez en cuando se declara cristiano, pero, igual que la mayoría de los guerreros, prefiere mantenerse leal a Mitra y no a un dios que predica la paz.

—Sé que debe ser difícil para ti, Botha. Sin embargo, Lucius le alivió el alma a Ambrosio en el lecho de muerte, por lo que Úter tiene que mostrarle su gratitud. Además, al parecer el prelado es un hombre poco corriente, que comprende lo que es luchar y matar. Confío en él, aunque no comparto la fe cristiana. Tiene una presencia… y una serenidad que inspiran confianza.

—Sí, sanador. Pero nuestro señor es imprevisible cuando se enfada, por lo que he alojado a Lucius con Paulus, con la esperanza de que los dos hombres no asistan al banquete de esta noche. Si demuestran un mínimo tacto, se quedarán dentro de sus gruesos muros y evitarán participar en una celebración pagana.

—¿Pagana? —exclamó Myrddion con las cejas levantadas por el asombro—. Considero que la vieja fe sigue siendo la verdadera, aunque admito que mi posición es minoritaria. ¿Qué ocurriría si Úter insistiera en la presencia del obispo? Eso podría avergonzar al obispo Paulus. Me gustaría hablar con Lucius, en caso de que el obispo le permita conversar con paganos. Confieso que su erudición y fortaleza de carácter me tienen intrigado. ¿Crees que mi propuesta será bien recibida?

—No veo por qué no, sanador. Tenéis poder en esta ciudad y sois la mano izquierda del gran rey. Es probable que Lucius y Paulus sientan tanta curiosidad por vos como la que vos demostráis por ellos. Se pasan el tiempo tratando con no creyentes, aunque insisten en que su fe es la única verdadera.

—Entonces creo que pasaré a visitar a Lucius ahora que tengo tiempo —decidió Myrddion.

Botha asintió impasible y señaló el edificio de estilo romano en el que estaban alojados los prelados de occidente.

Myrddion atravesó las gélidas calles intentando evitar el barro y la nieve medio derretida que tanto había manchado la capa de Botha. La casa de piedra era un edificio sombrío y sin ventanas que parecía erigido alrededor del atrio central. Las pesadas puertas dobles ostentaban un enorme y reluciente picaporte de latón que representaba la cabeza de una bestia extravagante con una anilla de hierro en la nariz.

Myrddion usó la campana de hierro para llamar a la puerta y oyó su eco resonar en el interior de la vivienda.

Unos momentos después, un anciano sacerdote abrió la pesada puerta. Llevaba la tonsura al estilo romano y tenía las manos y los labios azulados por el frío. Con una punzada de compasión, Myrddion se dio cuenta de que el anciano caminaba descalzo sobre el pavimento de piedra.

—He venido para hablar con el obispo Lucius de Glastonbury. Me llamo Myrddion Merlinus de Segontium, la ciudad a la que también llaman Caernarfon.

El anciano examinó a Myrddion con sus ojos enrojecidos y reumáticos, aunque sin decir nada. El sacerdote se limitó a levantar un dedo nudoso antes de recorrer la columnata con los pies descalzos, dejando a Myrddion en el umbral.

De nuevo, el sanador tuvo que esperar un buen rato antes de oír unos pasos que se acercaban a la puerta. Enseguida vio que Lucius acudía a su encuentro seguido de cerca por el sacerdote más anciano. Aunque vestía ropa sencilla, sin blanquear y atada a la cintura con una cuerda de lana trenzada medio deshilachada, Lucius se movía como un guerrero ataviado con armadura y lino blanco. Las sencillas sandalias de cuero que llevaba puestas le dejaban los pies casi al desnudo y tampoco llevaba la cabeza cubierta, pero no daba la impresión de tener frío o de sentirse incómodo.

—Myrddion Merlinus, me acuerdo mucho de vos. —Lucius tenía una voz de barítono suave y agradable y, una vez más, Myrddion quedó sorprendido por la pureza del latín que hablaba el obispo—. ¿En qué puedo ayudaros, hijo?

—Perdonad que os moleste, pero quería agradeceros la compasión que le transmitisteis a mi querido rey Ambrosio. No tuve la oportunidad de hablar en privado con vos, puesto que Úter se mueve como el viento cuando decide actuar. Me vi obligado a supervisar la pira funeraria de mi difunto señor en el Círculo de los Gigantes.

—Lo comprendo, buen Myrddion —respondió Lucius con los ojos fijos en el rostro del sanador—. Aunque ese no es el motivo que os trae hasta mí, ¿verdad?

—No estoy seguro de por qué he venido, simplemente he sentido el impulso de hablar con vos de nuevo cuando Botha me ha contado que estabais en Venta Belgarum.

—Entrad, pues, hijo mío, venid al atrio. Tal vez el buen padre Ednyfed tenga la amabilidad de traernos algo de leche caliente —dijo mientras señalaba al anciano sacerdote.

El padre Ednyfed levantó los ojos hacia Myrddion como un mirlo ansioso y retorcido, con la mirada reluciente por el interés.

—No me gustaría abusar de la amabilidad del padre Ednyfed. El suelo debe de estar muy frío y va descalzo.

El padre Ednyfed negó con la cabeza de forma vigorosa, lo que hizo aparecer una sonrisa en el rostro de Lucius, quien le hizo un gesto con la cabeza al sacerdote.

—Si sois tan amable, hermano Ednyfed.

El anciano sacerdote se alejó de nuevo con más energía de la que podía esperarse de su encorvado espinazo y sus nudosas extremidades. Los ojos llenos de compasión de Myrddion siguieron a aquella figura vestida de color marrón desgastado.

—¿Por qué vuestro sacerdote no lleva ni sandalias ni mitones? Es demasiado anciano para tener que soportar los rigores del frío invernal.

Lucius sonrió de forma reflexiva y los ojos llenos de compasión y comprensión.

—El hecho de que os preocupéis dice mucho a vuestro favor, pero Ednyfed ha elegido sentir el frío y guardar silencio. Está expiando un pecado que no puede purgarse solo con oraciones… al menos desde su punto de vista.

—¿Por qué tendría que requerir cualquier dios un sufrimiento como ese? —susurró Myrddion.

—Mi Señor no nos pide nada. Ednyfed ofrece sus viejos huesos y su silencio de buena gana. Y yo no puedo interponerme entre su creencia y su salvación.

Ednyfed apareció de nuevo al lado de Lucius con una bandeja en las manos.

—Gracias, hermano. La leche nos sentará muy bien.

Ednyfed le ofreció leche a Myrddion y se inclinó con mucho dolor en una reverencia para besar el anillo de Lucius. Myrddion desvió la mirada, avergonzado por esa humilde muestra de devoción.

Cuando el anciano sacerdote se hubo marchado, Lucius envolvió el cuenco con las manos y examinó detenidamente a Myrddion con su mirada penetrante mientras el joven intentaba encontrar una posición cómoda sobre el duro banco de piedra.

—Estáis atribulado, sanador. Lo veo en vuestros hombros, encorvados bajo un peso que no cargabais la última vez que nos vimos. ¿Cómo puedo ayudaros?

Myrddion negó con la cabeza algo irritado.

—No lo sé, Lucius. Supongo que si formara parte de vuestro rebaño cristiano probablemente desearía confesarme ante vuestro Dios y liberar mi alma de la carga que supone el conocimiento de ciertas cosas, puesto que me está amargando y está mancillando mi honor. He visto cosas que… Y no he dicho nada, por un juramento que me une a mi difunto rey y a sus deseos.

Lucius asintió en actitud comprensiva.

—Hay una terrible contradicción entre lo que exige el honor personal y lo que requiere el reino —dijo con cautela, equilibrando las necesidades del joven que tenía sentado delante y las constricciones de su fe—. Estáis en un camino peligroso entre dos males y un mero desliz por vuestra parte puede mancillar vuestra alma para siempre.

Lucius sonrió y los ojos de Myrddion empezaron a acumular lágrimas a medida que iba detectando comprensión en el rostro del prelado.

—No puedo oír vuestra confesión, como tampoco puedo daros la absolución que vuestro corazón desea. Pero puedo escucharos, Myrddion, puesto que yo también fui pagano y sé que Dios entró en mí, incluso entonces, para guiar mis torpes pasos por los senderos que me había deparado. Podéis hablar con libertad. Jamás traicionaré una sola palabra pronunciada en esta casa. Tenéis mi juramento como obispo, como romano y como hijo de una familia que siempre se ha enorgullecido de la gloria de su nombre.

No había ningún motivo por el que Myrddion no tuviera que confiarse más allá de la palabra de ese hombre tan convincente e interesante. Así pues, después de tantos años de silencio y disciplina para mantener sus emociones a raya, Myrddion empezó a hablar de lo que había visto y hecho durante los dos últimos años que había pasado al servicio de Úter Pendragón. Al principio, las palabras fueron saliendo poco a poco y de forma dolorosa, pero enseguida se convirtieron en un verdadero torrente cuando el sanador empezó a sentir que el peso de la vergüenza y de la culpa dejaba de aplastarle la espalda.

«Así que este es el motivo por el que la confesión resulta tan atractiva para los cristianos», pensó Myrddion.

—Sin embargo, se avecinan más problemas, Lucius. No sé si creéis en las profecías y las visiones. Imagino que vuestras creencias descartan ese tipo de supersticiones, pero yo sé que existen, nos gusten o no. Me encuentro en un tira y afloja que me está llevando hacia un acontecimiento en el que tendré que encontrar el equilibrio entre el peso de mi alma y las necesidades del pueblo del oeste. Úter es un mal necesario, puesto que solo él puede salvar esta tierra de la invasión sajona en este punto de nuestra historia. No existen más demandantes que puedan mantener el frágil acuerdo que estableció Ambrosio, ¿qué voy a hacer?

Lucius se puso en pie, y su rostro bello y sereno quedó fruncido en una expresión preocupada. Sus refulgentes ojos negros estaban fijos en algún lugar lejano en el tiempo y el espacio, como si estuviera calibrando las lecciones del pasado antes de poder hablar.

—Úter es un hombre peligroso por el gran odio que siente por todo el mundo. Nada es excesivo para él, ni el asesinato ni la blasfemia ni la destrucción del país, si eso sirve a sus propósitos. Pero tanto odio solo está contenido por el interés propio y esa es nuestra única esperanza. Durante demasiados años fue un guerrero anónimo desterrado de su patria. No se arriesgaría de nuevo a otro exilio, lo que os ofrece un arma que podría serviros para controlar sus peores excesos.

—Sí, eso es cierto —respondió Myrddion, con la mente activa y los ojos llenos de una esperanza cada vez mayor—. Tal vez pueda utilizar ese temor para centrar su atención en los sajones y desviarla de la locura que lleva en el corazón.

—No confundáis la malicia con la demencia, Myrddion. Igual que la criatura de la que toma el nombre, Úter es frío, salvaje y lleva el odio muy dentro. No es un demente, simplemente es malo. Y ese defecto también puede seros útil si conseguís olvidar lo burda que es su monstruosidad, puesto que se trata de un mal impotente, en gran medida.

Myrddion asintió despacio y pensó en el momento en el que Úter reclamó la joya de Carys. Ese pequeño robo había sido fruto del mal, no de la locura.

—¿Qué puedo hacer ante las dificultades que se avecinan?

—Para bien o para mal, tenéis un cierto poder sobre Úter Pendragón debido al juramento que le hizo a su hermano. Tendréis que basar vuestras decisiones en lo que sea bueno para el reino. Tal vez tengáis que pasar por encima de vuestro honor personal en alguna ocasión para poder salvar y servir al pueblo. En ese caso, no me preocuparía si estuviera en vuestro lugar. Seguís siendo joven y os quedan muchos caminos amargos que recorrer antes de morir.

Myrddion se puso en pie, puesto que la niebla se había disipado de su cerebro. Lucius había apuntado directamente al quid del problema de Myrddion. En esos momentos comprendía que su honor personal era menos importante que el bienestar del conjunto de los britanos. Por espinoso y doloroso que fuera, veía el camino despejado de nuevo.

—Gracias, obispo Lucius. No puedo pensar en otro hombre capaz de haber contemplado mi dilema como lo que es, ni haberlo definido con tanta claridad. ¿Podría volver a hablar con vos en caso de que lo vea necesario? Me siento muy solo ostentando el poder que Ambrosio me otorgó.

—Por supuesto, hijo mío. Si eso te sirve de consuelo, el emperador Ambrosio debió de confiar más en vos que en cualquier otro hombre vivo para haberos dejado una carga de tales dimensiones. Tal vez no fue justo, pero tenía poco tiempo y amaba estas tierras igual que vos.

—Así es —respondió Myrddion con tristeza mientras se disponía a marcharse.

Myrddion pasó la tarde inmerso en el ajetreo de la organización. Sobre sus anchos y recios hombros recayó la tarea de decidir el orden de preferencia y evitar la posibilidad más que real de que alguno de los reyes pudiera sentirse ignorado o insultado. Tuvo la prudencia de situar a Gorlois, a su reina y a su hija en la mitad de una mesa, flanqueados por Llanwith pen Bryn en un lado y por Luka de los brigantes en el otro. De este modo, Myrddion esperaba mitigar la desconfianza de Úter respecto a la posibilidad de que Gorlois y Leodegran estuvieran conspirando contra él, de manera que los ubicó alejados y evitó así cualquier conflicto directo con el gran rey.

Una vez cubiertas todas las eventualidades previsibles, Myrddion verificó la pira del solsticio del patio antes de escabullirse a toda prisa hacia la casa de los sanadores para poder tomar un baño y vestirse con la ropa más elegante que poseía. En su cabeza seguía dándole vueltas a posibilidades funestas mientras se vestía con la ayuda de Ruadh y Cadoc, que había pulido sus alhajas hasta dejarlas resplandecientes. Praxíteles asistiría en condición de sirviente de mesa, lo que le obligó a vestirse con lino blanco, aunque Myrddion imaginó que pasaría un frío atroz.

—Eres demasiado viejo para llevar ropa de lino en pleno invierno —le dijo con sincera preocupación—. Te morirás de frío.

Praxíteles sonrió y se apartó la túnica blanca para revelar unos calzones y unas botas de piel.

—Bajo esta vestimenta tan fina, os aseguro que voy calentito, señor. Y no temáis por el alboroto durante la ceremonia, haré lo que sea necesario para conseguir que el banquete transcurra sin problemas.

Myrddion había elegido vestir de negro, como de costumbre, aunque las mujeres habían encontrado un fino tejido de lana con el que le habían hecho una magnífica túnica, algo fúnebre, que pudo llevar por encima de sus largos calzones y botas. Un cinturón de eslabones plateados rodeaba sus estrechas caderas y Brangaine aportó el collar de electro con forma de pez que había pertenecido a su madre y se lo abrochó al cuello aprovechando un momento de distracción del sanador.

—¡No puedo llevar esto! —exclamó Myrddion mientras golpeteaba el colgante con el dedo índice—. Este colgante está consagrado a la Madre y yo soy un hombre. Ya será suficientemente difícil asistir al banquete sin ofenderla.

—La Madre asistirá a la ceremonia de todos modos, maestro —respondió Ruadh en nombre de todos—. Llevad su marca para que todos los hombres os conozcan por lo que sois. Dadle a Úter algo en lo que pensar.

Myrddion resopló con desdén.

—Él no reconocerá esta joya ni comprenderá su significado. Úter es un verdadero zoquete en cuestiones de religión y de presagios.

—Pero otros reconocerán el símbolo y le dirán lo que significa. Id con la cabeza bien alta. Esta noche vais a la guerra por todos nosotros. Empezad el año nuevo bajo el buen augurio de la Madre.

A pesar de sus recelos, Myrddion se rindió a esos argumentos, se puso los anillos en los dedos y dejó que las mujeres le ataran el pelo con hilo de plata. Con la capa de pelo de marta echada con descuido por encima de los hombros, se sintió equipado para cualquier batalla invisible y se sumergió en la noche seguido por Praxíteles, que llevaba una luminosa antorcha para alumbrar el camino.

Cuando pasaron por delante de las viviendas del pueblo llano de Venta Belgarum, los ciudadanos se quedaron asombrados por el aspecto del sanador. La antorcha alargaba su sombra hasta darle una apariencia de verdadero gigante, mientras que su vestimenta negra se fundía con las sombras hasta convertirlo en un ser casi invisible excepto por la extrema palidez de su rostro y de las manos. Sin embargo, el reflejo de la luz de la antorcha sobre las escamas plateadas del colgante en forma de pez reflejaba la luz blanca y fría y lo señalaba como una criatura de la oscuridad.

Myrddion llegó al salón del banquete por un acceso lateral para esquivar el impacto que habría tenido una entrada vistosa por las grandes puertas doradas. Después de verificar la estancia dedicada al banquete por última vez, se reunió con los nobles invitados que esperaban en la antesala, confiando en que el gran rey se dignaría presentarse.

Nervioso, Myrddion examinó al acicalado gentío. Los sirvientes se abrían paso entre los reyes, que se agrupaban para chismorrear con sus respectivas esposas, para ofrecerles vino, zumos helados y tentadoras golosinas concebidas para abrir el apetito de los comensales.

«Hasta el momento, todo bien —pensó Myrddion—. Nadie se ha impacientado… todavía. ¿Por qué les hace esperar tanto Úter?»

—¡Eh, Myrddion! —exclamó Llanwith desde un rincón oscuro; Luka se había sentado en un taburete con la cara algo pálida—. ¿Cuándo empezará el banquete? Te aseguro que la mitad de los invitados no tardarán en estar borrachos si no cenamos pronto.

Myrddion se encogió de hombros mientras se acercaba a sus dos amigos.

—No tengo ni idea, Llanwith. Supongo que el gran rey debe de estar ocupado con algo importante.

Se dedicó a explicarles los motivos de la disposición de los comensales en la mesa y les arrancó la promesa de que actuarían como filtro entre Gorlois y el gran rey.

—¿Cómo esperas que suavicemos a Úter si llega a enfadarse? —preguntó Luka con tono lastimero. Estaba cansado, hambriento y tenía calor.

—Haced lo que podáis. Estáis muy lejos de la cabecera de la mesa, por lo que no deberían surgir problemas.

—Promesas y más promesas —murmuró Luka.

En ese momento, las puertas interiores de la sala se abrieron de repente y Botha instó a los reyes a ocupar los lugares que les correspondían para el banquete del solsticio. Puesto que los invitados estaban hambrientos, prestaron poca atención al protocolo y al orden de entrada. De hecho, Botha tuvo que aferrarse al marco de la puerta cuando los reyes y sus respectivas esposas e hijos entraron de forma atropellada para buscar su asiento en el banquete.

—Igual que el ganado cuando entra en el establo del amo —murmuró Llanwith con tono siniestro, aunque Myrddion se abstuvo de hacer comentarios.

Tras asegurarse de que Llanwith había reconocido la oscura cabeza de Gorlois entre la multitud, Myrddion se escabulló hacia una mesa menor en la parte posterior del salón de banquetes, en la que ocupó un lugar junto a varios ciudadanos insignes de la ciudad que gozaban de una posición secundaria en el gran evento.

El lugar que había elegido no respondía a una falsa modestia. Desde su asiento podía observar las acciones de su señor, que estaba al otro lado de la estancia, sin perder de vista a los reyes tribales mientras comían. Cuando Praxíteles le ofreció vino tinto, Myrddion tapó el cáliz con la mano y le pidió que le trajera agua.

—Vuestra presencia es un honor para nosotros, maestro sanador —murmuró el magistrado principal de la ciudad de forma muy educada.

El pesado collar que identificaba su cargo envolvía su cuello esquelético y Myrddion reconoció la factura romana de la decoración. Una vez que le hubieron presentado a todos los líderes cívicos de la mesa y a sus intimidadas esposas, se centró en cumplir con la observación meticulosa que se había propuesto.

Unos músicos tocaban tambores, gaitas y laúdes para disfrute de los invitados mientras los sirvientes ataviados con libreas de color rojo se movían de un lado a otro de la estancia con grandes jarras de vino en la mano.

Pero Úter Pendragón seguía sin aparecer en la ceremonia.

Luego, justo cuando la ausencia del gran rey empezaba a resultar insultante para los reyes tribales, Úter entró vestido con una túnica roja y dorada. Llevaba puesta la corona de Máximo, llena de enormes granates, de manera que su cabello, ante el brillo de las numerosas lámparas de aceite, parecía estar empapado en sangre. Flanqueado por el obispo Paulus, que parecía especialmente incómodo, y por el senescal de Ambrosio, el antiguo rey de la tribu de los cantiacos, el gran rey tomó asiento, con Botha y Ulfin justo detrás de su silla.

Un murmullo que empezó en una larga y lenta oleada recorrió la estancia. A continuación, como si un afilado cuchillo hubiera ido cortando todas y cada una de las voces, se hizo el silencio. Los músicos dejaron los instrumentos a un lado ante un sutil gesto de Botha.

—Contemplad, reyes de las tribus de la Britania, al gran rey, que se une a nosotros en esta festividad del solsticio cuando el año llega a su fin. Saludad a Úter Pendragón, gran rey de los britanos.

La voz de Botha había sonado impresionante por la fuerza y la solemnidad con la que había pronunciado esas palabras, y los reyes y los respectivos séquitos se levantaron al unísono con las copas en alto.

—Salud, Úter Pendragón, gran rey de los britanos.

Medio centenar de voces clamaron el saludo como si el ruido pudiera acallar cualquier duda que Úter pudiera albergar sobre ellos. Las vigas temblaron y las llamas de las lámparas se hundieron y titilaron como si se hubieran visto afectadas por una fuerte corriente de aire.

Los reyes tribales se sentaron de nuevo, los músicos empezaron a tocar una melodía entusiasta, más adecuada para una batalla que para un banquete, y por fin los sirvientes empezaron a llevar la comida en grandes bandejas humeantes. Bajo una fachada de regocijo y compañerismo se gestaba una sensación de inquietud debido al semblante severo e inflexible del gran rey. Su rostro estaba tan rígido y quieto que parecía esculpido en una gran piedra de ámbar.

Los ojos de Úter recorrieron la estancia capturando la atención de los reyes, uno tras otro. Ante el paso de aquella fría mirada, el desdichado rey que la recibía vaciaba la copa de un trago y se entregaba a la comida fingiendo un entusiasmo que en realidad era absolutamente falso. Myrddion habría apostado que el sabor del venado con verduras encurtidas sabía a polvo y cenizas dentro de sus bocas secas.

De todo el gentío, Gorlois fue el único que encajó la mirada de Úter directamente, aunque Llanwith y Luka evitaron el severo examen del rey manteniendo animadas conversaciones con las damas que tenían al lado. De hecho, Gorlois cometió el atrevimiento de levantar la copa de vino para brindar en silencio con Úter, cuyas cejas se fruncieron antes de reconocer el brindis.

«Ave, Gorlois. Hacía mucho tiempo que nadie brindaba con Úter de igual a igual», pensó Myrddion con gesto sombrío.

El aire pareció crepitar entre aquellos dos hombres formidables, hasta el punto de que Llanwith notó que se le erizaba el vello de los brazos. Úter volvió la mirada hacia las damas que acompañaban a Gorlois en un gesto deliberadamente amenazador y dominante. Aquellos ojos azules refulgieron como el hielo en su rostro áspero e impasible.

Morgana sintió el poder de esa mirada y levantó la barbilla en un gesto desafiante. Había elegido la ropa con esmero para el banquete, puesto que comprendía la amenaza a la que se enfrentaba su amado padre. Llevaba el cabello echado hacia atrás en una larga y reluciente melena de ébano que solo interrumpía el mechón plateado que tenía en la parte derecha de la frente. Había enfatizado ese mechón trenzándolo con hilo de plata y con unos pesados pendientes del mismo metal que le favorecían muchísimo y llevaban ensartadas perlas de gran valor. Lucía un vestido negro con aplicaciones de marta para hacerlo más cálido, pero con un profundo escote que realzaba a la perfección el volumen de sus pechos perfectos. Con las palmas y las uñas teñidas con una exótica y costosa henna, y la hábil adición de rojo de labios, de manera que su boca parecía una herida abierta en ese rostro blanco como la leche, tenía un aspecto espléndido y erótico.

Sin embargo, los ojos de Morgana, igual que los de su padre, eran casi negros a la luz titilante de las lámparas, y parecía burlona, desafiante y mucho más sabia de lo que su edad podría haber sugerido. Myrddion pudo ver su perfil alzado, tan elocuente que le pareció oír la respuesta a Úter penetrando en su cerebro: «No se te ocurra tocarnos, ni a mí ni a los míos, o te haré sufrir eternamente».

La ira de Úter era palpable cuando levantó la copa de vino, tomó un buen trago y plantó el cáliz de nuevo sobre la mesa con la fuerza suficiente para doblar el oro blando. El obispo Paulus dio un respingo, asustado, y observó a su señor terrenal con ojos nerviosos y vacilantes.

La mirada de medusa del gran rey se desplazó hacia el tesoro más preciado de Gorlois, la reina Ygerne, que estaba enfrascada en una animada conversación con el príncipe Luka acerca de la necesidad de que las mujeres nobles mejoraran las condiciones de vida de sus sirvientes y campesinos. Luka había quedado deslumbrado por Ygerne nada más verla y agradecía poder contemplar su rostro sonriente, aunque no prestaba demasiada atención a lo que le decía. Sin embargo, la calidez, el entusiasmo y la inteligencia de aquella mujer le habían llamado la atención enseguida y se dio cuenta de que, además de poseer una elegancia inexplicable, destacaba sobre todo por su ternura.

Cuando Úter vio a Ygerne por primera vez, la reina dumnonia no podría haber estado más radiante. Consciente de que su esposo estaba acosado por todas partes por la enemistad del gran rey y la aceptación pasiva de la situación por parte de sus iguales, había elegido la ropa con un esmero excepcional. Sabía que un tono rosa pálido le quedaría admirable, y había sacrificado un rollo de tela importada de su ajuar para la ocasión, con enaguas de color crema y gris paloma pálido. El vestido era modesto, pero la frágil y valiosa tela era ligera y revelaba la esbelta belleza de sus formas al acentuar el candor de su garganta, decorada con gemas antiguas que formaban un grueso collar de rubíes y granates.

Por encima de esa confección de coloración floral, su semblante pálido capturaba cualquier parpadeo de la luz de las lámparas y destacaba la naturaleza mutable de su expresión. Sus pómulos altos brillaban con la luz, igual que su frente alta y su nariz estrecha y delicada. Estaba demasiado lejos de Úter para que este pudiera apreciar el color de sus ojos, aunque estaba seguro de que serían claros. La boca de Ygerne centró la atención del gran rey y este admiró aquella voluptuosidad incolora, desprovista de cosméticos, que parecía atraer su mirada para arrastrarla luego hacia la protuberancia oculta de los senos.

Al otro lado de aquella estancia llena de color, risas y un ruido escandaloso, Myrddion vio que Úter se mordía el labio con fuerza, hasta el punto de que el sanador temió que empezara a sangrarle. Siguió la trayectoria de la mirada de Úter y vio a Ygerne, ajena al escrutinio de los pálidos ojos del gran rey, riendo una de las bromas de Luka. Ladeó la cabeza en un gesto coqueto inconsciente y el velo de gasa rosada contuvo a duras penas su abundante cabellera, que intentaba escapar a las trenzas. Los tirabuzones suavizaron los delicados huesos de su rostro e incluso Myrddion se preguntó qué debía de sentirse al soltar ese pelo tan largo y maravilloso y hundir el rostro en él. Myrddion volvió la mirada de nuevo hacia Úter.

—¡Oh, Madre! ¡No!

Los concejales y el magistrado se quedaron mirando a Myrddion, asombrados por las palabras que de forma inconsciente habían salido de sus labios.

Y es que bajo la mirada fija de Úter se ocultaba la lujuria de un hombre que había mantenido a raya sus deseos físicos durante décadas. Sin querer, Ygerne había despertado algo que había permanecido dormido en la naturaleza primitiva del gran rey, algo lleno de anhelo y deseo que ninguna mujer viva había conseguido saciar jamás. Tal vez era un recuerdo sepultado de una madre que había muerto mucho tiempo atrás. Quizá era la idealización de una feminidad ansiada desde la juventud. En cualquier caso, fuera lo que fuese, era una obsesión tan ajena a la naturaleza fría de Úter que Myrddion notó el calor en los ojos de su señor desde el otro lado de la sala. El rey había quedado atrapado en el rostro de aquella mujer, una mujer prohibida que jamás le sonreiría.

Myrddion juró con insolencia y las damas que compartían mesa con él se apartaron con asombro y repugnancia. Con una disculpa ausente, el sanador vio los ojos de Ygerne apartarse del rostro de Luka y responder a la mirada anhelante de Úter.

Lo vio y comprendió enseguida lo que sucedía.

Por un momento, los ojos de la reina se abrieron como platos en señal de reconocimiento y Myrddion vio que un estremecimiento le recorría el cuerpo a la reina y le provocaba un leve temblor en las manos, que se aferraron al borde de la mesa con un pánico que hizo palidecer sus nudillos.

«Ha visto la lujuria del rey —pensó Myrddion con la boca seca por el pánico—. ¿Cómo reaccionará?»

El rubor empezó a apoderarse de la garganta de Ygerne y fue subiendo en una delicada oleada. A muchas mujeres de tez pálida les salen manchas rojizas cuando se sofocan, pero Ygerne podía ruborizarse y parecer todavía más encantadora cuando las venas más superficiales le sonrojaban el rostro. La reina bajó los ojos para cortar el contacto visual y, sin darse cuenta, reveló la longitud y delicadeza de sus pestañas, de manera que, si acaso era posible, todavía estaba más atractiva que antes. Atrapada por la atención que le prestaba el rey, permaneció sentada como una efigie bajo la enloquecida intensidad de aquella mirada azul, hasta que Morgana le susurró algo al oído a su padre.

Gorlois se hizo cargo de la situación de inmediato y se habría levantado si Llanwith no le hubiera pisado un pie con fuerza, lo que le provocó una mueca de dolor. Ygerne se volvió hacia su esposo, se colgó de su brazo y se apresuró a susurrarle algo al oído. Cuando el rey dumnonio se inclinó para escucharla, frunció el ceño y negó con la cabeza en gesto de rechazo, pero Ygerne se pegó todavía más a él y Myrddion se dio cuenta de que lo hizo con todos los músculos del cuerpo tensos para poder mantener sentado a su esposo.

Después de dirigirle unas breves palabras a su hija, Ygerne se levantó y Morgana la envolvió con una pesada capa. Las dos mujeres dedicaron una profunda reverencia a la mesa del gran rey antes de salir rápidamente de la sala del banquete seguidas de cerca por uno de los guardias de Gorlois.

Aquella pequeña escena duró apenas unos momentos, y la mayoría de los invitados ni siquiera reparó en la terrible tensión que se había acumulado en la sala. El rostro bronceado de Gorlois palideció y los ojos empezaron a arderle como ascuas, por lo que Myrddion decidió levantarse y acercarse enseguida a su mesa. Demasiado tarde. Úter se estaba levantando y el ruido de la sala fue extinguiéndose hasta quedar en silencio.

—Rey Gorlois, vuestra adorable reina ha abandonado el banquete muy pronto. ¿Por qué?

La pregunta sonó discordante y Gorlois se estremeció al oírla. Tragó saliva de forma audible.

—Mi querida Ygerne en ocasiones sufre dolores de cabeza repentinos que le sobrevienen cuando se ve superada por el entusiasmo. La excelente comida y el vino que nos habéis servido, junto con el espectáculo, han resultado excesivos para una dama acostumbrada al silencio de Tintagel. Os pide perdón por la descortesía, pero mi hija Morgana le preparará un calmante para que pueda descansar. Estoy seguro de que mañana se encontrará bien de nuevo.

La expresión de Úter era impenetrable, pero el mensaje de sus palabras fue cristalino.

—Confío en que así será, Gorlois, no temas.

Durante el resto de la velada, el gran rey se mostró hosco e introvertido, aunque sus invitados disfrutaron del banquete con deleite. El pequeño incidente que había provocado que la reina Ygerne y Morgana salieran con precipitación de la sala había pasado desapercibido excepto para quienes se encontraban en el núcleo de la tormenta. Las mesas estaban llenas de comida y en las copas rebosaba el vino, mientras que las risas, la música y los gritos se alzaban hacia las vigas de roble del techo como bandadas de pájaros de colores. En medio de esa multitud dorada, Myrddion estaba sumido en la penumbra, contemplando el rostro de Úter con una fascinación malsana. De forma incomprensible, el gran rey se negó a disfrutar del lujo y la opulencia de su propio banquete, y no dejó de observar la puerta que se había tragado a Ygerne. ¿Y si volvía?

Gorlois no dejó de fruncir el ceño, hasta el punto de que ni siquiera las bromas combinadas y las razonables sugerencias de Luka y Llanwith consiguieron disipar la ira que iba acumulando. El gran rey había estado mirando a su reina como si pretendiera devorarla y el Jabalí se sentía profundamente insultado.

Ajena a la ira, el resentimiento y el recelo que subyacían a aquel deslumbrante festín, la multitud se trasladó al patio cuando Úter así lo ordenó y dejó atrás los huesos y otros restos de comida esparcidos por las mesas y el suelo de mármol. Los perros de Úter olieron la carne y empezaron a dar buena cuenta de las sobras cuando los comensales abandonaron la estancia para contemplar los fuegos de Samhain.

Con un murmullo de admiración por las dimensiones de la pira, la multitud se agrupó alrededor de la base echando vaho por la boca debido al frío gélido que reinaba fuera. A continuación, mientras los sirvientes llevaban las cestas llenas de obsequios de despedida para el año viejo, los señores y las damas ofrecieron trigo, frutas, flores secas y otros símbolos de renovación y esperanza.

—Qué irónico —le susurró Llanwith a Myrddion al oído—. Celebramos el renacimiento, pero Úter no tiene descendencia y quiere seguir de ese modo. Cuando muera, tanto si es en batalla como por accidente o incluso de viejo, todo esto se lo tragará una oleada de migración sajona —dijo con un brazo extendido que abarcaba todo el oeste.

Myrddion pudo sentir el pesar en la postura de oso del príncipe ordovico y levantó una mano para posarla sobre el antebrazo de Llanwith.

—Haré lo que pueda para salvar nuestra tierra, Llanwith. Seguro que sortearemos estos peligrosos caminos si no pierdes la fe en mí. Úter no es inmortal ni infalible. ¡Cualquier cosa menos eso!

—¡Silencio, Myrddion! —susurró Luka desde detrás del sanador—. Hablas como un traidor y el gran rey ha cogido la antorcha para encender la pira.

El sanador sintió un extraño consuelo por el hecho de estar rodeado de buenos amigos.

Cuando Luka susurró aquella advertencia, Úter se volvió para mirar a los dignatarios reunidos.

—Reyes del oeste, este año llega a su fin y uno nuevo lucha por nacer. Aunque nuestros enemigos nos ataquen, los dioses están de nuestro lado, puesto que esculpieron estas islas en los salvajes océanos en el albor de los tiempos y no dejarán esta tierra a merced de las severas deidades forasteras. Como ya sabéis, no tengo esposa que comparta mi lecho, que me dé hijos o que encienda el fuego del solsticio conmigo. Como soldado y guardián de nuestras fronteras, no he podido dedicar tiempo al cortejo. Sin embargo, los dioses tal vez cedan y me manden a una esposa. Mientras enciendo esta pira, rezo para que estén a nuestro lado en las batallas venideras y para que se apiaden de nosotros, pobres mortales solitarios. Que arda el año viejo y que el nuevo se alce de forma gloriosa a partir de sus cenizas.

«A pesar de lo rudo y grosero que es en la mayoría de las ocasiones, Úter sabe expresarse cuando se lo propone —pensó Myrddion—. Pero ¿qué ha querido decir con esas palabras? ¿Que los dioses proveerán? Úter jamás ha buscado nada en los dioses y solo confía en que el frío hierro hablará por él».

Úter acercó la antorcha a las cuatro esquinas de la pira mientras por toda la ciudad de Venta Belgarum se encendían asimismo fogatas más pequeñas para darle la bienvenida al dios del año nuevo. La noche cobró vida de repente con un rostro rubicundo y las calles se llenaron de ciudadanos corriendo, bailando con frenesí y viviendo con alegría la celebración. Muchos niños se concebirían esa noche y ningún padre discutiría su origen, puesto que la oscuridad era el preludio de un nuevo amanecer y suponía un cambio que incluso el más simple de los ciudadanos reconocería mientras las fogatas de Samhain ardieran, se hundieran y quedaran reducidas a rojas brasas de sangre y oro.

Aunque intentó sumergirse en esa sensación, aunque buscó cierto alivio en los dulces pechos y los cálidos muslos de Ruadh y aunque se torturó con el recuerdo de Flavia y su boca dulce y ardiente, el cuerpo de Myrddion estaba frío e insensible. Con disculpas musitadas, se separó del cuerpo de Ruadh con la frigidez de un bloque de piedra. Sin embargo, el fuego ardía en su estómago al sentir que la Madre recorría con los dedos su caja torácica, las venas y arterias por las que corría su sangre, hasta alojarse dentro de las enrevesadas cavernas de su cerebro.

—¡Ya está aquí! —gritó en voz alta cuando estaba a punto de dormirse.

Ruadh se acurrucó en posición fetal y rezó para que llegara de una vez la primera luz del amanecer.