16

Una maldición de amor

Lo más fácil es engañarse a sí mismo; porque el hombre generalmente cree que lo que desea se puede hacer realidad.

DEMÓSTENES, Olínticas

Conmocionado aún por el recuerdo del sueño que acababa de tener, Myrddion intentó abrocharse los cordones de la túnica con unos dedos incontrolablemente temblorosos. Ruadh tenía los ojos ofuscados por la preocupación mientras lo ayudaba a alisar la tela negra que le cubría los hombros y a ajustar el dobladillo de la piel brillante a la altura de las caderas. Se arrodilló para atarle las botas cuando Myrddion intentó recomponerse sin demasiado éxito.

—Debéis tomar unas cuantas gotas de adormidera con agua caliente esta noche. Esos sueños no pueden continuar, amado mío, de lo contrario os volveréis loco.

Con gesto ausente, Myrddion le acarició el pelo, aunque sin la destreza natural que le caracterizaba. Vio la mueca de dolor de Ruadh cuando las uñas se le enredaron en la maraña de rizos rojos y apartó la mano.

—No tomaré adormidera, ni esta noche ni nunca, no hay sedantes que puedan protegerme de mis sueños. De hecho, intentar ahuyentarlos con fármacos solo serviría para atraerlos todavía más. Tendrás que evitarme durante un tiempo, Ruadh, puesto que mi cariño puede resultar venenoso para ti. Contra mi voluntad, parece que la gente que más me importa siempre acaba muriendo o desapareciendo. Te aprecio demasiado para arriesgar tu vida, por lo que te pido que me dejes solo con mi deber y mi pesar.

La autocompasión le estrechó la garganta y estuvo a punto de hacerle llorar. Se sentía impotente, inútil y débil.

Ruadh se puso en pie con elegancia. Los más apegados a Myrddion le habían tomado cariño a Ruadh, pero para la corte de Úter Pendragón ella siempre sería la furcia picta y la última amante del emperador Ambrosio. En esos momentos, tiesa como una vela y henchida de orgullo, escrutó los ojos de Myrddion hasta que este se vio obligado a desviar la mirada.

—No soy una cobarde, Myrddion. Y tampoco temo la ojeriza de los dioses, puesto que ya me han arrebatado todo menos la vida. Sin embargo, han tenido la cortesía de responder a mis plegarias y de permitirme disfrutar de vos, por lo que sus maldiciones tal vez sean bendiciones. No os dejaré, mi señor, aunque quedarme a vuestro lado pueda costarme la muerte. No intentéis persuadirme ni rechazarme, puesto que no os servirá de nada por mucho que la bondad os obligue a intentarlo. Esas acciones serían innecesariamente crueles y vuestros escrúpulos nos harían sufrir a los dos. Para variar, seré yo quien elija mi destino, ¡no pienso huir nunca más!

A continuación, Ruadh sonrió de forma traviesa para disipar el ambiente grave que sus palabras habían creado.

—Además, ¿quién os ayudaría a vestiros por la mañana? Sin mi ayuda saldríais con la túnica torcida o del revés, o con las botas cambiadas de pie.

—Como siempre, tienes razón —respondió Myrddion con una sonrisa y una respetuosa reverencia—. Consigues que los días sean más llevaderos.

—Dejaos de palabrerías, Myrddion Merlinus, con vuestra labia seríais capaz de convencer a los pájaros de que abandonaran los árboles.

Dicho esto, se dispuso a salir del dormitorio y, al pasar, él le dio un cachete en el trasero con aire juguetón.

—Debéis daros prisa, amado mío. Úter os está esperando.

—Al diablo. Puede esperar.

—Lo he oído —gritó ella desde el otro lado de la columnata.

Mientras se planteaba una respuesta pueril, de repente Myrddion se dio cuenta de que estaba sonriendo y de que tenía hambre. «¡Bendita Ruadh! Siempre encuentra la manera de paliar mis peores horrores. Ojalá la amara tanto como ella me ama a mí».

Es sabio quien comprende a su propio corazón y Myrddion se había dado cuenta hacía mucho tiempo de cómo lo habían manipulado sus sirvientas para que acabara relacionándose con Ruadh. Había comprendido por qué lo habían hecho y, en el fondo, le había parecido divertido; pero había sido una necesidad absolutamente física la que había reclamado el calor de Ruadh en su lecho, y él había aceptado esa intromisión sin quejarse. Había observado con una imparcialidad clínica lo que sentía por Ruadh y había descubierto que admiraba muchas cualidades de su carácter, desde la valentía hasta su sentido del humor. Sin embargo, también se había dado cuenta de que, aunque el afecto que sentía por ella era profundo y genuino, en caso de perderla no se sentiría solo demasiado tiempo.

—Tal vez me falte la capacidad de sentir algo más profundo —susurró.

Disfrutaba con la compatibilidad sexual que tenían, que le permitía liberar la ira acumulada con cada día que pasaba junto a Úter Pendragón. Además, podía hablar con ella de igual a igual y desahogarse de las frustraciones gracias a lo comprensiva que se mostraba con él. Con un sentimiento entre la tristeza y la arrogancia, supuso que se estaba aprovechando de ella como suelen hacer los hombres, aunque aquella situación los beneficiaba a los dos.

«Piensas demasiado y eres un idiota», se dijo para reprenderse mientras cogía un mapa de las ciudades sajonas del sur. Por la noche había recibido noticias inquietantes de Gruffydd y tenía que informar a Úter de inmediato. «¡Lo primero es lo primero, Myrddion!»

Los reyes tribales habían salido a cabalgar al amanecer para cazar jabalíes, un simbolismo que no se le escapó a nadie y mucho menos a Gorlois, el hombre al que iba dirigida aquella sutil amenaza. Por consiguiente, Myrddion podía intentar que Úter entrara en razón sin temor a ser interrumpidos. Las mujeres de los nobles y sus proles estaban congregados en una cálida sala de la parte posterior del palacio, cosiendo, jugando a los dados y divirtiéndose con cotilleos. A pesar de todos los pronósticos, en Venta Belgarum reinaba la paz; al menos entonces.

Justo en el momento en el que Myrddion alzaba el puño para golpear el marco de madera de los aposentos de Úter, Botha abrió de golpe la pesada puerta de madera. El guerrero tenía el ceño fruncido por la preocupación, el único signo que solía traicionar la compostura del capitán.

—Nuestro señor está consternado esta mañana, Myrddion. Tuvo una pesadilla anoche y está pensando en consultar a una adivina. Cuidado con lo que decís, está tenso como un resorte.

—¿Quién es, Botha? Si es el sanador, dile que será mejor que traiga buenas noticias.

La voz en grito de Úter hizo temblar ligeramente la mano que Botha le había puesto sobre el antebrazo a Myrddion. Los dedos se le tensaron sobre la piel en señal de advertencia y, acto seguido, se retiraron.

Con una sangre fría impostada y una alegre despreocupación absolutamente fingida, Myrddion entró en los aposentos de Úter. El sanador deprimido y devastado por los sueños se había esfumado y en su lugar había aparecido un estadista imparcial y firme.

—Buenos días, majestad. Botha me ha dicho que habéis dormido mal. Yo también sufrí terrores nocturnos anoche. Pero pasarán. Estoy seguro de que no son más que mensajes de un cerebro inquieto.

—¿No me digas que también eres experto en sueños? —dijo Úter en tono despectivo antes de tomar un sorbo de vino, hacer una mueca y lanzarle la copa a la cara a Ulfin—. Esta mierda de vino está picado. Tráeme algo decente… ¿o es que intentas envenenarme?

Ulfin palideció y salió a toda prisa.

—Y ve a buscar a esa adivina, de paso —gritó Úter antes de que se marchara.

—Puedo prepararos un somnífero que acabaría con vuestros horrores nocturnos, majestad —murmuró Myrddion en un intento de aplacar a su señor.

—Bébetelo tú, yo no pienso tocarlo. Todavía recuerdo cómo murió mi hermano.

—¡Me insultáis, mi señor! —protestó Myrddion—. Juré protegeros.

—Tómatelo como quieras, sanador. Bueno, ¿por qué has venido tan temprano? ¡Vamos, dilo de una vez! Ya veo que traes noticias frescas.

Mientras Úter empezaba a andar de un lado a otro de su suntuoso dormitorio, Myrddion deseó haberse quedado en la cama un rato más. El gran rey rechazaría enseguida cualquier cosa que pudiera contarle si estaba de tan mal humor.

Úter paró de improviso al ver que Myrddion se quedaba callado.

—¿Piensas desobedecerme, Merlinus? —La voz del gran rey de repente sonó calmada y sedosa. Úter siempre era más peligroso cuando hablaba de forma amable y tranquilizadora.

Myrddion respiró hondo para serenarse.

—No, mi señor. Por supuesto que no. He recibido un mensaje urgente del espía que tengo en el este sajón y que actualmente está en Londinium. Un desconocido ha llamado a mi puerta antes del canto del gallo y se ha marchado con la misma rapidez, por lo que no he podido preguntarle nada. Sin embargo, la mano que ha escrito en latín es la de Gruffydd, cuya inteligencia ha resultado sernos tan valiosa en el pasado. Me veo obligado a tomarme en serio sus advertencias.

Úter empezó a andar de nuevo, pero sin la energía frenética que había demostrado unos minutos antes. Tenía una expresión reflexiva y la mirada, gélida. El gran rey siempre se aplicaba al máximo ante una crisis.

—¿Y bien? Será mejor que me lo cuentes, a menos que esperes que me pase el día tocándome las narices mientras te decides acerca de lo que crees que quiero oír. Cuéntamelo de una vez.

Myrddion desenmarañó la frase de Úter y negó con la cabeza enseguida.

—Yo nunca miento, mi señor, como tampoco pretendo suavizar las advertencias de Gruffydd. Sus mensajes son siempre demasiado importantes para nuestra causa como para jugar con ellos. Y tampoco os insultaría maquillando una información que podría resultar peligrosa para vos.

Myrddion extendió el mapa de las ciudades del sudeste sobre la mesa de Úter y el gran rey se detuvo para examinarlo. El soldado que había en el rey asintió en un gesto de aprobación ante la ubicación de los ríos, bosques y pueblos de aquella carta rudimentaria.

—Según Gruffydd, sus ceols están preparados para zarpar desde Portus Lemanis para transportar hombres a Anderida. Planean atrincherarse cerca de las puertas, prolongar el asedio durante los meses de invierno y emprender un ataque coordinado sobre la fortaleza durante la primavera, cuando nuestros guerreros hayan agotado las provisiones de grano para el invierno. No podremos derrotar a los sajones si se afianzan demasiado, por lo que deberíamos interceptarlos. Nuestros enemigos son como los escarabajos que perforan la madera o los piojos que infestan la lana limpia.

Úter se frotó el mentón recién afeitado con el dedo índice, calloso por el uso de la espada.

—Procrean demasiado rápido, los malditos —dijo mientras movía el dedo desde su ciudad hasta la fortaleza, en un intento de juzgar la distancia entre ellas—. Anderida está cerca de mis líneas defensivas, por lo que solo puedo suponer que los sajones están intentando provocarme. No se harán con mi fortaleza… ¡ni ahora ni nunca! Pero ¿por qué zarpan ahora? Siempre se han mostrado reacios a aventurarse por mar en invierno.

—Es cierto que no navegan desde Bononia en esta época del año, mi señor, puesto que ese trayecto es una verdadera locura con las tormentas de invierno. Pero pueden abrazar la costa oriental si zarpan desde Portus Lemanis y luego confiar en los dioses para recalar sanos y salvos. Están aprendiendo a actuar de forma impredecible.

Úter se rió por lo bajo, aunque Myrddion no detectó ni rastro de humor en aquella leve carcajada.

—O sea, que creen que pueden ser más astutos que el dragón. Bueno, pues ya lo veremos. Tal vez los deje esperando con el frío hasta la primavera y luego veremos cómo se las arreglan para luchar contra mis cohortes. O tal vez marchemos antes.

—¿Os parece prudente esperar tanto tiempo, mi señor? —preguntó Myrddion con el tono más suave del que fue capaz. El desdén que sentía Úter por los consejos, junto con su carácter reacio a aceptar opiniones contrarias a sus valoraciones estratégicas, lo convertían en un señor difícil de aconsejar.

—En realidad no, pero estoy pensando en cómo responderles para matar dos pájaros de un tiro. Te contaré la decisión que haya tomado cuando mis planes estén listos para llevarse a cabo.

Myrddion se alarmó al instante. El semblante de Úter era casi evasivo y sus ojos parecían estar paladeando un secreto como quien saborea una golosina. Por experiencia, el sanador sabía que esas maquinaciones tan evidentes del gran rey solían constituir un peligro para alguien cercano.

«¿Gorlois? ¡Claro! Mandará a Gorlois para cortar por lo sano en Anderida».

En ese momento, Ulfin regresó con un odre de piel y le sirvió a su señor otra copa de vino que Úter bebió ensimismado. Aparte de la respiración fatigosa de Ulfin, puesto que el guardia había acudido corriendo a obedecer a su amo, la voz tajante de Myrddion fue el único sonido que pudo oírse en aquella estancia tan llena de tensión. Un dedo señalaba el mapa mientras Úter lo miraba atentamente, concentrado en la información que le estaba dando el sanador.

Sin embargo, por más que lo intentó, Myrddion no pudo soltarle la lengua a Úter, de manera que los planes del gran rey siguieron ocultos, un acertijo que Myrddion no consiguió resolver por más vueltas que le dio. Justo cuando el sanador se preparaba para verbalizar sus recelos, alguien llamó a la puerta y los interrumpió. Ulfin hizo entrar a una mujer que reunía todas las características externas de un ama de casa campesina. La adivina había llegado.

El conocimiento que Myrddion tenía de las mujeres era demasiado sutil para esperar que todas las adivinas afamadas por sus presagios parecieran brujas viejas y feas, pero, incluso siendo así, el aspecto de aquella mujer le sorprendió. Era bajita y rechoncha, con las mejillas muy coloradas, tanto que su cara parecía una manzana madura. Un trozo de tela blanco le cubría el pelo y su cara regordeta parecía casi jovial por la ausencia de arrugas. Unos alegres ojos pardos examinaron al rey con compasión y, a continuación, se recogió un poco la falda para honrar a su señor con una leve reverencia.

—¿Cómo te llamas, mujer, y dónde vives? —preguntó Úter cuando Botha hubo terminado de cachearla de pies a cabeza.

—Me llamo Muirne, Luminosa como el Mar, y nací en Hibernia. Cuando aún era niña me casé con un hombre de Powys, pero murió al servicio del emperador Ambrosio. Me vi obligada a establecerme en Venta Belgarum, lejos de mi familia, para poder cuidar de mis hijos. He mantenido el hambre a raya gracias a las curas de mi madre para las fiebres y leyendo la fortuna, majestad. Mi anciana madre siempre me decía que las visiones eran una maldición de la familia, pero a mí me han permitido llenar la barriga de mis hijos en más de una noche de invierno. Ahora ya son mayores y siento más la tristeza de encontrarme lejos de las verdes tierras en las que nací, pero una mujer no debe quejarse.

—Aquí no le importa a nadie lo que puedas contar, nadie te escuchará —dijo Úter sin rodeos.

—Si como decís, mi señor, nadie me escuchará… ¿por qué habéis recurrido a mí cuando toda la ciudad sabe que la dama Morgana, que eligió ser druida como los sabios que fallecieron en la isla de Mona, se prestaría con gusto para ayudar al gran rey?

—No me fío de esa furcia —se limitó a responder Úter.

Sin embargo, las cadencias fluidas de la voz de Muirne parecían haber mitigado la peor parte de la ira del rey. Myrddion no vio malicia en el rostro de aquella mujer, por lo que esperaba que no dijera nada que pudiera poner en peligro su desventurada cabeza.

—Entonces contadme lo que deseáis, pichoncito, e intentaré ayudaros.

De una forma absolutamente impropia en él, Úter se sentó y procedió a relatar sin vergüenza ni discusiones el sueño que había tenido. Ignoró el uso de aquel apelativo familiar, «pichoncito», una palabra que a Myrddion nunca se le habría ocurrido para dirigirse a Úter, y habló con una franqueza insólita que no utilizaba jamás para tratar a los reyes tribales, a sus guardias y a Myrddion.

—En el sueño, estaba en un campo de trigo en el que las jóvenes espigas me llegaban hasta las rodillas. Y mientras estaba allí, de los tallos aparecían unas lanzas que crecían hacia arriba, hacia el sol. Me veía obligado a huir del campo para no quedar empalado por las largas puntas de las lanzas, que tenían la forma de las espigas, aunque eran de hierro.

Muirne, la adivina, asintió y los ojos se le enturbiaron y oscurecieron. A Myrddion le pareció sentir la mente de la mujer sondeando al rey, buscando una brecha en el escudo que este utilizaba para disimular sus sentimientos más profundos y terribles.

—En la linde del campo, dos mujeres me cortaban el paso e impedían que pudiera ponerme a salvo. Intentaba desenvainar la espada, pero había desaparecido como solo puede suceder en los sueños. Una de las mujeres se reía y yo me daba cuenta por su voz de que era la furcia de Morgana. Me ofrecía una bandeja de manzanas y me decía: «Ahora vivirás para siempre, infanticida, si eso es lo que quieres».

»Yo cogía una manzana y la mordía. Era la manzana más dulce y jugosa que había probado jamás. Sin embargo, la mujer se limitaba a reír con aire triunfal y a dar vueltas en un círculo hasta convertirse en un mero soplo de aire hediondo. Yo miraba la manzana y la pulpa se ennegrecía y se marchitaba ante mis ojos.

»La otra mujer sonreía con tristeza bajo la capucha y levantaba los brazos para abrazarme. Yo sabía que estaría a salvo si la amaba y la protegía, pero notaba un bulto en su vientre y ella me decía que el hijo era mío. Yo estaba furioso porque no podía verle el rostro a aquella mujer que intentaba atraparme por mi condición de gran rey, y terminaba arrancando una de las lanzas del trigo y clavándosela en la barriga.

A Myrddion le sobrevino una náusea ante aquella imagen tan sangrienta.

—La lanza le atravesaba el cuerpo y yo estaba seguro de que tanto ella como la semilla diabólica que llevaba dentro morirían, pero ella bajaba las manos y decía: «Así sea. El niño reinará». —Úter miró fijamente a la adivina—. Acto seguido, parecía como si el sol estallara y me he despertado.

Muirne se balanceó sobre los talones y se puso pálida como una vela.

—Señor, espero que no me culpéis por lo que pueda leer en vuestro sueño. Sin duda, los dioses intentan advertiros de los problemas que tendréis que afrontar. En el fondo de vuestro corazón, sabéis tan bien como yo cuál es el mensaje que habéis recibido, pero temo que decidáis ordenar mi muerte si os hablo del destino que os espera.

Úter parecía airado e impaciente por igual, y Myrddion contuvo el aliento.

—No sé cuál es el significado de mis sueños, mujer: te han traído aquí para que me los expliques. Soy un soldado, no un adivino. No tengo intención de matarte, sea lo que sea lo que puedas contarme, pero te advierto que sabré si me estás mintiendo y, en ese caso, no te quepa duda de que castigaré tu atrevimiento.

La voz de Úter sonaba tan controlada que Myrddion se puso en guardia de inmediato. El sanador conocía bien a su señor y sabía que no podía fiarse lo más mínimo de ese tono de voz. ¡Pobre Muirne! Úter mantendría su juramento, pero lo único que había prometido era no matarla. Había cosas peores que la muerte.

—El campo de trigo es nuestra tierra, que de repente ha pasado a ser vuestro enemigo y empieza a volverse contra vos. El hecho de que hayáis podido arrancar una de las lanzas es una buena señal, mi señor, pero la presencia de las mujeres cambia el significado y lo convierte en una amenaza. No debéis utilizar la guerra entre nuestro pueblo y los bárbaros para la consecución de vuestras ambiciones. La lanza y vuestras acciones contra la embarazada se volverán contra vos y no conseguiréis vuestro objetivo.

—¿Quién es esta mujer que afirma que un bebé me vencerá?

La voz de Úter seguía sonando tranquila, pero la calma solo contribuyó a agravar la aprensión de Myrddion.

—¿Qué importa eso, mi señor? Vuestro sueño se limita a reconocer que intentaréis matar al fruto de vuestras entrañas. Morgana dijo lo mismo cuando os llamó infanticida. No caigáis en ese error, mi señor, si queréis aseguraros el trono. ¡No matéis a ningún niño! La Morgana que aparece en vuestros sueños os ofrece la inmortalidad precisamente por eso, pero vos descubrís que el don está envenenado y seréis recordado para siempre jamás como un monstruo si caéis en esa trampa. Está claro que los dioses os están advirtiendo, mi señor. Interpreto que la figura encapuchada es la Madre, y los demás dioses temen su ira tanto como los mortales.

—Tus respuestas son plausibles, mujer, pero ¿qué ocurre si ya he matado a algún mocoso? ¿Mi destino está ya decidido y grabado en piedra?

Myrddion podía oír los engranajes de la mente de Úter intentando recuperar el nombre de aquella chica, Carys, y el sanador esperó que el gran rey sintiera remordimientos de conciencia o incluso pena por haber asesinado a la chica embarazada. Muirne negó con la cabeza de forma tan vehemente que Myrddion temió que la cabeza se le desprendiera de los hombros. Aquella imagen tan horrorosa le aceleró el corazón y consiguió que le temblaran las manos con solo pensarlo.

—No, mi señor. No. Lo que ocurre en vuestro sueño todavía no ha tenido lugar. Puedo juraros que el crecimiento del grano significa que se trata de cosas que aún están por venir, por lo que los dioses desean que tengáis en cuenta sus mensajes.

—¡Es suficiente! —susurró Úter. Acto seguido, la habitación quedó sumida en un silencio absoluto mientras el rey pensaba en aquellas advertencias con la barbilla apoyada en la mano—. Dadle a esta mujer una moneda de oro y aposento en palacio.

Se volvió hacia Botha para hablarle en voz baja.

—Se quedará conmigo hasta que deje de resultarme útil —dijo antes de dirigirse de nuevo a Muirne—. No llores, Luminosa como el Mar. Si tus palabras son ciertas, cuando llegue el momento podrás advertirme de que se avecinan los peligros. Eres una mujer sabia, ¿verdad? No quiero que cometas la imprudencia de hablar sobre mis asuntos con los que sientan curiosidad al respecto, por lo que te quedarás a vivir conmigo hasta que decida lo contrario.

Cuando Muirne se volvió para marcharse, Myrddion esbozó una leve sonrisa de alivio. Le agarró un antebrazo para decirle adiós y quedó horrorizado al notar la muerte patente en los huesos de la mujer. A punto estuvo de retroceder al darse cuenta, pero una voz interior lo instó a ofrecerle palabras de consuelo. Tal vez la sabiduría del sanador podría serle útil.

—No intentes aprovecharte de tu posición, Muirne, puesto que tus palabras te ponen en conflicto con la Madre. Deberías beber solo leche y agua, y rezar a las serpientes de la Madre para que guíen tus ojos y tu lengua.

A continuación, Ulfin se llevó a aquella mujer menuda a empujones y Úter se dirigió a su sanador.

—¿Por qué has intentado advertirle, Myrddion Merlinus? —La voz del gran rey recuperó su severidad habitual y su rostro adoptó de nuevo aquella expresión que Myrddion tan bien conocía y tanto temía—. ¿Ha sido por envidia, porque ignoré tu consejo y decidí consultar a una adivina? Tal vez me interesaba una opinión imparcial como la de ella.

—Está condenada a morir a vuestro servicio, por eso he querido avisarla de que está jugando con fuego… el fuego de la diosa.

—Ya veremos. Y no hables con nadie acerca de lo que has oído, ¿de acuerdo? Claro que no lo harás, tienes muchos sirvientes que te importan demasiado como para desear que me suceda algo malo. ¿Qué importa, pues, esa pobre Muirne? Como mínimo me resultará útil durante un tiempo.

«Pero ¿escucharéis su consejo, Úter? Jamás —pensó Myrddion con desesperación mientras escapaba en busca de algo de aire fresco—. Haréis lo que os plazca, como siempre».

—Voy a levantarme ahora, maldita sea, Cadoc. No me importa lo que diga Myrddion, llevo tanto tiempo echado que me muero de aburrimiento.

Luka descolgó las piernas por un lado del diván en el que estaba tendido, una simple estructura de madera con unas tiras de piel tensadas para mantener el camastro relleno de lana separado del suelo de piedra. Los dedos de sus pies entraron en contacto con la superficie irregular, y Cadoc hizo una mueca cuando el guerrero aplicó sus mermadas fuerzas para levantarse. Ya de pie, se balanceó peligrosamente intentando mantener el equilibrio mientras Cadoc y Brangaine andaban preocupados a su alrededor como una gallina lo haría con sus polluelos. Lo habrían agarrado por los codos si él se lo hubiera permitido, pero los rechazó con un grosero juramento.

Paso a paso y con esfuerzo, Luka consiguió tambalearse hasta el marco de la puerta con el camisón envuelto de forma absurda alrededor de sus piernas bronceadas. Al fin, se quedó temblando a la entrada de la columnata, con el rostro transformado por el orgullo y el júbilo.

—¿Lo veis? ¡Lo he conseguido! —les graznó a Cadoc y Brangaine con una alegría más propia de un niño.

—Eso no significará mucho si enfermáis de nuevo por culpa del agotamiento —respondió Cadoc con tono quisquilloso.

Sin embargo, le costó mostrar desaprobación por los esfuerzos de Luka. Cualquier sanador que se preciara se animaba al ver que uno de sus pacientes deseaba recuperar la salud con ese apasionamiento.

Los pasos que oyeron sobre el mármol rayado de la columnata advirtieron al trío de que el maestro estaba en casa. Si bien Luka estaba ansioso por demostrarle que había recuperado las fuerzas, tanto Cadoc como Brangaine se prepararon para las objeciones de Myrddion. Al sanador ya le parecía un milagro médico que Luka hubiera sobrevivido a la herida del cráneo, puesto que pocos hombres eran capaces de vivir mucho tiempo más después de recibir un golpe como ese.

—Veo que os habéis levantado de la cama, príncipe Luka —dijo Myrddion con suavidad—. ¿Cómo os sentís?

—Cansado… ¡pero en pie! Y puedes olvidarte de mi título. Cualquier hombre que me haya lavado el culo durante meses me conoce tanto como mi madre y debería dirigirse a mí del mismo modo.

—Muy bien, Luka —dijo Myrddion con una sonrisa—. Pues cuéntame, ¿cómo están tu equilibrio y tu visión?

Luka respondió con otra sonrisa y Myrddion se dio cuenta de que pocos hombres, y sobre todo pocas mujeres, serían capaces de resistirse al encanto de Luka cuando este tenía el ánimo suficiente para explotarlo.

Después de recibir respuestas satisfactorias a una serie de preguntas, Myrddion decidió que Luka se encontraba bien, lo suficiente para pasar la mayor parte del tiempo fuera de la cama, con la condición de que no llevara a cabo esfuerzos extenuantes. Con suerte, tal vez sería capaz de asistir al banquete del solsticio, siempre y cuando evitara los excesos con la comida o la bebida. Si su estado continuaba mejorando, habría recuperado las fuerzas que le permitirían asistir a la reunión de reyes que se celebraría tres días después del solsticio, una promesa que Luka aceptó con resignado buen humor.

—Será fantástico. El consejo será una charla aburrida de hombres decididos a obviar lo que clama al cielo. Las respuestas son muy claras, demasiado transparentes para la mitad de esos vejestorios. Tenemos que aplastar a los sajones como si fueran alimañas y tenemos que hacerlo todos, en un esfuerzo conjunto.

—¿Tan ansioso estás por recibir mis cuidados que ya piensas en sufrir nuevas heridas? Espero que nos comprometamos a llevar a cabo una gran guerra en el sur, pero no quiero hacerme ilusiones respecto a que puedas cabalgar muy rápido. Apenas has empezado a caminar de nuevo.

Las admoniciones de Myrddion eran medio en broma; pero, a pesar de la seguridad que mostraba, Luka palideció al oírlas. El brigante estaba agotado y se tambaleaba de forma peligrosa.

—Es hora de que te acuestes, Luka. Y sin rechistar, por favor. Cadoc te ayudará, podrías desmayarte en cualquier momento. Si tienes intención de protestar, lo discutiremos cuando ya estés en la cama.

Acto seguido, antes de que Luka pudiera quejarse, Cadoc se lo llevó al camastro y lo arropó con unas mantas que Brangaine había calentado previamente. Myrddion tomó un taburete algo desvencijado y se sentó junto a la cama para conversar con Luka.

—Estás preocupado —dijo Luka tras media hora de charla informal.

Myrddion se había dado cuenta de que Luka era valiente, honesto, franco y en ocasiones incluso imprudente cuando su honor personal estaba en juego. Levantó una ceja para mirar al príncipe brigante y se dio cuenta de que con aquel joven se sentía más cómodo que con la mayoría de los jóvenes de su misma edad.

«Tal vez —reconoció el sanador—, Luka tiene un estatus más parecido al mío que Cadoc, Ambrosio o incluso Cleóxenes. Respecto a los dos últimos, yo estaba muy por debajo en cuanto a poder y experiencia, mientras que Cadoc, a pesar de su coraje y su buena disposición para aprender, no comprende como yo a las clases nobles. ¡En qué criatura tan vanidosa me estoy convirtiendo!»

Por eso Myrddion se relajó un poco y se dio cuenta de que, incluso si hablaba con más libertad que sabiduría, Luka no le traicionaría.

—Úter está aún más imprevisible que de costumbre; los sajones se acercan por mar a la fortaleza de Anderida y Gorlois ha conseguido ofender la sensibilidad del gran rey. ¿Te parece que todo eso no es suficiente para atribularme?

—Más que suficiente —respondió Luka—. ¿Cómo te has visto envuelto en un embrollo como este, Myrddion? No pareces precisamente alguien ávido de poder.

Por motivos que ni él mismo acertaba a comprender, a Myrddion no le costaba confiar en Luka y le habría contado el juramento que le había hecho a Ambrosio si Llanwith pen Bryn no hubiera entrado en la pequeña estancia en ese mismo instante con la gracia natural de un hombre de gran estatura que se siente en perfecta armonía con su cuerpo.

Luka y Llanwith se conocían, puesto que desde la cuna habían estado destinados a ser parte de la nueva generación de reyes, pero jamás habían alternado fuera de los banquetes formales y las reuniones de tribus. Los hombres se miraron con afecto, pero también con recelo. Luka tenía una cierta ventaja, puesto que requería un trato amable de acuerdo con su condición de paciente; no obstante, Llanwith había recibido una educación excelente y sentía curiosidad por saber más cosas acerca del heredero al trono de una de las tribus más poderosas y extensas de las islas. Mediante bromas y una sana rivalidad, llegó a conocer bastante bien el carácter de Luka.

—Luka, príncipe de los brigantes. ¡Te daba por muerto!

—¡Yo también te aprecio! —replicó Luka—. Como puedes ver, no solo sigo vivo, sino que además estoy en plenas facultades mentales mientras me recupero. Por suerte, tengo el cráneo más duro de lo que creía.

Llanwith sonrió y miró bajo las mantas de la cama con disimulo para que Luka no se sintiera avergonzado. Myrddion envidió la habilidad social que mostraba el príncipe ordovico.

—¿Seguro que no tienes a ninguna mujer oculta bajo las mantas? Qué raro, me dijeron que tu… espada… era la más temible del oeste y aquí estás, en una cama vacía. ¡Qué vergüenza, Luka! Tu reputación se verá afectada por esto.

A pesar del tono de broma de Llanwith, a Myrddion le preocupaba que Luka pudiera ofenderse. Sin embargo, este le dedicó una sonrisa descarada, levantó las mantas y dio unas palmaditas sobre el camastro.

—Si me prometes que te bañarás antes, puedes venir tú, si tanto te preocupa mi reputación.

El guiño fresco y femenino con el que acompañó la invitación provocó una carcajada espontánea en los tres hombres. A Luka se le daba bien la mímica.

—No sabía que te gustaban los hombres —replicó Myrddion antes de darse cuenta de lo que había dicho—. Y además peludos, ya que Llanwith tiene tanto vello como tres hombres juntos… y no me refiero solo a su espalda.

Los ojos pardos de Llanwith brillaron con regocijo.

—Ya te daré algo del que me sobra si quieres, sanador. Tienes la piel especialmente lampiña para ser britano.

—Siempre he seguido el estilo romano —respondió Myrddion con seriedad—. Empecé a arrancarme el vello del cuerpo cuando era muy joven y he seguido haciéndolo desde entonces.

—No lo arrancas de la raíz, ¿no? —exclamó Luka con los ojos como platos mientras pensaba en el trabajo que comportaba esa operación—. ¿Incluso en los huevos?

—Debes de tardar una eternidad —dijo Llanwith con curiosidad mientras examinaba el rostro de Myrddion con un profundo interés, propio del hombre inteligente que era—. ¿No duele?

—Dolía cuando empecé a hacerlo —les dijo Myrddion—, pero el vello parece haber captado el mensaje con los años y ahora apenas vuelve a crecer excepto en las partes más duras de la cara.

—Pero ¿por qué lo haces? —preguntó Luka—. ¿No quieres parecer un hombre?

—¿Para qué? No puedo ser un guerrero porque soy bastardo. Le rindo culto a la Madre, una práctica eminentemente femenina, y además soy sanador y el modo como me arregle afecta a mis pacientes. Entonces, ¿por qué no?

A pesar del sentido común de esas respuestas, tantas preguntas incomodaron un poco a Myrddion, y Llanwith y Luka se sintieron vagamente avergonzados por la falta de tacto que habían demostrado, por lo que recuperaron la formalidad al instante.

—Además, quiero que mi apariencia sea tan diferente como sea posible de la de mi señor —prosiguió Myrddion—. Ya es suficiente tener que aguantar que a mis espaldas me llamen «el Cuervo de Úter».

—Cierto. Es el gran rey, por lo que nadie podrá ayudarte en ese sentido, aunque comprendo que desees distanciarte de él. Ese hombre…

Luka lo interrumpió antes de que alguna palabra imprudente pudiera cruzar sus labios.

—La palabra que describe al gran rey es imprevisible —dijo con firmeza.

Los tres hombres decidieron aprovechar ese momento incómodo para separarse, pero Luka les pidió a los otros dos que regresaran más tarde, puesto que las noches eran interminables para cualquier hombre activo que se viera obligado a guardar cama.

—Si bien tus sanadores y tus sirvientes son gente muy loable, no tienes a ninguna chica que pueda llevarme a la cama ni a nadie que pueda ofrecerme una buena conversación —dijo con una cómica mirada maliciosa—. Echo de menos algo de diversión.

Dicho esto recuperaron el buen humor y se hicieron promesas, explícitas y tácitas, de manera que a todos les quedó claro que empezaba a surgir una amistad entre ellos.

—¿Es eso lo que esperas de mí, Madre? ¿Una trinidad? Disfruto de su compañía y me alegran el corazón, pero me da miedo hablar de forma imprudente en su presencia. Temo traicionarme a mí mismo.

Myrddion lo dijo en voz alta, pero solo Rhedyn, que estaba cogiendo genciana del armario del scriptorium, estaba lo suficientemente cerca para oír sus palabras. La mujer sonrió al ver que su maestro necesitaba con urgencia unos buenos compañeros.

Cuando Myrddion regresó al palacio del rey, la caza había terminado y los sirvientes estaban preparando un gran jabalí para la mesa. Como no podía ser de otro modo, había sido Gorlois quien había matado al monstruo temible en una verdadera demostración de fuerza bruta y coraje, por lo que el cuerpo del animal tendría un lugar destacado en el inminente banquete de Samhain.

Myrddion se detuvo entre las sombras para escuchar a los sirvientes mientras chamuscaban el pelo de la áspera piel del animal.

—¡Menuda bestia! Mira qué colmillos —murmuró el más viejo mientras medía aquellos horrorosos dientes retorcidos con la palma de la mano.

—Sí, es enorme. Y sin embargo el rey Gorlois lo ha atacado únicamente con una lanza y un cuchillo como armas. A pie, ha plantado la lanza ante él y la ha apuntalado con la pierna. Luego, llevado por el ansia de destruirlo, el jabalí se ha lanzado directamente sobre el arma y se ha empalado solo. ¿Ves la herida?

El que hablaba había participado en la batida; su tarea había consistido en atraer al jabalí hasta los nobles que formaban el grupo de cazadores. Dos de sus amigos se habían desangrado tras ser alcanzados por aquellos temibles y afilados colmillos. Él mismo se había visto obligado a subirse a un árbol para escapar a la carga inicial del animal, de manera que había presenciado el conflicto entre la bestia y Gorlois desde la seguridad de una gruesa rama.

—Solo un hombre con una fuerza descomunal podría mantener la lanza quieta mientras el jabalí intentaba escapar de la hoja para atacarlo. Le ha clavado la punta de lleno en el corazón. Gorlois es un hombre de verdad.

—Sí, hay pocos como él —respondió el sirviente más anciano—. Ojalá el gran rey fuera igual de noble.

—Cierra el pico o nos servirán en una bandeja al gran rey igual que esta carne muerta. Por todos los dioses, eres tan tonto como parlanchín.

Myrddion se escabulló pensando en lo mucho que se había deteriorado la reputación de Úter. Los hombres de a pie lo temían más que a cualquier otro guerrero del oeste, pero ese temor no se basaba en la admiración, sino en puro miedo.

«Sí, sin duda Úter es un dragón. Y acabará lamentando cómo trata incluso al más humilde entre nosotros —pensó Myrddion—. Al fin y al cabo, ellos son los que derraman su sangre por nosotros en las batallas. Si el rey sigue con esos modales despóticos, lo abandonarán».

Aquella noche no estaba destinada a transcurrir de forma tranquila para Myrddion. Apenas hubo entrado en el gran palacio, Gorlois dejó de conversar con los otros reyes y se le acercó con una petición personal. Myrddion vio que el rey llevaba una mancha de sangre del jabalí en el chaleco de cuero, cerca del cuello. La bestia había estado a punto de alcanzarle la garganta.

—Mi esposa se encuentra indispuesta y tiene un poco de fiebre, me gustaría que la examinaras. Es probable que no sea nada, pero me quedaría más tranquilo si supiera tu opinión, maestro sanador.

—Visitaré a Su Majestad enseguida. Por una cuestión de decoro, confío en que vuestra hija y sus doncellas estarán con ella, ¿verdad?

—De lo contrario no me fiaría ni siquiera de ti —dijo Gorlois con una sonrisa relajada, aunque aquellos cálidos ojos pardos no consiguieron engañar a Myrddion. Un destello de acero tras esos amables iris le indicaron que las palabras del rey iban muy en serio.

Myrddion acudió a los aposentos de la reina dumnonia. La espartana estancia había sido decorada con telas de un atractivo color rosa, mientras que algo aromático ardía en un brasero junto a un diván en el que estaba sentada la reina, rodeada por sus jóvenes doncellas. Myrddion quedó especialmente conmovido por la atmósfera de la habitación, ya que le recordó a su abuela. Ygerne y Olwyn tenían más o menos la misma edad, aunque su abuela llevaba muchos años muerta. Olwyn también había sido encantadora, aunque no tenía la insólita elegancia de aquella esbelta mujer. Ni siquiera los ropajes negros de Morgana y sus cejas arqueadas hacia abajo en actitud airada podían disipar el aura de refinamiento y belleza que rodeaba a la reina Ygerne.

Cuando lo dejó entrar en su sanctasanctórum femenino, Morgana dejó muy claras sus reservas.

—Mi padre actúa de forma imprudente mandándonos a una criatura de Úter para que nos ayude. Soy perfectamente capaz de cuidar de mi madre yo sola. Ya debes de saber que conozco la tradición herbolaria mucho mejor que la mayoría de los sanadores… incluso mejor que tú.

—Puede que tengáis razón, dama Morgana. Sin embargo, vuestro padre me ha ordenado que me asegure de que la reina Ygerne no sufre ninguna enfermedad grave. Y debo obedecerle.

Morgana frunció el ceño aún más ante la cortesía natural de Myrddion, pero se apartó de todos modos para que el sanador pudiera inclinarse en una profunda reverencia ante la reina.

—¿Me permitís, majestad? —dijo Myrddion mientras levantaba una de las gráciles muñecas de la dama para buscarle el pulso a la manera griega. Notó el latido constante de la sangre en los dedos, y el perfume que desprendían su piel, su cabello y su ropa le pareció embriagador.

Tras soltarle la mano, el sanador colocó la palma derecha sobre la amplia frente de la reina para comprobar si tenía fiebre. La piel estaba fría al tacto y un poco seca, mientras que tenía los ojos cristalinos y sin signos de decoloración o del brillo propio de la enfermedad.

—Dejadnos solos —les ordenó Ygerne a las doncellas—. Tú puedes quedarte, Morgana, pero hazme el favor de guardar silencio. Quiero hablar con Myrddion Merlinus lejos de oídos maliciosos que puedan alimentar chismorreos.

—¡Por favor, madre! Tus sirvientas jamás te delatarían —replicó Morgana.

—No encuentro signos de enfermedad, majestad. De hecho, diría que vuestro estado de salud es magnífico.

Ygerne bajó la mirada mientras sus dedos, nerviosos, doblaban y redoblaban una tira de delicada tela que tenía guardada en la manga.

—La enfermedad no es física, Myrddion. Necesito consultaros acerca de otro asunto. Perdonad mi franqueza, pero he oído que tenéis el don de la profecía y eso me interesa. ¿Son ciertos esos rumores?

Myrddion quedó desconcertado, pero no ofendido. No tenía ni idea de lo que Ygerne quería pedirle, pero respondió con la máxima franqueza, puesto que negar los rumores habría sido inútil. Era completamente consciente de que la mayoría de los celtas conocían la historia de Dinas Emrys y el Medio Demonio.

—Tengo sueños que bien podrían considerarse profecías, majestad, y he tenido ese tipo de sueños de forma inesperada en varias ocasiones. Pero no soporto esos ataques; preferiría no tener que sufrirlos.

—Te comprendo mejor de lo que crees, Myrddion. Mi padre, Pridenow, murió hace muchos años, pero juraba que su linaje tenía el don de la clarividencia y que ver imágenes de forma espontánea, ya sea durmiendo o despierta, no debería inquietarme. Tengo suerte, puesto que apenas he sentido esa… facultad interior, por lo que he podido vivir en paz. Mi hija Morgause no tiene esa capacidad, mientras que Morgana afirma recibir advertencias fortuitas en muchas ocasiones desde la más tierna infancia. No acierto a comprenderlo, por lo que le he rogado a la Virgen con toda mi alma que me explique ese don, pero al parecer ha decidido ignorarme.

—Soy un hombre de ciencia, majestad, como los griegos de la antigüedad. Estudio el mundo natural para intentar comprender sus secretos, por lo que procuro recurrir a mis cinco sentidos para poner a prueba el mundo con el máximo cuidado e imparcialidad. Sin embargo, jamás he comprendido el secreto de esas visiones, aunque no dudo que ciertas personas las sufren con gran intensidad, a menudo contra su voluntad. Tal vez no sea más que otro sentido que ciertas personas pueden utilizar como si se tratara del oído o el tacto. Hay gente con muy poco sentido del olfato y otros no pueden ver con claridad. Todos somos distintos, majestad. ¿Por qué lo preguntáis?

—Cuando era una niña y viajé por primera vez a Tintagel me aterrorizaron unas visiones que me acecharon de noche. Cuando conocí a mi amado Gorlois soñé que tenía una herida terrible en el cuello. Recuerdo el terror que sentí en ese momento, pero las visiones fueron desapareciendo y he podido vivir tranquila durante muchos años… hasta que vine a Venta Belgarum. Los sueños e imágenes han vuelto multiplicados por diez.

—Majestad, yo… —empezó a decir Myrddion, aunque la reina lo interrumpió con un gesto impaciente.

—No debes contarle nada a Gorlois acerca de esta conversación. Se preocuparía y no quiero molestar a mi esposo con estupideces femeninas. Sin embargo, he visto que sangraba con el cuello cortado y he olido la putrefacción extendiéndose como un perfume repugnante impregnado en los pliegues de su capa. Sueño con un niño sangriento, Myrddion, y los terrores nocturnos no me dejan en paz. Estoy segura de que no volveré a ser feliz y de que el largo camino de mi vida está a punto de llevarme hasta un umbral espantoso. ¿Qué puedo hacer?

Ygerne tenía los ojos muy grandes y una lágrima vibraba sobre sus largas pestañas oscuras. La reina no necesitaba cosméticos y los labios le temblaban como pétalos de rosa agitados por el viento. Myrddion deseaba mitigar los tormentos que asediaban a Ygerne a cualquier precio, lo que daba fe del gran poder que tenía sobre él. Ansiaba protegerla, pero reconoció en la visión del bebé el eco del sueño de Úter y del que había tenido él mismo, y la piel se le enfrió con un presentimiento.

—Si hay algo en lo que creo ciegamente, majestad, es en nuestra capacidad de elegir nuestro propio destino. Nada es seguro: ni las visiones ni los sueños pueden limitar nuestras acciones. Elegimos escucharlas o rechazarlas, por lo que el futuro no puede estar fijado. Ni siquiera el azar puede ser meramente accidental, puesto que si examinamos cada incidente con detenimiento nos daremos cuenta de que el capricho de Fortuna es en realidad el resultado de muchas pequeñas decisiones, sin relación aparente entre ellas, que se han reunido bajo la apariencia de la suerte. Tenéis que rezar a vuestro dios, alteza, y recordar que las visiones pueden no ser más que perspicacia.

Ygerne suspiró profundamente, cerró los ojos y su cuerpo se relajó. Acto seguido, mientras Ygerne abría de nuevo los ojos, Myrddion atisbó algo inquietante en las profundidades de aquella mirada tan mutable.

Era consciente de que la presencia de Morgana planeaba tras él como un lúgubre pájaro carroñero y notó que se le erizaban los pelos de la nuca.

—Tu explicación ha tranquilizado mi espíritu, maestro sanador. Sí, la intención es importante. Como bien dices, es perspicacia y no clarividencia. Rezaré y pensaré en lo que me has dicho, Myrddion Merlinus, puesto que eres muy sabio a pesar de tu edad. Perdóname por haberte molestado para contarte mis vagos temores de mujer.

—No, majestad. Sois vos quien debe perdonarme a mí. No tengo respuestas definitivas, por lo que mis palabras no son más que el intento de explicar los dones de Ceridwen. Es posible que esté equivocado.

—Podría perdonarte cualquier cosa, Myrddion. Tienes el corazón puro, inmaculado.

Mientras Myrddion retrocedía inclinado en una sincera reverencia, pensó en la reacción que había tenido ante la reina Ygerne. Pocas mujeres lo habían conmovido más allá del deseo inmediato de una satisfacción sexual, y jamás había conocido a una fémina cuyo atractivo fuera intelectual y a la vez tan profundamente físico. La bondad de esa mujer era tan vulnerable que temió por su seguridad mientras se moviera como una inocente desprotegida por el vórtice violento de una ciudad como Venta Belgarum, tan llena de engaños, caprichos y salvajismo.

Esa noche, mientras se saciaba con el cuerpo dispuesto de Ruadh, el rostro que veía era el de Ygerne. De algún modo, la reina dumnonia se había apoderado de su alma.