El Jabalí de Cornualles
En poco tiempo las generaciones se mudan y la antorcha de la vida cual ágiles cursores se transmiten.
LUCRECIO,
De rerum natura,
[Sobre la naturaleza de las cosas]
Gorlois y su esposa estaban sentados ante el fuego comiendo pan con miel mientras hablaban con la distensión de los que llevan años viviendo juntos en un ambiente de felicidad. La minúscula llama dorada del hogar iluminaba el rostro de Ygerne y cuando Gorlois examinó esos rasgos que tanto amaba se maravilló una vez más al ver el resplandor de aquellos ojos brillantes y la dulzura de aquella boca tan expresiva. Qué maravilloso le parecía que un hombre muy lejos ya de la primera juventud y que nunca había sido bello pudiera gozar del amor de una mujer como esa.
En aquellos momentos de serenidad, demasiado plácidos como para perturbarlos con meras palabras, Ygerne agradeció al Dios cristiano aquella bendita vida que le había tocado vivir.
La única sombra que empañaba tanta satisfacción era que su querido esposo no tenía herederos que pudieran gobernar después de él, pero al propio Gorlois no parecía molestarle esa circunstancia, puesto que siempre insistía en que el hijo de su hermano, Bors, sería un buen rey, mientras que su hija Morgause había engendrado hijos que sin duda acabarían siendo reyes en el futuro. Incluso su querida Morgana, que estaba decidida a no tener descendencia, era más poderosa que muchos caudillos gracias a sus dotes para las profecías y los hechizos.
—Soy tan afortunada, Gorlois, y tan feliz —susurró Ygerne.
Gorlois le limpió a su esposa una mancha de miel de la comisura de los labios y se lamió el dedo.
—Nunca te dije lo asustada que estaba cuando llegué a Tintagel por primera vez. Estaba aterrorizada por pesadillas en las que aparecía algo horrible que no podía ver… pero luego llegaste tú y me sentí segura de nuevo.
—Jamás permitiría que nada ni nadie te hiciera daño, querida. Todos y cada uno de los años que he pasado contigo han sido un placer para mí.
Ygerne dejó el trozo de pan con miel y contempló el rostro de su amado con deleite. Gorlois estaba encaneciendo rápidamente, pero seguía teniendo un cuerpo fuerte y musculado, aunque unas pequeñas arrugas habían empezado a aparecer alrededor de sus ojos, en el cuello y en las manos, y la piel del estómago y de las nalgas comenzaba a decaer un poco. A Gorlois, que nunca había sido vanidoso, eso no parecía preocuparle más allá del temor a que Ygerne pudiera cansarse de vivir con un viejo. Como si le hubiera leído la mente, Ygerne presionó la mano bronceada de su esposo por encima de la mesa.
—Crees que no me mereces, como si yo fuera algo preciado y poco frecuente. No soy más que un rostro bonito, unos rasgos superficiales y accidentales que a cierta gente le parecen agradables. Pero mi rostro no es mi corazón, querido, que solo te pertenece a ti. Jamás he visto a otro hombre al que pudiera amar y juro que tú serás el único. No soy más que la hija de Pridenow, ni especialmente lista ni dotada, solo una mujer a la que tanto el Dios cristiano como los Tuatha Dé Danann sonrieron al nacer.
Poco acostumbrada a mostrar abiertamente tanto afecto, Ygerne se sonrojó y su belleza a punto estuvo de detener los latidos del corazón de Gorlois. Era una esposa fiel y una madre cariñosa, y a lo largo de los años incluso los arrogantes dobunnos habían llegado a adorar a la dulce reina de Gorlois.
—El gran rey nos ha convocado en Venta Belgarum, querida. Ha exigido también tu presencia, así como la de Morgana, aunque no acierto a comprender por qué desea verte. El rey Úter demuestra poco interés por las mujeres y todavía menos por casarse. De hecho, a los reyes unidos les preocupa que no tenga ningún heredero que pueda ocupar su lugar en caso de que muriera durante una batalla. Está enfadado conmigo, lo sé, porque no mandé tropas a la campaña del norte. Lo único cierto es que tengo pocos hombres y no podía permitirme el riesgo de perderlos allí.
—¿Tan implacable es Úter como para utilizar a los buenos guerreros como si de monedas de cobre se tratara? —preguntó Ygerne, que de forma inconsciente acertó de lleno en la clave por la que su esposo se había negado a obedecer a la petición del rey. Gorlois se dio cuenta de que había una astuta inteligencia estratégica tras aquellos ojos azules tan aparentemente francos.
—Úter condenará a falanges enteras de avezados guerreros a una muerte segura para apalear a sus enemigos hasta someterlos. No es implacable, sino algo bastante peor. Sus tropas le importan menos que sus caballos, sus tiendas o sus armas, y las utiliza de forma despiadada para conseguir sus objetivos. Pondré a mis hombres bajo su mando cuando nos amenacen por el sur, pero no vaciaré los pueblos de muchachos y ancianos en beneficio de las demás tribus.
Ygerne miró el rostro congestionado de Gorlois. Su esposo estaba enfadado, se había apoderado de él aquella rabia inexorable que tanto temían sus enemigos. Cuando aparecía, era imposible desviarla.
—Estás jugando con la unidad de los reyes, Gorlois, aunque comprendo tus motivos. Pero no hay duda de que nuestros hombres tendrán que luchar por las montañas si queremos derrotar a los sajones.
Ygerne había adoptado un semblante muy serio, y Gorlois le acarició la mejilla de forma afectuosa a la vez que disipaba su mal humor.
—Es cierto, querida. Estoy coqueteando con el desastre, pero ¿qué quieres que haga? Úter no es Ambrosio. Presté juramento por los planes de Ambrosio y lo hice por nuestro pueblo. Si bien Úter odia a muerte a los sajones, también es cierto que detesta a la mayoría de la gente, incluso a los buenos britanos. Es peligroso, y me gustaría no tener que llevarte cerca de él si pudiera elegir al respecto.
Ygerne soltó una carcajada, aunque con la mirada sombría.
—Ya soy vieja, esposo mío, y, tal como tú mismo has dicho, al gran rey no le conmueven las palabras de una mujer. Estoy preparada para acceder a sus deseos y viajar a Venta Belgarum contigo, pero no quiero que sufras intentando protegerme. Al fin y al cabo, ¿qué puede hacerme?
—No me gusta la idea de que el pueblo llano te contemple como si fueras una atracción, vida mía. A Morgana le gustará emprender una excursión como esa, pero me resisto a apartarte de la tranquilidad de Tintagel. Aquí sé que estás segura, puesto que todo nuestro pueblo estaría dispuesto a morir por ti.
—Eres adorable, Gorlois, pero ¿por qué tendría que mirarme nadie? Hace tiempo que dejé atrás la belleza virginal, y que renuncié a enorgullecerme de mi aspecto. Sin duda las multitudes encontrarán mucho más de lo que maravillarse en Morgana. Aunque esa chica me preocupa. No se casará y se interesa por hechizos que no me atrevo a imaginar. Debería haber nacido chico; la dedicación a la espada y a la lanza habrían apaciguado esa necesidad de destacar sobre los demás.
—Sí, nuestra Morgana es una mujer maravillosa y no temería en absoluto que Úter se fijara en ella. Apostaría por mi hija si se enfrentara al dragón, la verdad. —Gorlois sacudió la cabeza como si quisiera desterrar un pensamiento horroroso—. Ella no dudaría en cortarle el cuello si Úter se atreviera a ponerle un solo dedo encima.
Ygerne sonrió con la fascinante curva que describía su boca exuberante siempre que conseguía despertar algún sentimiento apasionado en su esposo.
—Conociendo a nuestra hija, sería más probable que lo convirtiera en un sapo —dijo ella—. O, al menos, que lo intentara.
Acto seguido, Ygerne soltó una alegre carcajada mientras Gorlois la alzaba en volandas y se la llevaba al cálido lecho para darle un abrazo todavía más cálido.
Más tarde, mientras el rey dormitaba entre las pieles, Ygerne alzó la mirada hacia las vigas de roble y escuchó el viento otoñal formar remolinos alrededor de Tintagel. «¡Venta Belgarum!» El nombre salió de su boca con suavidad, como una palabra cariñosa o como una caricia. En el pasado había temido aventurarse lejos de esa costa agreste y de sus amplias y fértiles tierras, pero en esos momentos un escalofrío de entusiasmo le erizó el vello de los brazos. Tal vez la reina de los dumnonios podría ayudar a su esposo en su duelo verbal con Úter Pendragón. Y, si luego le daba por llorar en sueños, no recordaría las imágenes de sangre y fatalidad que le estaban tejiendo alrededor del cuello una soga mucho más fuerte que sus hermosos cabellos.
Aquellos mismos vientos limpiaron las calles de Venta Belgarum de los desperdicios acumulados, que quedaron barridos en rincones oscuros. Agitaron los árboles frutales del pequeño huerto de los sanadores y amenazó con arrancar las ramas con la fruta madura. En su estrecho dormitorio, Myrddion soñaba recostado en el pecho de Ruadh.
No sin desgana, el sanador había abandonado todo escrúpulo y había aceptado a la mujer celta en su cama. Era cariñosa y Myrddion echaba de menos la adoración de los ojos de una mujer. Si bien deseó que Ruadh fuera Flavia, en cualquier caso era demasiado caballeroso y amable para permitir que arraigara un deseo como ese. Ruadh había perdido todo lo que las mujeres valoran, por lo que no pudo negarle esa simple liberación, a pesar de que el sentido común le decía que cualquier enredo emocional podía ser muy peligroso.
En la habitación que Brangaine compartía con Willa, la niña de once años daba vueltas en la cama, gemía y lloraba, inmersa en un doloroso sueño.
Brangaine se despertó, se levantó del camastro para ir a buscar una taza de agua del pozo y, cuando regresó, encontró a Willa con el rostro empapado de lágrimas. Brangaine veló con cariño el sueño de la niña.
Willa era alta para ser una niña, y tan esbelta y grácil como un álamo joven del bosque. Lucía una reluciente melena castaña que le llegaba por debajo de la cintura sin el más mínimo rizo. Ya tenía pecho, mientras que sus manos eran bellas y animadas incluso en la agonía de la pesadilla. Sus dedos, de uñas almendradas y delicadas, eran tan fascinantes que pocos hombres reparaban en sus cicatrices. Incluso sus pies eran bellos y esbeltos, y acentuaban un aire de fragilidad que inspiraba en la mayoría de los varones el deseo de protegerla de los males del mundo.
Los párpados cerrados y palpitantes cubrían unos iris tan claros y verdes como el mejor vidrio romano, con una sedosa profundidad oculta que parecía atraer hasta el fondo de su alma a quien los contemplaba. Su dulce boca, e incluso los dientes, atenuaban una nariz que era ligeramente larga y estrecha para ser perfecta, si bien ese defecto acentuaba su belleza, de manera que la inmadurez de su rostro y de su figura resultaba inocente y angelical. Era tan adorable que su madre de acogida estaba aterrorizada y se esforzaba por mantener a la joven Willa tan lejos como le era posible de las zarpas de los hombres.
Además de Brangaine, Cadoc era el único que también estaba despierto en toda la casa. Incapaz de dormir y demasiado preocupado para descansar, había comprobado el estado de su único paciente, el príncipe Luka, a la luz de la lámpara.
El noble brigante había pasado dos semanas sumido en un sueño profundo, mientras transportaban a los heridos a sus casas. Cuando por fin se despertó de su letargo, estaba desorientado y con los músculos demasiado débiles para tenerse en pie. En esos momentos se recuperaba en casa de Myrddion y, poco a poco, iba recobrando la salud mientras los sanadores examinaban los efectos de un golpe en la cabeza sobre las funciones normales del cuerpo humano.
Cadoc sonrió de forma afectuosa cuando dejó al príncipe durmiendo. El brigante tenía suerte de tener la cabeza tan dura. De lo contrario habría muerto antes de que hubiera terminado la cosecha de manzanas. Incluso entonces, a pesar del dolor de cabeza que sufría, Luka bromeaba y ansiaba disponer de un caballo o de una mujer, aunque el orden de prioridades no estaba claro.
Cadoc había estado pocas veces tan irritable e insomne. La casa estaba muy silenciosa y la ciudad entera descansaba como una gran bestia, cansada ya de la luz, de la bebida y de los peligros. Cadoc limpió todas las herramientas quirúrgicas que encontró a la luz de la lámpara y, a continuación, empezó a reordenar el scriptorium en un intento de acabar con el insomnio que tanta ansiedad le causaba. Su señor, el maestro de los sanadores, estaba cayendo en una peligrosa y lóbrega depresión. Cadoc había observado que el humor habitualmente distendido de su amigo se estaba volviendo cada vez más turbio a medida que tenía que lidiar con el carácter despótico de Úter. Cadoc temía que Myrddion estuviera andando por el borde de un profundo abismo donde la tierra se desmenuzaba con facilidad bajo sus botas, con el riesgo de precipitarse al vacío de una desesperación mortal ante el más mínimo error de juicio.
—Vortigern fue un monstruo, pero se le podía comprender. A ese sucio hijo de perra le gustaba ser el gran rey y pretendía quedarse en el trono de Máximo a cualquier precio. Podía ser tan retorcido como una víbora, pero estaba cuerdo.
Cadoc hablaba en voz alta en medio del deprimente silencio de sus cavilaciones. Después de medianoche, la vieja villa parecía llena de espíritus inquietos y Cadoc, que era supersticioso a pesar de la educación racional que había recibido, encontraba cierto consuelo en el sonido de su propia voz.
—¡Vaya, Cadoc! —Una figura levemente iluminada surgió entre la oscuridad de la columnata—. Con la edad te estás volviendo poético.
Cadoc estuvo a punto de dejar caer un valioso tarro de acónito en polvo, un veneno con el que Myrddion estaba experimentando. Se dio la vuelta con torpeza, apoyando los tarros contra su pecho desnudo cuando Brangaine apareció ante él ataviada con una larga camisa de dormir y una lámpara de aceite. Aquella luz suave le favorecía el rostro, puesto que suavizaba las canas de su cabello y borraba las líneas que rodeaban sus ojos, así como los bordes de esos labios que en otros tiempos fueron exuberantes.
—Por la sangre de los dioses, mujer, casi me cago encima de miedo —exclamó Cadoc mientras el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Poco a poco, su respiración se calmó y decidió relajar la tensión del cuerpo sentándose en el taburete que encontró más cerca.
—Veo que ya somos dos los que estamos desvelados en plena noche. La tristeza agradece la compañía, Cadoc, por eso he salido a buscar al otro vigilante nocturno de la casa. Nos preocuparemos igual juntos que separados, así que iré a buscar algo de leche caliente, a ver si conseguimos tranquilizarnos un poco.
Cuando Brangaine regresó con dos cuencos de leche caliente y endulzada, Cadoc ya había reparado el desorden que había creado en su orgía de limpieza, por lo que los dos colegas pudieron sentarse en un taburete y calentarse las manos con los cuencos. Brangaine observó el profundo surco que se había instalado entre los ojos de Cadoc, por lo general tan alegres, y suspiró con tristeza.
—Te he oído hablar sobre ese hombre tan violento, Cadoc, y he pensado en mi esposo, que murió luchando en las filas de Vortigern más allá de Tomen-y-mur. El gran rey fue una criatura violenta, peligrosa y supersticiosa, pero también es cierto que fue un verdadero rey, aunque hubiera robado la corona para su propio beneficio. El rey Ambrosio tal vez esperaba demasiado de nuestro maestro, pero siempre lo trató bien, a su manera. Ruadh también nos ha contado lo tierno que era cuando estaba a solas con ella.
—Sí, Ambrosio fue un rey justo —murmuró Cadoc mientras se tomaba la leche.
—Pero ¡el hijo del dragón es completamente distinto! Apenas puedo pronunciar su nombre sin sentir náuseas. Ese hombre mata solo porque tiene el poder para hacerlo; ni siquiera se escuda en la superstición y la ambición como hacía Vortigern. Tal vez podría comprenderlo si fuera un demente o un pervertido, pero es frío e inhumano. Solo me ha mirado en una ocasión, y te aseguro que la sangre se me heló en las venas.
—Nuestro maestro flaquea —susurró Cadoc—. En Calcaria sucedió algo que le rompió el corazón.
—Todos sabemos que fue Úter quien mató a Carys, Cadoc, puedes decirlo en voz alta. Myrddion sabía la verdad y encubrió al asesino. Eso lo está matando poco a poco. Tienes que afrontarlo, como lo hicimos nosotras, que tuvimos que limpiar el cadáver menudo de aquella joven que Úter se quitó de encima como si se tratara de un trozo de carne en mal estado. Los sajones no matan a ninguna mujer sin haberla violado antes, ni dejan que sus víctimas se enfríen y se pongan rígidas antes de abandonarlas para que las encuentren sus enemigos. Rhedyn, Ruadh y yo lo sabemos, y nadie tuvo que contarnos cómo falleció la pobre chica, ni que estaba embarazada del rey.
—Cuidado —siseó Cadoc—, te matarán si alguien llega a oírte. Eso que has dicho se considera traición.
—Es la verdad. La Madre y la Virgen María vieron morir a Carys y se asegurarán de que Úter pague por sus pecados —susurró Brangaine con una mirada que de repente se había vuelto severa y reluciente como las piedras bajo el agua cristalina—. Y las sirvientas fallecieron después que ella, víctimas de los asesinos sajones, según dicen. ¡Tonterías! Ni siquiera un niño de cinco años creería una estupidez como esa.
Las fuertes manos de Cadoc no paraban de darle vueltas al cuenco de leche. Brangaine observó esos dedos incansables y comprendió lo que tanto preocupaba a aquel hombre.
—Sí, nuestro maestro sabía que Úter había ordenado la muerte de las chicas y que Ulfin había llevado a cabo el crimen por él. Esa pérdida de vidas inocentes está devorando a nuestro maestro por dentro. Se lo he visto en los ojos… Pero me preocupa porque noto que los días son cada vez más cortos y que las manos de la diosa nos están acercando a ella. Se ha convertido en la Bruja Azul y su rostro envejecerá hasta el invierno. Conseguirá lo que quiere y nosotros, los mortales, tendremos que sufrir por ello.
Cadoc miró fijamente a Brangaine con los ojos abiertos como platos, suaves como cuentas de cristal pardo. Brangaine no era especialmente religiosa. De hecho, oscilaba entre el cristianismo y las antiguas religiones según el estado de ánimo y, en ocasiones, combinaba las dos doctrinas. Durante los años que habían pasado juntos, Brangaine había sido una roca de sentido común que apenas se dejaba perturbar por las tormentas emocionales como les ocurría a otras mujeres de la casa. Se desvivía por Willa, por su maestro Myrddion Merlinus y por el pequeño Cathan, al que había encontrado en Verulamium. Pero Venta Belgarum era un repugnante pozo negro más allá de su belleza superficial, un lugar en el que los niños eran tratados de forma brutal y, a menudo, aparecían abandonados ante las puertas de la casa de los sanadores. Myrddion nunca rechazaba a los inocentes y, por consiguiente, en las habitaciones de aquella vieja villa resonaban a menudo las tímidas risas de los pequeños que aprendían a jugar. Aunque mostraba afecto por todos ellos, Brangaine sentía una devoción especial por aquellas tres personas.
—Debemos protegerlo, Brangaine, si es que podemos salvarlo. Maldita sea, pero ahora debe avisar por escrito a esos reyes tribales que pueden dejar sus residencias de invierno para que asistan a un festín para celebrar el solsticio. ¡Menuda farsa! El gran rey no tiene esposa, por lo que los ritos de renacimiento son fríos como las tetas de una bruja en una tormenta de nieve. Y a nuestro maestro también le preocupa que el Jabalí de Cornualles haya despertado la ira del gran rey. Le he dicho que no puede salvar a todo el mundo, pero ya sabes cómo es. Cuando da su palabra no se echa atrás por nada del mundo.
—No es un niño, Cadoc. Es un hombre. Ruadh ha entrado en su lecho y con un poco de suerte conseguirá distraerlo un rato. Tal vez logremos escapar de este lugar maldito si ella lleva la semilla de Myrddion. Él no permitiría que ningún niño con su sangre naciera bajo las zarpas del dragón.
Brangaine habló de forma tan prosaica que a Cadoc casi le pasó desapercibido el mensaje que contenían las palabras.
—Así que las mujeres habéis decidido que nuestro maestro debe ser padre. ¡Te tomas demasiadas libertades, Brangaine! Myrddion no querría traer una vida nueva al mundo ni ser el responsable de un niño mientras siga a Úter por la campiña de batalla en batalla. No tienes ningún derecho a entrometerte.
Brangaine aguantó la mirada de Cadoc, pero al final bajó los ojos avergonzada. La mujer había olvidado el oficio de su maestro mientras planeaba huir de Venta Belgarum y del peligro que suponía Úter Pendragón.
—¡Debería darte vergüenza, Brangaine! ¿En qué estabas pensando?
—¡En Willa! —siseó ella—. La atormentan los terrores nocturnos. ¿No tienes la sensación de que algo horroroso se cierne sobre todos nosotros?
Cadoc apuró la leche del cuenco y lo dejó en un estante con tanto ímpetu que todos los tarros que estaban sobre la mesa se tambalearon.
—Yo pienso en nuestro maestro y en la utilidad de nuestro trabajo. Pienso en mi amigo, que tiene que tragarse los insultos y la violencia del gran rey para nuestra seguridad. Me preocupa salvar a los soldados de la indiferencia que Úter siente por sus vidas, igual que por la de nuestro maestro, y me preocupan nuestros sirvientes, que no sobrevivirían mucho tiempo si Myrddion los abandonase.
Brangaine se sonrojó y abandonó la pequeña estancia como una niña que hubiera recibido una reprimenda. Sin embargo, en el fondo no le guardaba rencor a Cadoc por la discusión, puesto que solo pensaba en las agrestes colinas de Powys y en la seguridad que supondrían para ella y los niños.
En esa época del año, a comienzos del invierno, en la casa de los sanadores no reinaba ni la despreocupación ni la felicidad, aunque Myrddion disfrutaba mucho viendo jugar a los niños y oyendo las risas que resonaban por las viejas columnatas romanas. Las cocineras estaban de buen humor y parecían contentas de haber renunciado a su antiguo oficio en la calle, mientras que los sirvientes de la casa agradecían pasar el tiempo encalando los muros exteriores de la villa de aquel modo que tanto había fascinado a Myrddion en la Galia. Una pátina de satisfacción cubría las grietas que estaban apareciendo en aquella vida que Myrddion había construido con tanto afán.
El sanador se mantenía ocupado organizando las minucias del inminente festín de Úter. Las posibilidades de que acabara siendo un desastre eran enormes, y Myrddion no habría sido humano si no se hubiera ofendido al ser tratado como un sirviente a cargo de las cocinas. Había mandado invitaciones redactadas con esmero a todos los reyes, desde Deva hasta el Litus Saxonicum, aunque en el fondo sabía que Úter pensaba utilizar la ceremonia para atar de cerca a Gorlois y al joven príncipe Leodegran. La orden de que acudieran acompañados de sus esposas y de sus hijos mayores era una estudiada amenaza que Myrddion se esmeró en anular con un lenguaje cortés; sin embargo, en lugar de decidir dónde se sentarían los invitados según el orden de prioridades, dejó esa clase de protocolos en manos de los eficientes administradores que habían servido a Ambrosio. Ese pequeño acto de desafío le pasó desapercibido a Úter, que utilizaba a Myrddion con la misma indiferencia con la que trataría a un perro atado con correa.
¡Con qué facilidad puede reducirse a escombros una nación!
Uno a uno, los reyes y sus respectivos séquitos llegaron a Venta Belgarum durante el primer mes de un invierno clemente. En la ciudad reinaba el frío agudo de las heladas de primera hora de la mañana y los días eran cortos y oscuros. El sol no brillaba con fuerza, apenas besaba ligeramente los rostros expuestos. No había nevado, pero una ligera lluvia lavaba los tejados de los edificios romanos y se llevaba la basura que el verano había dejado en las calles adoquinadas.
El día que el Jabalí de Cornualles llegó a la ciudad, los ciudadanos de a pie contemplaron boquiabiertos su magnificencia. Había sido una figura conocida en Venta Belgarum durante el gobierno de Ambrosio, pero para esa visita en concreto había decidido llegar con una pompa y un esplendor insólitos. Llevaba una chaqueta de malla pulida que resplandecía con el brillo mantecoso de la plata y que debía de ser demasiado pesada para un hombre corriente. Portaba también una capa con múltiples pieles de nutria, lustrosas e impermeables, que Ygerne le había cosido con sus propias manos, aunque había tenido que protegérselas con unos recios guantes de piel para no dañárselas. La había forrado con una delicada tela que el Jabalí había recibido como parte de la dote y que brillaba como una concha con cada movimiento. El cuello estaba forrado de piel de zorro de las nieves, blanca y espesa. Ygerne había dispuesto las patas de manera que se agarraran al cuello de su esposo con cintas de oro rojo. Visto por detrás, la cabeza brillaba con dos piedras verdes de ámbar cristalino recogidas en las agrestes costas del reino de Gorlois. El ámbar verde y el oro macizo se unían con el cabello oscuro del rey de los dumnonios, de manera que este parecía ostentar un poder y una fuerza casi divinos.
Fue recibido ante las puertas de la ciudad con ovaciones desiguales, aunque el rey dumnonio mantuvo en todo momento un semblante sobrio y severo que dejó bien claro que asistía a la reunión a regañadientes. Myrddion admiró la integridad que llevaba escrita en cada una de las líneas del rostro.
En su séquito, un círculo de hombres armados custodiaba a la esposa y a la hija del rey, que eran lo que más apreciaba en el mundo.
Todos los ciudadanos de Venta Belgarum habían oído hablar de la belleza de la reina Ygerne, que se había convertido en legendaria porque nadie había visto jamás su rostro.
Respecto a la hija del rey, Morgana, la población susurraba acerca de sus intentos de dominar la magia. Los hombres comentaban en las posadas los rumores acerca de los múltiples amantes que había tenido a pesar de ser de sangre noble, pero ninguno de esos lerdos de mirada lasciva se planteaba la posibilidad de hacer un comentario picante si había alguna posibilidad de que ella llegara a oírlo. Temían acabar convertidos en serpientes, que les predijera la muerte o, peor aún, que pudiera contarle a su padre que unos plebeyos habían mancillado su nombre. Todos los reclutas del ejército de Gorlois sabían que el rey mandaría degollar a cualquiera que se atreviera a insultar a sus hijas.
Con la capucha puesta y envueltas en lana gruesa, las dos mujeres cabalgaron por las calles de Venta Belgarum conscientes de que había muchos ojos intentando vislumbrar algo de piel o incluso un ojo. Ninguna de las dos mujeres levantaron las manos enguantadas de las riendas de los caballos ni se bajaron las capuchas para satisfacer las miradas curiosas de la multitud. Los guardias las cercaban con severas miradas intimidatorias.
Al llegar al gran patio delantero del palacio del rey, la comitiva se detuvo; Gorlois desmontó y miró alrededor. El gran espacio enlosado estaba circundado por caminos y edificios que parecían inclinarse como homenaje a la casa y al palacio. Úter había ordenado que pintaran los arcaicos grabados que envolvían las altas puertas de un color rojo chillón con un bordeado de oro líquido, porque aquel antiguo y complejo diseño estaba basado en su tótem de dragones entrelazados. La magnificencia de ese laberíntico edificio de madera, de dos plantas en algunas zonas, contrastaba mucho con la iglesia de piedra, achaparrada y de base cuadrada, edificada de forma incongruente justo al lado del esplendor bárbaro de la residencia de Úter. Entre dientes, Gorlois juró con acritud, puesto que comprendió enseguida el simbolismo del último gesto de Úter.
—Obedecedme sin discutir, puesto que yo soy el Dragón —susurró.
Las puertas forradas de latón se abrieron y una figura alta y esbelta vestida de negro se acercó al rey con la cabeza gacha en señal de homenaje. Gorlois reconoció enseguida el pelo suelto de color azabache con el mechón blanco. El Jabalí de Cornualles se sintió insultado enseguida por el hecho de que Úter Pendragón no se hubiera dignado recibir a sus invitados personalmente.
Myrddion vio que los músculos del rostro del rey dumnonio se tensaban debido a la ira reprimida mientras fruncía el ceño. El sanador había discutido al respecto con el gran rey, pero había sido en vano. Le había explicado que algo tan calculado no encontraría perdón fácilmente, pero Úter se había limitado a indignarse y a negarse en redondo a recibirlo en persona.
—Di lo que sea necesario, Myrddion. Al fin y al cabo, ese es tu trabajo y el motivo por el que tengo que soportarte. Puedes decirle al Jabalí que estoy molesto con él.
Llevado por la frustración, Myrddion había protestado:
—Os recuerdo que los romanos nos aconsejaron que mantuviéramos cerca a nuestros amigos, mi señor, pero que tuviéramos todavía más cerca a nuestros enemigos.
—No te dirijas a mí con tanta familiaridad, sanador. Lo que creó mi hermano bien puedo destruirlo yo. Recuerda cuál es tu lugar.
No sin desesperación, Myrddion había obedecido. En esos momentos, mientras se arrodillaba sobre las losas resbaladizas como el hielo, le suplicó a la Madre que aquellas humillaciones no se convirtieran en una pauta fija en su vida.
—Disculpad la ausencia del gran rey, mi señor, pero se ha retrasado debido a asuntos de Estado. Os doy la bienvenida a Venta Belgarum para celebrar el solsticio de invierno, rey Gorlois, y espero que tengáis una estancia agradable en la ciudad.
A Gorlois no le pasó desapercibido el disgusto que expresaba el rostro del sanador. Recordaba perfectamente al Medio Demonio desde el acuerdo de Deva, y admiraba la inteligencia y el tacto de aquel joven. Aunque tras una fachada de serenidad, en realidad estaba furioso por el desaire de Úter, pero el rey era demasiado sabio para culpar al hombre al que le había tocado transmitir aquel mensaje desagradable.
—Levántate, Myrddion Merlinus, es indecoroso que un hombre tan instruido e inteligente como tú se humille de ese modo. —Gorlois se le acercó y susurró—: No eres el responsable de los modales de tu señor.
—Ni de la falta de ellos —respondió Myrddion en voz baja, a pesar de que sabía que los espías de Úter podían estar vigilándolo—. Cuidado, mi señor. En Venta Belgarum incluso las piedras tienen oídos.
En condiciones normales, jamás habría hablado con tanta franqueza, pues había muchas vidas en juego que dependían de que cumpliera con los deseos de Úter. Sin embargo, el sanador había visto que le pisoteaban el orgullo en el barro y tenía el cerebro crispado y la intuición a flor de piel. Notaba la tormenta inminente que se estaba gestando tras los ojos oscuros de Gorlois.
—Querido… —Una voz suave los interrumpió—. Por favor, ayúdame a desmontar y preséntame a este joven caballero del que tantas cosas me has contado. El mundo entero ha oído hablar de Myrddion Merlinus, por lo que espero no ofender.
«¡Qué voz! Madre, ¿has venido a la tierra para darme esperanza?»
Aquella poderosa figura era alta y esbelta para tratarse de una mujer, y Myrddion pudo atisbar apenas un fragmento de mejilla, blanco como la nata. Pero la voz era seductora. Ronca y grave, aunque también cadenciosa, era capaz de hundirse en los huesos de cualquier hombre que se preciara con la promesa de una intimidad inimaginable. El sanador no pudo hacer nada para evitar levantar la ceja derecha.
La expresión severa de Gorlois se suavizó de inmediato.
—Esposa mía, tengo el placer de presentarte a Myrddion Merlinus, que se ocupa de la ingrata tarea de aconsejar al gran rey de los britanos. Myrddion, esta es la reina de los dumnonios y la Flor de Tintagel: la bella Ygerne.
Se oyó una carcajada dulce y sin afectación bajo la capucha.
—Querido, te excedes con los cumplidos. El señor Myrddion esperará un dechado y no encontrará más que a una mujer de mediana edad, madre de dos mujeres adultas.
Acto seguido, justo cuando el sol cambiaba de forma fortuita su fulgor y emitía una luz igual de débil pero más dorada, Ygerne se apartó la capucha que le cubría el rostro.
Myrddion no consiguió reprimir su reacción y agradeció que el grueso de la ciudadanía solo pudiera verla encapuchada. Estuvo a punto de quedarse sin aliento y se inclinó enseguida en una profunda reverencia para evitar que los ojos lo traicionaran.
«No es de extrañar que Gorlois la oculte —pensó—. Helena debía de tener el mismo aspecto a ojos de Paris cuando este traicionó a Troya para poseer tan impresionante belleza. ¡Por todos los dioses, es la más pura de todas las mujeres!»
Por suerte, Gorlois no pudo verle los ojos a Myrddion hasta que el joven se hubo calmado un poco. Había tomado la mano de su esposa, se la había llevado a los labios y Myrddion se dio cuenta de que Gorlois adoraba a Igerne con una pasión poco frecuente, cuando no insólita, en un matrimonio.
Ygerne se sonrojó de un modo favorecedor y Myrddion aprovechó la oportunidad para examinar su rostro de forma tan desapasionada como se lo permitiera tanta belleza. Si se contemplaba cada uno de los rasgos, la reina no resultaba tan hermosa. La nariz estaba modelada con delicadeza, pero no era pequeña; los pómulos eran muy altos, y los ojos eran de un color indeterminado entre el azul y el verde, aunque tampoco eran de ninguno de esos dos colores. Tenía las cejas suavemente arqueadas pero poco prominentes; y la barbilla y la mandíbula, firmes, aunque nada excepcionales. Las trenzas ligeramente sueltas desafiaban cualquier descripción cromática, puesto que estaban compuestas de todos los tonos claros posibles entre el rubio y el castaño.
«Es un camaleón —pensó Myrddion—. Cada matiz de luz le da una apariencia distinta, de manera que nunca tiene el mismo aspecto. Es una de las mujeres más bellas que haya existido jamás».
—Mi esposa será hermosa hasta que la muerte se la lleve —afirmó Gorlois con orgullo, mientras que los rostros de sus guerreros reflejaban la adoración que sentían por ella.
Myrddion murmuró un elegante cumplido y su mente empezó a dar vueltas sin control mientras acompañaba a Gorlois, Ygerne, Morgana y un reducido grupo de guardias personales y sirvientes por los pasillos del palacio que llevaban hasta un conjunto de estancias que eran cómodas, aunque sin opulencias. La guardia fue alojada en las afueras de la ciudad.
Desconcertado, Myrddion los dejó solos y fue a buscar a Úter tal como le habían ordenado. Tan malhumorado como siempre, el gran rey andaba de un lado a otro en sus aposentos como una bestia salvaje enjaulada, mientras que Ulfin y Botha intentaban parecer ocupados.
—¿Y bien? ¿Qué ha dicho Gorlois? ¿Qué tal es la bella Ygerne? ¿Y la bruja de Morgana? ¿Se está comportando? Me has hecho esperar demasiado, sanador.
—El señor Gorlois no ha dicho nada, se ha limitado a presentarme a su esposa, que no podría ser más bella. Morgana iba encapuchada y no ha abierto la boca. Gorlois no se ha quejado de que hayamos alojado tan lejos a sus hombres. De hecho, no he tenido que decirle nada acerca de sus estancias porque ya había elegido que los acompañarían pocos sirvientes. Como siempre, el Jabalí de Cornualles se ha contenido y ha demostrado ser cortés y educado en todo lo que ha dicho y hecho.
Úter gruñó como un gran felino que Myrddion había visto en el circo de Roma. Sus ojos azules tenían exactamente el mismo aire inhumano y calculador que había demostrado el león mientras perseguía a un criminal en la arena. Incluso su pelo, abundante y rizado, parecía una melena de animal.
—¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que haga? —preguntó Úter sin dirigirse a nadie en concreto—. No tolerará insultos, pero es demasiado listo para exponerse a mi justicia. ¡Sé lo que pretende! A Gorlois le gustaría ser gran rey. Le gustaría apoyar el trasero en mi trono y meter la cabeza dentro de la corona de Máximo. Pero no. ¡Nunca! Me iré al infierno antes de que llegue ese día.
—En realidad, mi señor, no creo que Gorlois desee vuestra corona —protestó Myrddion con la máxima suavidad de la que fue capaz—. No muestra signos de duplicidad y mis espías de Tintagel lo sabrían. Simplemente se dedica más a la gente de las tierras dumnonias que al resto de la Britania.
—¡Eso lo veremos! —dijo Úter con brusquedad—. Nos encontraremos por primera vez en el banquete. He organizado varias salidas de caza y diversiones para los reyes a lo largo de diez días, pero estaré demasiado ocupado para encontrarme con nadie hasta esa noche. Asegúrate de que todos lo comprendan.
«¡Por todos los dioses! ¿Cuándo aprenderá Úter que un puño de hierro deja la nuez tan machacada que resulta difícil separarla de la cáscara?»
Sin embargo, el rostro de Myrddion no expresó nada, si bien Úter sabía a la perfección lo que estaría pensando. Desde su rincón, Botha observó a esos dos hombres formidables rodearse con palabras, y se esforzó en mantener el corazón frío y preservar así su juramento para con el rey. En la imaginación del guerrero, Myrddion era una hoja larga y estilizada, afilada, ligera y terriblemente rápida. Su rey, en cambio, era una pesada espada celta, concebida para abrirse paso a mandobles entre la carne de forma despiadada, sin miedo a una hoja más ligera o a la estrecha mano que pudiera blandirla, con la confianza puesta en sus instintos animales para anticiparse a la inteligencia del sanador. Sin embargo, Úter Pendragón se equivocaba. Botha notaba que el poder crecía dentro de Myrddion Merlinus del mismo modo que una criatura marina sube hacia la luz.
—Tal como pidáis, yo obedeceré, majestad —respondió Myrddion de un modo enigmático, y Botha reconoció el doble sentido de la respuesta.
El guerrero estaba obligado por juramento al gran rey y sabía que debería expresar sus temores en voz alta ante su señor. Por otro lado, comprendía la frustración y las pasiones que sentía Myrddion Merlinus, porque él también había sentido lo mismo muchas veces durante los años que llevaba al servicio de Úter Pendragón. Pensó en la cuestión con detenimiento, y al final decidió que su código de honor personal no requería explicar la resistencia cada vez mayor de Myrddion a un rey que también tenía ojos para ver y oídos para escuchar.
Myrddion acudió de nuevo al encuentro de Gorlois y de los otros reyes que ya habían llegado para explicarles que Úter estaba demasiado ocupado para recibirlos. Lo hizo con un humor delicado e irónico, de manera que a nadie le quedó ninguna duda de que al sanador de Úter no le gustaba aquella situación. Gorlois bebió vino y bromeó con Leodegran y Llanwith pen Bryn mientras intentaba interpretar el temor que desprendían los ojos negros de Myrddion Merlinus.
Esa noche, en los brazos de Ruadh, los caballos del terror galoparon por los sueños de Myrddion: Ygerne soltaba un chillido estridente con los ojos llenos de horror; Gorlois derramaba lágrimas de sangre con el cuello cortado; Morgana envejecía de repente y al sonreír mostraba una lengua de serpiente… Y un bebé cubierto con la sangre del parto abría unos ojos grises inhumanos y le sonreía con tanta confianza que a punto estuvo de romperle el corazón.
Cuando todas aquellas imágenes empezaron a resultarle insoportables, quedaron barridas por completo por un viento antinatural, gélido y oscuro, y apareció una figura encapuchada. Myrddion no sabía si era un hombre o una mujer, ni si era humana o divina. Sin embargo, el terror le colapsó el cerebro.
—Tienes que hacer lo que sea necesario, hijo mío. Cuando nazca este niño serás libre… durante un tiempo.
—Mi señor… Mi señora… no me pidáis tal deshonor, no puedo ir más allá, me moriré de pena. ¿Por qué me hicisteis nacer para vivir lo que se avecina? ¡No obedeceré! ¡No lo haré!
La voz que oía no era ni de varón ni de mujer, sino de algo que estaba muy por encima de eso. Respondió con suavidad, aunque Myrddion sabía que ni todas las tormentas del mundo y los chillidos de todos los seres que vivían en él podrían acallar aquellas palabras.
—Harás lo que debas hacer porque fuiste concebido para este momento. El camino ha sido arduo, hijo mío, y lo será todavía más antes de que te permita morir, pero todo cuanto te pido es necesario, y no habrá nada que comprometa tu honor. Otros romperán sus juramentos y, a pesar del sufrimiento que supondrá para ti, al final serás libre.
Acto seguido, la figura se quitó la capucha y Myrddion vio una sucesión de rostros: su abuela, Olwyn, que le sonreía de forma cariñosa; Aecio con una mirada despectiva; Petronio Máximo asintiendo con pesar; los labios temblorosos de Flavia. Una tras otra, todas aquellas caras fueron apareciendo bajo la oscuridad de la capucha.
A continuación, otros rostros que no conocía reemplazaron a los de sus amigos y enemigos de juventud. Viejos y jóvenes, fueron apareciendo ante su mirada de asombro. Una mujer de melena leonada fue sustituida por una belleza sobrecogedora de cabello dorado y ojos cerúleos. Un anciano y nervudo mercenario dio paso a un bárbaro enorme. Una mujer con el pelo blanco como la nieve y los ojos demasiado azules para no ser fruto de un sueño le sonrió con una adoración vertiginosa. Luego los rostros desaparecieron y Myrddion supo que el sueño estaba terminando.
Un último rostro empezó a atisbarse entre la oscuridad más absoluta, una cara que parecía la de Úter Pendragón. Tenía el mismo pelo: desmelenado, leonado y muy rizado. Tenía el mismo mentón firme y la frente noble, aunque Úter no había tenido jamás los pómulos y la nariz tan delicados. Luego los ojos se abrieron y Myrddion vio que eran de un color gris invernal, tan fríos como los glaciares del norte.
—¡Que los cielos me protejan! —gritó Myrddion—. ¿Quién sois?
—Soy lo que más deseas en el mundo, la criatura de tu cerebro —respondió el rostro.
Myrddion chilló de nuevo, puesto que aquella cara hablaba con la misma voz seductora de la reina Ygerne de los dumnonios, la esposa del Jabalí de Cornualles.