14

Los perros de la guerra

Y es que todos los hombres matan lo que aman.

OSCAR WILDE,
La balada de la cárcel de Reading

Más de dos años después, Myrddion estaba contemplando una red plateada de ciénagas junto a un río que fluía lentamente hacia el norte, hacia Calcaria, y mientras miraba los restos de la batalla sintió que el gran número de bajas que se habían producido le oprimía el corazón. La superficie de las ciénagas se había tornado roja con los últimos rayos del sol en un crepúsculo que parecía interminable. Habían pasado varias horas desde que los sajones habían sido obligados a lanzarse al río y la mayoría de ellos había muerto. Cadoc y dos sanadores más jóvenes todavía estaban buscando por las orillas llenas de lodo y juncos, por si había guerreros que hubieran sobrevivido a la batalla, aunque Myrddion tenía pocas esperanzas de que aquella lucha feroz hubiera dejado a algún hombre con vida. La larga penumbra veraniega parecía de lo más pacífica en aquel paraje de espadañas y extrañas plantas floridas que vivían entre la tierra y las aguas profundas, mientras que los insectos seguían zumbando y revoloteando ante los últimos rastros de la luz del día. El sanador sintió el rechinar del barro en las suelas de las botas y miró hacia el cielo con ojos cansados y desanimados.

Los años que llevaba al servicio de Úter habían sido muy duros, demasiado.

—¡Sujetadlo! —gritó Cadoc de improviso—. Por el amor de los dioses, tapadle la herida con barro, con cualquier cosa, hasta que nuestro maestro pueda atenderle en su mesa. ¡Vosotros! —rugió mientras señalaba a dos guerreros que chapoteaban con calma hacia tierra firme—. Moved el culo y ayudadnos con este hombre. Todavía está vivo.

«¿Cuándo acabará este calvario, Madre?», se preguntó Myrddion mientras luchaba por salir del barro con las pocas fuerzas que le quedaban. Mientras él perdía el tiempo en ensoñaciones, un hombre gravemente herido necesitaba su ayuda.

Los dos guerreros no pararon de refunfuñar durante todo el trayecto hasta la tienda del sanador. El espantapájaros andrajoso que llevaban a cuestas entre los dos estaba tan irreconocible que no supieron ver si era sajón o britano, puesto que la capa de lodo y sangre que le cubría el pelo y las facciones era tan gruesa que parecía más bien un golem de barro que un hombre. Solo su estatura menuda aportaba indicios de que podía tratarse de un aliado que había sobrevivido y, tras caer en ese pantano lleno de muertos, había conseguido llegar a tierra firme y a los bosques que ocultaban el campamento de Úter para enmascarar el número de sus tropas.

—¡Rápido! —Myrddion sacó fuerzas de flaqueza e instó a los guerreros a avanzar mientras Cadoc y sus compañeros seguían buscando a los últimos supervivientes—. No pienso dejarle morir después de haber resistido tanto tiempo en medio de toda esa mierda apestosa.

Andrewina Ruadh había acudido corriendo con Rhedyn pisándole los talones. Más lento debido a la cojera, Dyfri las seguía también. Los tres se quedaron mirando a Myrddion, sorprendidos. No estaban acostumbrados a oírle jurar de ese modo, por lo que estaban perplejos al ver su expresión irritada y descentrada por igual. Desde el último verano, su maestro se había vuelto cada vez más silencioso, hasta el punto de que ni siquiera el incontenible Cadoc había sido capaz de levantarle el ánimo o hacerle sonreír.

—Llamad a unos porteadores para que lo lleven hasta mi tienda. Estos estúpidos lo matarán si siguen transportándolo como si fuera un saco de patatas.

Dos hombres salieron de la tienda más cercana y se apresuraron a obedecer las órdenes de su maestro. Indiferentes a la sangre y la mugre que les manchaba la ropa, transportaron al guerrero herido hasta la tienda que servía de hospital.

—Necesito agua caliente y templada, trapos limpios y algo para cortarle esos harapos que lleva puestos —ordenó Myrddion en un intento de recuperar su habitual determinación.

Se quitó la túnica manchada de barro, se lavó en el agua del río y soportó con una mueca estoica el agua helada que le dejó la piel de gallina. Andrewina Ruadh, a la que conocían ya simplemente como Ruadh, le tendió un trozo de tela para que se secara el torso. A continuación, se ató el mandil de cuero que las mujeres se habían esmerado en limpiar después del baño de sangre que había tenido lugar hasta media tarde.

—Gracias, Ruadh —susurró antes de dirigirse a la otra mujer—. Rhedyn, prepara los utensilios y no se te ocurra tocar las hojas. —Myrddion notó que la mujer se ponía tensa, por lo que intentó sonreír para disculparse, aunque notó una cierta rigidez en los músculos de la cara—. Lo siento, Rhedyn. Sé que nunca harías algo así. Es que estoy muy cansado.

—Ha sido un día muy largo, maestro —respondió ella en voz baja, aceptando la disculpa.

El rostro franco y el pelo encanecido de Rhedyn demostraban lo duro que resultaba el trabajo de ayudante de sanador, aunque seguía teniendo la mirada alegre y cristalina. Había dejado a un lado el desagradable y peligroso estatus de sirvienta de campamento cuando se había decidido a seguir a aquel joven sanador que la trataba como a una persona de valía. A esas alturas, once años más tarde, había viajado por el mundo y había conseguido formar parte de aquella peculiar familia. Como es natural, adoraba al hombre que la había tratado siempre con respeto y le había dado un motivo para vivir. Sin embargo, en esos momentos estaba preocupada por él; por eso le dio unas palmadas en el hombro y lo acarició mientras lo ayudaba a recogerse la larga melena.

Antes de tender al herido en la mesa quirúrgica, los porteadores lo dejaron con delicadeza fuera de la tienda, sobre una tela impermeabilizada con aceite, para quitarle las pieles y la armadura. Lo que no pudieron deshacer lo cortaron con escalpelos viejos hasta que la carne bronceada quedó expuesta para que Myrddion pudiera examinarla con detenimiento.

El guerrero era de constitución recia, con unos largos músculos que daban fe de su gran resistencia física, y Myrddion dedujo que debía de ser un jinete, a juzgar por los callos que tenía en las manos. La batalla se había librado a pie, porque los caballos no servían de nada en un paisaje tan boscoso y embarrado.

Pero no llegarían a saber quién o qué era el superviviente si llegaba a morir.

Ruadh le tendió una palangana de agua templada y un valioso pedazo de esponja de mar que el sanador utilizó para limpiar el cuerpo tan bien como pudo. Trabajando codo con codo con su maestro, Ruadh utilizó un trapo para secar enseguida las zonas limpias de la piel, poniendo una atención especial en la cara y en el pene flácido. Cuando Myrddion levantó una ceja para mirarla, Ruadh se sonrojó y explicó que a los hombres les importaba casi tanto la virilidad como el honor.

Myrddion rió con naturalidad por primera vez ese día y Ruadh se alegró en silencio de haber dado un momento de respiro a ese hombre al que tanto adoraba.

Una vez limpia la cara del paciente, Myrddion lo reconoció como uno de los aliados más fuertes y destacados de Úter.

—Es el príncipe Luka de los brigantes, Ruadh. Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos por salvarle. Ve a buscar a Dyfri y pídele que prepare estimulantes. Este hombre ha perdido demasiada sangre.

La primera herida de Luka parecía un profundo pinchazo en el hombro, aunque era evidente que no había incapacitado del todo al aguerrido guerrero. Sin embargo, sí debía de haber ralentizado sus movimientos, puesto que el gran número de cortes y cuchilladas que tenía en los antebrazos, las manos y los nudillos demostraban que había evitado por poco varios ataques mortales. La herida más grave se la habían hecho con un arma sin filo que le había golpeado la frente.

Myrddion presionó suavemente con los dedos alrededor de la desagradable herida y le preocupó notar una leve irregularidad en el cráneo. La fiebre cerebral mataba de forma lenta pero inexorable, por lo que Myrddion le examinó con detenimiento la parte posterior de la cabeza, las orejas y la boca.

—¿Por qué siempre comprobáis el lado opuesto a las heridas en el cráneo, maestro? —preguntó Ruadh mientras ayudaba a un porteador a levantar el cuerpo inconsciente de Luka hasta la mesa.

—Me he dado cuenta de que a menudo el cerebro queda dañado en el lado opuesto al del golpe inicial. Lo he observado en muchas ocasiones, cuando el hueso se ha roto y el paciente ha muerto de forma inesperada. En el pasado, de vez en cuando llevaba a cabo un examen post mórtem de los cráneos de ese tipo de fracturas.

—¿Habéis abierto un cráneo? —exclamó Ruadh con un grito ahogado y los ojos como platos mientras trabajaba de forma inconsciente para contener la lenta hemorragia de la herida del hombro.

—Sí, tal vez haya pecado, pero los guerreros que examiné eran sobre todo sajones y no podían estar más muertos. Lo que aprendí me ha ayudado a salvar otras vidas, pero te agradeceré que guardes silencio al respecto. La Iglesia cristiana nos prohíbe abrir cadáveres y vete a saber cómo reaccionaría Úter si llegara a enterarse del asunto.

—Antes preferiría morir que traicionaros, maestro —respondió Ruadh con sinceridad—. Pero ¿qué descubristeis?

Cualquier persona no iniciada en el mundo de la medicina de campaña habría pensado que una conversación como aquella podría interferir en la concentración del sanador, pero los dedos de Myrddion no dudaron lo más mínimo mientras examinaban la herida del hombro y la lavaban a fondo. Con el escalpelo abrió un poco más el corte y, con un gruñido de satisfacción, utilizó los fórceps para extraer un fragmento de cuero que se había metido dentro. Era de lo más habitual que los sanadores hablaran de otras cosas mientras luchaban contra la muerte sobre los cuerpos tendidos de los heridos. Tal vez esa fuera la única manera de no perder la cordura.

—El cerebro, que es la fuente de nuestro pensamiento y también de todos nuestros sentidos, es de color rosa grisáceo y muy blando. Es una red de vasos sanguíneos y no comprendo ni una pequeña parte de cómo funciona. El cráneo lo protege del mismo modo que los recipientes de vidrio o de barro cocido protegen nuestros ungüentos y líquidos para que no les pase nada malo. ¿Qué ocurre cuando agitas un tarro de crema? ¿O si le das un golpe en uno de los lados? El contenido siempre golpea el otro lado del tarro con cierta fuerza. Si el ungüento fuera nuestro cerebro, se dañaría por el lugar donde el tarro ha recibido el golpe, pero también por donde el ungüento rebota contra el otro lado del tarro.

—Vuestros conocimientos son impresionantes, maestro —dijo Ruadh con una mirada de admiración que consiguió que Myrddion se estremeciera—. En cierto modo, abren mis ojos a los misterios de los dioses.

—Ya puedo suturar la herida del hombro; Ruadh, necesito agujas e hilo de tripa.

Mientras ella preparaba los utensilios, Myrddion la miró y sonrió, puesto que estaba decidido a cambiar el tema de conversación hacia áreas más seguras.

—¿Lamentas haber perdido a tus hijos en el norte, más allá del Muro de Antonino? Cuando Úter te liberó para que pudieras regresar a casa, no comprendí que decidieras quedarte en el sur. Lo agradezco, por supuesto, porque eres una herbolaria en ciernes que algún día podrá rivalizar incluso con la gran Annwynn, que es sin duda la mejor que he conocido. Pero te has separado de la familia que te crió y de tus propios hijos. ¿No te parece un poco… imprudente?

Mientras hablaba, los hábiles dedos de Myrddion untaron la herida con pasta de algas y rábano, y la suturaron de forma temporal con un único nudo. Ruadh lo ayudó con una gran serenidad en la mirada y en los dedos.

—A mi manera, amé al rey Ambrosio, por lo que mi vida como picta terminó en el momento en el que me di cuenta de lo que sentía por él. Una buena esposa y madre lo habría matado mientras dormía… y de hecho era lo que planeaba hacer la primera vez que me metió en su cama. Incluso llevaba un pequeño cuchillo de fruta con el que podría haberle apuñalado los ojos mientras dormía. Pero fui incapaz de hacerlo. No soy aprensiva, ya lo sabéis, pero miré el rostro preocupado de Ambrosio, me acordé de su carácter dulce y fui incapaz de conseguir que las manos me obedecieran. Era tierno y cariñoso, a pesar de ser rey. Lamento no haberlo besado jamás, puesto que en su momento consideré que esa habría sido la última traición a mi difunto esposo y a los hijos que había perdido. No obstante, ojalá lo hubiera hecho, maestro Myrddion, para que antes de morir se hubiera dado cuenta de que lo amaba.

A esas alturas, Myrddion ya había suturado la mayor parte de las peores heridas superficiales de los brazos de Luka, y Ruadh había empezado a vendárselos con mucha pericia.

—Sigo sin comprender por qué no consideraste la muerte de Ambrosio como una liberación.

—En mi corazón sentía que había traicionado a los pictos, mientras que muchos años antes había rechazado a mi familia tribal. Me sentía perdida… hasta el día en el que vos me aceptasteis en virtud del amor que le profesabais a mi difunto señor.

—¿Te quedaste por una cuestión de honor, entonces? —Myrddion soltó una carcajada—. Muchos hombres dicen que las mujeres no pueden comprender esa idea.

Los dedos de Ruadh se detuvieron, temblaron y luego reanudaron el trabajo con eficiencia y esmero.

—Esos zopencos se equivocan, maestro. Las mujeres tenemos nuestro propio código de conducta, que es tan rígido e inflexible como el de cualquier hombre. Pero pocos son los que intentan comprendernos como lo hacía mi señor Ambrosio. Como rey fue singular… pero como hombre todavía lo fue más.

—Sí que lo fue.

Juntos examinaron el golpe que Luka tenía en la frente y decidieron que debía de habérselo causado un escudo, de ahí que presentara un cardenal extrañamente moteado.

—¿Qué podemos hacer, maestro?

Myrddion negó con la cabeza con pesar.

—Nada, Ruadh —susurró él—. Tenemos que mantenerlo muy quieto y obligarlo a ingerir líquidos, preferiblemente leche, con la esperanza de que se despierte por su propia voluntad. No me desesperaré hasta que no me quede otra elección.

—Entonces rezaré a la Virgen bendita por él… y por vos. Tal vez Dios todavía tenga planes para este joven. Al fin y al cabo, sigue vivo cuando miles de hombres han fallecido.

Habían encontrado vivos a muchos otros hombres, pero todos habían terminado sucumbiendo a las heridas sin recuperar la conciencia. Cuando los porteadores se llevaron el último de los cadáveres a la fosa común, Myrddion lamentó que los campos de batalla no se organizaran de manera que pudieran salvarse tantas vidas como fuera posible. El sanador había contratado a un grupo de sirvientes y les había enseñado los rudimentos de los primeros auxilios para que pudieran detener hemorragias y transportar a los heridos fuera del campo de batalla después de que la lucha más virulenta hubiera dejado atrás un rastro de guerreros muertos y heridos. Con ese método tan simple se habían salvado muchas vidas, y Cadoc vio que su trabajo se simplificaba mucho, puesto que ya no tenía que gastar energías yendo a buscar a los heridos él mismo. Una proporción considerable de los aprendices de sanador de Myrddion eran jóvenes, mientras que la formación como herbolario la recibían hombres y mujeres como Dyfri, que estaban lisiados de un modo u otro. Los sanadores ya no dependían de que los guerreros aportaran la fuerza bruta necesaria en los hospitales de campaña.

Todas aquellas manos complementarias salvaron vidas.

Cuando cayó la oscuridad, el estado de salud de Luka no había cambiado. Myrddion estaba cansado, aunque no era a causa del esfuerzo físico que acababa de realizar, sino por los años que llevaba sobre la silla de montar y en los campos de batalla, que le enturbiaban la memoria. Pero lo peor de todo, con mucho, era mitigar los interminables caprichos de Úter Pendragón.

Tras el luto inicial y la coronación de Úter en la magnificencia de la iglesia cristiana recién construida en Venta Belgarum, este había iniciado una campaña de desgaste contra los reyes tribales recalcitrantes y contra los caudillos sajones. Quedaron atrás los días de la sala de audiencias, donde la justicia se impartía con tanta misericordia como mortificación.

A pesar de los esfuerzos de Myrddion, Úter tomaba decisiones precipitadas cuando acudían a pedirle algo, tanto si se trataba del más humilde de los campesinos como del noble más ofensivo. En más de una ocasión, Myrddion había arriesgado el pellejo interviniendo cuando Úter había ignorado el sentido común de forma flagrante al tomar sus decisiones.

Durante los dos inviernos que había pasado al servicio de Úter, Myrddion había cabalgado incontables millas para consolidar y extender su red de espionaje mientras comprobaba que los reyes tribales estaban fortificando los puestos fronterizos de acuerdo con el juramento prestado al gran rey. A esas alturas lo veían como una criatura de Úter, por lo que tuvo que volver a soportar por duplicado el prejuicio y la antipatía que había sufrido ya durante la juventud. Las tribus temían a Úter, aunque lo obedecían con hosquedad, puesto que solo los dioses sabían lo que sería capaz de hacer si alguien lo contradecía o traicionaba.

Así fue como Myrddion tuvo que aguantar un aislamiento aplastante que solo quedaba mitigado cuando se encontraba en la casa de los sanadores, donde seguían reinando las risas y el espíritu investigador. En su scriptorium, Myrddion podía estudiar, ampliar su obra sobre hierbas medicinales, formar a jóvenes para que sirvieran en los hospitales de campaña y disfrutar de la compañía y las risas de los niños. De no haber poseído aquel remanso de paz, Myrddion sospechaba que ya habría roto el juramento que le había hecho a Ambrosio y habría huido.

En la oscuridad, mientras Myrddion examinaba a varias decenas de pacientes con posibilidades de sobrevivir, Botha acudió en su busca. El espigado capitán de la guardia personal de Úter tenía una cuchillada en el muslo que a punto había estado de castrarlo, aunque Myrddion imaginó que el desgraciado sajón no debió de tener la oportunidad de repetir el ataque. Botha era un guerrero superlativo y un hombre cuya existencia estaba regida por un estricto sentido del honor que gobernaba todos los aspectos de su vida.

—El gran rey os reclama, Myrddion, y ya sabéis que espera que le obedezcáis de inmediato —dijo con una sonrisa irónica. Los dos hombres eran esclavos de los antojos de Úter en la misma medida.

Irritado, Myrddion frunció el ceño.

—Pues tendrá que esperar a que te suture ese corte que llevas en el muslo. Llega muy arriba y podría infectarse, porque esos músculos se mueven con cada movimiento. Quítate la ropa y quédate en taparrabos, Botha. Si discutes, solo conseguirás empeorar el retraso.

Ya con la pierna vendada y muy impaciente, Botha consiguió llevar a Myrddion hasta la tienda del gran rey, donde encontraron a Úter andando furioso de un lado a otro. Algo en la mirada del rey le provocó un escalofrío al sanador.

—Te lo has tomado con calma, Botha. Has permitido que el sanador desobedeciera mis órdenes, como de costumbre.

Myrddion hizo una mueca temerosa. Su relación con el gran rey era tensa, no solo porque tuvieran caracteres diametralmente opuestos, sino también porque Myrddion había sido la única persona que había visto a Úter llorando ante el cadáver de su hermano. El rey no podía tolerar el recuerdo constante de lo que percibía como una debilidad evidente.

—Botha estaba herido, majestad —respondió Myrddion—. Dudo que fuerais consciente de ello, pero a vuestro sirviente podría habérsele envenenado la sangre si no hubiera recibido tratamiento, de tanto fango que tenía en la herida. La demora es culpa mía y os pido disculpas por ese error.

Úter soltó un gruñido y se sentó, malhumorado, en una silla plegable frente a la que había varios pergaminos y mapas. Su bello rostro estaba afeado por unas líneas de descontento y por algo taimado y decepcionante que empañaba sus ojos azules.

—Hemos controlado a esos cabrones, pero todavía no hemos conseguido abrirnos paso hasta Petuaria. Ese hijo de puta, Hengist, sabía lo que hacía cuando guió a su pueblo hasta esa franja costera dejada de la mano de Dios. Crían como las garrapatas en los pantanos y todos sus planes de batalla están condicionados por el paisaje. Sería más fácil aprender a volar que echar a los hijos de Hengist de las tierras que en otros tiempos pertenecieron a los parisios.

Por prudencia, Botha y Myrddion guardaron silencio.

—Hemos perdido demasiados hombres siguiéndoles el juego a los sajones. Las centurias entrenadas por romanos no son efectivas en tierras pantanosas y la caballería no sirve en los bosques más que para los reconocimientos nocturnos. ¿Y las máquinas de asedio? ¡Bah! Lo último que nos faltaba es tener mal tiempo.

Una vez más, no esperaba respuesta. Myrddion se dio cuenta de que el rey cambiaba continuamente de una fuente de enojo a otra: Úter estaba alimentando sus propias frustraciones. El sanador sabía por experiencia que se avecinaba algún tipo de imprudencia.

—Leonates, de los dobunnos, ha optado por ignorarme. Y Gorlois se ha negado a mandar tropas para ayudarnos. Eso podría habernos costado la batalla. No permitiré que me tomen el pelo, Myrddion.

El sanador observó los signos de advertencia que había estado temiendo cada vez con más claridad. Bajo aquellas tupidas cejas rubias, los ojos de Úter eran meras hendiduras que ocultaban el color de los iris, lo que confería a su rostro una apariencia bestial. Tenía los orificios nasales dilatados, como si estuviera oliendo algo asqueroso, y abría la boca como si escupiera cada palabra, de manera que esos labios casi invisibles dejaban bien visibles los dientes como hacen las bestias cuando gruñen. Solo los dioses sabían en qué acabaría aquello.

—Gorlois nunca se había negado a contribuir con sus tropas a nuestras campañas en el sur —respondió Myrddion—. Tal vez haya estimado que la tribu de los brigantes sería más adecuada como aliada para el ataque. No puedo leer la mente del Jabalí de Cornualles, pero siempre os ha sido leal, mi señor. Respecto a Leonates, ha pasado el invierno aquejado de una enfermedad pulmonar, por lo que quizá no haya podido mandaros los impuestos para ayudaros. Su hijo, Leodegran, todavía es adolescente y debe de haberse visto superado por la enfermedad de su padre.

—Eso no es excusa. Ese chico es un cachorro sibarítico, pero si desea llegar a gobernar algún día debería intentar seguir siendo mi aliado.

Myrddion bajó la mirada y se inclinó de forma respetuosa.

—Por supuesto, majestad. Investigaré el asunto de la salud de Leonates.

—Y Gorlois, ¿cómo se atreve a decidir en qué campañas luchará y en cuáles no? El gran rey no es él, aunque he oído rumores de que muchos reyes tribales se alegrarían de verle con la corona de Máximo. Incluso su nombre me irrita. Si sigue decidiendo cuándo y dónde mandará sus impuestos, descubrirá que un dragón puede calcinar a un verraco hasta dejarlo seco.

A Myrddion le habría gustado echarse a reír, aunque la expresión de Úter no invitaba precisamente a ello. En ocasiones, las palabras desmedidas del gran rey eran absurdas, pero en otras circunstancias resultaban más bien monstruosas. El sanador se propuso suavizar ese mal humor mientras Botha se encargaba del desorden que reinaba en la tienda y fue a buscar alguno de los tintos de Hispania que tanto le gustaban a Úter. Mimado y aplacado, el humor del gran rey mejoró de forma considerable, hasta el punto de que requirió la presencia de la mujer con la que yacía por aquel entonces. Cuando la muchacha de mirada de cordero entró por el faldón de la tienda, Botha y Myrddion suspiraron y se marcharon.

Sin embargo, Myrddion no consiguió descansar con tranquilidad. Sus dotes persuasivas no habían bastado para calmar el gusanillo de ira contenida que carcomía el cerebro del rey desde que los sajones habían conseguido frustrar sus planes. Por eso, en lugar de acostarse, acudió a la tienda de los sanadores para comprobar el estado del brigante Luka, que seguía tendido como un difunto en su lecho. Se detuvo un momento ante el flanco enrollado de la tienda más grande y bajó la mirada hacia la ciénaga en la que parecían titilar fuegos fatuos. Durante sus viajes por el mar Intermedio, Myrddion había oído que ese fenómeno lo provocaban bolsas de gases que emergían hasta la superficie desde las profundidades de la tierra, pero incluso su mentalidad racional se crispaba ante el espeluznante parpadeo de luces de colores donde había tantos cadáveres hundidos en el lodo.

Justo cuando Myrddion se disponía a darse la vuelta, un largo aullido ululado le erizó el vello de los brazos y recorrió el campamento como una criatura de la noche alzando el vuelo. El grito agónico no había salido de la garganta de un golem ni de una persona que intentara aterrorizar a los vivos. Una garganta humana solo habría podido emitir un sonido tan agudo ante un dolor extremo.

Myrddion sintió tanto pánico al oír aquel grito terrorífico que tuvo que buscar su zurrón varias veces antes de conseguir encontrarlo por fin. Cadoc salió medio desnudo y maldiciendo de debajo de un carro. Sin embargo, el aullido había cesado de repente tras alcanzar un tono inhumano, como si los pulmones y las cuerdas vocales de los que procedía hubieran sido arrancados de golpe.

Cadoc y Myrddion acudieron al campamento a toda prisa, aunque ninguno de los dos pudo ubicar el origen del chillido. Se detuvieron frente a una maraña de guerreros que se apiñaba en el círculo de tiendas que bordeaba el bosque. Los habían despertado con malos modales y estaban cogiendo las armas mientras se hacían preguntas imposibles de responder. Por su parte, los caballos manifestaban su temor relinchando y golpeando el suelo con los cascos desde los piquetes ocultos en el bosque.

—¿Qué demonios ha sido eso? —murmuró Cadoc mientras examinaba con la mirada a los guerreros semidesnudos que habían brotado de las tiendas o de las mantas instaladas alrededor de las hogueras.

—No tengo ni idea, pero… sea lo que sea… ha sido algo extremo. Alguien nos necesita con urgencia.

—No creo que lo encontremos en medio de esta multitud —dijo Cadoc con sequedad, puesto que no se había despertado de muy buen humor.

Poco a poco se restableció el orden. Los oficiales calmaron a sus hombres y explicaron que una sirvienta del campamento había tenido una pesadilla, pero que ya estaba durmiendo de nuevo. Los hombres más contrariados maldijeron a todas las mujeres de la campaña y volvieron a dormir alrededor de las hogueras mortecinas. Al fin, en el campamento del gran rey reinó de nuevo la tranquilidad.

Myrddion y Cadoc apenas habían regresado a las tiendas de los sanadores, armadas en una elevación del terreno por encima de las ciénagas, cuando Botha y dos guardias aparecieron sin hacer ruido de entre la oscuridad.

—Se os requiere, Myrddion —dijo Botha con un susurro tajante—. Venid ahora y traed vuestro zurrón. —Tenía el rostro especialmente impasible y el sanador notó que se le erizaban los pelos de la nuca—. ¿No habéis oído el grito?

—¿Qué sucede, Botha?

El capitán ignoró la pregunta que Myrddion le había susurrado y rodeó el campamento sin hacer ruido. Desafiante, Cadoc ignoró el ceño fruncido de uno de los guardias y se apresuró a seguir a su maestro.

Abriéndose paso entre la espesa maleza, el pequeño grupo acudió a la tienda del gran rey por la ruta más indirecta e intentando moverse de la manera más silenciosa posible.

Myrddion lo intentó de nuevo:

—¿Es que el gran rey ha enfermado?

Botha se detuvo de repente, se dio la vuelta y le susurró que mantuviera la boca cerrada. Myrddion levantó las cejas, sorprendido, puesto que Botha casi nunca perdía los nervios o demostraba emoción alguna. Algo debía de ir realmente mal si incluso él estaba perdiendo la compostura. El grupo se puso en camino de nuevo, aunque los dos sanadores observaron las oscuras y amenazadoras sombras de reojo.

La tienda de Úter estaba armada en el punto más alto de una pequeña colina del bosque y, para conseguir el espacio necesario para su montaje, habían tenido que talar algunos árboles. Unas tiendas de menor tamaño formaban un semicírculo alrededor de la del gran rey, y el cuerpo principal de su ejército acampaba por debajo de él. Esa disposición era poco habitual, puesto que los reyes solían establecer sus vivaques en el centro por motivos de seguridad, pero Úter siempre valoraba los terrenos elevados y a Myrddion nunca le sorprendió que corriera esos riesgos.

Lo que sí le extrañó fue la ruta elegida por Botha y los guardias para llegar hasta la tienda del rey. ¿Qué intentaban ocultar?

Cuando la tienda apareció entre las sombras, Botha se detuvo.

—Entrad, sanador, yo esperaré aquí fuera hasta que me llaméis —dijo algo avergonzado. Myrddion se preguntó por qué el capitán se mostraba reticente a acompañarlo.

Lo primero que alertó al sanador fue su olfato, antes incluso de que los ojos se le acostumbraran a la penumbra de la tienda. Había una sola lámpara de aceite encendida en el suelo de tierra cerca del lecho de campamento y las sombras parecían cargadas de algo ajeno y amenazador. Los dos sanadores entraron en la tienda y el olor cobrizo de la sangre fresca los guió hasta el pequeño halo de luz.

Myrddion puso la mano izquierda sobre una silla que había quedado volcada durante un violento forcejeo, pero la apartó enseguida al notar el tacto de la sangre fresca en la palma. Cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la oscuridad, distinguió la figura de Úter en la esquina opuesta de la tienda lavándose las manos con un trapo. Sin detenerse a pensar, Myrddion se le acercó.

—¿Estáis bien, mi señor? Dejad que os vea las manos por si habéis sufrido algún daño.

—¡Apártate, maldito! ¡Si hubiera querido verte te habría llamado!

La voz de Úter sonó ronca, como si arrastrara los vestigios de una explosión de mal genio. El rey hundió las manos en una palangana llena de agua y, debido a la falta de luz, Myrddion solo pudo ver que el líquido se oscurecía. Sin embargo, era fácil adivinar que la mancha debía de tener un tono rojo intenso.

«Mierda, ¿qué ha hecho Úter? ¿A qué pobre alma ha hecho daño esta vez?» Los pensamientos de Myrddion se perseguían mutuamente formando círculos. La presencia reconfortante de Cadoc a su espalda alertó al sanador de otro peligro. Si su colega llegaba a enterarse de alguna fechoría del rey, no sobreviviría para contarla.

«Tengo que sacarlo de aquí sin alertarlo más». Myrddion se limitó a ordenarle a su ayudante que saliera de la tienda y, cuando su ayudante abrió la boca para protestar, el sanador estuvo a punto de perder los nervios y su voz adoptó un tono especialmente brusco.

—He dicho que me esperes fuera —siseó—. ¡No discutas, intento protegerte! Y pídele a Botha que entre.

Sin mediar más palabras pero con una mirada que valía por mil, al fin consiguió que Cadoc saliera de allí.

Cuando Botha entró en la tienda con la mirada gacha, Myrddion se dirigió de nuevo al rey.

—Tenéis sangre en el brazo, mi señor. Mostradme la herida para que pueda valorar el daño que habéis recibido. Decidle a Botha que reúna a la guardia. Si hay un asesino suelto, no podemos permitirnos otra pérdida. El reino no sobreviviría a la inestabilidad que supondría vuestra muerte.

—Quédate donde estás, idiota. No estoy sangrando. Esa furcia me ha mordido, pero no tiene importancia.

«¡Mierda!» El insulto atravesó el cerebro de Myrddion y sus ojos reticentes examinaron la tienda en busca de la mujer. Había un bulto bajo una manta en un rincón oscuro de la tienda.

—¿Botha? —susurró Myrddion.

Acto seguido, le dio la espalda al rey y se abrió paso entre los muebles que habían quedado tirados por el suelo hasta el bulto inmóvil, cubierto por una tela de lana. Aquella diminuta figura parecía más pequeña que un niño y Myrddion vio que una mancha negruzca, más oscura que las sombras, empapaba la manta.

Botha no necesitó ninguna indicación. Con cuidado, apartó el tejido y retrocedió con un suspiro. Práctico hasta las últimas consecuencias, se dio la vuelta, se acercó a Úter y lo ayudó a quitarse la camisa de lino que llevaba puesta, completamente empapada de sangre. Hizo un ovillo con ella y salió de la tienda de nuevo sin mirar atrás.

Mientras algo menos malhumorado Úter se vestía, Myrddion se arrodilló junto a aquella mujer menuda. Tenía una larga melena negra empapada en la sangre que seguía filtrándose por las profundas heridas que tenía en la frente. Tenía hendiduras en el cráneo, y los huesos de las manos y de los antebrazos, destrozados. Cuando Myrddion retiró un poco más la manta vio que el rostro pequeño y coqueto de la mujer estaba deformado e hinchado como si hubiera recibido una paliza tremenda. Sus ojos estaban abiertos como platos y fijos en algún punto lejano e indeterminado, un punto que ningún mortal podría ver jamás antes de que las sombras acudieran en su búsqueda con flores o látigos de fuego.

—Ya está, ya está, pequeña —susurró Myrddion mientras le acariciaba la palma de la mano, que le sangraba donde los huesos rotos habían atravesado la piel.

Aunque al sanador le quedaron los dedos pegajosos por la sangre que empezaba a secarse, pudo encontrar sin problemas la vena en el cuello de la mujer. Sabía que no encontraría pulso, puesto que estaba seguro de que aquella pequeña criatura con los huesos y la quijada rota estaba exenta de vida. El hedor a orina y heces era casi tan intenso como el olor a sangre.

Junto al cuerpo había pedazos de una pesada jarra de barro cocido, como si unas manos torpes la hubieran dejado caer al suelo. Los ásperos fragmentos estaban manchados de sangre y el vino, a su vez, había manchado el suelo de tierra.

—¿Está muerta? —preguntó Úter de forma distendida mientras se servía una copa de vino.

Su voz sonó calmada, casi jovial, y cuando recogió su silla soltó un juramento suave al notar que estaba manchada de sangre. Se limpió la mano en la túnica sin darle más importancia.

—Será menos problemática muerta que viva. Por todos los dioses… Esa chica acabaría con la paciencia de un santo cristiano; sería capaz de darle la lata a un hombre hasta causarle la muerte.

—Está muerta, desde luego, majestad. —A pesar de que Myrddion había intentado eliminar de su voz hasta el más mínimo rastro de censura, sabía que no lo había conseguido.

Úter levantó la mirada hacia él con los ojos entrecerrados bajo las cejas doradas.

—No estás en posición de comentar lo que hago con mis propiedades, sanador. ¡Modérate o márchate de aquí! Ya que te has entrometido en mis asuntos, preferiría que sirvieras de ayuda, aunque puedo prescindir de tus servicios.

La sonrisa que esbozaron los labios de Úter parecía de lobo, casi de satisfacción, como si las frustraciones de la batalla del día anterior hubieran quedado exorcizadas.

—¿Dónde está Botha cuando lo necesito? Esta tienda parece una pocilga; hay que hacer algo antes de que me lo apeste todo. Mierda… Y ahora su padre se enfadará, supongo. He visto desde el principio que ese plan para endilgarme a su hija era un error, por lo que tampoco veo por qué tendría que quejarse de forma legítima. Era bonita, pero también inconsciente como una niña.

—¿Quién es el padre, señor? —preguntó Myrddion con cierto desazón en las tripas.

Era muy consciente de que el gran rey escapaba a su control, que lo único que podía hacer era intentar protegerlo de las consecuencias de sus actos. Sin embargo, en el fondo del alma sentía la urgencia de gritar y sollozar de asco.

«¿Qué estoy haciendo? Madre… Ambrosio… ¿Cómo pudisteis pedirme esto?»

—Se llamaba Carys —respondió Úter con amargura—. Pero amarla no ha sido tan fácil como prometía su nombre —dijo mientras le lanzaba una mirada feroz a Myrddion—. ¿Dónde diablos está Botha? Tengo hambre, pero primero quiero que limpien todo esto.

—¿Quién es el padre de Carys, mi señor? —repitió Myrddion con cautela.

A pesar de lo desesperado que estaba, consiguió modular la voz y adoptar el tono conciliador que utilizaba para calmar a los pacientes graves.

—Calgaco el Joven, el hijo de Calgaco el Viejo y rey de la tribu de los novantae. Es un idiota pomposo que le da mucha importancia a un ancestro que resistió a la incursión romana hacia el norte en la batalla de Mons Graupius, hace siglos. Afirma que ese nombre tan ridículo significa «el que blande la espada» o algo así de ostentoso. —Mientras Úter se lo explicaba, Botha volvió a entrar en la tienda—. ¡Al fin, Botha! ¿Dónde has estado todo este tiempo? Tengo hambre.

—Estaba quemando vuestra camisa, señor —respondió Botha, que consiguió parecer severo, modesto y obediente al mismo tiempo—. Supuse que no querríais que todo el mundo se enterara de lo que le ha ocurrido a esa mujer.

—¡No, maldita sea! No quiero que los novantae se retiren del acuerdo, pero tampoco comprendo qué esperaba que ocurriera Calgaco cuando me mandó a la idiota de su hija y a sus sirvientas a casa.

Úter se miró las manos con irritación y se quitó algo de sangre seca que le había quedado bajo las uñas. Myrddion se animó un poco al oír el intento de justificación del rey, aunque las excusas sonaron algo desganadas. A continuación, el sanador observó que el rostro de Úter cambiaba de repente.

—Había olvidado a la pandilla de mujeres que llevaba consigo a todas partes. Ellas saben que Carys estaba conmigo.

—Calgaco el Joven debe quedar convencido de que a su hija la mataron los sajones —murmuró Myrddion con una voz que parecía haber salido de algún hueco de su alma—. Las tribus que están entre los Muros son vitales para vuestros planes, majestad, a menos que deseéis pasar toda la primavera y el verano luchando en el norte. Por todo lo más sagrado, ¿por qué la habéis matado?

Botha cogió la palangana de agua ensangrentada y el trapo manchado y desapareció. Lo sustituyó Ulfin, que se hizo cargo de la situación a primer golpe de vista. El estómago de Myrddion amenazaba con vaciarse ante la mirada indiferente del guerrero.

—Esa furcia estúpida se ha quejado de que el anillo que le di era ridículo —murmuró Úter—. Dijo que estaba encinta y que por tanto tendría que casarme con ella y reconocer a su hijo como heredero legítimo. No tengo tiempo para ese tipo de tonterías y no quiero a un mocoso rondando por mi palacio de Venta Belgarum. Mira lo que Vortimer intentó hacerle a su padre. Los críos crecen y se convierten en una amenaza para la seguridad del padre, por lo que no pienso tener herederos dudosos esperando a cortarme el cuello a la primera de cambio. Mierda, hasta las campesinas saben cómo librarse de un embarazo no deseado, pero Carys no paraba de hablar del héroe que llevaba en su seno. No toleraré que ninguna furcia embarazada venga a reclamarme nada. Su padre tiene ínfulas que superan su posición… y a mí no hay nadie que pueda decirme lo que debo hacer. Al principio no le he pegado fuerte, pero luego me ha hecho enfadar, cuando me ha amenazado con quejarse de todo a su padre.

«Dos muertos, si incluimos al niño —pensó Myrddion, taciturno—. No me extraña que la pobre estuviera acurrucada. Intentaba proteger al bebé que llevaba en el vientre».

—¿Qué esperaba al intentar coaccionarme? Ella es la única culpable de su muerte.

Úter siguió hablando con insolencia, como si el desagradable asesinato de Carys fuera una molestia imperdonable con la única intención de molestarlo. Para su gran vergüenza, Myrddion no dijo nada.

—Ulfin, llévate a las sirvientas de Carys donde están los muertos sajones y asegúrate de que sufren un desagradable accidente. Mata unos cuantos caballos si es necesario y utiliza algunos cadáveres sajones para dar credibilidad a la historia. —Úter se puso a andar mientras pensaba con rapidez—. Y añade también algunos de nuestros muertos, limpios y con armadura. Con un poco de suerte, parecerá como si las mujeres hubieran sido capturadas y unos buenos celtas hubieran muerto en el intento de rescatarlas. ¿Tienes algún problema para obedecer mis órdenes, Ulfin?

Ulfin negó con la cabeza sin signos visibles de preocupación mientras Myrddion se preguntaba si tendría tiempo de advertir a aquellas pobres desgraciadas antes de que el guerrero pudiera organizar la ejecución. Muchas madres al norte del Muro llorarían si Úter se salía con la suya.

—Ni lo pienses, Myrddion —le espetó Úter mientras reconocía el plan desesperado que el sanador llevaba ya escrito en el rostro—. Si te duele en el honor, haz lo mismo que Botha y no pienses en las órdenes que te comprometen. A Botha lo valoro mucho más que a ti, por eso acepto que sea tan aprensivo. Pero ¡en tu caso no lo acepto! Tu tarea consistirá en limpiar a Carys, meterla en un sudario y organizar un carro para devolverle el cuerpo a su padre con una larga carta para explicarle lo ocurrido. Dejo en tus manos el contenido del mensaje, pero piensa que debe consolidar la lealtad de Calgaco e inflamar la ira de sus guerreros. Me parece que el sacrificio de su hija me será muy útil, ahora que por fin está muerta y he tenido la oportunidad de pensar en ello.

Con las rodillas temblorosas y repugnado por aquella complicidad indeseada, Myrddion volvió a tapar la figura infantil con la manta. Úter era tan frío y calculador cuando se comportaba de forma brutal que su plan asesino probablemente tendría éxito. Al fin y al cabo, ¿qué podría hacer Calgaco, tan lejos del lugar en el que había muerto su hija? ¿Y quién se atrevería a llamar mentiroso al gran rey de los britanos?

—No deberíamos mover el cuerpo de aquí hasta que vuestras tropas encuentren los de las sirvientas. Los hombres hablarán si me ven entrar en la tienda de los sanadores con el cadáver.

—Eso me gusta más, Myrddion. Ahora ya puedes reanudar tu trabajo. Te mandaré el cadáver antes de que cante el gallo. A esas horas mis guerreros ya habrán descubierto la atrocidad. ¡Y asegúrate de que te muestras conmocionado y enfurecido! Ah, y otra cosa que me viene a la cabeza: quiero que me devuelva el anillo antes de que el cadáver se ponga rígido.

Myrddion tragó saliva en un intento de evitar el vómito mientras le extraía a la muerta una gran perla de agua dulce del dedo anular. Cuando se lo tendió a Úter, el rey se puso el anillo en el meñique, lo admiró un momento y acto seguido lo dejó en un joyero que guardaba dentro de su arcón de pergaminos.

—Ahora márchate y haz algo para quitarte esa cara de cobarde que tienes. Levantarás habladurías entre mis guardias si no consigues controlarte. Cualquiera que te viera pensaría que es la primera vez que te enfrentas a la sangre.

De nuevo en la tienda de los sanadores, Myrddion se bebió dos copas de vino de Hispania y le ordenó a Cadoc que le despertara antes del amanecer. Horrorizado por el aspecto ceniciento de su maestro, a Cadoc le habría gustado hacerle preguntas, pero Myrddion le dijo que estaba agotado y se echó en el camastro sin quitarse siquiera la ropa, que llevaba llena de lodo. Cuando por fin se quedó dormido, Ruadh le quitó las botas con cuidado.

Para Myrddion, levantarse supuso una agonía cuando Cadoc lo despertó sacudiéndole un hombro. Su ayudante lo miró con una perplejidad inquieta y recelosa.

—¿Qué ocurre, Cadoc? Parece que tengas algo que decirme.

—Al parecer, la amante del gran rey y sus sirvientas han sido secuestradas por una banda de sajones en plena noche; por imposible que parezca, han logrado burlar las defensas. Úter ha mandado tropas para encontrarlas y se ha producido una escaramuza que ha terminado con la muerte de las mujeres a manos de los sajones. Al final han muerto todos los sajones también.

Myrddion volvió el rostro hacia la almohada e intentó no llorar a pesar de la vergüenza y la desazón.

—Espero que la noticia no sea más que un rumor, Cadoc. No me gustaría que esas jóvenes encontraran un destino semejante.

—No es un rumor, maestro. Se han encontrado los cadáveres y nos han hecho llegar el cuerpo de la amante de Úter para que las mujeres lo limpien, lo envuelvan en un sudario y lo manden a su padre en un carro.

A regañadientes, Myrddion se levantó y buscó sus botas.

—Sera mejor que ayude a Ruadh, Brangaine y Rhedyn a completar los rituales. Rezaremos a la Madre por ellas.

Por alguna razón, Myrddion no pudo mirar a los ojos a Cadoc.

—Bueno, maestro, eso es lo raro. Vi a los guerreros muertos cuando los trajeron al campamento a lomos de los caballos y… ¡joder!, juraría que atendí a uno de esos hombres ayer mismo y murió ante mis ojos. Aquí ocurre algo, maestro, yo no soy idiota.

Myrddion dejó caer la cabeza, avergonzado.

—Si valoras la vida, Cadoc, no digas nada. Te lo ruego, no te metas en esto y mantente tan alejado de Úter Pendragón como puedas. Yo me encargaré de todo lo necesario.

Al sanador le habría gustado marcharse y dejar allí a su amigo, pero Cadoc se movió para cerrarle el paso.

—No puedes protegerme eternamente, maestro. Sé que fue Úter quien mató a la mujer y luego montó toda esta farsa para ocultar su culpa —dijo Cadoc con las manos sobre los hombros de Myrddion para evitar que desviara la mirada—. Y tú lo sabías, ¿verdad? ¿Cómo has podido proteger a un hombre capaz de hacer algo semejante?

Myrddion deseó tener tiempo para el lujo que suponían las lágrimas, pero tenía que escribir un pergamino para proteger el sueño de Ambrosio.

—Por desgracia, les juré lealtad tanto a Ambrosio como a Úter. No espero que lo comprendas, porque ni yo mismo le veo sentido. En estos momentos preferiría ser ciego para no tener que ver lo que tengo que hacer. Pero no lo soy y mis juramentos me obligan a cumplir con lo que Úter me pide. Ojalá estuviera en cualquier lugar menos en este, incluso en Roma, donde al menos tenía las manos y el alma limpias.

Con una punzada de dolor, Myrddion deseó tener cerca a Praxíteles, con su presencia serena y pragmática, cuya edad e inteligencia le habrían consolado un poco. Cadoc había sido demasiado fiel y demasiado sincero para quedar manchado por semejante deshonor.

El ayudante dejó caer las manos y bajó la mirada.

—Ese juramento acabará contigo, maestro. Yo no diré nada, pero no por salvar el pellejo, sino para ahorrarte más dolor. Por favor, tienes que evitar a ese hombre en la medida de lo posible.

—¡Ojalá pudiera, pero él no me deja!

El grito angustiado de Myrddion le rogaba a Cadoc que comprendiera la trampa que lo tenía cogido por el cuello. No había marcha atrás.

Cuando el sol rojizo se alzó por encima de las ciénagas y los pájaros carroñeros revolotearon de un cadáver a otro, Myrddion se sentó ante una mesa de campamento para escribir precipitadamente un pergamino al que Úter añadiría el sello de su anillo. La mentira salió enseguida de su pluma, porque en el norte no habría nadie capaz de leerlo excepto algún escriba o sacerdote, que se vería obligado a repetir aquella falsedad palabra por palabra a pesar de lo que pudiera creer quien lo oyera. En ese caso, Myrddion estaba seguro de que el rey de los novantae aceptaría sus explicaciones. Además, para reforzar las palabras del pergamino y asegurarse de que el mensaje llegaba intacto a los novantae, sería necesario que un mensajero recitara su contenido.

De ese modo, en la Britania, el analfabetismo no sería un inconveniente para un rey.

—Calgaco el Joven ha sido un idiota —susurró en voz baja el sanador—. No debe arriesgarse la vida de una hija para asegurar el ascenso del progenitor. Me pregunto si Calgaco llorará por Carys o si solo la verá como una oportunidad perdida de conseguir sus ambiciones.

Myrddion se dio cuenta de que estaba cometiendo la imprudencia de hablar solo. «Tal vez me estoy volviendo loco», pensó antes de contemplar el paisaje mientras intentaba encontrar el centro de sosiego que residía en su alma.

Al principio, lo único que vio en el nuevo amanecer fue un panorama lleno de pájaros carroñeros, varios perros salvajes y los cadáveres cubiertos de lodo que apenas perturbaban el cabeceo de los juncos. Sin embargo, cuando levantó la mirada por encima de los pantanos y más allá del río, vio los campos que se extendían como una alfombra verde, truncada solo por el destello del agua lejana que hablaba con elocuencia de ricos pastos y minifundios en manos sajonas.

—No puedo odiar a la familia de Hengist —susurró de nuevo—. Me gustaría que se marcharan, pero el odio que siente Úter por ellos… tiene poco sentido y es demasiado destructivo.

Esas tierras lejanas habían sido un gran mar de color verde, y Myrddion pensó que, de haber tenido unas alas fuertes como las del ave de cetrería de la que había tomado el nombre, sería capaz de ver el color gris del mar en el horizonte. Ni al océano ni a la tierra les importaba que él sufriera o que Úter fuera un monstruo siniestro y retorcido bajo aquella apariencia bella y apuesta. Los campesinos que labraban aquellos campos deseaban vivir en paz, que cesaran las inundaciones que anegaban los campos cuando hacía mal tiempo, y que los hijos y los nietos pudieran pronunciar sus nombres en voz alta cuando ellos hubieran muerto. Solo los idiotas y los sanadores elegían vivir donde imperaban el dolor y el sufrimiento.

Por unos momentos, Myrddion saboreó aquel idílico paisaje rural, aunque enseguida se rió de su propia estupidez. Hasta que quedara liberado de su juramento seguiría a merced de un demonio sonriente e impredecible, y solo podría intentar salvar tantas vidas como fuera posible conservando las costumbres de los britanos en la medida en que le dejaran. Myrddion era plenamente consciente de que, al final, acabaría odiándose a sí mismo.

—Nada puede ayudarme en esto —suspiró.

Al fin la paz relajó las tensiones de sus hombros y el dolor que sentía en el corazón. Sin embargo, mientras soñaba despierto a la luz de aquel sol cada vez más cálido, nada pudo sanar las heridas recientes de su alma.