El rey del invierno
Les debemos respeto a los vivos; a los muertos, no les debemos más que la verdad.
VOLTAIRE,
Cartas sobre Edipo
Las lámparas de aceite titilaban en la tienda mientras en el cielo se reunían nubes de tormenta y la bruma ocultaba el sol. Tendido sobre mullidas almohadas de lana, Ambrosio estaba tan pálido que parecía ya un cadáver, con los labios azulados y el rostro demacrado, mientras que el tono dorado de su cabello parecía más claro, casi ceniciento. La lámpara que tenía más cerca se reflejaba en sus ojos inyectados en sangre, de manera que Myrddion imaginó a su señor como una reencarnación de Caronte, buscando las almas errantes para llevárselas al Otro Mundo en su desgastada embarcación.
Úter tenía el rostro oculto por la penumbra. Como si buscara el consuelo de la oscuridad, había dado un paso atrás cuando Myrddion había presentado a Vengis, de manera que su cuerpo pasó a expresar por sí solo los poderosos sentimientos que le hacían cerrar las manos con fuerza y abrirlas de nuevo como si buscara algo que pudiera desgarrar y aporrear contra el suelo.
En el centro del haz de luz que proyectaba la lámpara, con la barbilla manchada de sangre, Vengis hablaba sin parar. Llevaba largos y tediosos meses escondido tras una afable máscara de inocencia, esperando la oportunidad de justificar su crimen, de glorificar su venganza y de presumir de su ingenio como un criminal cualquiera. Conmocionado y abrumado por el sentimiento de culpa, Myrddion se vio obligado a escucharle.
—Me matarás, o tal vez me mate tu hermano cuando hayas exhalado el último estertor —afirmó Vengis con orgullo ante la silueta tendida de Ambrosio—. No me hago ilusiones respecto a morir rápido o sin dolor. Podría haber comido las flores que tenía en el gorro si hubiera deseado escapar a esa supuesta justicia de tu corte, pero solo los cobardes intentan escapar al resultado ansiado año tras año durante la soledad del exilio, cuando estuve errando por el gélido norte, donde no tenía ni parientes ni amigos que pudieran ofrecerme cobijo. No conseguirás hacerme nada tan terrible como los años que he pasado desde la muerte de mi madre en Dinas Emrys.
—¿Cómo me has envenenado? Sé lo que hiciste con la sal, pero dudo que tengas experiencia como asesino, lo que probablemente explica que fracasaras en tu primer intento. Mi hermano y mi sanador han tomado todas las precauciones posibles durante el viaje a Glastonbury.
Vengis miró a Myrddion y este le devolvió la mirada asintiendo.
—Tú lo has descubierto, ¿verdad, Medio Demonio? Mi padre solía llamarte «el Cuervo Negro de Cymru» y a menudo decía que eras el digno hijo de un demonio. Sin embargo, yo no le creía, porque hiciste lo posible por salvar la vida de mi madre. De todos modos, te he maldecido a menudo durante este viaje cada vez que conseguías frustrar mis planes. Loki se rió de mí en Udgaad y no le pareció adecuado sonreírme hasta hace dos días, en un momento de absoluta desesperación. Cuando vi la vaca en el prado, la bestia estaba paciendo cólquicos. No podía creer que pudiera tener tanta suerte. Por supuesto, no sabía si el animal llevaba comiendo esa planta desde hacía horas o días, por lo que me llevé unas cuantas flores y me las guardé en el gorro, por si la leche de la vaca no era tóxica. Úter no tenía ni idea de lo que era, ni siquiera cuando se burló de que me hubiera adornado el gorro con flores como si fuera una chica. Casi me eché a reír en voz alta al oírlo y tuve que fingir que me había ofendido. Se nota que el príncipe Úter no se ha visto obligado a realizar tareas de ínfima importancia, propias de un mendigo, para demostrar su lealtad. Mi hermano Katigern y yo tuvimos que servir como esclavos para el caudillo que nos acogió, puesto que la sangre real de nuestras venas no compensaba el hecho de ser hijos de un animal como Vortigern. Pero al final ha resultado que el caudillo me hizo un favor, puesto que aprendí a evitar que sus vacas pacieran por los prados en los que crecían los cólquicos.
Vengis se detuvo un momento mientras su lengua buscaba un diente que tenía suelto.
—Aun así, sabías que solo los niños de muy corta edad mueren a causa del veneno que pasa a la leche de las vacas. —La voz de Úter rechinó como el sonido de la piedra de afilar contra una espada picada—. Al menos, eso es lo que dice el sanador.
—Myrddion tiene razón… como siempre. Pero estabais tan ocupados protegiendo la comida de este matamadres que nadie pensó en comprobar la taza. Tú mismo la llenaste de agua, Medio Demonio. Fuiste tú quien me dio los medios para matar a tu señor y me ayudaste a romper el acuerdo de los reyes unidos.
Vengis rió de forma infantil y a Myrddion se le heló la sangre.
—Tomaste los tallos y las hojas, los pulverizaste y los echaste en el agua —lo interrumpió Myrddion—. Y luego dejaste el cólquico en infusión tanto tiempo como pudiste, ¿verdad?
Vengis asintió.
—Utilizaste una taza vieja y luego la hiciste desaparecer en cuanto tuviste la oportunidad. Absorbiste el líquido con un retazo de lana o de tela y te lo guardaste en el chaleco. Te arriesgaste mucho, Vengis.
—No fue nada arriesgado. Me limité a esperar y a actuar, como siempre. Te traía la taza y el plato del rey, esa era mi tarea. Resultaba fácil limpiarlos y luego estrujar el trapo para que un poco del líquido, solo un poco, quedara en el fondo del cáliz. Ninguno de vosotros mirabais. A pesar de tu cautela, Myrddion Merlinus, jamás comprobaste la taza, aunque te la diera yo y la llenaras de agua. Las puertas del Hades ya se estaban abriendo para el gran rey y tú seguías esperando a que alguien, yo, intentara alterar la comida.
—¡Idiota! —siseó Úter en dirección a Myrddion.
—Pero a ti te daba el plato, Úter. Como siempre, ignoraste cualquier cosa que no tuviera que ver con la fuerza bruta. ¿Un dragón? ¿Tú? ¿Dónde está esa legendaria capacidad de olfatear a los sajones? ¿O a medio sajón, en este caso? Me esmeraba en limpiar el plato con el trapo para que pareciera muy limpio. Ni siquiera te diste cuenta de lo que hacía, te limitabas a ordenarme que me ausentara mientras Ambrosio comía de un plato envenenado. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!
Vengis rió de nuevo y la carcajada no sonó precisamente cuerda. Myrddion se preguntó cuánto tiempo tardaría el veneno de la venganza en enloquecer incluso al más fuerte de los hombres… y Vengis tenía la misma fuerza maléfica que su padre.
—Ahora podéis hacer lo que os plazca conmigo, no me importa. Si Ambrosio muere, valdrá la pena soportar cualquier dolor. Si sobrevive, mi hermano se encargará de buscarlo en cuanto haya ascendido a la posición de caudillo.
—Pero yo no ordené la muerte de Rowena —susurró Ambrosio con una mueca de dolor en el rostro—. ¿Por qué creíste que yo había hecho tal cosa?
Vengis abrió los ojos como platos, como si jamás se le hubiera ocurrido esa posibilidad. Desde su infancia, había alimentado un rumor en el interior de su corazón y acababan de decirle que no era cierto. Era incapaz de aceptarlo.
—Mientes. Mi padre juró que tú habías ordenado que la asesinaran —gruñó con el rostro deformado como el de un niño a punto de llorar—. El sirviente reveló el complot, así como el nombre del traidor, un noble sirulo que trabajaba para ti.
Myrddion estaba mareado. Se acordó de Willow, colgado con el cuello roto y el cuerpo salpicado de sangre. Habría dicho cualquier cosa para satisfacer a su terrible amo, Vortigern, y alimentar los prejuicios de este hasta el final. Puede que incluso creyera lo que decía, puesto que Vortigern jamás había dudado de que Ambrosio era su enemigo.
—Así que has decidido que la violencia no terminará jamás, Vengis, ya que cada vez será necesaria más sangre, hasta que los hombres olviden incluso que hemos existido. ¿Tenemos que seguir matándonos por turnos hasta el fin de los tiempos?
—Llévatelo y asegúrate de que el cabrón está bien vigilado —ordenó Úter, tras lo cual se llevaron al joven a rastras.
En el silencio que reinó a continuación, Ambrosio buscó el rostro de su hermano con una expresión triste y derrotada.
—¿Ordenaste la muerte de la reina Rowena, Úter? —preguntó en voz baja, con una mano extendida hacia su hermano, quien se arrodilló junto al lecho del enfermo.
Úter tomó la mano del rey y la besó, mientras a Myrddion lo invadía una oleada de vergüenza por tener que presenciar un momento tan privado.
—Sí, hermano, fui yo. Y, al hacerlo, he provocado tu muerte. La furcia sajona mató a Vortimer, que era tu aliado y nuestro medio hermano. Si bien era un hombre débil, compartía la misma sangre que nosotros, por lo que no podía dejar que Rowena saliera indemne de su crimen. Sabía que me impedirías ordenar su asesinato, por eso no te lo conté. Su muerte descubrió y enloqueció a Vortigern, tal como yo esperaba que sucediera, aunque nunca pensé que sus hijos sobrevivirían para vengarla. Para ser sincero, en ningún momento pensé en ellos.
—¿Qué creías que harían los hijos de esa mujer? —susurró Ambrosio, exasperado—. ¿Agradecer que los hubieras librado de sus padres? ¿Quedarse en Dinas Emrys para que los asesinaran los enemigos de Vortigern?
Desde las sombras, Myrddion se dio cuenta de que Úter apenas podía hablar por culpa de las lágrimas que estaba derramando. Sus hombros subían y bajaban por encima de la cabeza, que mantenía agachada, hundida entre las almohadas del lecho del gran rey. Ambrosio levantó la mano con dificultad y acarició el pelo rizado de su hermano.
—No llores por lo que ya está hecho, Úter. Por favor, no dejes que te atormenten la culpa o la vergüenza, puesto que la diosa Fortuna ha decidido acortar la madeja de mi vida. Simplemente prométeme, para compensarlo, que obedecerás las instrucciones que te he dejado escritas en el pergamino que le he dado a Botha. Quiero que lo cumplas aunque yo ya no esté presente en este mundo.
Conmovido por la grandeza de corazón de Ambrosio y repugnado por la broma cósmica que los dioses les habían gastado, Myrddion salió de la tienda a esperar a que Botha regresara con un sacerdote, rogando para que no tardara mucho.
El oscuro mediodía había dado paso a una tarde tormentosa cuando dos caballos cansados entraron chapoteando en el campamento a pesar de la lluvia torrencial. Maldiciendo la violencia de los elementos, Botha llevaba puesta la capa de siempre, con las trenzas al viento, cuando detuvo a su exhausta montura. En comparación, la silueta desbocada que iba sentada a horcajadas sobre un caballo de menor tamaño era compacta e iba encapuchada para protegerse de la tormenta. Cuando Myrddion levantó una mano para ayudar al hombre a desmontar, le sorprendió notar una musculatura considerable a través de la áspera y sencilla capa y del hábito que vestía. Una mano cuadrada y musculada de bellos dedos agarró el antebrazo de Myrddion.
—Gracias, hijo. Que el Señor nos proteja a todos, pobres pecadores, en estos tristes momentos. ¿El gran rey sigue vivo?
—Sí, señor. Pero se está consumiendo y no tengo ni los conocimientos ni las pociones necesarias para salvarlo. Solo puedo mitigar su dolor.
—No soy ningún señor, joven, solo un humilde sacerdote del gran Dios.
La mano del cura, con un anillo de oro rojo en el pulgar como único adorno, tiró hacia atrás de la capucha para mostrar un rostro con unas facciones tan romanas y tan puras que a Myrddion casi le pareció poder oler el aroma de las naranjas y el sabor de la ligera pátina de polvo que levantaban los miles de pies que recorrían la Subura. Una vez más, se acordó del sol que le había calentado los huesos mientras servía a los enfermos y moribundos entre las Siete Colinas de Roma.
Unos cálidos ojos pardos examinaron a Myrddion y este imaginó que el sacerdote era capaz de ver todos y cada uno de los pecados y debilidades que marcaban su alma. El hombre se había afeitado la cabeza con una tonsura aria, pero el pelo que le quedaba, corto como el de un militar, era oscuro, levemente encanecido. El sanador, que se sentía en un estado desconcertante de inquietud y superstición, fue el primero en entrar en la tienda del gran rey, donde encontró a Úter aún en cuclillas, junto a su hermano. Myrddion volvió la mirada para no avergonzar al príncipe, que seguía llorando en silencio.
—Majestad, he venido para daros el consuelo de Dios, que os promete descanso tras todas vuestras penalidades.
Úter alzó la mirada tras limpiarse las lágrimas con el antebrazo para poder examinar mejor al sacerdote. Con cuidado, el romano se quitó la capa empapada y reveló un zurrón muy parecido al de Myrddion colgado del hombro. El cura sacó de la bolsa una estrecha tira de tela decorada con dorados y la besó con reverencia antes de ponérsela por encima de los hombros. A continuación, sacó un pequeño vial de aceite y una cruz dorada decorada con cabujones de colores que titilaban a la luz de la lámpara.
Por primera vez, Myrddion vio y oyó el ritual de la extremaunción mientras Ambrosio desnudaba su alma confesándose con un hilo de voz vacilante. Le habría gustado salir de la tienda, pero Ambrosio se angustió tanto que Úter le ordenó que se quedara. Como una larga y lenta oleada musical, el ritual latino levantó la tristeza que planeaba sobre el lecho y el moribundo que yacía inmóvil en él, con lo que la tienda quedó transformada en un lugar de luz y esperanza. Myrddion quedó arrebatado por la belleza de las plegarias pronunciadas por el alma de Ambrosio, en un latín tan puro que el sanador se preguntó qué genes habían conseguido engendrar a un hombre tan extraordinario.
—Ahora podéis dormir, majestad, sabiendo que mi señor Jesucristo de Nazaret os tomará de la mano y os llevará en presencia de Dios. Todas vuestras aflicciones han pasado y podéis, por fin, descansar en paz.
—¿Cómo te llamas, sacerdote? —preguntó Úter con una humildad poco habitual en él.
—Soy Lucius, un pobre penitente, padre de la congregación de Glastonbury.
—Eres romano —susurró Ambrosio, que arrancó cada una de las palabras con la misma fuerza de voluntad que obligaba a su corazón a seguir latiendo.
—Lo era, pero ahora no soy más que el instrumento de mi Dios —respondió Lucius mientras se apartaba del lecho del rey.
—Tienes que jurarme que obedecerás mis… deseos expresados en el pergamino, Úter.
—Lo juro… pero no me dejes. ¡Lucha por vivir! ¡No me abandones! Siempre hemos estado juntos, hermano, ¿de qué me sirve una corona si tú estás muerto?
—Silencio, Úter. Todas mis esperanzas están ahora en tus manos y debes hacer lo que corresponda. —Ambrosio volvió la mirada poco a poco hacia el sanador y entrecerró los ojos ante la luz titilante—. ¿Myrddion Merlinus? Espero que cumplas tu juramento… y te ruego que te ocupes de Andrewina Ruadh. También te pido que me recuerdes cuando los reyes se encuentren en Deva… Te juro que ese día fue…
En ese momento el rey dejó de respirar. Su pecho se expandió y se contrajo mientras se le ponían los ojos en blanco y la rigidez se adueñaba de la cabeza y el cuerpo. Luego, cuando Lucius dio un paso adelante y acarició la frente cerosa del gran rey, el cuerpo de este se relajó, tomó aire de nuevo… una última vez… y de repente la tienda quedó sumida en el más absoluto silencio.
Myrddion se dio la vuelta para no deshonrar al rey con su llanto. Lucius le puso una mano en el hombro y lo acompañó hasta el exterior de la tienda, vacía sin la persona que había salvado el reino.
Bajo la gélida lluvia torrencial, el sanador levantó la mirada hacia el negro cielo y lloró sin tapujos. No había luna capaz de perforar el grueso manto de nubes y Myrddion se preguntó si acaso el sol volvería a brillar algún día. El astro rey había gobernado durante el estío de sus esperanzas y, en esos momentos, con la llegada de los vientos fríos tras el gran triunfo de Deva, ese espíritu había desaparecido.
—¿Qué haremos sin él? —le preguntó Myrddion en voz baja al sacerdote—. Estamos perdidos y las islas de la Britania sin duda sucumbirán a los sajones. Ambrosio ha sido el mejor romano que he conocido y amaba esta tierra de corazón.
Junto a él, Lucius de Glastonbury resistía como un baluarte las ráfagas de viento. El hábito que tenía pegado al cuerpo revelaba un físico forjado por el trabajo duro e implacable. Cuando habló, su voz se alzó por encima del aullido persistente de la tormenta.
—Pero Ambrosio también era britano. Nació aquí y durante su largo exilio no dejó de soñar con regresar. ¿Qué importa lo demás? Vuestro amigo ahora descansa en paz, Myrddion Merlinus. Si quieres llorar, hazlo por ti, puesto que temo que se avecinan días duros para los hombres de buena voluntad. —Bajó la voz para que solo el sanador pudiera oírlo—. Ha llegado el rey del invierno.
No había consuelo para Úter. Mostrando su orgullo de hombre fuerte, se negó a llorar en público, aunque Myrddion había oído el sonido apagado de aquella tristeza desgarradora procedente de la tienda del gran rey. Al joven sanador no le costó imaginar a Úter con el rostro lleno de lágrimas pegado al pecho de su hermano, cuyo cadáver Botha había envuelto en un sudario de lino puro y había tendido en el lecho de campaña del rey.
¿Qué podía hacer Myrddion? En el fondo de su mente, la voz de Ambrosio parecía susurrarle: «Ayúdale, está desesperado, ¿quién sabe lo que puede llegar a hacer para mitigar la agonía del sentimiento de culpa que le corroe el corazón?».
¿Había leído ya el príncipe el pergamino que Ambrosio había escrito de su puño y letra? ¿Tenía que osar entrometerse en el duelo de un hombre tan impredecible?
—¿Quién vive eternamente, de todos modos? —susurró Myrddion en voz alta antes de levantar el faldón de la tienda en la que se encontraba el cadáver de Ambrosio, a la espera de que el fuego devorara sus restos mortales—. Os acompaño en el sentimiento por la pérdida, mi señor. El gran rey Ambrosio fue un hombre insuperable, dueño de mi corazón y un gobernante justo y amable. Mi oficio me traicionó, puesto que no fui capaz de salvarle la vida. Os ruego que me perdonéis, majestad.
Úter estaba sentado en un taburete bajo de espaldas a la entrada de la tienda. Su cuerpo no mostró ni la más mínima respuesta a las palabras de Myrddion. Justo cuando el sanador se dio la vuelta para marcharse, el nuevo rey se levantó y giró su corpulento cuerpo hacia la entrada.
Úter tenía el rostro hundido por la pena, aunque tan inexpresivo como una efigie de mármol. Excepto por los labios estrechados y los ojos hinchados, pocos hombres se habrían dado cuenta de que estaba devastado por su única emoción desinteresada: la devoción que sentía por su hermano.
—Ambrosio me ha obligado a aceptarte como consejero jefe. Concédeme, pues, el beneficio de tu sabiduría, sanador.
Cada una de las palabras surgió empapada de sarcasmo, y Myrddion se dio cuenta de que estaba en la cuerda floja sobre un abismo insondable. Un paso en falso y los ojos enrojecidos de Úter prometían una explosión sangrienta de furia ingobernable, con o sin juramento.
—El cuerpo del rey Ambrosio tiene que ser incinerado en un lugar adecuado para un gobernante sabio y leal a su pueblo. Debemos congregar a los reyes en un lugar destacado, donde la pira funeraria sea recordada a lo largo del tiempo.
¡Salvado!
Úter dejó de torturarse pensando en el castigo y el dolor que le provocaba la impotencia para centrarse en la tarea de honrar a su amado hermano.
—¿Qué lugar sugieres? Me resisto a profanar la paz de mi hermano transportando sus restos mortales a Venta Belgarum, aunque allí tendrán que coronarme en la iglesia, según la costumbre. ¿En qué otro lugar puede mi hermano recibir los honores que merece?
Myrddion se puso a pensar de forma frenética. Glastonbury era demasiado cristiano y no resultaba adecuado. Según Llanwith, la iglesia era pequeña y estaba muy deteriorada, no era un monumento digno de la gloria de Ambrosio, al menos a ojos de Úter. Además, los reyes que seguían la religión antigua y los jefes de los asentamientos romanos podrían ofenderse si el nuevo rey mostraba preferencia por el dios cristiano.
—En el Círculo de los Gigantes, majestad. Ese antiguo e impresionante grupo de rocas es un lugar apropiado para que el alma del rey Ambrosio se eleve hacia el sol. El propósito del Círculo se perdió en la noche de los tiempos, pero el terreno es llano, de manera que la pira sería visible a muchas leguas de distancia. Cuando estuve allí pude sentir el poder ancestral del lugar. El gran rey Ambrosio recibiría los honores que merece y los reyes tribales jamás lo olvidarán.
—¿El Círculo? ¿Construirías la pira funeraria en el Círculo?
Myrddion empezó a temer que Úter pudiera haberse ofendido, puesto que el nuevo rey empezó a caminar de un lado a otro de la tienda.
—En la llanura hay poca madera y mi hermano debe tener una pira de un tamaño y magnificencia insuperables.
—Vos sois el heredero, mi rey Úter. Propongo que los guerreros, los campesinos y los reyes tribales cuyos territorios linden con el Círculo de los Gigantes se encarguen de reunir la leña necesaria para honrar a su rey mártir. Tenéis el poder suficiente para reclamar ese provecho, majestad; sin embargo, os sugiero que no lo pidáis directamente. Dejad que a los reyes no les quede más opción que mostrar el pesar que sienten de un modo práctico. Si lo hacéis con sutileza, vuestra petición podrá utilizarse como prueba de lealtad al trono.
—Soy un hombre franco, Merlinus, y carezco de la paciencia necesaria para complacer los egos de esos idiotas que se pasan la vida riñendo. Si los reyes tribales se quejan, les enseñaré a ser más respetuosos en lo sucesivo. Mi hermano llegará al Otro Mundo con toda la dignidad y ceremonia que pueda organizarse con tan poca antelación. Confío en tu habilidad para eso, sanador. Si consigues para la incineración de Ambrosio lo que conseguiste para él en Deva, no me quejaré de lo que cueste.
Myrddion se encontraba ante una situación ingrata. Si se negaba a participar en el plan que Úter le había propuesto, este se enfurecería. Su amor y su lealtad para con la memoria de Ambrosio también eran factores que había que tener en cuenta, puesto que compartía la determinación de Úter de asegurarse que los hombres que hablaran sobre el funeral de Ambrosio en los años venideros lo harían con admiración.
—Muy bien, honraré al rey Ambrosio con una ceremonia que será recordada mientras los britanos sigan viviendo en estas islas. ¿Os parece bien que escriba a los reyes tribales para relatarles el asesinato del gran rey y reclamar su presencia en la incineración, así como en la ejecución del asesino? Deberíamos invitarlos también a vuestra coronación, majestad, y no estaría mal recordarles que no ha cambiado nada respecto a ellos, que seguimos esperando que honren el acuerdo y que sufrirán las consecuencias si rompen el juramento.
Úter pareció algo irritado por unos momentos, puesto que se dio cuenta de que el sanador lo estaba manipulando para que se dirigiera a los reyes tribales con diplomacia, cuando en realidad lo que más le apetecía era descargar la ira reprimida sobre cualquier caudillo dispuesto a desafiarlo. Mientras lo contemplaba, Myrddion se dio cuenta de que la conciencia y el disgusto estaban bien patentes en el rostro melancólico del nuevo rey. Sin embargo, Úter rió entre dientes en voz baja mientras decidía las órdenes que le daría a su nuevo consejero.
—Siempre olvido que sabes latín, sanador. Redacta el mensaje con mucha claridad, para que todos esos insignificantes sepan que los tengo en cuenta. Ah, y puedes adornarlo con toda la cortesía que quieras, por supuesto. Pero asegúrate de que hay un puño de hierro tras tus amables palabras.
Myrddion suspiró aliviado, aunque el respiro no duró mucho. Úter enderezó la silla de su hermano y se sentó con rigidez, manteniendo los sentimientos a raya y sustituyéndolos por la frialdad que tanto lo diferenciaba de Ambrosio.
—Es el momento de que hablemos claro, Myrddion Merlinus. ¿Has leído ya el pergamino, el último regalo que me hizo mi hermano?
—No, majestad. No lo he leído. Ese tipo de mensajes son privados, aunque Ambrosio me hizo jurar que os serviría y me ofreció la protección de vuestra palabra si cumplía con mi juramento. No sé nada más que lo que os ha pedido.
La expresión del rostro de Úter no cambió lo más mínimo.
—Me ha pedido que te mantuviera a mi lado como consejero jefe, puesto que creía que eras un hombre en el que se puede confiar para mantener la cabeza fría en situaciones difíciles. Insistió en que eras completamente leal a los britanos y en que jamás me traicionarías. ¿Tenía razón?
Por un momento, Myrddion estuvo a punto de replicar que nunca negaría la fe que Ambrosio había depositado en él, incluso si esa confianza era errónea. Por suerte, intervino la prudencia.
—Juré serviros, rey Úter, para bien o para mal. Igual que Botha, me tomo los juramentos en serio. Excepto por el hecho de que me dedico a salvar vidas y no a quitarlas.
—Era evidente que estarías de acuerdo, sea lo que sea lo que piensas en realidad. No te sonrojes, sanador. Sé que eres leal, por mucho que no me gustes. Eres un Cuervo de Tempestad, si es que alguna vez ha existido alguno, y si no fuera por la promesa que le hice a Ambrosio, me libraría de ti. En verdad, eres demasiado listo y tienes demasiados recursos para que tu servitud resulte segura, pero también me siento obligado por mi juramento, igual que tú.
Myrddion pensó deprisa y se acercó a la figura sentada de Úter, se inclinó en una reverencia y se arrodilló frente a él.
—Vuestra franqueza os da crédito, rey Úter. Aunque ya emití mi juramento, os lo ofrezco de nuevo, plenamente consciente de lo que estoy haciendo. Juro por mi esperanza de redención y sobre todo lo que amo que me dedicaré a vuestros intereses y a los de los britanos hasta que la muerte me lo impida.
Acto seguido, Myrddion se humilló por primera vez en la vida y se arrodilló a los pies de Úter, como un esclavo sin valor. Le pareció que una voz susurraba unas palabras de aprobación en el fondo de su mente, y se sintió todavía más seguro de que ese acto de sacrificio era lo que la Madre esperaba de él.
—Levántate, sanador. Has demostrado tus palabras y me has convencido de tu sinceridad. Pero si llego a sospechar que traicionas la confianza que he depositado en ti, haré que te maten. ¿Lo has entendido?
Myrddion se levantó despacio con las mejillas sonrojadas.
—Yo también soy descendiente de reyes, mi señor. Mi juramento es tan sólido como el hierro y tan duradero como la vida.
—Bien. Entonces nos las arreglaremos para coexistir por Ambrosio. Pero el gran rey soy yo y, aunque tú puedas aconsejarme, quien tomará las decisiones seré yo y no tú. De momento, espero que cumplas con las obligaciones que atendías por orden de mi hermano. La red de espionaje ha demostrado ser útil y la formación de sanadores también resulta vital. Cuando mi hermano haya ascendido con los dioses y yo haya sido coronado en Venta Belgarum, me acompañarás a la guerra. Los sajones aprenderán que Úter Pendragón no permitirá incursiones en sus tierras, ni siquiera a colonos que me las arrebaten acre a acre. Tengo previsto crear un corredor de tierra quemada desde Portus Lemanis hasta las afueras de Londinium. Quiero que los sajones comprendan que harán bien en quedarse en los territorios que ocupan actualmente sin intentar nuevas ocupaciones. Y esto lo juro por mi hermano. Ahora, déjame solo para que pueda llorarle. Por la mañana emprenderemos el camino al Círculo de los Gigantes, por lo que el carro que transportará su cuerpo debe adornarse lo suficiente. Eso animará a la gente del pueblo a observar el paso del gran rey.
—¿Puedo sugerir que el cuerpo del rey Ambrosio yazca en capilla ardiente para acentuar la gran pérdida que supone para el reino?
—Haz lo que sea para honrar la memoria de Ambrosio, pero prepáralo todo para partir de este lugar maldito mañana mismo. Y antes de que se me olvide, Vengis irá encadenado al carro, caminando tras el hombre al que asesinó. Encontrará la muerte con mi hermano, ¡en las llamas!
Media docena de jinetes fueron enviados al campo para recoger acebo y muérdago. Myrddion les advirtió de que debían asegurarse de que el muérdago no tocara el suelo, puesto que, como sabía todo herbolario, el muérdago perdía eficacia si entraba en contacto con la tierra.
—¿Para qué sirve el muérdago? —preguntó Botha cuando Myrddion le transmitió las órdenes.
—Era sagrado para los druidas como símbolo de renacimiento. Todavía no han salido las bayas, los pequeños globitos blancos que, según dicen, contienen el semen del rey renacido. Pero el pueblo comprenderá el mensaje y su significado.
El rostro severo e inteligente de Botha quedó iluminado por la admiración.
—Sí, había olvidado las viejas historias de mi infancia. Buscaré carpinteros que puedan erigir un pedestal sobre el que podamos tender el cuerpo de nuestro señor sobre un lecho de muérdago. La gente sencilla creerá que el gran rey Ambrosio volverá.
—Por desgracia, no volverá, pero tus planes son acertados, Botha. También será necesario un dosel para proteger el cadáver de esta lluvia infernal. Y luego adornaremos el carro con todo el acebo, la hiedra y las flores que puedan encontrarse. El cuerpo del rey debe estar limpio, peinado y protegido por su armadura ceremonial. Y debe llevar la espada en la mano para que todos los hombres que vean el cadáver recuerden el día en el que vieron pasar el cortejo fúnebre del gran rey.
Botha asintió y Myrddion quedó convencido de que todos los detalles se llevarían a cabo de forma minuciosa.
—Me encargaré personalmente de lavar al rey, sanador. No puedo ofrecerle nada más que mi trabajo.
—También necesitaré a un buen número de jinetes para que acudan a las cortes de todos los reyes tribales a comunicar las órdenes de Úter de que deben asistir a la incineración de Ambrosio. Tendrán que cabalgar día y noche, y detenerse solo para cambiar de caballo, puesto que los mensajes deben llegar a los reyes en menos de cuatro días. Que vayan de dos en dos, y que cada jinete se lleve dos caballos, por si sufren algún accidente. Nosotros nos detendremos en Glastonbury, donde el gran rey yacerá en capilla ardiente antes de viajar hacia el Círculo de los Gigantes. Luego, dentro de ocho días, incineraremos su cadáver. Asegúrate de que los mensajeros tienen buena memoria, puesto que deben transmitir cada palabra con exactitud.
Botha asintió una vez más y Myrddion encontró cierto consuelo en la serenidad del guerrero.
—¿Requerís algo más, mi señor?
—Sí, Botha, pero no me atribuyas títulos que no merezco. Necesitaré que Ulfin y dos hombres más acudan a caballo al Círculo y empiecen a construir una pira enorme en el centro del círculo de rocas. Que pidan la leña a los dumnonios, a los belgas y a los durotriges; por mí como si quieren talar bosques enteros.
El tono de voz de Myrddion era más brusco que de costumbre, puesto que tenía tanto trabajo que hacer que la cabeza no paraba de darle vueltas. Apenas había dormido durante los últimos tres días y el esfuerzo empezaba a crisparle los nervios.
—Yo acompañaré a Ulfin para asegurarme de que se concentra en la construcción de la pira —bramó Llanwith desde detrás del sanador.
—Mierda, Llanwith, eres demasiado silencioso para ser tan grande. Me has asustado.
Llanwith rió entre dientes.
—Ulfin responde bien a las órdenes, pero los aldeanos que viven cerca del Círculo le harán más caso a un príncipe ordovico que a un simple guerrero. Además, me parece obvio que necesitas ayuda. Nuestro nuevo rey te ha cargado con demasiadas responsabilidades.
Botha se alejó, sin duda para evitar oír nada acerca de su señor que lo obligara a ofenderse. Myrddion contempló su ancha espalda con respeto.
—Botha es un hombre extraordinario. Consigue cumplir con todo cuanto necesito.
—Todo lo contrario que su señor, alabado sean los dioses —añadió Llanwith de forma irreverente—. Úter no hace más que cargarte de trabajo con la esperanza de que fracases.
Myrddion suspiró. Llanwith no iba desencaminado y el sanador imaginaba los años de trabajo que le esperaban, durante los que tendría que compaginar la obediencia que le debía al rey con el cumplimiento de su juramento de lealtad.
—Que los dioses me ayuden, pero Lucius tenía razón. Los próximos años serán difíciles.
Ocho días más tarde, cuando los reyes de tierras cercanas que pudieron asistir a la incineración ya habían recorrido las arduas millas que los separaban del Círculo de los Gigantes, el gran rey Ambrosio fue entregado a las llamas purificadoras. El tiempo había empeorado durante la semana que había transcurrido hasta entonces, y el otoño se aferraba a la tierra con un frío impropio de la estación, lluvias torrenciales y cielos grises. Las cosechas fueron arduas, puesto que el lodo anegaba los surcos y la fruta parecía destinada a pudrirse en los árboles. Los campesinos se santiguaban o recurrían a sus amuletos y rezaban para que el espíritu del difunto rey abandonara el mundo con honores, de manera que la tierra no quedara malograda por su espíritu inquieto.
Durante el camino hacia el Círculo, hombres y mujeres con las mejillas coloradas como cerezas por el viento gélido ofrendaron grano, frutas y hortalizas a Úter para tranquilizar el alma de su hermano asesinado. Arrodillados en el suelo embarrado sin preocuparse por si se manchaban, los aldeanos entonaron oraciones y cánticos con tristeza, de manera que el viaje desde Glastonbury se convirtió en un largo tapiz de rostros llorosos y miradas asustadas. Myrddion se acurrucó envuelto en su capa negra y absorbió la tristeza y la superstición de las gentes del sur.
Lucius lideró las oraciones en Glastonbury y, aunque Úter al principio había mostrado un cierto desdén por la vieja iglesia de madera, Lucius le explicó que su construcción se atribuía a José de Arimatea, el comerciante que había conocido al bendito hijo de Dios. Apaciguado, Úter permitió que tendieran el cadáver de su hermano en el altar mientras voces barítonas y tenores entonaban himnos de alabanza y consuelo que se elevaron hacia la vieja torre; esta apuntaba hacia el sol marchito como si del dedo de Dios se tratara.
Myrddion había subido a la torre y había visto las siete terrazas concéntricas que rodeaban el edificio.
—El Pecho de la Virgen —susurró mientras notaba que los dedos de la Madre le revolvían los cabellos de la base del cráneo—. Es antiguo… tan antiguo que la torre es nueva a su lado. Este lugar ha sido venerado por hombres y mujeres desde que esta tierra empezó a ser habitada.
Sintiendo la poesía y el poder de las rocas y los árboles, Myrddion se dejó invadir por una paz extraña e inexplicable. Desde lo alto de la torre podía ver otra colina, algo más baja, que estaba coronada por un solo árbol retorcido por el viento, hasta el punto de que parecía una mano nudosa. Se dio la vuelta hacia la derecha y se encontró frente a un profundo valle verde en el que la iglesia, las granjas de la abadía, la forja del herrero y los pastos de los campesinos quedaban apiñados en una red de canales. Hacia el norte pudo ver el acceso al valle por el que los peregrinos llegaban a ese lugar sagrado, mientras que, hacia el este, la vía romana trazaba una línea limpia y recta a través del paisaje. A lo lejos, a muchas millas de distancia, atisbó también otro túmulo u otra torre.
Se le hizo un nudo en la garganta, fruto de la pasión o de un recuerdo doloroso. Apartó los ojos enseguida de aquel distante gris azulado, entonó una oración a la Madre y se marchó.
Y ahora, con expresión severa y tieso como una tabla sobre la silla de montar, o marchando con el orgullo de un guerrero, el cortejo fúnebre de Ambrosio y sus guerreros llegó por fin a la gran llanura batida por el viento que albergaba aquellas enormes rocas.
Llevado por algún tipo de recuerdo tribal ancestral, Úter ordenó acampar fuera del gran montículo circular que rodeaba las circunferencias de rocas y trilitos. Ajeno al trabajo que tenían por delante sus guerreros tras un día largo y frío, paseó por el montículo y llamó a Myrddion para que lo acompañara.
—Comprendo lo que pretendías cuando elegiste este lugar —dijo en tono de aprobación mientras pasaba junto a una roca enterrada en el suelo en posición inclinada que apuntaba hacia los círculos y la torre de leña que crecía por momentos en el centro—. Las llamas se verán desde el mar en una dirección y desde las montañas en otra. Si las afirmaciones de Ambrosio y Lucius son ciertas, incluso mi hermano podrá ver su propia pira funeraria desde el Paraíso. Me complace tu elección.
—Gracias, mi señor. Quería honrar al rey Ambrosio con la mejor ceremonia posible.
Úter se dio la vuelta y miró al sanador con una sonrisa de lobo.
—Esperemos que Ulfin y el príncipe ordovico estén construyendo una pira digna del monumento que la alojará.
Myrddion frunció el ceño un momento ante el insulto que Úter había dirigido como si nada a Llanwith al nombrarlo después de Ulfin, un simple guerrero. Sin embargo, Úter nunca se daba cuenta de los insultos que salían de sus labios. Al nuevo rey nunca le habían importado mucho los sentimientos de los demás y, a esas alturas, a punto de cumplir treinta y ocho años, era inútil intentar cambiarlo.
Pasaron junto a los círculos de caliza trazados sobre los terrones de color verde esmeralda que tanto contrastaban por su color blanco inmaculado. Cruzaron el pequeño círculo de granito negro en el que las rocas tenían el tamaño de un hombre de baja estatura y entraron en el último gran círculo. El cielo plomizo giró de forma vertiginosa cuando Myrddion se volvió para apreciar toda la magnificencia del Círculo de los Gigantes.
Las piedras verticales habían sido arrancadas de la roca viva y triplicaban la altura de un hombre. Sobre esos enormes monolitos irregulares reposaban de forma precaria piedras más planas que, vistas desde arriba, formaban un círculo gigantesco. El cerebro de Myrddion intentaba imaginar qué manos humanas habían sido capaces de levantar esos inmensos bloques de roca hasta dejarlas en su posición.
—¿Cómo construyeron esta estructura? —preguntó Úter en voz baja, sin duda fruto de la admiración—. ¿Cómo consiguieron meter esas rocas ahí arriba?
—Según la leyenda, Myrddion, el Señor de la Luz cuyo nombre eligieron también para mí, colocó esas piedras en ese lugar en tiempos remotos. No sabría deciros cómo construyeron ese círculo, mi señor Úter, puesto que solo un dios podría levantar un peso tan desmedido. La leyenda también cuenta que las movieron desde un lugar a muchas leguas de aquí, en las montañas de Cymru.
Dentro del círculo, grupos incluso mayores de rocas en posición vertical, coronadas con otras piedras ciclópeas, formaban algo parecido a una herradura. En ese punto había un gran monolito casi plano que parecía un altar construido por un gigante. Alrededor del altar, el círculo danzaba y giraba sobre sí mismo.
Descentrada, una torre de leña se alzaba por encima de los inmensos trilitos y empequeñecía incluso a esas moles de color gris. Utilizando caballos, cuerdas, palancas y los músculos de guerreros y campesinos, elevaban troncos enteros hacia el cielo. Llanwith mantenía el equilibrio arriba del todo y gritaba instrucciones mientras levantaban otro tronco mal cortado que se volteaba de cualquier manera colgado de una estructura de madera y cuerdas. Otros hombres robustos esperaban junto a Llanwith para maniobrar cada tronco hasta dejarlo en la posición adecuada.
El rey y el sanador contemplaron el proceso, que parecía muy simple desde abajo pero era de lo más peligroso desde arriba. Cuando Llanwith quedó satisfecho con la posición del tronco, le gritó a Ulfin que ocupara su lugar y descendió con cautela de la alta pira para inclinarse ante el nuevo rey.
—¿Está casi lista la pira, Llanwith? —preguntó Úter con los ojos entornados para evitar deslumbrarse con el sol que asomaba justo por encima del horizonte.
—Hay que poner otro tronco para terminar del todo. Así quedará asegurada la construcción y podremos utilizar un cabestrante para subir la plataforma hasta lo más alto de la pira —respondió Llanwith mientras se limpiaba el sudor de la frente con el brazo—. Los trabajos han ido bien para tratarse de una pira tan inmensa, aunque cinco hombres han muerto y una veintena más han resultado heridos. Podríamos haber aprovechado tus conocimientos si hubieras estado aquí, Myrddion, puesto que no teníamos ni idea de cómo tratar las lesiones de los que quedaron aplastados.
Myrddion habría salido corriendo a atender a las pobres almas que habían resultado heridas si Llanwith no lo hubiera detenido.
—Hemos mandado a los heridos y a los muertos de vuelta con sus familias. No podemos permitir que la sangre o los dolores mancillen la pira del rey Ambrosio.
Durante los dos días siguientes, mientras se reunían los reyes tribales, Myrddion se concentró en los preparativos del rito de incineración, que incluían envolver el cuerpo con las mejores ropas de Úter. Esa tarea resultó ingrata, puesto que Ambrosio llevaba varios días muerto y, aunque no hacía calor, el cadáver estaba tan lívido que parecía de cera y no se parecía mucho al rey Ambrosio que había conocido en vida. Myrddion utilizó valiosos aceites con los que Gorlois le había obsequiado con motivo del funeral para ablandar el cadáver y disimular el hedor característico de la carne putrefacta.
Los días eran cada vez más breves a medida que se acercaba el invierno y Úter decretó que la ceremonia tenía que celebrarse justo antes de la caída de la noche. Los reyes que asistieran serían invitados también a la coronación de Úter, puesto que no podía ofrecerles su hospitalidad en el Círculo de los Gigantes. Myrddion admiró la decisión, puesto que confirmaba la idea de que el nuevo rey poco a poco iba asumiendo el trono.
Acudieron la mayoría de los reyes, excepto los que moraban más allá del Muro, quienes se limitaron a mandar mensajeros para expresar su conmoción y su pesar por el asesinato del gran rey Ambrosio, así como para excusar su ausencia.
—Las palabras cuestan muy poco —dijo Úter con brusquedad—. Hazme una lista con los reyes que no han venido. Les exigiré una especial diligencia en el pago de los tributos.
El sol se asomó a través del grueso manto de nubes cuando los reyes, los respectivos séquitos y una multitud inusitada formada por ciudadanos y campesinos se congregaron ante el gran monumento. El viento severo que había estado aullando en la gran llanura durante todo el día al fin había remitido, y los reyes lo interpretaron como un signo de aprobación divina. El cuerpo de Ambrosio estaba en lo más alto de la gran torre de leña, cuyos primeros pisos estaban empapados de aceite para asegurar que arderían de forma virulenta. Los reyes habían contribuido con obsequios simbólicos, como valiosos aceites, gavillas de grano, guirnaldas de flores y ramas de árboles frutales llenas de fruta madura que se habían colocado entre los troncos, junto con los obsequios de los aldeanos.
Se mandó callar a la multitud y Myrddion subió a la piedra del altar para que todos los presentes pudieran verlo y oírlo.
—Salud, señores del oeste. Mi señor, el rey Úter, que será coronado ante vosotros en Venta Belgarum, desea comunicaros la sentencia que pesará sobre el asesino del gran rey Ambrosio. Salud, Úter, señor del oeste.
Ante aquella señal, la guardia de Úter repitió con un rugido el saludo del sanador y los reyes, a su vez, se vieron obligados a secundarlo.
Úter se había vestido con esmero. Por encima de su habitual túnica blanca y de una capa con bordes morados se había echado una piel de lobo que añadía un toque violento a su conservadora vestimenta. A diferencia de su hermano, que había rechazado las ornamentaciones superfluas, Úter llevaba brazaletes de oro, varios anillos en los dedos, una diadema dorada en la frente que indicaba su estatus, y un enorme broche redondo que mantenía la piel de lobo en su sitio. Las pesadas alhajas, la piel, la cabellera exuberante y su gran estatura sugerían una magnificencia bárbara, que suponía una advertencia amenazadora.
—Contemplad al hombre —rugió Úter Pendragón— que asesinó a nuestro gran rey. Aunque no lo hizo cara a cara, como un guerrero, sino como un ladrón nocturno: con veneno. Se llama Vengis y es el hijo mayor del regicida Vortigern y su esposa sajona. Esta criatura ha traicionado su linaje y ha servido a los intereses de nuestros enemigos. Confesó haber cometido esos crímenes infames contra todos nosotros frente al mismísimo Ambrosio, en nuestra presencia, poco antes de que el gran rey muriera. Los hombres que os presentaré a continuación oyeron esa confesión. ¡Adelante!
Myrddion, Llanwith y los tres guerreros que habían estado vigilando al asesino dieron un paso adelante para jurar la veracidad de las afirmaciones de Úter. A continuación, Myrddion contó a la asamblea que había reconocido a Vengis en última instancia y describió la noche de la muerte de Vortigern, así como la huida de sus hijos hacia los campamentos sajones, lo que levantó un murmullo general entre los asistentes.
—Exijo la muerte de este traidor que se aprovechó de la generosidad de Ambrosio para luego atacar el corazón de ese hombre que tanto lo apreciaba —aulló Úter mientras daba rienda suelta a una ira reprimida y contagiaba a los reyes con su pasión—. Os pido permiso para quemarlo junto a su víctima.
En ese momento arrastraron a Vengis hacia delante.
Tenía sangre en la cara así como en los pies, que habían quedado maltrechos por las crueles piedras del camino, mientras que de la boca le caía un hilillo de sangre. Úter había ordenado que le cortaran la lengua al asesino para que no pudiera relatar de nuevo los motivos de su crimen. Vengis intentó mostrarse desafiante, pero no hay hombre capaz de enfrentarse con calma al temor a morir quemado.
—Sí —gritó Gorlois de Cornualles al recordar la sabiduría y la generosidad que había demostrado Ambrosio.
—Sí —gritaron los reyes, uno a uno.
El joven vació la vejiga de repente, aterrorizado.
Ante una señal de Úter, unos guerreros arrastraron a Vengis hasta la pira y lo ataron a los troncos que quedaban a media altura con los brazos y las piernas extendidos. Myrddion pasó luego para fingir que comprobaba las ataduras mientras se agarraba de forma precaria a la estructura de troncos con un brazo, intentando no pensar en lo terrible que sería la caída si por algún motivo llegaba a soltarse.
El joven tenía la mirada desenfrenada por el terror y el dolor mientras Myrddion le metía en la boca un retazo de la ropa que el propio Vengis llevaba puesta. Desde abajo, Úter lo miraba con una sonrisa de aprobación, como si esa humillación final fuera un justo castigo.
—Trágate el líquido con el que he mojado la tela, Vengis —le susurró Myrddion al oído—. Es jugo de adormidera, no sentirás el dolor de las llamas si haces lo que te digo. Estoy traicionando a mi señor con esta muestra de compasión, pero al final la elección está en tus manos. Puedes escupir el trapo si quieres, pero he apaciguado mi conciencia ofreciéndote un calmante.
A continuación, Myrddion volvió a bajar para ocupar su lugar detrás de los reyes, que poco a poco fueron callando a medida que la luz se atenuaba.
En medio de ese silencio, Myrddion oía los latidos de su propio corazón como si fueran martillazos al contemplar a Vengis. El chico no había escupido el trapo empapado con la medicina. Myrddion rezó para que no perdiera la conciencia antes de que Úter prendiera la pira, puesto que eso podría levantar sospechas acerca de su compasión traidora.
Por suerte, Úter estaba impaciente por llevar a cabo su venganza. Con la debida ceremonia, utilizó una larga antorcha para encender las cuatro esquinas de la pira y, cuando la luz al fin desapareció del cielo, el fuego prendió por la parte de abajo, alimentado por los obsequios de reyes y plebeyos. La torre empezó a arder con virulencia, y las llamas y el humo fueron subiendo hasta ocultar la figura atada de Vengis. En lo más alto de la pira, el gran rey, envuelto en un sudario blanco, parecía retorcerse con el resplandor trémulo del calor.
«¡Ay, Ambrosio! Vos habríais matado a Vengis limpiamente, puesto que habríais comprendido su dolor; espero no haberos ofendido con mi intervención», pensó Myrddion. Por un momento le pareció ver el rostro de Vengis, con la cabeza echada hacia atrás y la boca ensangrentada y abierta por completo. Sin embargo, la adormidera había surtido efecto y los ojos del joven, azules como los de su víctima, estaban cerrados y cegados.
La pira pudo verse desde muchas millas de distancia, y los hombres recordarían por mucho tiempo el pilar de llamas que se alzó hacia el cielo nocturno como una promesa de la fatalidad que se avecinaba. Años más tarde, la muerte de Ambrosio se recordaría como el inicio de los conflictos en el oeste, y se maldeciría a Vengis y a su linaje por siempre jamás.
Pero toda esa ira tendría lugar en el futuro. Esa noche, mientras las cenizas formaban remolinos en el aire por el Círculo de los Gigantes, los reyes imaginaron que las piedras cobraban vida y danzaban una vez más antes de retirarse a sus tiendas con un sentimiento de admiración supersticiosa y con el olor a carne quemada persiguiéndolos hasta el sueño.
Solo Myrddion y Úter, flanqueados por Botha y Ulfin, permanecían despiertos cuando la pira se desplomó con un estruendo sordo de cenizas y madera calcinada. Mientras Úter mostraba su satisfacción por la ejecución del traidor, Myrddion lloró al recordar los amables ojos azules de Ambrosio.
Poco después llegó la fría lluvia que los obligó a regresar a sus tiendas y que limpió el aire durante la noche, de manera que, por la mañana, solo quedaban las cenizas y un terrón calcinado que le recordaron a Myrddion que Ambrosio había vivido.