Más que lágrimas
En el centro de la pira los bravos pusieron con pena a su bien amado señor,
Altísimas llamas se alzaron después al prenderse la pira.
Elevose del fuego la negra humareda y se oyó el crepitar con el llanto mezclado.
Cuando el viento cesó consumido se hallaba, abrasado del todo, el cadáver del rey.
Beowul,
poema anglosajón anónimo
Mientras se abría paso por aquel amplio espacio, Myrddion pensó que en el interior de la tienda reinaba un ambiente demasiado silencioso, demasiado trágico. A pesar de la palidez y de la fiebre, los ojos de Ambrosio seguían refulgiendo llenos de vida, hasta el punto de que parecía que era la única persona presente en la tienda. Incómodo y nervioso, Pascent estaba de pie junto a la cabecera del camastro plegable del gran rey, estrujándose las manos con gran angustia, mientras que Ulfin, pálido y acurrucado, vomitaba con profusión.
—Llevaos al catador. Es evidente que está tan enfermo como su señor —le ordenó Myrddion a Botha quien, a su vez, asintió en dirección a dos de los guardias de Úter, para que se hicieran cargo de Ulfin—. Dadle agua salina… agua con sal… tanta como pueda tragar. Luego, si eso no basta como purga, metedle los dedos en la garganta —le dijo Myrddion a Botha, que se limitó a asentir, impasible—. Y que no pase frío. La conmoción podría matarlo.
Myrddion examinó la tienda y vio que había restos de un guiso y algo de pan. Había también una jarra de vino sobre la mesa plegable, cerca de una silla vuelta del revés. Enseguida llamó a otro de los guardaespaldas de Úter.
—Llévate la comida y la bebida, y déjalo todo en un lugar seguro hasta que pueda examinarlo. Tú, Pascent, puesto que a ti no te ha afectado, necesito saber qué cosas que comieron los demás no llegaste a tocar.
Úter separó los labios para mostrar los dientes y desde lo más hondo de su garganta surgió un gruñido parecido al de un perro:
—Responde rápido o desearás haber muerto en manos de los sajones.
—¿No creéis que, de haber sido yo el asesino, habría intentado comer también un poco de la comida envenenada? —replicó el joven con los ojos tan indiferentes como dos canicas de vidrio—. Tuve la suerte de llegar tarde a cenar. No estaba aquí para servir al rey como de costumbre. Ya sabéis que siempre soy yo quien espera a Ambrosio, príncipe, pero hoy me he retrasado. Cuando he llegado, me he servido algo del guiso, pero no había empezado a comer todavía cuando Ulfin se ha desplomado.
—Retírate a tu tienda, chico, si sabes lo que te conviene —le espetó Úter— y quédate allí. Si te mueves antes de que esté preparado para ocuparme de ti, te mataré poco a poco, porque interpretaré que intentabas escapar. ¿Me has entendido?
—¿Cómo no iba a entenderlo, señor? —respondió el joven con fría formalidad. Acto seguido, salió de la tienda del gran rey con la espalda erguida y una expresión de ofensa instalada en el rostro. Les dedicó una reverencia puntillosa a cada uno de los presentes antes de cruzar el faldón de la tienda en compañía de un guerrero alto y mordaz.
—¿Podría ocuparse uno de los sirvientes de limpiar todo esto? —preguntó Myrddion a Úter—. ¿Dónde demonios está Llanwith? Necesito ese emético.
—¡Explícate! —exigió Úter con aspereza mientras echaba una tela por encima del vómito de Ulfin y se aseguraba de que su hermano tenía un cuenco a mano.
—Utilizo la senna como emético para purgar el estómago y los intestinos de veneno. Tengo que eliminarlo de su cuerpo, siempre y cuando no haya llegado ya a la sangre.
Mientras el sanador hablaba, Llanwith entró a toda prisa en la tienda con la frente empapada en un sudor que daba fe del esfuerzo desesperado que había hecho.
—¿Es este el bote que querías, Myrddion? He tardado una eternidad en encontrarlo.
Ambrosio empezó a agitarse; un intenso temblor se apoderó de sus músculos, cada vez más tensos, y pasó a sufrir convulsiones mientras con los ojos suplicaba que la vida no terminara allí. Sus manos se retorcieron entre los cojines hasta que los nudillos se le quedaron blancos por los espasmos de dolor.
—Sujetadlo, Úter, y ponedle un cinturón entre los dientes para que no se haga daño. Llanwith, ve a buscar un vaso limpio de alguno de los guerreros. Nadie se atrevería a envenenar a toda la guardia.
Llanwith salió corriendo de la tienda y regresó con un basto tazón en la mano.
—Ahora tienes que sostenerlo bien quieto.
Con calma y cautela, Myrddion llenó el tazón con el agua del frasco. A continuación, vertió con sumo cuidado varias gotas del tarro de cristal verde en el líquido y utilizó la punta de su cuchillo para remover la mezcla oleosa.
Las convulsiones remitieron y Ambrosio intentó recuperar el aliento con el rostro deformado en un rictus de dolor. Sin embargo, sus ojos azules reflejaron una cierta calma cuando Myrddion se le acercó y el sanador sintió el peso de la confianza que el gran rey depositaba en él.
—Úter os ayudará a beber, majestad. Os sentiréis horrorosamente enfermo, pero no arméis alboroto ni os comportéis de forma impropia. Por suerte, ya habéis vomitado y habéis expulsado parte del veneno. Ahora intentaremos eliminar el resto.
—Me he… ensuciado —jadeó Ambrosio, muy avergonzado.
—No os preocupéis, majestad. Ahora estáis a mi cargo y me gustaría que bebierais el agua que Úter os acercará a los labios. Hasta la última gota. El sabor es horrible, pero eso no debería preocuparos.
Con la dulzura de una madre, Úter se inclinó sobre su hermano y lo incorporó hasta dejarlo sentado antes de acercarle el recipiente con el emético a los labios. El rey hizo una mueca en cuanto notó aquel sabor horrible y grasiento, pero se obligó a tragar el líquido con determinación antes de recostarse, exhausto, sobre las almohadas. Cuando terminó de ingerir el purgante, el gran rey empezó a vomitar de forma incontrolable hasta vaciar por completo el estómago. Durante ese doloroso interludio, Úter se encargó de sostenerle la cabeza a su hermano, con el rostro afligido por el dolor y una ansiedad persistente que no consiguió ocultar ante los ojos avispados del sanador.
Cuando los espasmos de Ambrosio cesaron, Myrddion y Úter lo desnudaron, le lavaron el cuerpo con agua caliente, le cambiaron la ropa de cama y lo envolvieron con mantas de lana.
Agotado por las convulsiones, el gran rey se sumergió en un sueño ligero.
—¿Y ahora qué? —preguntó Úter mientras Myrddion empezaba a meter de nuevo sus cosas dentro del zurrón.
—Esperaremos, príncipe. Sospecho que el asesino es un novato, ha utilizado demasiado veneno por pura ignorancia. Tanto Ulfin como Ambrosio han vomitado la mayor parte de las toxinas casi de inmediato, y estoy seguro de que mi purgante habrá dado cuenta del resto. Es difícil determinar el daño que habrá causado, pero sea cual sea el veneno empleado, era bastante potente.
—Entonces ¿adónde vas? —dijo Úter con los labios prietos como una herida en su rostro demacrado—. Ambrosio te necesita.
—Voy a darles la comida de Ambrosio, pedazo a pedazo, a los perros de la ciudad. Cuando uno de ellos empiece a mostrar síntomas de envenenamiento sabré cómo lo han hecho y es posible que consiga aislar el veneno. Con eso espero llegar hasta el culpable. —Los ojos de Myrddion repararon en el salero que había encima de la mesa—. Me llevaré también el salero. Imagino que no será la sal la que está envenenada, pero tampoco quiero arriesgarme. Volveré tan pronto como haya conseguido algo de información para vos. Debemos atrapar al asesino o volverá a intentarlo, por lo que el emperador Ambrosio debe permanecer protegido en todo momento. Y ¿quién puede cuidar de él con mayor celo que vos? —Myrddion miró fijamente a los ojos aparentemente impasibles de Úter—. Una cosa más, príncipe: es posible que el asesino intente atentar contra vuestra vida, por lo que también deberéis tener en cuenta vuestra propia seguridad.
Úter le apartó el pelo húmedo de la frente a su hermano. Unas profundas sombras de color lavanda aparecieron bajo los párpados cerrados de Ambrosio, y Myrddion rezó para que el rey encontrara las fuerzas necesarias para enfrentarse a aquella prueba tangible de malicia oculta.
—Gracias, Myrddion Merlinus. Avísame enseguida cuando hayas aislado el veneno. Puedes utilizar a Botha para tus propósitos, puesto que juró servirme, a mí y a mi casa, de por vida.
Úter no estaba acostumbrado a depender de nadie, por eso sus palabras sacaron a relucir una profunda vergüenza.
Seguido de Llanwith, Myrddion salió de la tienda de Ambrosio y se dirigió a otra en la que habían guardado la comida del gran rey. Allí encontraron a Botha y el sanador le preguntó cómo se encontraba Ulfin.
—Está mejor, Myrddion. No he confiado en lo que otras personas pudieran darme, por lo que he utilizado mis propias reservas de sal y agua. En cuanto ha tenido el estómago completamente vacío ha recuperado el color y parece haber mejorado mucho. Por supuesto, se ha limitado a probar un poco de cada plato de la comida, mientras que Ambrosio ha comido una ración entera de un hombre adulto.
—Sí, por eso tenemos que rezar para que mi purgante haya actuado a tiempo. Espero que podamos descubrir enseguida qué veneno han utilizado y cómo se lo han suministrado al rey.
Botha asintió y sus ojos inteligentes mostraron con claridad que lo había comprendido.
—Envenenar es un acto impropio de un hombre. Es un arma femenina para quienes no tienen el valor de enfrentarse a sus enemigos cara a cara.
—Sí, es un crimen perverso y casi imposible de resolver, porque el asesino actúa con sigilo. Nos vemos obligados a esperar a que cometa un error y revele su identidad.
En menos de una hora, uno de los perros mostró signos de envenenamiento tras comer un poco de guiso del plato de Ambrosio. Myrddion utilizó su escalpelo para darle una muerte rápida al pobre animal y la fuente del veneno acabó determinándose cuando murió otro perro tras haber comido carne fresca a la que Myrddion había echado un poco de la sal que había cogido de la mesa de Ambrosio.
—¡Es la sal! —exclamó Myrddion—. Así pues, sabemos que el veneno es de color rojo y puedo hacer mis conjeturas acerca de lo que puede ser. Aunque tampoco puedo estar seguro, puesto que no me dedico a traficar con pociones mortales.
—El asesino ha sido cobarde, pero también inteligente —murmuró Llanwith mientras Botha escupía en el suelo con sincera repugnancia.
—¿Quién podría darse cuenta de que alguien había estado manipulando el salero? Es horrible pensar que Ambrosio se administró el veneno con sus propias manos.
Más tarde, en la tienda de Úter, el príncipe mantuvo un silencio inquietante cuando Myrddion le contó lo que había descubierto.
—Creo que nuestro rey ha sido envenenado con rejalgar, pero tampoco puedo afirmarlo con total seguridad. He oído que ha sido utilizado por asesinos en Roma, Grecia y, sobre todo, en el norte. Quien lo haya perpetrado no estaba familiarizado con su uso, porque cometió el error crucial de emplear una cantidad y pureza excesivas, de manera que Ambrosio vomitó casi de inmediato y expulsó la mayor parte del veneno antes de que pudiera matarlo, alabados sean todos los dioses. —Myrddion detectó temor y aprensión en igual medida en los ojos de lobo de Úter—. Los que recurren al veneno para matar suelen destruir cualquier rastro de sus pociones. Registrad el campamento de arriba abajo, aunque tenemos pocas posibilidades de encontrar al asesino. De todos modos, hay que asegurarse, puesto que una maniobra tan descarada como esta sugiere que este fracaso no será disuasorio y sin duda alguna volverá a intentarlo en cuanto surja la ocasión.
Teniendo ya algo constructivo que hacer, Úter acarició el rostro de su hermano antes de salir a toda prisa de la tienda del enfermo, decidido a lanzarse a una búsqueda feroz por todo el campamento.
«Que los cielos ayuden al hombre o mujer que pueda ser sorprendido con una poción sospechosa», pensó Myrddion.
—Ayúdame a levantarme, Myrddion —dijo Ambrosio desde su lecho.
El sanador casi sonrió: el gran rey solo había fingido estar dormido.
—Estoy seguro de que tendrás algún reconstituyente que me permita viajar. No tengo ninguna intención de morir en Aquae Sulis, por lo que debemos levantar el campamento y marcharnos de aquí mañana a mediodía. —El rey seguía teniendo la cara muy pálida y el pulso febril, pero sus ojos mostraban la determinación y la nitidez de siempre—. Intenta evitar que Úter le haga daño a Pascent, puesto que el chico no estaba presente mientras comía.
—Por supuesto, majestad. He mandado a Pascent a su tienda y le he ordenado que se quede allí mientras Úter busca cualquier sustancia oculta. Respecto a la posibilidad de viajar, tengo tisanas que podrán ayudaros con las náuseas, los retortijones de estómago y la diarrea. Podemos agradecer a la Madre que quien os quiere mal sea un principiante en el cobarde arte del asesinato. Ha utilizado demasiado veneno y lo habéis expulsado antes de que pudiera dañaros los órganos de forma irreparable. De lo contrario, ya estaríamos preparando vuestra pira funeraria.
—Ya ves para qué sirve tener un catador… Mira la protección que ofrecen. ¿Cómo está Ulfin, por cierto? Me he olvidado de él durante mis propias penalidades, pero siempre ha servido de forma desinteresada a nuestra familia.
Myrddion sonrió al rey. Ambrosio era tan natural cuando no estaba sujeto al protocolo y al escrutinio público que se le podía leer la mente sin astucias ni disimulo.
—Ulfin ha tenido que tragar una gran cantidad de agua salada para limpiar el cuerpo de toxinas —dijo el sanador con una sonrisa—. Ha vomitado hasta destrozarse la garganta, pero dentro de uno o dos días se habrá recuperado.
—Ulfin no te cae muy bien, ¿verdad, Myrddion? —susurró Ambrosio mientras observaba a su sanador llenar una taza con agua caliente para preparar una infusión con unas hojas secas que había sacado de un tarro.
—No, mi señor, no me gusta nada. Botha, el hombre de confianza de Úter, es el mejor de los sirvientes y guerreros posibles, y demuestra una sensatez excelente, pero Ulfin… es un soplón. —Myrddion soltó un grito ahogado tras quemarse el dedo con el vapor del agua hirviendo—. Os pido disculpas, majestad. La Madre me castiga por mi arrogancia y mi mala voluntad. Supongo que no he dormido lo suficiente.
Ambrosio se incorporó con dificultades hasta quedar sentado, aunque palideció un poco al sentir un espasmo de dolor.
—Myrddion Merlinus, quiero que me prometas que me obedecerás si sufro más perjuicios en un futuro próximo.
—No os ocurrirá nada malo, mi rey Ambrosio, ahora estamos en guardia.
Los ojos del gran rey buscaron los de Myrddion para retenerlos con su intensidad azulada. A Myrddion le sorprendió haber pensado en algún momento que esos ojos azules pudieran ser fríos, puesto que la profundidad feroz y cristalina que transmitían en esos momentos ardía con una pasión apremiante.
—Quiero que me lo prometas, Myrddion Merlinus. Antes de que te diga lo que quiero de ti.
—Eso es pedir mucho, majestad. Tal vez demasiado.
La mirada del gran rey no liberó a Myrddion, quien sentía la necesidad y la compulsión de Ambrosio en su propio cerebro.
—¿Te importa lo que pueda sucederme, sanador? Confío más en ti que en cualquier otro hombre de la tierra, con la única excepción de mi hermano.
—Claro que me importáis, majestad. Y sí, si esa es la manera de demostraros mi lealtad, juro obedeceros aunque mi mente me esté advirtiendo de que sufriré por ello.
Ambrosio se recostó de nuevo sobre las almohadas y cerró los ojos, agotado, por aquel simple ejercicio de fuerza de voluntad. Aquella breve oleada de energía lo había dejado exhausto, hasta el punto de que el gran rey se convirtió de nuevo en un hombre convaleciente y de edad avanzada cuya belleza estaba sucumbiendo a los embates de la enfermedad y el deber.
—Úter tomará el mando cuando yo pase al reino de las sombras. Tiene un carácter calculador, frío e implacable que le permitirá ser un gran rey. Pero Úter ve el mundo en blanco y negro y para él las personas son o bien amigos o enemigos. Tampoco intenta comprender los motivos de los hombres y las mujeres que tiene más cerca. Temo lo que pueda sucederle cuando sea libre de comportarse a sus anchas. —Ambrosio abrió sus irresistibles ojos—. Intenta comprenderle, Myrddion. Úter no llegó a conocer lo tierna que era nuestra madre, puesto que nuestro padre murió cuando él todavía era muy pequeño y ella tuvo que casarse con Vortigern.
El rostro de Ambrosio se desfiguró por la repugnancia y la ira, y Myrddion recordó que la madre del gran rey, Severa, había sido la esposa de Vortigern antes de que este se casara con Rowena. «¡Mierda!», pensó Myrddion: Vortimer y Ambrosio eran hermanastros.
—A Constante, nuestro hermano mayor, lo asesinó Vortigern para poder usurparle el trono. Úter y yo adorábamos a Constante, como suelen hacer todos los hermanos pequeños con el mayor. Por eso, antes de cumplir los nueve años, Úter tuvo que aceptar que, en el mundo, la confianza se marchita en la parra y el amor mata.
Incluso si hubiera sabido qué decir o cómo responder, Myrddion no se habría atrevido a interrumpir aquellas confidencias. El sanador no sabía si el rey se estaba dejando llevar por un impulso o si hablaba guiado por la razón.
—Viajamos juntos durante mucho tiempo después de huir de Vortigern, y sobrevivimos gracias a la caridad de nuestros parientes. Úter odiaba esa situación y solo quería regresar a su hogar, aunque apenas se quejaba. Sin embargo, algo lo endureció durante esos años de desarraigo y vergüenza. Cuando volvimos a Venta Belgarum, lo hicimos con mercenarios, e incluso Vortigern dudó si debía atacarme frontalmente. Por aquel entonces ya se había ganado una reputación terrible y cualquier hombre razonable habría descartado la posibilidad de un regicidio… pero Úter ya había aprendido a odiar. Aparte de tenernos el uno al otro, vivimos tantas carencias durante la infancia que ahora toma lo que le viene en gana con codicia; incluso yo mismo tengo dificultades para controlarlo.
—Mi señor Ambrosio, el príncipe Úter es mi…
—No, Myrddion, tienes que comprenderlo. Úter puede ser un gran hombre. Puede guiar a los reyes tribales hasta la victoria, incluso mejor de lo que yo podría llegar a hacerlo jamás. Pero también puede convertirse en un monstruo si le falta una voz calmada y razonable que lo advierta de los obstáculos que se encontrará por el camino.
—Esperemos que viváis mucho tiempo todavía —respondió Myrddion mientras intentaba demostrar una jovialidad que en realidad no sentía.
—No me trates como a un niño, sanador; un buen rey tiene que planificar cualquier eventualidad. Úter es mi querido hermano y mi heredero, pero hay algo oscuro en él que se desencadenará cuando llegue al trono. Debes quedarte a su lado, a cualquier precio. Debes guiarlo por cauces de acción seguros para mantener el acuerdo que hemos logrado. Pero lo más importante es que te asegures de que engendra a un heredero.
Myrddion se quedó boquiabierto. ¿De qué lo creía capaz Ambrosio para pensar que podía dominar una fuerza tan elemental como la de Úter Pendragón?
—No me escuchará —protestó—. Sin duda acabará arrancándome la cabeza; no puede verme. Si intento cumplir con mi juramento, estaré cavando mi propia tumba.
Ambrosio soltó una carcajada oxidada y dolorosa que hacía evidente el maltrato que habían sufrido tanto su garganta como sus pulmones.
—Tranquilo, Myrddion —graznó—. Úter tiene una gran debilidad: ama a su hermano. Así pues, tráeme un pergamino y tinta, y asegúrate de que la pluma esté afilada y sea nueva, me tiembla la mano. Dejaré mi deseo escrito en latín para que Úter, por el amor que me profesa, se comprometa a tenerte siempre cerca.
—Majestad… —empezó a decir Myrddion, aunque vio la férrea resolución en los ojos del gran rey y se dio cuenta de que cualquier argumento que pudiera aportar sería en vano—. Mandaré que alguien nos traiga el pergamino y algo para escribir.
—Bien. Sé que estoy determinando tu destino, pero no te condenaría de este modo si pudiera elegir al respecto. —A continuación, Ambrosio soltó otra carcajada, esta vez con un atisbo de su característica jovialidad—. Quién sabe si estoy pensando en las supersticiones propias de una abuela y mi destino es vivir durante varias décadas más.
—Sí, majestad —respondió Myrddion alegremente justo antes de encontrar a un sirviente para que obedeciera los deseos del gran rey.
Había algo en la insistente y lúgubre voz que resonaba en el interior de su cabeza que le advertía de que los horrores de las últimas veinticuatro horas todavía no habían terminado. Myrddion recordó la lechuza que vio mientras se ponía el sol en Deva y se estremeció al notar que una súbita premonición le oprimía el corazón.
«Líbrame de servir a Úter Pendragón, Madre. Temo que me acabe robando el alma».
El camino a Glastonbury estaba marcado con claridad, puesto que un número incontable de peregrinos había seguido esa ruta buscando comunión en aquel lugar tan especial y de tan larga jerarquía de dioses.
En otro tiempo, según la memoria más remota, Glastonbury había sido una isla en medio de un lago, y varios guerreros que habían estado en el antiguo santuario le mostraron a Myrddion con mucho entusiasmo las conchas petrificadas que habían encontrado allí y que llevaban prendidas del cuello.
Myrddion se había quedado maravillado por la belleza perfecta y pétrea de esas diminutas caracolas, que eran casi tan antiguas como las montañas verdes que tenían a su alrededor. Sin duda los dioses habían decretado que aquel extraño valle sería un lugar sagrado y lo habían elevado por encima de las aguas para que pudiera rendirse culto a varios dioses desde tiempos inmemoriales.
Todavía con el rostro ceroso, Ambrosio había montado su caballo el segundo día de viaje, puesto que no quería llegar a Glastonbury como un enfermo sobre una camilla.
—Soy el gran rey de los britanos y llegaré a ver al obispo de una pieza, por mi propio pie —dijo Ambrosio con resolución.
Ni Úter ni Myrddion se atrevieron a llevarle la contraria.
Por miedo a que lo envenenaran de nuevo, Ambrosio comía solo huevos cocidos y no bebía más que agua y leche recién ordeñada que Úter se encargaba de comprar personalmente a los campesinos locales. En varias ocasiones, Úter incluso ordeñó las vacas él mismo. Myrddion aprobó aquellas precauciones tan simples por motivos médicos, puesto que Ambrosio distaba de estar recuperado y esa comida tan sencilla solo podía beneficiarlo. Myrddion se encargaba de hervir personalmente todo el agua potable y la guardaba con celo para que nadie tuviera la oportunidad de hacerle más daño al rey. Sin embargo, el viaje a Glastonbury fue lento y, con cada día de camino, las premoniciones de Myrddion fueron en aumento.
En la víspera del día que pretendían llegar al monasterio, ocurrió un desastre en el campamento y todas las precauciones quedaron en nada. A lo lejos, la colina se erigía desde el suelo del valle y la torre de piedras que la coronaba parecía un dedo acusatorio apuntando hacia los dioses.
Como venía siendo habitual, Myrddion y Úter sirvieron todas las comidas al rey. Pascent era la única persona que tenía permiso para llevar el cáliz y el plato del rey a Myrddion o al príncipe, y era vigilado con atención mientras Ambrosio comía. Pascent comía en compañía del gran rey, pero los férreos recelos del príncipe Úter, que albergaba serias dudas acerca del chico, le cortaban el apetito al prisionero de los sajones. Por lealtad, Ambrosio seguía reclamando la presencia de Pascent siempre que acampaban y se negaba a escuchar las críticas de su hermano. El gran rey juró que las risas lo sanarían más deprisa que cualquier medicina, aunque Myrddion también dudaba de la honorabilidad del joven y vigilaba todos los movimientos de sus hábiles dedos cuando se encontraba en la tienda de Ambrosio.
Esa noche, justo cuando Myrddion se estaba sumergiendo ya en el sueño, Botha apareció en la tienda del sanador y lo sacudió para despertarlo.
—El gran rey parece que ha empeorado de repente. Venid enseguida, nuestro señor está al borde de la muerte.
Myrddion cogió su zurrón sin detenerse a preguntar nada. En el campamento se había levantado un revuelo ansioso y el sanador corrió descalzo entre los fuegos mortecinos hasta llegar a la tienda de Ambrosio. La escena que encontró en el interior le rompió el corazón.
Ambrosio había vomitado y se había ensuciado hasta límites insospechados. Tenía las manos y los pies fríos como el hielo y la circulación, dormida. Myrddion observó con claridad un preocupante tono azulado en las uñas y los labios del rey, como si estuviera sufriendo una dolencia cardíaca.
—Abrid la boca, majestad —le ordenó—. Tengo que examinaros la garganta y ver cómo respiráis.
Como un niño inquieto y agotado, Ambrosio obedeció entre espasmos de vómito. Tenía la boca enrojecida y Myrddion se estremeció al comprobar que lucía unas manchas rojas en las muñecas, los codos, las rodillas y los tobillos. Varios capilares de los ojos se le habían reventado, por lo que tenía la mirada inyectada en sangre.
—Tengo tanta sed que podría beberme el río entero, Myrddion —susurró—. Te recuerdo el juramento que me hiciste.
—Todavía no ha llegado ese momento, majestad. Pienso luchar con todas mis fuerzas para sanaros.
Ambrosio rió levemente y volvió la cabeza en cuanto notó un espasmo procedente del estómago.
—Dios, me arden las tripas.
Sin detenerse a pensar, Myrddion empezó a disolver unas cuantas gotas de adormidera en agua hervida y ayudó al rey a ingerir la mezcla.
—Esta poción os dejará soñoliento, majestad, pero os quitará el dolor. Tengo que consultar mis pergaminos para encontrar el remedio a esta enfermedad. No temáis, mi rey Ambrosio, lo encontraré.
—Si voy a quedarme dormido, necesito que Úter venga enseguida. Está revolviendo el campamento en busca de enemigos invisibles. —Se volvió hacia Botha y señaló una mesita—. Hay un pergamino en mi arcón. Por favor, tráemelo. Y ve a buscar a mi hermano y escóltalo hasta aquí.
Cuando Botha regresó, Ambrosio tenía las pupilas dilatadas y el dolor que sentía empezaba a desvanecerse poco a poco. Se sumergía en el sueño y volvía a emerger mientras Myrddion lo envolvía en mantas de lana previamente calentadas. Mostrando una gran fuerza de voluntad, el rey se espabiló al ver entrar a Úter en la tienda.
—Hermano —dijo en voz baja—, dame la mano hasta que me quede dormido. Botha tiene un pergamino que quiero que leas si esta enfermedad acaba cerrándome los ojos para siempre. Prométeme que cumplirás el acuerdo que ha unido a los reyes y que mandarás a Andrewina Ruadh a su casa para que pueda volver a ver a sus hijos. El resto de las decisiones, las dejo en tus manos.
Úter le tomó la mano a su hermano y juró cumplir cualquier promesa a cambio de que Ambrosio recuperara la salud. Tenía la mirada enloquecida y temerosa, y Myrddion recordó que al príncipe no le quedaban más parientes en la isla aparte de su hermano, que se estaba marchitando por momentos.
Tan pronto como Ambrosio se quedó profundamente dormido, Úter dejó a Botha a cargo del gran rey y arrastró literalmente a Myrddion fuera de la tienda. Las manos del príncipe agarraron con fuerza la túnica holgada de Myrddion, pero el sanador notó de todos modos que aquellos dedos de hierro estaban temblando.
—¡Dijiste que sobreviviría al veneno! ¡Que se encontraba mejor! ¿Qué ha provocado esa enfermedad? ¿Qué has hecho?
—¡Yo no he hecho nada, príncipe Úter! ¡Y lo sabéis! He bebido el agua antes que Ambrosio y vos ordeñasteis una vaca ayer mismo. Los huevos que ha comido estaban intactos antes de hervirlos. Ahora iba a consultar mis pergaminos, puesto que estos síntomas me han dejado desconcertado, no los había visto jamás.
De forma inconsciente, Úter había seguido sacudiendo a Myrddion como un terrier con una rata entre los dientes. De repente, entró en razón y soltó la túnica del sanador para pasarse las manos, sudadas y temblorosas, por su propia camisa.
—¿Veneno? ¿Otra vez? ¿Cómo es posible?
—No lo sé, mi señor, pero si me dejáis tiempo para consultar mis pergaminos tal vez descubra algo. Debéis mantener la serenidad, Úter. No ayudaréis a vuestro hermano corriendo como un loco por el campamento. Permitidme que me retire a mi tienda. —Myrddion hizo una pausa antes de proseguir—. Además, sería recomendable que encontrarais a Pascent y lo mantuvierais vigilado. Es el único que ha estado con Ambrosio mientras comía, aparte de nosotros.
—De eso puedes estar seguro, sanador. Descubre lo que le sucede a mi hermano. ¡Vamos!
Myrddion no había podido llevarse su caja de pergaminos de madera de sándalo en el viaje a Deva, pero nunca viajaba sin varias referencias de hierbas que había estado recopilando desde que había empezado a servir como aprendiz de Annwynn. Esa formidable anciana lo sabía todo acerca de las plantas, los frutos secos, las flores, las raíces y las frutas, tanto respecto a sus propiedades curativas como a las tóxicas, pero Myrddion lamentaba no recordar ni siquiera una cuarta parte de todo ello.
En esos momentos, mientras Llanwith intentaba ayudar y solo lograba estorbar, Myrddion buscó sus preciados pergaminos sobre hierbas entre el caos de su tienda hasta que de improviso se le ocurrió una idea.
—Llanwith, haz algo útil y tráeme todo el equipaje de Pascent. No me importa si se queja, sé que Úter ya lo ha registrado. ¡No discutas! Limítate a traérmelo todo. Ah, y ten cuidado, Llanwith. No sabes lo que puedes estar tocando.
Llanwith se mostró muy alarmado y cogió un par de guantes de montar de Myrddion tras comprobar que le iban perfectos. Acto seguido, se marchó apresuradamente con rápidos movimientos de pánico y desconcierto.
Úter volvió a entrar en la tienda de Myrddion justo cuando el príncipe ordovico llegaba con dos alforjas que sostenía con las manos enguantadas.
Myrddion levantó la mirada del pergamino que intentaba leer a la luz titilante de una lámpara de aceite.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Úter—. ¿Sospechas de Pascent?
—Ya os he dicho por qué. Si estoy registrando sus pertenencias es porque estoy desesperado. Tal vez haya algo en sus bolsas que parezca inofensivo pero que en realidad no lo sea. —Myrddion levantó la primera bolsa con cautela—. ¿Puedes devolverme los guantes, Llanwith? Espero que no se hayan dado de sí con esos jamones que tienes por manos.
Sin mediar palabra, Llanwith se quitó los guantes de piel y Myrddion se los puso de inmediato, ajustando cada uno de los dedos con cuidado. A continuación, vació las alforjas sobre el suelo.
Tres pares de ojos vacíos de expresión examinaron el desorden resultante. Túnicas de recambio, calzones, una bolsa de piel con cordón, un gorro de punto con flores marchitas, un trapo fino y una correa de piel vieja quedaron extendidos sobre la hierba revuelta. Con la punta de la bota, Myrddion movió una túnica enrollada para revelar una taza abollada, un odre y un cuchillo gastado de los que se utilizaban para comer.
—Tal vez el odre contenga algo —dijo Úter mientras recogía la bota de piel. Después de quitar el tapón de latón, intentó verter el contenido y descubrió que estaba vacío.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Aquí no hay nada que pueda haberle hecho daño a Ambrosio —despotricó Úter antes de acordarse de un modo especialmente grosero de la familia de Pascent.
La mente de Myrddion se crispó por un momento, pero luego el recuerdo vago desapareció de nuevo de su mente.
—¡Dejadme pensar! —rogó Myrddion—. Por favor, parad de hablar y dejadme pensar un momento.
Se quedó mirando cada una de las cosas que estaban esparcidas en el suelo, las levantó, las olió y las descartó con un gruñido de asco. Cuando llegó al gorro de punto, lo examinó por dentro y por fuera antes de fijarse en las flores marchitas que llevaba prendidas. Eran muy bonitas, parecidas a las margaritas, con seis o siete pétalos cada una y con estambres amarillos en el centro. Los pétalos todavía mantenían un tono amarillo pálido, aunque las plantas estaban ya bastante estropeadas.
Los ojos de Myrddion pasaron de los pétalos a la taza y luego al trozo de tela.
—¿Dónde encontrasteis la vaca ayer, Úter?
—Ya lo sabes. Venía de aquella granja que vimos en el claro, a varias millas de la aldea más próxima. Tuvimos que ir a buscar la vaca a los campos para poder ordeñarla.
Úter parecía irritado, además de sorprendido. Llanwith se puso tenso, esperaba una explosión de mal genio.
—¿Fuisteis vos mismo a buscar la vaca? —A Myrddion le brillaban mucho los ojos.
—No, mandé a Pascent a buscarla. No podía envenenar la leche mientras la vaca aún la tuviera dentro y, si la hubiera ordeñado él, suponiendo que supiera hacerlo, Ambrosio no la habría tocado.
—O sea que es allí donde encontró el cólquico —susurró Myrddion—. ¿Había alguien enfermo en la granja?
—Una joven estaba pachucha, pero no veo ningún tipo de relación. La chica probablemente se había resfriado.
—Lo más probable es que hubiera bebido leche de una vaca que había comido cólquico. La flor es bonita, ¿verdad? Pero la leche de las vacas o las cabras que han ingerido esas flores puede llegar a matar a un niño.
Llanwith pen Bryn y Úter miraron fijamente las flores marchitas y maltratadas como si de repente se hubieran convertido en serpientes.
—Pero Ambrosio no es un niño. Es un hombre adulto y no puede ser tan fácil envenenarlo —protestó Llanwith—. La hija del campesino tampoco se estaba muriendo.
—Pero ella no estaba convaleciente de un envenenamiento previo, ¿verdad? Ambrosio tenía el cuerpo debilitado, por eso los elementos tóxicos de la planta han resultado más potentes en su caso. Pascent debía de conocer los efectos que provoca, puesto que ha recogido unas cuantas flores y se las ha guardado en el gorro. No podía estar seguro de que la leche estuviera contaminada, pero tampoco os advirtió de ese peligro, ¿verdad, Úter?
En el rostro del príncipe apareció una expresión terrible.
—¡No, no dijo una puta mierda!
La ordinariez quedó suspendida en el aire con la promesa de una muerte súbita.
—¿Cómo has reconocido las flores, Myrddion? —preguntó Llanwith—. Yo ni siquiera sabía que existieran. ¿Crees que Pascent, o como se llame, sí lo sabía? ¿Puede ser que lo haya envenenado por accidente?
—Annwynn me enseñó lo que era el cólquico hace muchos años. Me había olvidado de ello hasta ahora, pero Pascent ha recogido esas flores por algún motivo —respondió Myrddion con cautela—. Recuerdo que mi abuela me contó que todas las partes del cólquico son venenosas: las hojas, el tallo y la savia son tóxicos. También es posible que haya utilizado algún tipo de decocción. Pero ¿cómo?
Levantó el gorro y lo olió con delicadeza. Los orificios nasales se le movieron nerviosamente. Úter y Llanwith lo miraron boquiabiertos mientras el sanador utilizaba un par de tenazas para levantar un trocito de lana que parecía algo duro y manchado.
—Claro —susurró Myrddion—. Tiene que haber sido un crimen improvisado, cometido sobre la marcha, pero ejecutado de forma tan brillante y natural que ninguno de nosotros ni siquiera ha sospechado lo que podía estar ocurriendo.
Úter dio un paso adelante con aire amenazador y los puños cerrados con fuerza.
—Déjate de acertijos y habla claro. ¿Puedes salvar a Ambrosio de ese… ese… cólquico?
—Tal vez… pero lo más probable es que no. Queréis saber la verdad, ¿no es así? Si Pascent ha hecho lo que sospecho, el rey sufrirá una parálisis progresiva hasta que le afecte al corazón y muera. Debemos rezar para que me esté equivocando.
—Pero tiene que haber un antídoto. ¿No puedes volver a purgar a mi hermano? —Úter estaba furioso y desesperado, mientras que Llanwith se irguió de forma inconsciente. Myrddion parecía impasible.
—No hay ningún antídoto. Solo el tiempo y la fuerza de su cuerpo pueden salvarlo. Si ha ingerido el veneno suficiente, la muerte será inevitable.
Úter cerró los ojos e intentó recuperar el control de sí mismo. Las palabras de Myrddion eran un presagio de muerte, pero él decidió aferrarse a la única constante de toda esta tragedia.
—¿Cómo lo ha hecho Pascent? He comprendido lo de la vaca, pero no ha llegado a tocar la copa de Ambrosio ni el plato una vez llenos de bebida o comida.
—Todavía no lo sé con seguridad. Por lo que veo, actuaba según se lo permitían las circunstancias. Podrían haberle salido mal muchas cosas. Que una vaca haya tomado cólquico no significa que beber su leche sea peligroso de inmediato. La bestia tiene que digerir el veneno antes de que este pueda actuar. Si no recuerdo mal, las toxinas no pueden hacerle daño al animal, pero pueden matar a las crías en caso de que sean muy jóvenes. Parece que Pascent se ha arriesgado mucho, así que el odio debe de haberlo motivado más de lo que refleja la expresividad de su rostro. No ha demostrado en ningún momento ni el más mínimo signo de rechazo hacia vuestro hermano.
—No comprendo nada de lo que intentas explicar —respondió Úter con una evidente frustración tanto en la voz como en el cuerpo—. ¿Estás diciendo que la leche puede quedar envenenada si la vaca ha comido una flor? Me cuesta creerlo.
—De momento, Úter, debéis mantener a Pascent bien vigilado… y no lo ejecutéis llevado por un impulso. Necesitamos que confiese o la unión de los reyes creerá cualquiera de los rumores que puedan surgir si Ambrosio acaba muriendo. Debemos asegurarnos de que nadie diga que habéis matado a vuestro hermano para robarle el trono. Eso sería un desastre, especialmente para vos, sobre todo si os dejáis llevar por la ira y matáis a Pascent sin tener pruebas evidentes de que es culpable. Aunque hay un detalle bastante claro.
Pálido por la ira y con los músculos de la mandíbula tensos mientras intentaba contener la rabia que sentía, el príncipe se volvió contra Myrddion.
—Y ¿cuál es ese detalle, sanador?
—Pascent, al parecer, conoce bien esta tierra. Estoy seguro de algo: los campesinos conocen los peligros del cólquico, pero los hombres nobles tienen pocos o nulos conocimientos de las hierbas que crecen en ella.
A continuación, Myrddion salió de la tienda para regresar con su paciente. Mientras el sol se levantaba en esa gélida mañana de otoño envuelto de las primeras neblinas de la estación, el sanador se preocupó cuando descubrió que Ambrosio había empeorado. Se quejaba de que no podía mover las piernas y de que no podía cerrar las manos cuando lo intentaba. Aunque el dolor seguía atormentándole la barriga, el rey mantenía la cabeza despejada.
—No sobreviviré, Myrddion, ¿verdad? —susurró Ambrosio—. No me vengas con mentiras piadosas, el cuerpo conoce su propio destino y noto que la parálisis se está apoderando de mi corazón. No temo morir, pero hay tantas cosas que querría hacer todavía… No debería haberme apartado de la fe de mi padre, tal vez entonces no temería tanto que todo esté a punto de terminar. Pero mi madre veneraba a los antiguos dioses romanos, mientras que yo he planeado por encima del cristianismo y del viejo culto toda mi vida.
Al gran rey le apetecía hablar, por lo que Myrddion decidió esperar con la tintura de adormidera en la mano hasta que se cansara.
—Solo tenéis que pedirlo y Botha irá al monasterio de Glastonbury en busca de un sacerdote. Estamos tan cerca de esa comunidad que podría estar de vuelta a mediodía.
Una mirada de anhelo endulzó el rostro de Ambrosio.
—Sí, eso me gustaría. Tanto si se trata del dios cristiano, de Bran, de Zeus o los dioses que los sajones intentan imponernos, me gustaría poder confesarme igual que cuando era un niño y mi padre todavía vivía.
Myrddion le hizo un gesto con la cabeza a Botha, que salió de la tienda sin mediar palabra.
—Me gustaría saber por qué estoy muriendo. Es una sensación muy extraña experimentar la llegada de la muerte con la mente tan clara. No comprendo quién me odia tanto como para matarme, querido Myrddion. Por tu expresión, ya veo que lo sabes, o lo sospechas al menos, pero no quieres herirme. ¿Dejarás que me lo siga preguntando mientras exhalo mi último aliento?
Myrddion se miró fijamente los dedos y deseó encontrar una mentira que pudiera reconfortarlo, pero Ambrosio ya le había ordenado que fuera sincero, por lo que tenía el tiempo limitado.
—Tú sabes quién lo ha hecho, Myrddion. Lo noto.
—Sí, majestad. Sé quién os envenenó, pero no he conseguido descifrar el motivo ni el método. Solo Pascent puede responder vuestras preguntas.
Al principio, el rostro de Ambrosio adoptó una expresión de asombro, aunque poco a poco cambió hasta reflejar una amarga decepción. Intentó incorporarse sobre un montón de cojines y Ulfin se apresuró a ayudarle.
—He confiado en él y lo he tenido cerca a pesar de que Úter me instaba a ser precavido… o a ordenar que lo ejecutaran. Tú también intentaste advertirme. Pero no comprendo por qué Pascent desea verme muerto. Considéralo una de las últimas voluntades de un moribundo, pero quiero ver a mi asesino para comprender el motivo de mi muerte antes de cruzar el río Estigia, o ir al Otro Mundo o al Paraíso.
Ambrosio se vio obligado a hacer una pausa, jadeando, tras un discurso tan largo y apasionado. Myrddion sufría por el corazón del rey.
—Tráelo aquí, Myrddion —dijo casi sin aliento.
A continuación, el rey sonrió con su encanto temerario de siempre, lo que significaba que actuaba sin reflexionar.
—Ya veo en tu rostro que deseas que muera en paz, sin más contratiempos que pesen en mi alma. Tal vez tengas razón y alguien más sabio que yo escucharía tu consejo, pero he intentado ser razonable durante toda mi vida desde que llegué a la edad adulta… y sin embargo he encontrado un final violento. Haz lo que te ordeno, puesto que me sentiré seguro mientras Ulfin esté aquí vigilando.
Reticente y triste, Myrddion acudió a la tienda en la que estaba Pascent vigilado por uno de los oficiales de confianza de Úter. Había guerreros flanqueando la entrada a la tienda y, dentro, otro soldado lacónico y endurecido vigilaba al joven con suma atención.
—No puedo dejarlo solo —dijo el soldado sin que viniera a cuento al ver entrar a Myrddion—. El príncipe Úter me ha ordenado que lo defienda ante cualquier eventualidad. Incluido tú, sanador.
—¿Crees que pretendo liberarlo? ¿O cortarle el cuello? El gran rey está vivo y exige ver a quien lo ha envenenado. ¿Desobedecerás al emperador Ambrosio?
—Mientras siga vigilado y seguro, lo llevaré a donde desee el gran rey… Si pudiera elegir, directo al Hades.
—Entonces llévaselo con la guardia suficiente para asegurarte de que no podrá huir. Y quiero que le ates las manos, me ofende que un criminal cualquiera pueda comparecer como si fuera un hombre libre frente a nuestro rey.
—Así que el asesino de mujeres todavía no está muerto —susurró Pascent en voz baja, aunque con malicia—. No se puede confiar en los venenos. Debería haber utilizado una espada, aunque el romano era demasiado cobarde y precavido para ponerse a mi alcance.
—No. Temiste morir, Pascent, por eso preferiste matarlo en secreto y proteger tu propio pellejo. Amordazadle —ordenó Myrddion con desdén—. Su voz me revuelve el estómago.
—Será un placer —respondió el soldado, que no tuvo contemplaciones a la hora de meterle un trapo en la boca antes de atarle también las muñecas tras la espalda.
—Tráelo tú mismo y manda a uno de tus guerreros que le diga al príncipe adónde llevamos a Pascent. Dile a Úter que nos lo hemos llevado por orden del gran rey.
Pascent fue escoltado con tosquedad hasta la tienda de Ambrosio. Úter y Llanwith aparecieron poco después, y el príncipe insistió en que se quedaran tres hombres para vigilar al prisionero, que ya tenía un ojo hinchado a causa de una patada que había recibido después de resbalar y caer al suelo.
—Ay, Pascent —empezó a decir Ambrosio con tristeza, hasta que vio la malicia en los ojos azules del joven. De repente, se dirigió a Úter—. Quítale la mordaza para que pueda contarme el motivo por el que le resulto tan odioso.
Úter le quitó el trapo de la boca y Pascent estuvo a punto de morderle.
El príncipe se limitó a reír ante el odio evidente de Pascent.
—Como todos los perros, esta criatura tiene los dientes afilados, hermano. Y posee el mismo sentido del honor que un chucho mestizo.
—¿Cómo te atreves a censurarme o a darme lecciones de honor? ¡Eres tú quien no tiene honor! Sois romanos cobardes… las últimas ramas de un árbol podrido. El aire de la Britania estará más limpio cuando hayáis muerto los dos.
El desconcierto de Ambrosio era sincero.
—No lo comprendo, Pascent. Has intentado matarme en dos ocasiones y no tengo ni idea del motivo. Sin embargo, supongo que permitiste que te capturaran los sajones solo para situarte cerca de mí.
—El Bajel de Thor me hizo ese favor en Verulamium, aunque estaba convencido de que podría contigo. Por todos los dioses, intenté explicarle a ese idiota que tienes la misma suerte que Loki y que él estaría criando malvas antes de que terminara el día, pero los sajones todavía no comprenden a su enemigo. Yo sabía que solo tenía que esperar, protegido por mis heridas, hasta que pudiera recuperar el honor que tuve en otro tiempo. Y tú creíste todo cuanto te decía, porque sé actuar como un noble.
—A mí no me convenciste jamás, maldito perro —le espetó Úter justo antes de pegarle un bofetón en toda la boca—. No utilizaré el alias que adoptaste, puesto que siempre supe que eras un intruso.
El golpe no había sido demasiado fuerte, pero lo suficiente para partirle el labio al joven, que escupió sobre la tela que cubría el suelo. A continuación le dedicó una sonrisa insolente a Úter con la boca llena de sangre, aunque no se dignó responderle. En lugar de eso, se volvió hacia Myrddion con un aire de temeraria arrogancia que modificó por completo su rostro.
—Tuve un momento de duda cuando apareciste tú, sanador. Estaba seguro de que te acordarías de mí, pero mi aspecto debe de haber cambiado mucho en los ocho años que han pasado desde que me viste por última vez —dijo Pascent con una sonrisa triunfal. A Myrddion le entraron ganas de emular a Úter y abofetear con ímpetu el bello rostro del joven—. Supongo que por aquel entonces yo no era más que un niño, por lo que tu falta de memoria está más que justificada. Aunque resultabas peligroso para mí, estaba decidido a dejarte en paz. Al fin y al cabo, fuiste tú quien se aseguró de que sobreviviéramos a los horrores de Dinas Emrys.
—¡Mierda! —juró Myrddion—. ¡Cómo pude no darme cuenta, mira que soy idiota! Aquella noche terrible tú tenías catorce o quince años. ¿Te salvé para que pudieras dar muerte a todas nuestras esperanzas? ¿Tan sajón eres que estarías dispuesto a destruir la mitad de tu linaje?
Úter dio un paso adelante y sacudió a Myrddion. Al sanador se le habían llenado los ojos de lágrimas al ver de nuevo el largo camino que transcurría entre una acción generosa y un resultado terrible. A pesar de que Úter lo zarandeó hasta que le repiquetearon los dientes, Myrddion siguió perdido en las terribles maquinaciones del destino.
Una fuerte bofetada le devolvió los sentidos. La mano de Úter dejó una impronta rojiza en la pálida cara de Myrddion.
—¿Quién es? —preguntó el príncipe.
—Nunca me han importado lo más mínimo las guerras entre sajones y celtas —gruñó el prisionero con el rostro deformado en un rictus de odio—. Tengo un poco de cada una de las partes, ¿cómo podría participar en una guerra contra mí mismo? La única persona que me importó alguna vez fue mi madre.
Myrddion rió de forma histérica y Pascent se inclinó con torpeza en dirección al sanador, puesto que tenía las manos atadas a la espalda.
—Y ahora ya podéis matarme, puesto que he cumplido con lo que juré hacer antes de convertirme en un hombre.
—Por supuesto que lo has conseguido —respondió Myrddion de modo estridente—. ¿Cómo podría tu honor haber dejado de insistir para que cometieras un crimen como este? —El sanador se volvió hacia Ambrosio con una mirada terrible por aquella siniestra constatación—. Mi señor Ambrosio, gran rey del oeste, este joven es Vengis, el hijo mayor de Vortigern y Rowena, una mujer sajona. Tanto el uno como la otra fallecieron en Dinas Emrys. Ha venido a vengar el envenenamiento de su madre.