Todo termina algún día
Por todas partes, en todas las regiones de la tierra,
Hay muros cubiertos de escarcha que los vientos se encargan de barrer.
Las murallas se derrumban, los sótanos se pudren:
Tristes y en silencio, los héroes duermen
Donde cayó el orgulloso anfitrión, junto a los muros que defendía.
The Wanderer,
antiguo poema inglés anónimo
El banquete se celebraba en el antiguo foro, y cuando Myrddion se acercó a la reunión, lo hizo deslumbrado por los cientos de farolas, antorchas y fogatas que aportaban calidez a la fría piedra e iluminaban los espacios oscuros. Una estatua de Júpiter en bastante mal estado presidía el festín desde lo alto de una pesada peana de mármol, y otra de Constantino flanqueaba la puerta de la sala. Los rostros de las dos esculturas estaban muy desgastados y Júpiter había perdido la nariz en algún conflicto durante los últimos años de ocupación romana. En esos momentos, la multitud que participaba en el festín hacía caso omiso a las dos estatuas, como si nunca hubieran influido en la fortuna del mundo conocido.
Úter saludó a Myrddion con una expresión aparentemente cordial.
—Has hecho un buen trabajo en la reunión del consejo, sanador. Cuando has empezado a hablar he pensado en cortarte la cabeza para hacerte callar, pero luego lo has hecho bien. Gracias a Mitra, pusiste al idiota de Lot en su lugar y lo amedrentaste sugiriéndole que podía recibir un ataque. Luego, para rematarlo, los dejaste a todos en vilo para que mi hermano los guiara. ¡Bien hecho!
Úter le dio a Myrddion una fuerte palmada en la espalda. Sorprendido, el sanador se preguntó si el príncipe iba ya borracho, pero decidió que los ojos excesivamente brillantes de Úter y aquella afabilidad tan impropia de él eran signos de entusiasmo ante la perspectiva de matar sajones con desenfreno junto con el resto de las tribus.
—Tómate una copa de vino, sanador. Mi hermano ha entrado en razón y está sirviéndose otra vez de Ulfin como catador; a la furcia picta la han devuelto a Venta Belgarum y yo solo tengo que preocuparme de Pascent. En pocas palabras, creo que estoy satisfecho contigo.
Myrddion aceptó la copa de vino por el ánimo con el que se la había ofrecido.
—Pero ¿mi señor Ambrosio está satisfecho también? Sin duda Ulfin debe de haberos contado que el gran rey recelaba de mi intromisión en sus asuntos, aunque me complace que al fin haya tomado precauciones.
—A Ambrosio le ha gustado cómo han ido las cosas hoy —dijo Úter—. Los dos estamos en deuda contigo, pero no te preocupes. Ya harás algo que me disgustará, por lo que puedes considerar esta noche como una breve tregua, tanto para ti como para mí.
A pesar de las dudas y del velo oscuro que se había extendido sobre él tras la conversación que había mantenido con Morgana, Myrddion rió y bebió con profusión. El vino tinto le calentó el estómago y mitigó hasta cierto punto sus pensamientos oscuros. Los sirvientes trabajaban con afán alrededor de los dos hombres, transportando bandejas llenas de comida o pesadas jarras de vino. Las mesas estaban repletas de las mejores viandas que podían encontrarse en Deva, y Myrddion examinó el banquete con los ojos de un hombre que había planificado cada detalle a conciencia.
Con una armonía insólita, los reyes estaban sentados por grupos geográficos, puesto que esos hombres tendrían que trabajar codo con codo para defender los caminos y las fortalezas que se encontraban en sus zonas tribales. Tampoco ninguno de los reyes pudo quejarse acerca de la riqueza o la variedad de la comida ofrecida para que se deleitaran: ocas enteras rellenas de castañas, cebollas, deliciosas setas y huevos duros competían con todo tipo de aves de corral, piernas de venado, sabrosos conejos y solomillos de buey, estofados caldosos con carne de cordero y grasa de panceta. Cuencos de fruta, tanto fresca como cocida con miel, tentaban los apetitos más generosos con su dulzura. El marisco, preparado en pasteles o glaseado y relleno con mollejas, se presentaba en fuentes humeantes.
Sin embargo, por más que lo intentó, Myrddion no fue capaz de ingerir nada. Tal vez aquel día tan largo le había consumido el apetito. Quizá estaba demasiado agotado para comer, tras haber planificado ese festín durante tantos días a un ritmo frenético. Fuera cual fuese el motivo, el sanador bebió una copa de vino más y se retiró a la cama temprano con la esperanza de que el sueño le devolviera lo que varios meses de trabajo le habían arrebatado.
Los reyes pasaron varios días discutiendo hasta que al fin llegaron a un acuerdo. Las tribus se repartieron Venonae, Ratae, Lindum, Melandra, Templebrough, Olicana, Verterae, Lavatrae y Cataractonium para habitarlas y reforzar el funcionamiento y la eficacia de las fortificaciones. En el sur, Venta Silurum, Durnovaria, Calleva Atrebatum, Portus Adurni y Glevum fueron elegidas como ciudades de vital importancia, y quedarían por tanto acuarteladas con guerreros que pudieran pasar a la acción en caso de que surgiera la necesidad. Una vez que todo quedó acordado, cada tribu asumió la responsabilidad de al menos una fortaleza, incluyendo las torres menores que se encontraban por los dos muros del norte, con el objetivo de ofrecer protección ante posibles incursiones pictas y de poner límites a los lugares en los que los navíos pudieran encontrar un puerto seguro.
Gran parte de las discusiones se centraron en las fortalezas que ya habían caído en manos sajonas, anglas o jutas. El consenso estableció que tenía que impedirse que los sajones utilizaran las tierras arrebatadas a los cantiacos, aunque en última instancia la lógica acabó por imponerse a los sentimientos. Se convino que las vidas y el dinero que se habían perdido para recuperar Verulamium no habían sido un buen negocio, del mismo modo que se consideró que Londinium quedaba demasiado lejos para tenerla en cuenta.
—En cualquier caso, Londinium podemos darla por perdida —explicó Úter—. La fortaleza romana del Támesis es demasiado pequeña para que nos pueda resultar útil ahora, y cualquier intento de mantener el control sobre la ciudad sería una verdadera pesadilla. Las calles son demasiado anchas, demasiada gente vive codo con codo en lugares tan densamente poblados que nuestros guerreros morirían en tropel si intentáramos expulsar a los sajones. Además, muchos comerciantes tribales siguen viviendo allí, por lo que la ciudad no es completamente sajona. Con el tiempo, Londinium tal vez llegará a ser una ciudad neutral, protegida por sus relaciones comerciales con el continente. Si me lo ordenarais, majestad, ocuparía Londinium, aunque nos la arrebatarían de nuevo tan pronto como partiera para luchar en alguna otra parte. Igual que en Verulamium, perderíamos demasiados hombres para que la campaña mereciera la pena.
—¿Entonces crees que podemos dar Londinium y Verulamium por perdidas? —preguntó Ambrosio—. ¿Es eso lo que quieres decir?
Su hermano asintió con pesar. Ambrosio aprovechó que los otros reyes necesitaron unos momentos para digerir aquella desagradable verdad.
—Comprendedme. No debemos comerciar con los sajones ni admitir a los mercaderes extranjeros en nuestras tierras, ya que fue de ese modo como ocuparon Londinium, con sigilo. Portus Adurni y Magnus Portus pasarán a ser nuestros centros de comercio, puesto que ya hemos perdido Dubris. Lo siento por nuestros vecinos cantiacos, no veo que ninguna fuerza tribal sea lo bastante fuerte para expulsar a los sajones de las vastas y templadas tierras del sur. Una vez más, el paisaje es nuestro enemigo debido a lo llano y despejado que es el terreno. Sin embargo, debemos ocupar Anderida, puesto que esa fortaleza expone Anderida Silva y nuestras ciudades del sur a los ataques de los bárbaros. Si las tribus de los cantiacos y los regnenses están de acuerdo, podemos ocupar la costa sur.
A pesar de que muchos de los reyes no habían oído hablar de algunos de esos lugares que tan exóticos les sonaron, captaron el tono perentorio de Ambrosio, de manera que ciertos sitios pasaron a ser prioritarios para la acción defensiva por parte de los britanos.
No tardaron en decidir que Anderida, Eburacum, Lindum y Durobrivae resultaban esenciales para la supervivencia de las tribus unidas. Poco a poco forjaron un acuerdo que los escribas que les habían proporcionado los obispos cristianos del sur se encargaron de registrar. Los numerosos reyes tribales que no sabían escribir hundieron los anillos en la cera caliente para dejar su sello grabado junto a la inscripción de sus nombres.
Desde su habitual perspectiva privilegiada, Myrddion lamentó que la lengua común no tuviera forma escrita, puesto que eso obligaba a traducir todos los registros al latín. No le sorprendió que solo unos pocos reyes supieran escribir, porque comprendía que muchos de esos hombres de linaje noble compartían la misma opinión que su bisabuelo acerca de la alfabetización. Ese venerable rey antiguo, Melvig ap Melwy, siempre había pensado que la educación debilitaba la mente de los hombres fuertes, así como la determinación y la capacidad de tomar decisiones. Eso supuso para Myrddion la expulsión de la corte, puesto que el rey Melvig consideró que la educación lo deslegitimaba para convertirse en guerrero o en gobernante.
Myrddion suspiró apesadumbrado. Hasta que los reyes no vieran los beneficios del aprendizaje, sus ideas seguirían yendo tan a la zaga como las de sus enemigos.
Tras una semana de buena comida, mejor vino, juerga y muchachas, los reyes regresaron a sus poblaciones convencidos de que alguien se encargaba de llevar el timón de la nave. Ellos tal vez solo serían remeros en ese bajel, pero el barco ya tenía un objetivo y una dirección hacia la que virar. Myrddion se despidió de todos ellos con cierta sensación de decepción. ¿De verdad había resultado tan sencillo?
—Parece que todos nuestros temores eran infundados —le comentó a Úter mientras Gorlois, el rey que había partido en último lugar, salía de Deva hacia el sudoeste; la ciudad se quedaba vacía tras las dos semanas de agitación continua en las que había servido de centro político de la nación británica.
—¡Gracias a los dioses! Todavía no hemos salido de los bosques y aún estamos lejos de casa —respondió Úter—. No dormiré tranquilo hasta que hayamos llegado a Venta Belgarum.
—Entonces ¿cuándo partimos? —preguntó Myrddion con la voz impostada para ocultar las ganas de sentirse de nuevo en casa.
—Dentro de cuatro días. A Ambrosio se le ha metido en la cabeza acudir a Glastonbury, donde pretende mostrar su agradecimiento a todos los dioses, incluyendo el señor cristiano. A mí Glastonbury me parece horroroso. En ese lugar vive algo ancestral. No me preguntes qué es, porque ese tipo de cosas extrañas las dejo para ti.
Úter solo bromeaba a medias. En efecto, a menudo relegaba los asuntos que tenían que ver con la religión, las supersticiones o los arcanos para que los resolviera el sanador. En cierto sentido, esa confesión fue un signo de que Úter empezaba a mostrarse más transigente con Myrddion. La tregua, por frágil que hubiera sido, le había llegado al corazón a Ambrosio, puesto que el gran rey consideraba que la cooperación de su hermano con el sanador era de vital importancia para la seguridad del reino.
Durante los días previos a su partida, Myrddion actuó de enlace con los ancianos de la ciudad acerca del mantenimiento futuro de la sala, para lo que tuvo que negociar, en nombre de Ambrosio, el pago de los gastos pendientes por la estancia de los reyes tribales durante la reunión.
Mientras Ambrosio salía a cabalgar con Pascent y su séquito bajo la atenta vigilancia de Úter, Myrddion organizó el convoy de equipajes para el viaje de regreso a casa, se encargó de comprar provisiones y de hacer los preparativos necesarios para que los escribas volvieran a Venta Belgarum y a sus monasterios. Una vez allí, se encargarían de elaborar una copia maestra del acuerdo para Ambrosio, junto con copias adicionales para los demás reyes que habían participado en la reunión.
—Pero si tampoco sabrán leerlo —le dijo Ambrosio una noche, mientras cenaban.
—Lo que hagan con el acuerdo no importa, majestad —respondió Myrddion—. Se sentirán todavía más próximos a vos por la magia de la escritura. Es una estratagema simple, lo sé, pero forja las palabras en hierro y, de este modo, les costará más romper el juramento.
—Hay que felicitarte, sanador —murmuró Pascent desde su cálida posición, cerca del fuego; las noches eran cada vez más frías y los dedos azulados de Pascent indicaban que no sobrellevaba el frío tan bien como sus señores.
—¿Por qué? —preguntó Myrddion.
Pascent apenas le dirigía la palabra, por eso le intrigó la admiración que aquel joven acababa de profesarle.
—En la reunión destrozaste a los reyes tribales con la única intención de dejarlos luego en brazos de nuestro señor Ambrosio. En verdad, una buena defensa es un ataque poderoso.
—Eso es sobrevalorarme, Pascent. Me limité a decir la verdad desde mi punto de vista. Y a veces las verdades duelen.
—Cierto, la cruda verdad puede ser como una puñalada en el costado —murmuró Pascent para darle la razón—. Los reyes casi nunca pueden permitirse un lujo como ese, puesto que el subterfugio es su protección y su mayor habilidad.
«¡Tan joven y ya tan amargado!», pensó Myrddion.
—¿Todavía no has recordado nada acerca de tu pasado?
—No. —El joven se sonrojó mientras se frotaba distraídamente los dedos llenos de cicatrices—. Y empieza a desesperarme la posibilidad de no llegar a descubrir jamás quién soy.
—Tal vez el viaje a Glastonbury despierte tus recuerdos —intervino Ambrosio, con el rostro severo suavizado por la compasión—. La mayoría de los señores tribales peregrinan a ese centro sagrado del conocimiento en algún momento de sus vidas.
—Eso espero, mi señor.
Por lo demás, Pascent fue un compañero alegre y entusiasta cuando la comitiva partió de Deva sobre una alfombra de flores, entre los vítores de los ciudadanos. Cabalgando tras el grupo principal, Myrddion comprendió el afecto que Ambrosio sentía por el joven. Ni siquiera el viento cada vez más frío que obligó al rey a ponerse los guantes forrados de piel consiguió aguar el humor festivo que transformó aquel largo viaje en un interludio apacible.
Desde Deva siguieron un camino secundario romano que bordeaba el verde oscuro y el azul medianoche de los bosques de Arden para llegar al centro ordovico de Viroconium. Allí, a instancias del rey Bryn, Llanwith pen Bryn se unió al grupo para reforzar los lazos tribales con el gran rey y para que el príncipe aprendiera de paso el funcionamiento de una gran corte. Nervioso e inquieto con los hermanos romanos, el príncipe Llanwith acabó alrededor de la única persona que conocía: Myrddion Merlinus.
Una vez pasado Viroconium, el paisaje se volvió más agreste y accidentado. Hacia el oeste, Myrddion vio que las altas montañas grises le llamaban con su canto de sirena. Mientras cruzaban varios ríos de cauce rápido por los puentes de piedra romanos y vadeaban los arroyos que surcaban el terreno, se acostumbró a la música constante del agua. Sus ojos quedaron embelesados por la aulaga florida, el oro otoñal de los árboles y los delicados esqueletos de los álamos que ya habían perdido las hojas. Las ovejas de cola gruesa que se aferraban a las laderas testimoniaban el carácter pacífico de aquella campiña, en la que todos los pueblos estaban habitados por campesinos de mejillas coloradas que contemplaban la comitiva del gran rey con los ojos como platos.
—Qué bien, estar tan cerca de mi hogar —murmuró Myrddion para nadie en concreto.
Llanwith, que era unos años mayor que el sanador, se recostó en la silla de montar con la soltura de un jinete nato. Un hábil taconazo en el costado del animal guió a su caballo junto al de Myrddion.
—Si tanto echas de menos Segontium, ¿por qué no regresas allí?
Myrddion dejó la mirada perdida en algún punto indeterminado, cerca de una cabaña circular de pizarra con el techo de paja de la que salía un humo blanco. La pequeña granja estaba bien cuidada y el huerto, arreglado de forma meticulosa. Ese viaje lo estaba llenando de paz y de esa profunda añoranza que sabía que se apoderaría de él hasta que pudiera regresar a las grises montañas y a ese mar que tanto amaba.
—Ambrosio no me lo permitiría y yo tampoco rompería mi juramento de lealtad. Al principio me vi obligado a servirle, pero he llegado a aceptar que el gran rey es nuestra mayor esperanza de salvación. Es un hombre extraordinario, Llanwith. Sí, tal vez sea más romano que celta, pero ama esta tierra y se ha comprometido a servirla de por vida. Las coronas pesan y he visto lo mucho que aborrece las restricciones del gobierno, pero le honra el amor que siente por los pueblos celtas. Le serviré con gusto durante el resto de mi vida.
Durante unos momentos Llanwith siguió cabalgando junto al sanador sin decir nada. Myrddion permitió que el silencio se prolongara, puesto que eran pocos los hombres capaces de soportar un vacío sin sentir la necesidad imperiosa de llenarlo enseguida. A lo largo de los años había aprendido a utilizar esa estratagema tan simple a su favor.
—Pero parece muy distante, Myrddion. Estamos acostumbrados a los gobernantes apasionados, en ocasiones incluso tercos y excitables. Vortigern era así. A pesar de sus arranques de ira, de lo violento que era y de sus actos de barbarie, podíamos comprenderlo. El romano tiene razón y sus modales son correctos y agradables, pero Bryn y Melvyn se quejan de que no consiguen descifrar las pasiones que agitan el corazón de ese hombre. Ojalá perdiera los nervios alguna vez para poder saber cuál es su verdadero carácter.
Más adelante, un pastor dio un agudo silbido desde la colina con el cayado colgado de un hombro. Vestía de forma andrajosa, con unas capas gruesas que marcaban el comienzo del tiempo frío, mientras que dos perros de color blanco y negro corrían hacia un rebaño de ovejas desde direcciones opuestas obedeciendo las órdenes de su amo, haciendo caso omiso al gran rey y a su séquito.
—Soy el perro de Ambrosio y mi tarea consiste en reunir el rebaño de ovejas. A pesar de que pueda traicionar al rey cuando discuto su naturaleza privada, te prometo que es, sin duda alguna, hijo de los atrebates y tan apasionado como tú, amigo Llanwith, aunque ha aprendido a ocultar sus emociones para protegerse. Ansía amar como le dicta el corazón, pero no puede hacerlo. Le gustaría confiar en los hombres y las mujeres que le sirven, pero no puede permitírselo. ¿Dejarías que lo asesinaran por mostrarse poco cauto con la gente en la que confía?
La reputación de Myrddion como hombre sabio e ilustrado era tal que el príncipe ordovico pensó seriamente en ese argumento. Llanwith frunció sus gruesas cejas y jugueteó con su abundante barba en un gesto que solía hacer cuando se enfrascaba en cavilaciones.
—O sea que, según tú, tiene que intentar parecer casi inhumano por su talante calmado y razonable para tener esperanzas de sobrevivir como gobernante de los britanos.
—Es justo lo que quería decir. ¿A ti te gustaría vivir de ese modo? —Los ojos de Myrddion estaban fijos en la figura lejana del pastor, que seguía a su rebaño en dirección a un redil natural formado por un accidente del terreno y cerrado por una cerca bastante endeble.
—Así pues, los reyes unidos son ovejas, mientras que tú y el príncipe Úter sois los perros de Ambrosio. Yo también sé pensar en metáforas, amigo mío. A diferencia de mi padre, yo sí sé leer.
—Sí, Llanwith. Ovejas nobles, pero que siguen siendo bestias que hay que arrear y proteger de los lobos y de los depredadores humanos. Le agradezco a la Madre que la naturaleza de mi nacimiento me exima de la carga que supondría tener que gobernar. Preocuparse por los sirvientes ya me parece una carga suficiente.
—En ocasiones eres antipático, amigo, pero me caes bien de todos modos.
Acto seguido, Llanwith soltó una carcajada y el día, que ya era radiante, cobró un renovado brillo.
Myrddion nunca había tenido un amigo de su misma posición al que, sin embargo, no le debiera nada. A pesar de que Llanwith hubiera conseguido desconcertarlo durante un breve instante cuando se había referido a su naturaleza fría, como había hecho Morgana con su ataque mordaz, empezaba a fiarse de la franca camaradería del príncipe ordovico. Por las noches Llanwith siempre acababa acompañando al sanador cerca del fuego con una botella de vino tinto y las botas embarradas, que solía apoyar en cualquier superficie disponible. Su rostro sincero y exento de crítica escondía un intelecto agudo que había perfeccionado leyendo con profusión acerca de temas que le gustó poder compartir con Myrddion. A menudo discutían sobre asuntos políticos, puesto que Llanwith estaba convencido de que la eventual derrota de los sajones requeriría nuevas estrategias que se sirvieran de una combinación de las disciplinadas formas de ataque romanas y de ese aire salvaje tan propio de los celtas. Myrddion admitió que Llanwith era un maestro en estrategia y le describió con gusto la batalla de los Campos Cataláunicos al detalle, lo que deleitó al príncipe. Durante las semanas siguientes, Myrddion ya esperaba esas conversaciones, puesto que mitigaban el vacío de soledad que sentía en su pecho.
—¿Y qué me dices de las mujeres, Myrddion? —preguntó Llanwith una noche mientras la lluvia tamborileaba con suavidad el techo de pieles y se inmiscuía en la tienda en largos regueros—. ¿Te has enamorado alguna vez?
—Sí, una vez, pero prefiero olvidar esa experiencia —se limitó a decir Myrddion—. He aprendido a sobrevivir sin sexo.
Llanwith estalló en una carcajada precedida de un resoplido.
—¿Por qué? Creo que confundes el sexo y el amor, amigo mío. Una cosa puede existir sin la otra. ¿Por qué vives como un sacerdote cristiano cuando el país está lleno de mujeres dispuestas a compartir tu lecho? He visto cómo te miran las mujeres. —Una súbita sospecha obligó a Llanwith a hacer una pausa—. ¿No preferirás a los hombres, verdad? No es que lo critique, todos tenemos algún pariente que prefiere la costumbre griega en términos amorosos.
—No, no es eso —respondió Myrddion con el ceño algo fruncido, como si se hubiera ofendido—. Sé que te reirás de mí, pero las mujeres me asustan. Con la excepción de una chica que me amó por lo que soy, las mujeres con las que me he cruzado siempre me han visto como un medio para conseguir lo que querían. En Deva, Morgana intentó seducirme con promesas de poder, pero el simple alivio físico no compensaría lo que habría sufrido después.
—¡Por Gwyddion! Y utilizo el nombre del dios embustero a propósito, ¿en qué crees que se basa la guerra entre hombres y mujeres? Los hombres llevan la voz cantante y eso obliga a las mujeres a ser taimadas para proteger sus intereses. Los hombres nos hemos ganado esa suerte porque no nos damos cuenta de que las mujeres pueden ser amigas, además de amantes. De hecho, muchos hombres afirmarían que son tan importantes como un buen caballo. Yo aprendí enseguida que las mujeres tienen cerebro y corazón además de pechos, por lo que harán por ti lo que quieras si las respetas y las honras. Pero si les haces daño o las ridiculizas, encontrarán muchas maneras desagradables de vengarse. Las mujeres pueden ser diabólicas.
—Puedes decir lo que quieras, Llanwith, y puedes razonar conmigo hasta que las ranas críen pelo, si quieres, pero ya he experimentado lo peligroso que puede llegar a ser saciar los deseos sexuales. Mi madre se volvió loca por culpa de un hombre que la forzó y yo no quiero hacerle algo así a ninguna mujer, jamás.
—Yo tampoco. Ningún hombre de verdad lo querría. Pero la violación es dominación y no sexo, y nunca me atrevería a confundir esas dos cosas. Myrddion, te juro que te convertirás en un alma retorcida e insensible sin el consuelo de una mujer en tu vida. ¿No te gusta acostarte con una mujer bien dispuesta? He oído que algunos hombres son tan sexuales como una rama de árbol vieja, por lo que no temas ser sincero. Somos amigos, ¿no?
Myrddion suspiró. La amistad parecía estar exigiendo entrar en su intimidad.
—Muy bien, Llanwith. Deseo a las mujeres como cualquier otro hombre; y sí, me encantaría poder acostarme con mujeres que me desearan. ¿Satisfecho?
—De momento. Ya veo que es mejor cambiar de tema.
Llanwith cambió de tercio para evitar reñir con el sanador. Myrddion agradeció el respiro, pero una sensación de acoso constante en el fondo de su mente le advertía de que Llanwith no había terminado con aquella lección tardía de educación sexual.
La comitiva llegó a Glevum por uno de los caminos secundarios y Myrddion se estremeció al ver los daños que habían causado el fuego y el asedio, que seguían patentes en las venerables murallas de la ciudad. La mayor parte de los daños más allá de las puertas ya habían sido reparados y Ambrosio estaba ansioso por ver todos los lugares en los que había tenido lugar la batalla entre Vortigern y Vortimer. Aunque el sol brillaba con calidez y una pálida luz jugueteaba con la hierba alta de la ribera, los sauces que bordeaban el río recordaron al sanador la funesta noche en la que el ejército de Vortigern superó al ejército de su hijo. Ante la insistencia de Ambrosio, Myrddion le contó cómo había transcurrido la batalla y le señaló el lugar desde el que las máquinas de asedio de Vortimer habían atacado los escudos móviles concebidos por Myrddion para proteger a los guerreros de Vortigern del bombardeo de pedruscos, hierro viejo y fuego. Cuando describió el avance de esas plataformas torpemente cubiertas y cómo las desmontaron para construir un simple puente para cruzar el río, Ambrosio insistió en medir en pasos el ataque.
—¡Fue una táctica brillante! Vortigern era un genio, a su manera. ¿Quién construyó y diseñó aquellas máquinas?
Los ojos del gran rey brillaban con intensidad y Myrddion estaba seguro de que Ambrosio estaba tomando nota mental de la información con su privilegiada retentiva para poder utilizarla cuando llegara el momento en el que le pareciera estratégicamente necesario.
—Fui yo, majestad, pero no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo por aquel entonces. Me limité a desarrollar una idea vaga hasta convertirla en un concepto práctico.
—Tal como esperaba. Le diré a Úter que te proporcione un rollo de pergamino para que me dibujes esas máquinas y yo pueda estudiarlas. Puede que llegue el momento en el que necesitemos ideas como esas.
Después de Glevum, el camino se ensanchó y no tardó en aumentar el tráfico local. Guerreros, campesinos, comerciantes, sacerdotes y ganado conducido camino del mercado compartieron aquella vía tan recta con la comitiva de Ambrosio. Las palabras viajan deprisa y, cuando los viajeros llegaron a Aquae Sulis, la población recibió al gran rey frente a las puertas abiertas de la muralla con montones de flores, vino y cerveza excelentes, música y una multitud de ciudadanos entusiasmados. Myrddion quedó asombrado al ver la fusión de arquitectura romana y tribal, que convivían amigablemente dentro de las murallas de la ciudad.
—Aquae Sulis, el hogar del oeste romano, el lugar en el que todo está en venta —dijo Llanwith con satisfacción mientras le guiñaba un ojo a Myrddion—. Ambrosio estará ocupado con los ancianos de la ciudad esta noche, así que nosotros podremos salir a jugar.
—No seas ridículo, Llanwith. Tengo que comprar provisiones y encargarme de organizarlas. Estaré demasiado ocupado para perder el tiempo persiguiendo faldas por ahí contigo.
—Pues ven a los baños, al menos, Myrddion —dijo Llanwith con la mirada teatralmente vuelta hacia el cielo para intentar persuadirlo—. No puedes decir que has vivido si no has estado en unos baños romanos de verdad.
—Ejercí mi oficio en Roma durante un año, mendrugo. ¿Crees que pasé todo ese tiempo sin lavarme? Los romanos son unos maestros en cuanto a limpieza y comodidades. Sin embargo, debo admitir que un baño me relajaría.
—¿Ves lo fácil que resulta corromperte cuando se trata de algo que te apetece de verdad? —replicó Llanwith antes de llevarse a Myrddion agarrado del brazo.
Los baños fueron una buena manera de recuperarse del largo viaje a caballo. Al fin y al cabo, se consideraba que las aguas de Aquae Sulis tenían propiedades terapéuticas. Ya recostado en el tepidarium y bebiendo una copa de vino, Myrddion se dio cuenta de la tensión que había llegado a acumular a medida que se le empezaron a relajar los músculos poco a poco. Llanwith retozaba en el agua caliente como una gran foca peluda, absolutamente indiferente a su desnudez, mientras Myrddion se contentó con apoyar la cabeza contra un mosaico de extravagantes criaturas marinas y pasar la tarde soñando bajo el techo abovedado.
Sin embargo, Llanwith tenía planes distintos para continuar con el placer y no tardó en llevarse a rastras a Myrddion, ya sonrosado y limpio, por las anchas calles de Aquae Sulis.
—Conozco una casa cerca de aquí, muy interesante, en la que las mujeres son limpias y talentosas —le dijo Llanwith guiñándole el ojo.
A pesar de que Myrddion se quejó de que no deseaba a ninguna mujer, contradecir a Llanwith pen Bryn era tan imposible como intentar detener la marea. A regañadientes, el sanador acabó entrando en un elegante atrio endulzado por el perfume de los árboles en flor y aceites exóticos que ardían como pequeñas estrellas en los candelabros.
Varios hombres y mujeres merodeaban alrededor de una fuente extravagante con forma de tritón soplando una caracola, de la que salía un chorro de agua reluciente. Había mujeres de todas las medidas y colores, y vestían túnicas y togas de delicados tejidos importados que permitían vislumbrar sus cuerpos. Unos músicos tocaban desde un discreto rincón y Myrddion cazó fragmentos de una conversación acerca de la reciente reunión de los reyes tribales; oyó hablar también de las condiciones de vida en Roma, que se estaban deteriorando tras el asesinato de Flavio Petronio Máximo, y de la última moda entre los ciudadanos más ricos de Aquae Sulis. Sorprendido, Myrddion escuchó a hurtadillas a una joven recitar un poema de Safo, una mujer griega de la isla de Lesbos cuyos escritos estaban considerados licenciosos y blasfemos por todas las tierras del mar Intermedio. Myrddion no había esperado jamás encontrar tanta sofisticación e ilustración en un burdel.
—¿Sorprendido, amigo mío? No debería ser así. Los romanos siempre han comprendido el sexo y lo han elevado a la categoría de arte. Esas damas no son como las furcias que siguen a los ejércitos o que ejercen su oficio en callejones sórdidos.
Llanwith no pudo evitar sonreír. Había encontrado a una pelirroja exuberante que ocultaba sus curvas bajo una toga amarilla y, antes de que Myrddion tuviera tiempo de protestar, buscó entre la multitud y llamó con señas a una mujer esbelta, de cabello negro y unos profundos ojos pardos.
—¿Cómo te llamas, cariño? Mi amigo se llama Myrddion Merlinus, es sanador y factótum del emperador Ambrosio, nuestro señor. Myrddion es tímido, pero le encanta hablar.
—Me llamo Carwen. Me pusieron ese nombre por lo blanca que tengo la piel —dijo la chica, que al sonreír mostraba unos encantadores hoyuelos.
—«Amor blanco» —dijo Myrddion con torpeza, consciente de que estaba parloteando para llenar el silencio—. Es un nombre muy bonito para una chica preciosa.
Carwen rió y a Myrddion le recordó a Morgana, aunque los ojos de aquella chica eran tan amables como brillantes y en su alegría no traslucía ni el más mínimo atisbo de sarcasmo.
—Vuestros elogios son un honor que no merezco, mi señor. Dudo que a mi padre le preocupara el significado de mi nombre cuando me vendió, a los seis años de edad, a cambio de una botella de vino. Pero, gracias a Venus, mi nueva dueña vio un atisbo de belleza en la golfilla que yo era por aquel entonces y decidió encargarse de mi educación.
En los labios de Myrddion apareció una mueca de asco y, aunque Carwen le dio un golpecito en el pecho y soltó una carcajada, Myrddion notó la decepción en los ojos de ella.
—No me refiero a ese tipo de educación, Myrddion Merlinus. Mi señora, Longus Longinia, es más romana que cualquiera de los que viven en la Ciudad de las Siete Colinas y ha modelado su casa de acuerdo con las villas de los grandes cortesanos de Roma. Nos enseñó a hablar y a leer latín, así como música, literatura y danza. Pero mi fuerte es la poesía, especialmente los versos licenciosos, aunque debo confesar que mi corazón pertenece a Horacio. Nos animó a desarrollar creencias religiosas para atender los caprichos de los clientes. Yo soy cristiana, bien versada en la historia de María Magdalena, una prostituta salvada por Jesucristo.
Myrddion no pudo hacer nada para no parecer confuso, puesto que tenía la sensación de que Carwen se estaba riendo de él, incluso cuando le puso otra copa de un ligero vino blanco en la mano.
—Pero teníais razón: los asuntos de la cama también formaron parte de mi educación, puesto que mi labor en la vida es complacer a mis clientes y conversar con ellos mientras alivio sus culpas y atiendo sus necesidades más urgentes. Sirvo a hombres descontentos, como vos, que temen exponerse a las mujeres de su clase. Y en ocasiones son viejos y feos, pero ¿quién soy yo para juzgarlos? En el fondo se sienten solos y perdidos, y yo los ayudo a sobrellevar la tristeza de sus vidas. ¿Me equivoco acaso, Myrddion Merlinus?
Myrddion se vio obligado a afrontar sus propios prejuicios y, cuando miró el rostro bello e inteligente de Carwen y reflexionó acerca de los argumentos que le había dado, apenas encontró nada censurable. ¿Qué compromisos había aceptado él para servir al bien común? Demasiados para poder nombrarlos. ¿Y quién, en ocasiones, había causado el peor de los males? No tenía ninguna duda de que eso también había sucedido. No, Carwen era una mujer bella que se ganaba el pan como podía.
Sentados en el banco de mármol, Myrddion notó el calor de la rodilla de ella en contacto con su muslo. La chica tenía los ojos muy brillantes y las pupilas dilatadas, de manera que el reflejo del sanador nadaba en ellos cuando la miraba. A pesar de todo, él levantó una mano para acariciarle la cara y notó ese tacto suave, parecido al de la piel del melocotón, con una mezcla de compasión y de agudo deseo sexual. Cuando Carwen capturó su mano y le besó la palma y cada uno de los dedos, Myrddion notó la tensión en la entrepierna provocada por la excitación.
—Venid conmigo, Myrddion Merlinus. No penséis… Dejaos llevar, mi señor.
Carwen se puso de pie sin soltar la mano del sanador, que aún sentía el hormigueo de los besos de la mujer. Con la mente dividida entre el deseo y la repugnancia, la siguió hacia unas elegantes escaleras que llevaban hasta las pequeñas estancias privadas del primer piso, donde ella le hizo cruzar el umbral de sus dominios.
La habitación era simple, con bonitos colgantes que ella había decorado con sus propias manos y un sutil perfume de rosas que procedía del amplio lecho. Carwen tenía los ojos muy abiertos, la mirada muy intensa, y Myrddion tuvo la extraña sensación de que la Madre lo estaba mirando desde aquella cálida profundidad. No tuvo ánimos para detenerla mientras lo despojaba de las prendas de cuero negro. La chica suspiró al ver la piel de Myrddion, bella y blanca como la leche, antes de instarlo a recostarse sobre un lecho de almohadas.
Más tarde, Myrddion recordaría pocas cosas acerca de las horas que pasó en esa estancia. El cuerpo de Carwen era perfecto y tan blanco como el de él, excepto por las areolas pardas de los pezones que parecían ansiar el contacto con su boca. Por primera vez Myrddion disfrutó del placer de dar y recibir, y se maravilló al comprobar que el acto era mucho más que la unión desenfrenada y apasionada de dos cuerpos candentes y un amor todavía más abrasador. Al fin, el sanador que tantas cosas sabía sobre el cuerpo humano llegó a comprender lo que Llanwith le había contado acerca de la gloria presente en los músculos, el cerebro, los nervios y los centros de placer que nada tenían que ver con el amor. Mientras yacía agotado y satisfecho entre los brazos de Carwen, imaginó lo placentero que debía de ser el amor cuando se aliaba con la atracción sexual. Al final, no pudo evitar sentir compasión por Flavia, que se había servido de su seductora belleza para llevar una vida acomodada.
«¿Quién es la cortesana, entonces? ¿Carwen, que es sincera, inteligente y generosa? ¿O Flavia, que se enorgullece de su linaje pero estaría dispuesta a acoger entre sus piernas a cualquiera a cambio de las comodidades y del estatus que ansía?»
A Myrddion le habría gustado no tener que apartarse de la calidez de las caderas de Carwen, pero unos fuertes golpes en el piso inferior perturbaron el dulce letargo que lo envolvía.
Los pasos de aquellas botas y unas exigentes voces llegaron hasta su puerta.
—¡Arriba, sanador! —Era una voz ruda, realzada por un atisbo de pánico—. ¡Se te necesita!
Antes de que pudiera cubrir su desnudez, Úter entró en el pequeño santuario, recorrió la escena con la mirada y le lanzó los calzones a Myrddion.
—¡Vístete, maldita sea! Ambrosio está enfermo y te reclama.
Úter tenía los ojos enrojecidos por una ira impotente, por lo que Myrddion ni siquiera se molestó en hacer preguntas. Se vistió a toda prisa, cogió el zurrón que llevaba siempre encima y se inclinó apresuradamente para besar a Carwen.
—Todavía no he pagado, pero tengo que marcharme con el príncipe antes de que estalle —le murmuró al oído—. Pronto volveré con tu dinero.
—Todo se ha hecho siguiendo las órdenes del príncipe Llanwith, mi señor. Venid a verme, Myrddion, si pasáis de nuevo por Aquae Sulis. Os estaré esperando.
Myrddion corría detrás de Úter cuando Llanwith salió de otra estancia, despeinado y con más aspecto de oso que nunca. Llevaba un cuchillo en la mano, y con la otra se ataba los calzones.
Mientras bajaban por las escaleras a toda velocidad, Úter le habló por encima del hombro y con los dientes apretados.
—Puede que sea veneno, sanador. Mi hermano sufre convulsiones y temo que pueda morir. Date prisa si no quieres que te golpee con la espada plana para hacerte correr.
—No es necesario, Úter. Daría con gusto mi vida si eso garantizara la salud de vuestro hermano. Adelantaos mientras Llanwith va a buscarme un tarro de cristal verde que tengo en las alforjas. ¿Puedes, por favor, Llanwith?
—Enseguida, Myrddion.
Llanwith salió por la puerta de la villa todavía más rápido que Úter, toda una proeza para un hombre tan voluminoso, y desapareció envuelto en la luz del alba.
Cuando salieron Myrddion y Úter, un guardia se unió a ellos y el grupo partió a la carrera hasta que Myrddion se vio superado por el esfuerzo y empezó a jadear con pesadez. Sin embargo, no aminoraron el ritmo hasta que hubieron cruzado las puertas de la ciudad y llegaron a la tienda de Ambrosio, que estaba rodeada de soldados agitados como un hormiguero hostigado por un niño travieso.
Bajo la luna menguante, la luz de las antorchas tenía un matiz rojizo. Antes de entrar en la tienda, Myrddion respiró hondo y notó que la temida maldición se cernía sobre él.
«¡Ambrosio no!», pensó con una sensación de mareo que le empezó en el estómago y que parecía helarle la sangre. Acto seguido, antes de que le fallara el coraje, el sanador apartó el faldón de la tienda y se armó de valor para luchar contra las fuerzas de la traición.