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La sala redonda de los celtas

La historia es, efectivamente, poco más que el registro de los delitos, locuras y desgracias de la humanidad.

EDWARD GIBBON,
Historia de la decadencia y caída del Imperio romano

El primer rey que llegó a Deva fue Melvyn ap Melvig, de la tribu de los deceanglos y pariente lejano de Myrddion, puesto que era el hermano de su abuela Olwyn. Con una pesada armadura y profusamente enjoyado, llegó a la cabeza de un modesto contingente de guerreros. El rey Melvyn tenía el pelo cano por la edad y la espalda encorvada por el azote del destino, que le había arrebatado a sus dos hijos mayores durante una plaga, dos años antes. Lejos de su hogar cuando había tenido lugar ese desastre, Myrddion nunca habría imaginado lo mucho que Melvyn había lamentado su ausencia mientras veía que sus dos hijos se marchitaban hasta morir.

¿Dónde estaba el sanador de la familia cuando realmente se le necesitaba?

En esos momentos Melvyn era una triste figura con una simple diadema adornada con zafiros de cabujón y perlas de río. En su rostro se marcaban unas profundas arrugas que daban testimonio de su avanzada edad, y tenía la barba y el bigote blancos y ralos por los años. Sin embargo, sus ojos color avellana seguían siendo cordiales cuando se levantó de la silla y fue al encuentro de su sobrino nieto para abrazarlo.

—Bien hallado, Myrddion. No esperaba verte aquí, como tampoco imaginaba que fueras tú quien nos recibiría en nombre del emperador Ambrosio. El sanador que volvió a Segontium me contó que habías llegado a la Britania, por lo que esperaba que reaparecieras por sorpresa tarde o tempranos, aunque, como siempre, me has sorprendido.

Junto a Myrddion, el príncipe Úter esperó con impaciencia una presentación formal. En cuanto el sanador percibió la evidente irritación del príncipe, procedió a presentarle a su tío abuelo a Úter, que se llevó a Melvyn a sus aposentos asegurándole que el gran rey llegaría ese mismo día y que estaría encantado de cenar con él por la noche.

Myrddion sonrió con agradecimiento. Úter se estaba comportando mejor que nunca y, si bien nadie podría acusarlo de ser encantador, se esforzaba por resultar cordial y nada amenazador. Por supuesto, nadie quedó decepcionado con aquella sonrisa de tiburón, pero la resolución que demostraba el príncipe a la hora de complacer a los reyes locales en nombre de su hermano subrayaba la importancia de la reunión.

Durante los dos días siguientes, reyes y príncipes tribales fueron llegando a Deva, donde el príncipe Úter y Myrddion les dieron la bienvenida. Úter había palidecido ante la propuesta de que Ambrosio se situara al aire libre, donde una flecha podría acabar con él; pero luego Myrddion vio las ventajas políticas y psicológicas de apartar al gran rey de las miradas de la multitud hasta que empezara la gran reunión. De ese modo se crearía una cierta mística y aquella expectación teatral añadiría resplandor al momento de la bienvenida formal.

El mayor contingente de guerreros llegó con el rey Lot, de la tribu de los otadinos, quien acudió acompañado de su esposa, la reina Morgause, y cien avezados guerreros. Al principio, Myrddion maldijo la gran envergadura del contingente y se preguntó en voz alta dónde podría alojar a un grupo tan numeroso.

—Hazlo y punto, sanador —ordenó Úter entre dientes—. ¿Esperabas que un rey tan poderoso viajara por media Britania sin protección?

El rey Lot era un hombre rollizo que vestía con una pomposidad epicúrea, capaz de rivalizar con cualquiera de los dorados jóvenes de Roma. Con una clara preferencia por los colores caros y audaces, y rebosando oro, plata y pieles, Lot ofrecía una imagen impresionante. Incluso su volumen sugería también el vasto poder que le rodeaba. Desde sus enormes y peludas manos, hasta sus corpulentos hombros y sus gruesas y curvadas piernas, el aspecto de Lot transmitía la fuerza y la resistencia de un roble. Aunque no era muy alto y el pelo rojizo, que estaba perdiendo con rapidez, acentuaba su frente ancha y baja, su impresionante masa física solía silenciar cualquier oposición cuando se decidía a decir lo que pensaba.

Las tropas que Lot supervisaba con atención parecían muy disciplinadas, y sus pequeños caballos de las colinas iban decorados con mantas de elaborados tejidos, arreos ornamentados y las crines y las colas trenzadas con alambres de plata. Esos hombres tribales llevaban las relucientes armaduras con la gracia propia de los guerreros acostumbrados a cabalgar muchas millas cargando con escudos forrados de piel de buey y armas de bronce. Incluso Úter chasqueó la lengua con admiración al ver los ojos cansados, las espaldas erguidas y la severa conducta de aquellos jinetes tan bien entrenados.

A Myrddion le interesaba la esposa de Lot, puesto que le habían contado que la bellísima reina Morgause era la hija pequeña del famoso rey Gorlois, el Jabalí de Cornualles. Según los rumores, ella se encargaba de gobernar todos los asuntos internos de las tierras otadinas y era tan formidable como su esposo. Cuando el sanador dio un paso adelante para ayudarla a desmontar, alzó la mirada hacia la acomodada figura de la reina y se preguntó cómo una mujer podía exigir y recibir tanto poder terrenal.

La reina Morgause se levantó de la silla de montar sin apoyar la mano, se retiró la capucha de la gruesa capa de piel y Myrddion captó enseguida el encanto de aquella mujer.

Morgause era una mujer muy alta y esbelta, a pesar de haber dado a luz ya a varios hijos. Tenía los ojos algo hundidos sobre los pómulos, pero su color variable, de un matiz indeterminado entre azul, verde y avellana, les daba una cierta predominancia bajo unas cejas muy arqueadas. Tenía el pelo oscuro y vigoroso, lleno de vida con la leve brisa que soplaba y trenzado de forma muy intrincada alrededor de una cabeza menuda, aunque algunos mechones se habían escapado para rodear aquel rostro delicado. Tenía los labios gruesos y rosados, que le daban a su boca una prominencia perfecta para la seducción y despertaron en Myrddion un deseo visceral, completamente sexual, sobre todo cuando los ojos de ella repararon en el rostro del sanador. Sonrió de manera lenta y exuberante para revelar unos dientes pequeños y blancos de aspecto inusitadamente afilado.

—Majestad —murmuró él mientras intentaba romper el hechizo de esos ojos tan bellos con una profunda reverencia.

Más tarde a Myrddion le sorprendió descubrir que el príncipe Úter no había quedado conmovido por la belleza de Morgause, a quien había definido como «una arpía en ciernes». Úter nunca quedaba impresionado por las mujeres y satisfacía sus ansias sexuales cuando surgía la ocasión con la codicia descuidada de un animal irracional.

—Esa es peligrosa —le susurró a Myrddion mientras escoltaban a los gobernantes otadinos hasta su alojamiento—. Es evidente que ha venido a ver a su padre y a su hermana, que llegarán de Cornualles más tarde. Según mis fuentes, le gusta mucho entrometerse. Lot se ha animado a venir a la reunión solo porque ella ha insistido.

—Entonces nos resultará útil —respondió Myrddion en voz baja—. Sea cual sea el motivo por el que ha decidido emprender un viaje tan arduo, su presencia nos beneficia. Sin duda alguna, los demás reyes no habrían prometido asistir si Lot no se hubiera movido de su fortaleza de Bremenium.

—Sí, útil, pero ¿cuánto tiempo? Esa furcia apunta alto y le gustaría que el trono del gran rey pasara a manos de su agreste esposo si tuviera la ocasión de arrebatárselo a Ambrosio.

—No tendrá la oportunidad de intentarlo —dijo Myrddion en voz baja para evitar que lo oyeran unos jinetes otadinos que se le habían acercado. Úter seguía sin demostrar el tacto necesario en ese tipo de situaciones.

El rey Gorlois llegó del sur esa misma tarde, por lo que Myrddion estuvo muy ocupado organizando las estancias para alojarlos a todos. Por suerte, el contingente de dumnonios era más reducido que el de Lot, aunque no menos mortífero. Desde el primer saludo formal, Myrddion sintió simpatía por Gorlois, cuyo rostro franco transmitía tanta amabilidad como sus cálidos ojos pardos. Myrddion no quedó decepcionado por la gracia natural de Gorlois, puesto que vio las marcas que daban fe de su carácter implacable y de su poder en unas cejas gruesas y en las profundas arrugas que rodeaban su expresiva boca. Pero Gorlois era además cortés y cordial, lo que resultaba tan agradable como potencialmente peligroso.

Myrddion llegó a la conclusión de que Gorlois era gregario y abierto. A pesar de sus músculos, era un pensador, lo que unido a su capacidad para luchar daba como resultado una mezcla poderosa. Sus guerreros lo adoraban y lo creían invencible.

La mujer que entró en Deva acompañada de su padre fue un caso completamente aparte. Al atardecer, cuando los últimos rayos de sol teñían su pelo negro con un brillo escarlata e iluminaban con fulgor sus ojos oscuros, tenía un aspecto tan seductor como el de su hermana, aunque su extraordinaria belleza era frágil, severa y caprichosa. Morgana, la Azucena de Cornualles, era una criatura de las sombras y estas parecían congregarse en su melena suelta antes incluso de que el sol se hubiera puesto del todo.

Myrddion ayudó a Morgana a desmontar y, con un respingo de sorpresa, Úter vio que el sanador y la hija de Gorlois se parecían muchísimo. Los dos llevaban el pelo largo y negro, eran esbeltos y poseían un mechón blanco intenso que les salía de la sien derecha. Myrddion y Morgana, a quien algunos llamaban Le Fay por las peculiares ideas que tenía acerca de la vieja religión, eran las dos caras de la misma moneda.

—Bienvenida a Deva, mi señora. Espero que vuestra visita sea productiva y agradable —murmuró Myrddion con su calmada gracia habitual mientras Úter saludaba a Gorlois—. La ciudad se enriquece con vuestra belleza.

Una mano grácil y pálida empujó el pecho de Myrddion de forma juguetona. Llevaba una estrecha serpiente azul tatuada alrededor de la muñeca y el sanador se preguntó por qué había tenido que estropear deliberadamente esa piel tan bella. Entre las sombras cada vez más largas, la lengua roja de la serpiente parecía llena de vida.

—¡Vaya! ¡El famoso Myrddion Merlinus, el Medio Demonio! Es un honor, mi señor, que os dignéis darle la bienvenida a una simple mujer.

Al reconocer el humor sarcástico en sus ojos, Myrddion permitió que la admiración que sentía se hiciera patente en ese duelo de cortesías y le dedicó una reverencia.

—¿Cómo podría no homenajear a quien no solo es famosa por su belleza, sino también por sus talentos? No se puede decir que seáis una simple mujer, mi señora.

—Vuestras palabras de elogio ocultan vuestra cautela, Myrddion Merlinus —respondió ella antes de soltar una súbita carcajada que sonó como el tintineo de unas campanas de plata o el murmullo del agua del arroyo sobre las rocas—. Tal vez podríamos ser amigos… o incluso dignos adversarios.

—Tal vez, mi señora.

Myrddion se dio la vuelta completamente confundido. Morgause, que tan seductora le había parecido tan solo unas horas antes, había palidecido rápidamente hasta la insignificancia ante el brillo del rostro sonriente y los ojos oscuros e inteligentes de Morgana.

—Gorlois y sus hijas son personas extraordinarias —le susurró Myrddion a Úter—. Imaginad si hubiera tenido un hijo.

Úter resopló con una mezcla de desdén y sorpresa.

—No comprendo por qué admiras tanto a Morgana —le espetó con tono irritado—. Esa mujer es como el escarabajo del reloj de la muerte: todo brillo y caparazón.

Myrddion no escondió su desconcierto.

—No esperaba que pudierais decir algo tan poético, mi señor. Vuestra habilidad en el campo de batalla es legendaria, pero acabáis de demostrar que a vuestros talentos hay que añadir la perspicacia. Yo preferiría llamarla serpiente esbelta, como las víboras que vi en Italia. Son diminutas, negras y absolutamente mortíferas.

—Reconozco el carácter de la gente en sus rostros como cualquier otro hombre —gruñó Úter—. Estás bromeando… y eso no me divierte nada.

—Os pido disculpas, príncipe Úter, no pretendía faltaros al respeto. Efectivamente, estoy de acuerdo con vos, por lo que sois afortunado si no sentís ninguna atracción por el encanto que envuelve a esa mujer. Yo sí la siento y me da miedo. Tal vez esta reunión supondrá para mí más dificultades de las que creía en un principio.

—Es demasiado tarde para ponerse nervioso sobre lo que ya has iniciado, sanador. Hemos hecho todos los preparativos necesarios y Ambrosio se ha comprometido, por lo que debemos hacer lo posible para garantizar el éxito de la reunión.

Durante las veinticuatro horas siguientes continuaron llegando más reyes tribales. El príncipe Luka representaba a los brigantes y Myrddion se preguntó por qué su padre se mantenía tan distante de las grandes cortes del país. Decidió aparcar esa pregunta para pensar en ello más tarde y le dio la bienvenida al joven tempestuoso con una cortesía y un respeto que Úter no se molestó en expresar. Luka sonrió a Myrddion y el sanador percibió un fugaz atisbo de gratitud en el expresivo rostro del brigante.

El rey Bryn ap Synnel llegó procedente de las tierras de los ordovicos con su hijo Llanwith pen Bryn. Myrddion había conocido a esos dos hombres poderosos durante los años de su juventud, cuando Bryn era uno de los mejores amigos del rey Melvig, por lo que pudo saludarlo con una cordialidad sincera.

Y así fue como desde el sur llegaron los reyes de los durotriges, los atrebates, los dobunnos, los hoscos y airados démetas y los imberbes siluros. También acudieron los desposeídos: los cantiacos, los trinovantes, los icenos y los parisios, todos con miradas pétreas y una cortesía más bien rígida que ocultaba la ira palpitante que sentían por las tierras que habían perdido. Casi igual de intratables resultaron ser los modales de los líderes de las tribus que se habían enfrentado a las amenazas de los invasores de forma directa, es decir, los reyes de los catuvellaunos, los coritanos y los regnenses, hombres que se aferraban a sus acres de terreno de forma cada vez más débil. Al final llegaron las tribus que apenas se atrevían a salir de sus tierras. El rey cornovio dejó atrás sus misteriosos bosques y profundos valles para hacer un breve viaje a Deva acompañado de los belgas romanizados del sudoeste. Desde el gélido norte, en los límites de Caledonia, las tribus de los damnonios, los selgovae y los novantae cabalgaron sobre sus ponis de manto andrajoso hasta Deva con una peculiar dignidad extranjera.

Y así fue como los reyes acudieron al primer encuentro que reuniría a las tribus que formaban la nación fragmentada de los britanos, y los ciudadanos de Deva quedaron maravillados ante los visitantes que allí se congregaban.

El día del Gran Consejo llegó cuando las primeras hojas del otoño caían de los árboles de la ciudad en pequeños torrentes dorados, escarlata y anaranjados. El verde intenso de los avellanos, los tilos y los robles estaba espolvoreado de amarillo y ocre, mientras que los árboles frutales sufrían el peso de las manzanas, peras y albaricoques tras haber alcanzado su punto de dulzura durante el cálido verano. Los días dorados parecían interminables, pero Myrddion recordaba que incluso los mejores regalos de la naturaleza podían ocultar también los castigos más extremos.

Al principio, los reyes quedaron perplejos por la forma y la naturaleza de la sala de audiencias recién acondicionada. Los equipos de mujeres de Myrddion habían trabajado laboriosamente en la elaboración de cómodos cojines, para contrarrestar la dureza de los asientos, y de colgantes de lana de colores para aportar calidez al gris de la piedra y de los muros de granito. Las capas a cuadros de las diferentes tribus se añadirían a esos toques de color que animaban la fría piedra. Myrddion oyó la risa de Morgana por encima de las conversaciones susurradas de los reyes como el graznido de una gaviota alzando el vuelo. Buscando entre aquella maraña de colores y brillos de las piedras preciosas, vio la esbelta figura de la mujer, vestida de negro funerario, de manera que la suave columna de su garganta parecía completamente blanca bajo la imagen borrosa de su rostro.

«Este espacio circular le parece divertido —pensó el sanador—. Es evidente que comprende lo que implica».

Los reyes tardaron un rato en decidir dónde se sentarían, con los guardias y los sirvientes tras ellos, mientras los escuderos sostenían los estandartes de las respectivas tribus pegados a las paredes del perímetro. En ellos ondeaban todo tipo de aves, bestias y flores extravagantes, así como símbolos de poder, para añadir un esplendor bárbaro a aquella estructura de regimiento romano. Entre el murmullo de voces agitadas y el aire de expectación y solemnidad que fue creándose entre ese gentío reluciente, Myrddion vio la prueba tangible de que su trabajo había sido duro, pero había tenido una espléndida conclusión.

Luego el murmullo de voces poco a poco se apaciguó cuando Ambrosio entró en la sala y ocupó el espacio central del anfiteatro seguido de Botha. Bien armado, el guardaespaldas portaba una sencilla silla curul romana, sin ornamentación ni cojín, que dispuso en el centro de la sala. A continuación, Úter y Ulfin se situaron formando un vago semicírculo, de cara a los reyes, con el armamento bien visible en un lugar en el que cualquier otra arma estaba prohibida.

Ambrosio había aceptado el consejo de Myrddion e iba vestido con la austera simplicidad del estilo romano, ataviado con una simple túnica de color blanco, una toga con un fino bordeado púrpura y un brazalete como única ornamentación. Aunque el gran rey había protestado, Myrddion había instado a Ambrosio a renunciar a la corona imperial de Máximo.

—Os ganaréis la antipatía de los reyes tribales si les restregáis vuestro estatus y vuestro linaje. Esto no es la corte de Rávena, Roma o Constantinopla. Esos reyes se creen más nobles que vos. Si intentáis relucir más que ellos, solo conseguiréis perder dignidad; la corona de Máximo solo les recordará que fueron derrotados por el poder militar romano.

—Pero mi linaje es superior al de cualquier rey tribal —había afirmado Ambrosio—. No estoy dispuesto a deshonrar a mis ancestros fingiendo ser quien no soy.

—Eso es vanagloria, majestad, y no es digno de vuestro estatus. Sé que vuestros ancestros fueron nobles y valientes, pero todos esos hombres pueden enumerar hasta nueve generaciones de sangre tribal pura, que es la medida de legitimidad para ellos. A vos siempre os verán como a un forastero y, por consiguiente, competir con ellos constituiría un error fundamental. Saben que os criaron como a un romano, por lo que deberíais vestir como esperan que hagáis. Admitir algo así no os perjudicará en las ciudades romanas, puesto que muchos magistrados y ancianos de las ciudades han venido a la reunión desde Aquae Sulis y Eburacum, además de los de Deva, y en los tres casos han conservado fuerzas entrenadas según las tácticas militares romanas. Aunque estén sentados en la segunda fila de la sala, son importantes para nosotros de todos modos, puesto que los necesitamos como aliados. Por asociación, los belgas se comportan de un modo romano, como vos. Debéis ser natural, puesto que ahí recae vuestra fuerza, pero no restreguéis a los reyes vuestra superioridad.

—O sea, que quieres que me ponga a su nivel y que cree un vínculo entre nosotros.

En el rostro de Ambrosio apareció un atisbo de comprensión.

—Exacto, majestad —respondió Myrddion con una sonrisa de alivio.

Y así, los reyes observaron a Ambrosio sentarse frente a ellos con un rostro franco y acogedor. La corona de Máximo, que había llegado a simbolizar muchos recuerdos amargos de derrota, quedó encerrada en una caja de hierro en los aposentos privados del rey.

Cuando Ambrosio al fin se levantó, en la sala se hizo un silencio lleno de expectación, aprensión y un trasfondo de resistencia. Ambrosio parecía un rey, tal vez incluso un emperador, a pesar de su sencillez y de su marcado aire de permanencia. La mandíbula firme, la mirada directa y la cicatriz, aún lívida y reciente, lo presentaban como un hombre de acción. Su aspecto no le perjudicaba nada ante los reyes tribales, que exhibían asimismo con orgullo cicatrices arrugadas de espadas, flechas o hachas.

—Hermanos y compañeros reyes, os doy la bienvenida a todos a esta sala de audiencias en este día crucial que cambiará nuestros destinos y nuestra historia para siempre. Hemos venido procedentes de todos los rincones de las tierras tribales de los britanos y hemos tenido que viajar muchas millas para tratar una causa común: la defensa contra nuestro enemigo mortal. Si alguno de vosotros no le ve sentido a la reunión o no teme por la seguridad de sus fronteras, que hable ahora, antes de que tratemos el tema de la amenaza sajona contra el conjunto de nuestros pueblos.

Se hizo un silencio incómodo. Myrddion había advertido a Ambrosio de que los reyes tal vez se mostrarían reticentes a hablar con libertad.

—Sé que algunos de vosotros podríais dudar acerca de si debéis expresar vuestras opiniones con franqueza. Pero mirad a vuestro alrededor, compañeros gobernantes. Si bien esta sala fue en su origen un regalo de nuestros conquistadores romanos de antaño, ahora es un espacio circular en el que ningún hombre está por encima de los demás, ni siquiera el gran rey. La hemos modificado para que encajara con nuestras necesidades. Todos los hombres somos iguales dentro de este espacio, tanto si vuestras tierras son extensas o reducidas, como si sois ricos o pobres, y nadie que exprese su opinión será ignorado, ridiculizado o castigado por su sinceridad. No temáis ofenderme, puesto que todos somos iguales en fuerza, fraternidad y dignidad dentro de esta gran sala.

Muchos reyes parecían titubeantes, mientras que Lot demostró abiertamente su desdén. Sin embargo, unos cuantos señores de tribus menores asintieron poco a poco cuando empezaron a comprender lo que implicaba la promesa de Ambrosio.

—Este es el momento, Ambrosio —susurró Myrddion—. Hay que hacer que salgan los opositores.

—Si alguno de vosotros cree que esta reunión tiene poco sentido, le pido que dé un paso adelante.

De inmediato, el rey de la tribu de los démetas, un guerrero taciturno con las trenzas hasta la cintura, se puso de pie y avanzó hasta el círculo central para dirigirse a sus iguales.

—Soy Cadwallon ap Cael y creo que las reuniones de forasteros no pueden conseguir grandes cambios. He oído que los cantiacos y los parisios están furiosos porque han sido expulsados de sus fértiles tierras y se ven obligados a aceptar la caridad, el refugio y el pan que les ofrecen sus hermanos reyes. —Miró a los contingentes cantiacos y parisios, que permanecían sentados con fría formalidad y un amargo desprecio instalado en los rostros—. Nosotros, los démetas, tuvimos la desgracia de recibir el legado más duradero de Vortigern. Estamos obligados a vivir codo con codo con colonos sajones invitados que se están extendiendo por nuestras mejores tierras y toman lo que no pueden comprar. ¿Dónde estaban los reyes unidos cuando Vortigern invitó a Hengist y a Horsa a nuestras tierras? ¿Hubo alguna protesta por parte de los reyes unidos cuando los sajones se hicieron con fortalezas démetas como la de Moridunum? Agradecisteis no encontraros en nuestro lugar, nos abandonasteis a nuestra suerte e intentasteis olvidar que existíamos.

En la sala se hizo un silencio absoluto que solo rompió el eco de las botas de Cadwallon contra el suelo cuando regresó a su asiento. Su rostro reflejaba ira, aunque sus vecinos todavía estaban más furiosos y habrían empezado a justificarse y a lanzarse reproches si Ambrosio no hubiera levantado las manos para pedir silencio.

—Cadwallon ap Cael tiene razón. Hengist no habría vencido a los cantiacos si el regicida no lo hubiera invitado a Cymru. Los parisios no habrían sido expulsados del norte si mi ejército no hubiera vencido a Hengist cerca de Durovernum. Podríamos buscar motivos para todo cuanto ha sucedido y jamás terminaríamos de culparnos. Lo que ha ocurrido en el pasado forma parte de nuestra historia y no podemos cambiar lo que ya es pretérito. Lo importante son las decisiones que tomemos en esta reunión y las oportunidades que puedan significar en el futuro.

Aferrándose a las palabras de Ambrosio para aliviar sus sentimientos de culpa colectivos, la mayor parte de los reyes asintieron mientras Cadwallon se recostaba sobre los cojines y se quejaba de lo incómodos que eran.

Ambrosio prosiguió con su discurso.

—Debemos despejar el aire antes de que pueda empezar la reunión. Personalmente, aplaudo a Cadwallon ap Cael por su despiadada sinceridad: es un desafío para todos nosotros. Pero tenemos que hablar con franqueza si queremos llegar a un acuerdo.

El rey Lot se levantó, entró en el círculo y se dirigió con los brazos abiertos al resto de los reyes. Desde su punto de vista privilegiado, Myrddion reconoció la habilidad oratoria que el otadino demostraba con ese gesto, con esa manera tan directa de entablar contacto visual con su audiencia antes de empezar a hablar.

—Le agradezco a Ambrosio que nos haya reunido aquí, pero para los que procedemos de las tierras que se encuentran más al norte del Muro de Adriano, las principales amenazas son los pictos del norte, y no los jutos ni los sajones. Me embarqué en este viaje al sur para asistir a esta reunión solo para encontrarme con mis parientes, pero no porque esté convencido de que la tribu de los otadinos necesite la ayuda de otros aliados. Por desgracia para la mayoría de vosotros, estamos demasiado lejos de los sajones para que eso nos preocupe.

—¿Estás orgulloso de ser britano o no? —gritó de forma airada uno de los nobles icenos mientras se levantaba con dificultad, puesto que le costaba moverse por culpa de una vieja herida de hacha—. Cuando recibimos a los romanos, los otadinos estuvisteis perceptiblemente ausentes. Incluso cuando Boudicca fue ejecutado, hace muchos años, los reyes de la Britania no dijeron nada. ¿Demasiado lejos? Esperad a que lleguen los jutos a llamar a vuestra puerta. Me han dicho que, en comparación con el de su tierra natal, vuestro clima les parece cálido. Y acabarán llegando para venceros, a ti y a los tuyos.

—¡Silencio! —reclamó Ambrosio—. Si nos gritamos los unos a los otros y no paramos de lanzarnos imprecaciones, lo único que conseguiremos será provocar un cisma insalvable y los sajones nos destruirán poco a poco, como ya están haciendo actualmente. —Esperó hasta que Lot regresó a su asiento pavoneándose y a que el guerrero iceno volviera a sentarse con aspereza—. Debemos agradecerle al rey Lot que nos haya explicado cómo ven el asunto las tribus del norte, puesto que sin esa sinceridad este debate sería un fracaso. Y nuestra gratitud también debe ser para nuestro amigo iceno por expresar públicamente su ira. Sé que esos son los sentimientos compartidos en el este, pero también que no se habían expresado de forma abierta hasta ahora. En esta sala todos podemos decir lo que creemos realmente, sin miedo a recriminaciones ni represalias.

Gorlois se puso en pie con la fuerza de un gran hombre, aunque prefirió quedarse entre los reyes en lugar de hablar desde el centro de la sala. Tal vez porque se decía de él que tenía visión de futuro, que hablaba claro y era leal, sus palabras no perdieron ni dignidad ni impacto por esa decisión.

—Elegí asistir a esta reunión porque temo un futuro sin el respaldo de amigos leales. Lo que busco es el consejo y el liderazgo que en el pasado, por desgracia, ha faltado entre los britanos. También me animó la decisión del gran rey de elegir Deva como ubicación para esta reunión. La ciudad se encuentra en un enclave central respecto a las tierras tribales, ya que las tribus icenas y otadinas son las más lejanas hacia el norte y hacia el este, y quedan a la misma distancia que mis tierras hacia el sudoeste. He luchado junto con mis vecinos y he visto que mis hermanos eran derrotados poco a poco porque no teníamos una estrategia primordial para proteger al conjunto de las tribus. Además, recuerdo los años de Vortigern y sus hijos, y ninguno de nosotros elegiría regresar a esos tiempos de sangre, venganza y tributos. Por eso he venido a esta reunión, para escuchar y para intentar contribuir a que sea un éxito a la hora de forjar una Britania unida y duradera en la que todos seamos iguales. Rezo a todos los dioses para que podamos marcharnos de Deva con una respuesta factible para contrarrestar la amenaza sajona. Si no llegamos a un acuerdo que nos comprometa a una defensa común, dejaremos de ser dueños de nuestras tierras.

La mayoría de los reyes y de sus séquitos respondieron con vítores, golpeando el suelo de piedra con los pies y aplaudiendo. La respuesta al discurso mesurado de Gorlois fue tan virulenta y sincera que Myrddion empezó a pensar que el Jabalí de Cornualles podía tener la clave del futuro del país.

—Reconozco la verdad en las palabras del rey Gorlois —dijo Ambrosio mientras saludaba a los dumnonios al estilo romano, con un puño cerrado sobre el pecho—. No hay hombre al que aprecie más que al Jabalí de Cornualles, un verdadero hijo de los dioses.

Hizo una pausa para que el silencio añadiera énfasis a las palabras que pensaba articular a continuación.

—He venido a esta reunión a decir lo que pienso respecto a asuntos que nos preocupan, pero para los reyes que no hayan oído los detalles, mi hermano, el príncipe Úter, os describirá la batalla y el posterior asedio de Verulamium, un conflicto que ha demostrado que las incursiones sajonas pueden detenerse. No será fácil, pero nuestro enemigo no es invencible.

Al príncipe Úter le faltaba sutileza, pero había tanta violencia contenida en su naturaleza que enseguida se ganó la atención del público. Eso, unido al hecho de que el príncipe compartía los conocimientos bélicos de los reyes guerreros, le proporcionó una posición de privilegio para describir el ataque de las fuerzas sajonas a las afueras de Verulamium. Los reyes escucharon con atención el relato de Úter, con detalles acerca de cómo el uso de la caballería había contribuido a una victoria contundente sobre el enemigo. Acto seguido, ante la aclamación espontánea de los asistentes, el príncipe se lanzó a una laboriosa descripción del asedio y la rendición de la ciudad. Poco acostumbrado a recibir tanta aprobación por parte de sus iguales, se retiró de nuevo a su lugar tan sorprendido como gratamente avergonzado.

Ambrosio se levantó de nuevo.

—Así vencimos a los sajones en Verulamium. A continuación, Myrddion Merlinus de Segontium, al que algunos de vosotros ya conocéis, os contará las consecuencias de nuestra gran victoria.

Myrddion lanzó a Ambrosio una mirada de estupefacción. No se le había ocurrido que pudiera pedirle que interviniera en la asamblea, puesto que su posición no era comparable a la del resto de los asistentes. Cualquier sugerencia acerca de una defensa unificada tenía que hacerla Ambrosio en persona.

«Pero, si debo hacerlo, lo haré bien», pensó Myrddion mientras bajaba por las escaleras para situarse detrás del gran rey. Los ojos de la multitud se fijaron en su esbelta figura vestida de negro y los sensibles oídos del sanador captaron un murmullo de desaprobación. «Al fin y al cabo, sigo siendo un bastardo», se dijo.

La gran sala era oscura, las ventanas se habían considerado superfluas debido a la precipitación de los preparativos y a la necesaria seguridad de los planes de Myrddion. Ambrosio había ordenado que se encendieran antorchas perfumadas y enormes cuencos de aceite para iluminar aquel gran recinto, incluyendo un círculo de lámparas alrededor del espacio central. Myrddion entró con cuidado en el círculo y las llamas capturaron el color azulado de su pelo, el brillo de sus ojos y el oro de sus alhajas. Cuando levantó una mano para acallar a la multitud, la suave luz se apoderó de su anillo y convirtió el corazón del rubí en un punto de fuego que atrajo las miradas de todos los asistentes. Se hizo el silencio, un silencio nervioso y aterrador al mismo tiempo.

—Sí, soy el Medio Demonio, el hijo del diablo o como queráis llamarme. Soy un bastardo y os ofende que me hayan permitido dirigirme a tan majestuosos invitados. Y, sin embargo, aquí estoy. Soy Myrddion Merlinus, tomé el nombre de mis dos padres y hablaré con sinceridad aunque me vilipendiéis por ello. Me pusieron el nombre por el Señor de la Luz, que me aceptó al nacer cuando ningún hombre me reclamó como hijo suyo. El segundo nombre lo elegí yo mismo puesto que era el de una rapaz a la que mi padre no consiguió adiestrar. Ese soy yo, y mis señores no tienen nada que ver con mi procedencia o mi identidad. Aceptadme o rechazadme por los motivos que más os plazcan, pero vuestra postura no cambiará la verdad que conozco.

Nadie rompió el silencio en la sala circular.

—Verulamium fue ocupada de nuevo por los sajones poco después de que nos marcháramos de allí, aunque les acosan supersticiones que les impiden vivir en aquellas calles llenas de ruinas. Debéis recordar que los sajones temen a las presencias y a los demonios, y nuestro conocimiento de estas debilidades constituye una gran ventaja sobre los invasores. Hasta la fecha, Hengist ha sido el único que se ha molestado en intentar comprender nuestra estrategia y nuestras tácticas.

La multitud rugió y Myrddion se dio cuenta de que había dado en el blanco. Acto seguido, decidió sacar provecho de aquella pequeña ventaja.

—Pero nuestros enemigos no son idiotas. Sí, se niegan a rendirse en batalla y derrochan de forma innecesaria las vidas de sus hombres. Prefieren luchar como individuos para obtener la gloria y derriban edificios de piedra para levantar estructuras inferiores. Creen que por ser más altos son superiores en todas las cosas, pero esas creencias no son más que costumbres. Están muy arraigados en el norte y han adoptado la manera de vivir de la región, pero cambiarán con el tiempo, a medida que vayan aprendiendo quiénes somos y cuáles son las ventajas de nuestra manera de vivir. Copiarán nuestras máquinas de asedio y aprenderán nuestros métodos de combate, porque son tan listos como nosotros. Al fin y al cabo, nosotros también procedemos del gélido norte e incluso nuestros dioses se parecen mucho a los suyos. Nos guste o no, nosotros también fuimos invasores en otro momento y, desde el punto de vista histórico, estamos más cerca de los sajones de lo que hayamos podido estar respecto a los romanos. En el fondo, los sajones son primos nuestros y lo único que nos separa es el paso del tiempo y la geografía, pero eso no nos permite, ni a nosotros ni a ellos, reconocer los mejores atributos del estilo de vida del otro.

La multitud aulló para expresar su desdén y el rey Lot se levantó de un respingo.

—¡Menudo disparate! —gritó—. ¡Eso es traición! ¡Los sajones son bárbaros, no se parecen en nada a nosotros!

—¿Traición, rey Lot? Decir la verdad no creo que pueda considerarse un ataque a la corona. Si os miro con imparcialidad, mi señor, veo a un hombre cuya estatura, volumen y color se parecen mucho a los de nuestros enemigos. He estado en la Galia, donde conocí y serví a los reyes francos en tiempos de paz y de guerra. Serví al rey visigodo en la batalla de los Campos Cataláunicos y lamenté mucho que muriera. Sé que esos hombres de tribu sienten el mismo orgullo por sus ancestros que nosotros por los nuestros. En muchos sentidos, las similitudes que nos unen nos convierten en cierto modo en hermanos, y al otro lado del Litus Saxonicum sus amigos y familias luchan por mantener el poder sobre sus propias tierras ante nuevas invasiones incluso ahora, mientras estamos hablando. Les motivan las mismas fuerzas que a nosotros nos trajeron hasta estas islas y nos convirtieron en los dueños del territorio.

Lot expresó sus objeciones a voz en grito mientras sus vecinos formaban un coro que reforzaba su posición.

—¿Por qué nos atacas con esas afirmaciones tan desagradables, Myrddion Merlinus? ¿Pretendes desanimarnos? ¿Quieres que acabemos durmiendo con nuestros enemigos? ¿Estás acaso a su servicio?

Myrddion se puso tenso al oír ese insulto y sofocó la repulsión natural que provocó en él, aunque no sin dificultades.

—En absoluto, mi señor. Yo sirvo a los enfermos y a los moribundos, y le he jurado lealtad al gran rey Ambrosio mientras duren nuestras vidas. He servido a muchos señores, pero mi corazón pertenece a estas islas y jamás traicionaré a mi gente. Pero debemos comprender a nuestros enemigos para poder aprovechar sus debilidades y aprender a derrotarlos de forma definitiva e irrevocable. Cuando lucháis en una batalla, ¿lo hacéis con los ojos vendados y un brazo atado a la espalda? ¡Por supuesto que no! Admitir que los sajones actúan como lo hizo nuestro pueblo cuando cruzó el mar desde Armórica, la tierra que nuestros hermanos llaman Bretaña, no es una traición; solo es exponer una verdad ineludible. Significa que podemos aprovechar que sabemos más que ellos, puesto que ya conseguimos expulsar a los pictos en el pasado.

La multitud recuperó el estado de áspera atención.

—Lo que dices es cierto —gritó Gorlois desde su asiento—. Nuestros ancestros les arrebataron esta bella tierra a los pictos hace cientos de años. Lo conseguimos porque luchamos como un solo pueblo y pudimos aislar a las diferentes tribus pictas.

Myrddion le lanzó una mirada de agradecimiento.

—Los sajones intentan conseguir el mismo resultado ocupando las vías romanas para aislar nuestros pueblos. Y tienen una ventaja que nuestros ancestros no tuvieron en su momento: caminos rectos y bien construidos que enlazan nuestras ciudades y permiten que las tropas se muevan con rapidez, seguridad y un cierto grado de impunidad. Pero los caminos pueden pertenecer a cualquiera que demuestre tener la fuerza y la inteligencia necesarias para dominarlos. Los sajones pretenden acabar con las defensas de nuestras tribus más próximas mediante el uso de esas rutas y la consolidación de las victorias antes de elegir a las siguientes víctimas. Tardarán en conseguir sus objetivos, pero también tienen todos los años del mundo para vencernos.

—¡No! ¡Jamás! ¡Eso no sucederá!

Los reyes gritaron y bramaron, y Ambrosio reaccionó con una mueca. Tal vez ordenar a Myrddion hablar había sido un error táctico, al fin y al cabo. El gran rey estuvo a punto de intervenir, pero Myrddion se apresuró a recuperar la iniciativa alzando la voz para hacerse oír por encima de las quejas de sus opositores.

—¿Cómo podemos detenerlos? Hace un rato, rey Lot, habéis dicho que estabais demasiado lejos de los invasores para sentiros víctima potencial de sus ataques. Deberíais preguntároslo con franqueza, ¿es eso cierto? Si no me equivoco, hay una amplia vía en buen estado que une Londinium con vuestras tierras. Es un camino romano que ahora está bajo el control de los sajones que controlan Verulamium.

—Entonces habrá que recuperar el control de los caminos —rugió Lot.

—Sí, pero ¿quién debería encargarse de ello? ¿Y quién debería ocuparse de que sigan siendo vías seguras? ¿Los catuvellaunos? ¿Los coritanos? ¿Los brigantes? ¿El gran rey? No, rey Lot, todos los que estamos aquí debemos comprometernos para arrebatarles el control de esas vías esenciales a los invasores, y cada tribu debe implicarse en la tarea de mantenerlas para nuestro provecho. Además, debemos consolidar las fortalezas romanas que erigieron las legiones, puesto que nuestras necesidades actuales son exactamente las mismas que las de nuestros conquistadores romanos.

De nuevo se armó un alboroto, aunque esta vez fue mayor el número de reyes que empezaban a entender el estilo polémico que utilizaba Myrddion para explicarse. Concretamente, Gorlois había comprendido la importancia de los caminos y de las fortalezas que se alzaban a lo largo de esos recorridos como posiciones defensivas, puesto que había una ruta desde Corinium hasta Durnovaria que exponía sus tierras a posibles ataques.

Con la misma suavidad con la que la seda se desliza entre los dedos, Myrddion cedió la palabra a Ambrosio cuando, igual que había hecho Gorlois, los reyes tribales pensaron en los caminos que podían atraer al enemigo hasta sus respectivas murallas. El gran rey levantó las manos para reclamar silencio.

—Mi sanador tiene una manera única de conseguir vuestra atención, pero creo que ha demostrado tener razón. Como una sola nación unida, debemos controlar los caminos por el bien de todas las tribus, del mismo modo que debemos reparar y ocupar las fortalezas romanas que se construyeron para proteger esos caminos. Todo el mundo debe participar, puesto que cada tribu aquí representada se encuentra en peligro, por lejana que pueda pareceros a algunos la amenaza. Si no conseguimos encontrar un objetivo común, los sajones utilizarán esa falta de unidad para arrinconarnos contra el mar y utilizarán nuestros propios caminos y recursos para vencernos.

A pesar de que los reyes continuaron discutiendo acerca de quién sería el responsable de cada cosa, el éxito ya estaba asegurado. Ambrosio fue reconocido como gran rey de todos los britanos, nació la idea de las tribus unidas y se eligió Deva como ubicación para los grandes debates que tuvieran lugar en el futuro. Los únicos asuntos que quedaron pendientes fueron pequeños detalles sobre el nuevo acuerdo.

Al fin, Myrddion podría descansar y tal vez la voz insistente que oía dentro de su cabeza quedaría silenciada.

—Bueno, Gruffydd, lo has conseguido —susurró Myrddion ante el auditorio vacío cuando el último de los reyes hubo salido para asistir al banquete de celebración—. Tu sencilla idea se ha convertido en el plan de defensa de los britanos, por lo que agradezco a la Madre el día en que te cruzaste en mi camino. Se ha demostrado la virtud de su elección.

Una carcajada interrumpió las palabras de Myrddion, que se volvió para descubrir la expresión burlona y divertida de Morgana. Vestida de riguroso negro y con un intrincado amuleto sobre el pecho, su figura presentaba un cierto aire bárbaro mientras se movía entre las sombras que quedaban cerca de la puerta. Myrddion se fijó en el amuleto y se dio cuenta de que era un enorme ojo de obsidiana. Morgana tenía los labios muy colorados y se los relamió con la lengua como si fuera una gran gata negra que hubiera acorralado a un delicioso ratón. Incluso las uñas pintadas con exótica henna parecían curvadas, listas para juguetear con Myrddion y arrebatarle la sangre con sus caricias.

—Cuidado con ese orgullo desmedido, Myrddion Merlinus. Puede que hoy hayas obtenido una gran victoria, pero pagarás por todo lo que el gran rey nos ha exigido. No culpes a la Madre ni a ese Gruffydd por lo que has hecho. Has sido tú quien le ha brindado nuestro poder a tu señor romano.

—No hay otra opción de defensa para nuestro pueblo, Morgana. ¿No veis lo vital que resulta para nuestros reyes tribales permanecer unidos?

—Por supuesto. Y no niego tu valoración de nuestra situación, pero en última instancia tener razón no sirve como defensa en política tribal. Mi padre considera que eres un consejero muy inteligente para el gran rey y para nuestro pueblo, mientras que el rey Lot ha decidido que eres un obstáculo para sus ambiciones. Atraes a enemigos y amigos en igual medida. Ten cuidado, puesto que soñé que llevabas una espada ensangrentada con la que inundabas nuestras tierras de sangre hasta que todos moríamos ahogados. Ejerces demasiada influencia sobre cualquier hombre y, para bien o para mal, estás destinado a ser la causa de nuestra desaparición.

—No tenéis suerte, mi señora —siseó Myrddion—. No me dejaré amilanar por terrores nocturnos. Como tampoco me dejaré llevar por el orgullo, puesto que ya he visto demasiadas veces los efectos de ese pecado como para convertirme en su víctima. Prefiero creer que soy un patriota y que mi destino importa muy poco para los planes de la Madre, que están muy por encima de todo eso.

—¡Eres un aficionado! Te encantan los acertijos, ¿verdad? Has decidido que la falta de unidad entre los reyes tribales era un problema que necesitaba una solución viable y decidiste concebir una. Te gusta ser el planificador oculto, ¿verdad? Algún día, Myrddion, resolverás un problema pensando demasiado en tu propio beneficio y entonces aprenderás que debes pagar un precio por ese orgullo. Sí, algún día tu curiosidad te llevará demasiado lejos.

Myrddion negó con la cabeza, pero en el fondo sabía que Morgana había encontrado una debilidad en su carácter. Intentaba no herir a los demás, pero sabía que le gustaba triunfar, llenar un vacío que tenía en el alma tras los años de desdén que habían envenenado su infancia. ¿Era realmente tan indiferente como Isaac, el sanador judío al que había conocido en Roma y que había querido resolver el misterio de la enfermedad por simple curiosidad intelectual? ¿Estaba dispuesto a permitir que hombres y mujeres murieran para demostrar en última instancia que tenía razón? Quizá Morgana estaba en lo cierto.

—Sí, has comprendido mi advertencia. Puedo ver el sentimiento de culpa en tus ojos. —Morgana rió de nuevo y jugueteó con su víctima como la felina que era—. De momento, tus deseos y las necesidades del reino coinciden. Pero en la búsqueda de un bien mayor, te verás obligado a comprometer tus principios. No puedes tenerlo todo, Myrddion. En cierto modo admiro tu ética, pero eres un ingenuo en muchos sentidos. Un día tendrás que sacrificar demasiadas almas para conseguir lo que crees que es mejor para nosotros. Igual que yo, Myrddion, eres de corazón frío.

«¡No es verdad! ¡No es verdad! —gritaba la conciencia de Myrddion por dentro—. Jamás permitiría que un inocente muriera para demostrar que tengo razón».

—No dices nada, Myrddion Merlinus, porque no puedes contradecirme. ¿Acaso no hacemos buena pareja, tú y yo? Deberíamos ser amantes en lugar de enemigos, pero me temo que tendríamos tantas ganas de acariciarnos como de despellejarnos.

Myrddion era incapaz de hablar. Sentía como si la lengua se le hubiera pegado al paladar e incluso su respiración dependiera de aquella voz tan odiosa como seductora que estaba desnudando sus mayores debilidades.

—Aun así, me pregunto si no me habré precipitado. Tal vez los dos podríamos salir beneficiados si te acogiera en mi lecho. Ningún rey, ningún gran rey, podría resistírsenos si trabajáramos juntos.

Un panorama de poder apareció de repente en la mente de Myrddion y una parte de él consideró con toda sinceridad la propuesta que le había hecho Morgana medio en serio, medio en broma. Jadeando y a punto de llorar, se apartó del foso imaginario que se había abierto bajo sus pies.

—No, no me corromperás. No traicionaré a mi rey por una promesa de placer y de poder. Úter tenía razón, sabe reconocer a una mujer peligrosa cuando la ve. No soy más que un sanador, y lo seguiré siendo a pesar de tus tentaciones y amenazas.

Morgana palideció, airada.

—Mis sueños son ciertos y no tengo ninguna duda de que terminarás ahogándonos a todos en sangre.

—Yo obedezco a la Madre, Morgana, la diosa que me hizo nacer. Pagaré el precio que ella estipule para salvar a mi pueblo de la esclavitud y no me dejaré tentar por tus sueños o por tu bella y tierna carne, puesto que pudrirías mi alma por dentro.

Myrddion le dio la espalda a Morgana para no dejarse atrapar por los ojos brillantes de aquella mujer que le prometía placeres que le excitaban y repugnaban por igual. Oyó los pasos de Morgana sobre el suelo de piedra cuando esta se dio la vuelta riendo en voz baja y desapareció entre las sombras de la gran sala circular. Cuando Myrddion miró de nuevo, ella no era más que una silueta oscura a punto de salir por la puerta de la sala de audiencias para sumergirse en la noche.

Myrddion abandonó el anfiteatro por la puerta opuesta de la sala. Notó un sabor salado en la boca y no pudo evitar vomitar sobre los escalones de granito. Incluso con el estómago vacío, siguió teniendo dolorosas arcadas hasta que se sintió mareado tras expulsar algo más que lo último que había comido.

Los árboles del exterior del anfiteatro se inclinaron alocadamente cuando se apoyó en una columna. Aunque la oscuridad todavía no había extendido por completo su manto sobre Deva y los edificios oficiales aún no tenían las farolas encendidas, una lechuza alzó el vuelo con gran estrépito desde un bosquecillo de avellanos que había delante. A Myrddion le impresionaron sus enormes ojos y sus afiladas garras.

—Una maldición se cierne sobre mí, abuela Olwyn. Pero ¿qué puedo hacer? Ayúdame, Madre. Ayúdame a ser fuerte.

Sin embargo, igual que el manto de la noche, aquello más oscuro que planeaba sobre Deva era inevitable. El viento agitó los avellanos y un frío súbito arrancó unas cuantas hojas más de sus ramas.

—Todo termina algún día —susurró Myrddion, aunque no tenía ni idea de por qué había pronunciado una fatalidad como esa en voz alta, justo cuando Ambrosio estaba a punto de triunfar. El cielo dejó escapar lo que le quedaba de día y Myrddion se dirigió, agotado, hacia la sala en la que se celebraba el banquete para continuar con sus obligaciones.