Una bienvenida poco prometedora
Los hombres están en pie (de guerra); el vado está helado; frías son las olas, abigarrado el seno del mar; ¡que el Dios eterno nos aconseje!
El Libro Negro de Carmarthen
Incluso el regreso más esperado a los lugares que forman parte de nuestro pasado a menudo entraña una amarga decepción, puesto que nada sigue igual. Eso fue lo que les sucedió a los viajeros con Dubris después de su travesía marítima desde Bononia.
La primavera acababa de llegar cuando izaron las velas, de manera que los sanadores tuvieron que cubrirse con gruesas capas. Habían pasado varios años en climas más cálidos, en los que incluso los inviernos más fríos no eran realmente crudos. Sin embargo, dejando de lado el tiempo, Dubris había cambiado mucho durante los seis años que habían transcurrido desde que partieron hacia el mar Intermedio. Los sajones habían llegado en un lento goteo de comerciantes que había ido en aumento, hasta el punto de convertirse en un verdadero torrente de inmigración descontrolada. Sin tener que asestar ni un solo golpe, los sajones se habían extendido por toda la ciudad y por las zonas rurales circundantes, en las que empezaban a echar raíces.
Myrddion sabía que el mundo no se limitaba a las islas de la Britania y que sus ciudades eran pequeñas, insignificantes y bucólicas en comparación con las grandes urbes de Roma, Rávena o Constantinopla. Entrar en contacto con los grandes puertos del mar Intermedio había sido toda una revelación para los sanadores, de manera que Dubris, por muy grande y bulliciosa que les hubiera parecido seis años antes, en esos momentos no les parecía más que un centro de comercio menor. La capa de mugre, hollín y abandono, que a Myrddion le recordó al puerto de Ostia, no contribuía precisamente a mejorar aquella impresión. Las dársenas y los almacenes se encontraban en un estado de deterioro similar, y los rostros de los jornaleros reflejaban la misma amargura tensa que los de los habitantes del puerto itálico.
Pero ahí terminaban las similitudes. Los pescados de los enormes cestos de mimbre añadían su distintivo olor a los pequeños muelles de madera astillada que se extendían por encima de las aguas profundas. Montones de mercancías esperaban a ser transportados hasta los almacenes mientras se cargaban enormes fardos en navíos de todos los tamaños, formas y estilos para las travesías que los llevarían a su destino.
Los rostros eran tan variopintos en cuanto a razas como los que habían visto en Ostia, pero sin los tintes exóticos de África y Oriente. En un navío enorme, Myrddion incluso reconoció entre la disciplinada tripulación a algunos francos y se recordó que aquellos nórdicos hacía cincuenta años habían sido groseros bárbaros, ávidos por extender su poder y su territorio por la Galia.
—Pero los francos ahora son civilizados, el mundo está cambiando —replicó Cadoc con cinismo ante el comentario de su maestro—. Con el tiempo, no nos distinguiremos de los sajones.
Los sanadores iniciaron la ardua tarea de desembarco, que implicaba desplazar numerosos toneles, fardos, arcones y paquetes hasta formar una pila ordenada sobre el muelle. Mientras trabajaban en ello, Myrddion se quedó asombrado por la facilidad con la que las tribus nórdicas habían pasado por la tierra de los francos para cruzar el estrecho canal hasta la Britania.
—Al menos nuestra patria sigue oliendo igual que la vieja Britania de siempre —dijo Cadoc—. ¡A hollín y a lluvia!
—Sí, pero este lugar me pone muy nervioso. Estamos llamando demasiado la atención de los obreros del muelle. Me gustaría salir de aquí cuanto antes. —Myrddion se mordisqueó la uña del pulgar mientras examinaba la mezcolanza de rostros—. Utiliza tu magia, Cadoc. Encuentra dos carros y los caballos que sean necesarios. Y tan rápido como puedas, que empieza a picarme la espalda.
—Malditos sajones, hay demasiados. Y todos están pendientes de nuestro equipaje —susurró Cadoc—. Regresaré tan pronto como haya terminado.
Acto seguido, desapareció entre la multitud que se apiñaba en el embarcadero.
Inmerso en el ajetreo del muelle, Myrddion se sintió intimidado por las miradas hostiles que recibían. Sabía que su pequeño grupo tenía un aspecto exótico y que la ropa que llevaban los identificaba como forasteros y llamaba la atención, pero al fin y al cabo ese embarcadero era parte de su hogar, por lo que se sintió desubicado y desilusionado.
De un modo inusitado, aflojó la espada dentro de la vaina para que quedara bien visible. Era consciente de que las miradas furtivas no pasarían por alto las armas que llevaban los recién llegados.
—No dejes tu mierda en mi embarcadero, gallito —bramó una voz ronca detrás de él.
Myrddion se dio la vuelta a la vez que se agazapaba, con una mano sobre la empuñadura de la espada y la otra asida al bastón. Las mujeres se apiñaron nerviosas y Finn le tendió su hijo a su esposa, Bridie, para poder hacer uso de su propia arma en caso de que fuera necesario. Praxíteles, el sirviente griego de pelo cano que los había acompañado desde Constantinopla, se limitó a sonreír y esperar.
—¿Quién eres tú para abordarme de ese modo y decirme qué puedo dejar y dónde, cuando el embarcadero es de acceso público? —La voz de Myrddion sonó tan imperiosa y despreocupada como el tono que habría adoptado Ardabur Aspar, su padre, en la corte del emperador oriental. En ocasiones, la arrogancia era un buen recurso.
El que se había dirigido al pequeño grupo parecía una de esas ratas del muelle envalentonadas solo por su gran estatura y corpulencia. Era un individuo voluminoso, orondo, casi obeso, lo que constituía un rasgo poco común entre los nórdicos. Sin embargo, a diferencia de Hengist y de Horsa, que habían despertado la admiración de Myrddion, ese hombre le pareció repugnante. Tenía las uñas negras, en forma de media luna, unas zarpas verdaderamente inmundas, mientras que resultaba imposible determinar el color de su cabello debido a la cantidad de grasa de oso y mugre que lo cubría. Tenía los ojos de un color verde turbio y el rostro, muy moreno y curtido, de un tono rojizo bajo una generosa capa de suciedad.
Al hablar, mostró unos colmillos amarillentos y la ausencia de varias piezas, sobre todo entre los incisivos. Myrddion percibió una cicatriz rugosa en los nudillos de aquel hombre y enseguida llegó a la conclusión de que a ese tarugo le encantaba enzarzarse en peleas.
—Soy Hrothnar de Dubris, señor de los muelles, y me debes una moneda de oro por el desembarco. —El tipo sonrió mientras un pequeño grupo de estibadores se colocaban tras él—. Paga, gallito, y te garantizo que nadie tocará a las mujeres.
Myrddion frunció los labios con aire despectivo ante aquella bestia de hombre.
—¿Esa es la bienvenida que Dubris reserva para los viajeros, Hrothnar? —preguntó el sanador con una sonrisa mientras esperaba a que el coloso intentara algún movimiento agresivo contra ellos—. ¿Cuál es la ley que te permite recaudar ese ridículo arancel?
—No es un arancel. Es una donación para los pobres obreros del muelle. Y no está en tus manos decidir si estás dispuesto a pagarlo o no. Tres hombres no serán suficientes para evitar que confisquemos lo que nos corresponde. Me pregunto qué mercancías preciosas transportas.
Myrddion siguió sonriendo, si bien por dentro la ira empezaba a imponerse a su sentido común y tuvo que morderse el labio para contener una rabia que empezaba a ser excesiva.
—Cuidado, Hrothnar de Dubris. Tengo amigos en las altas esferas.
—¿Tú? ¡No eres más que un maldito celta! No importa lo bien que te vistas, no eres más que un apestoso comemierda, amigo de Roma igual que el resto de tu cobarde tribu. ¿Qué piensas hacer para evitar que nos llevemos lo que nos plazca entre lo que podamos encontrar en tus fardos?
La pequeña Willa empezó a llorar al oír el vocerío, por lo que Brangaine rebuscó en un paquete y sacó de él un pastelito de miel. El patán apenas prestó atención a la viuda, una verdadera insensatez, puesto que Praxíteles vio que la mujer tenía en la mano derecha uno de los cuchillos de su maestro.
—He servido a muchos reyes. Entre ellos, a Vortigern, el gran rey de los britanos, al rey Meroveo de las tierras francas, y a Teodosio, rey de los visigodos. Incluso a tu señor, Hengist, que se ha forjado un reino en las tierras al norte de la Britania y mantiene una deuda de honor conmigo. Sería una insensatez que pensaras que yo, Myrddion Merlinus, o mis compañeros somos inofensivos.
A Myrddion le costó separar las palabras de orgullo del desdén que sentía, pero creía haber interpretado correctamente a su adversario al pensar que Hrothnar solo estaba dispuesto a renunciar a la violencia si llegaba a temer repercusiones personales. Por desgracia, la codicia era un incentivo demasiado poderoso para aquel matón.
—Hengist está lejos, cada vez es más viejo y se encuentra más debilitado en el norte, Myrddion. Seas quien seas, jamás había oído hablar de ti, gallito. Lo que sí sé es que me darás una moneda de oro. De lo contrario, me quedaré con todo lo que tienes.
—No te resultará fácil —dijo Finn en voz baja mientras desenvainaba la espada. Praxíteles sacó un robusto garrote que escondía bajo la capa y Myrddion levantó su bastón de serpiente.
—¡Oh, qué miedo me dais! —se burló Hrothnar mientras empezaba a avanzar seguido de cinco de sus matones.
Hrothnar llevaba en la mano un canuto de piel relleno de arena, un arma que en manos expertas podía llegar a ser mortífera. El pesado tubo cortó el aire con un silbido cuando Hrothnar lo blandió con una maestría que revelaba una gran práctica. Sin embargo, no llegó a alcanzar su objetivo. El sajón había decidido atacar a Myrddion porque le había parecido que era el líder y, a la vez, el hombre más débil del grupo. De hecho, no era la primera vez que un adversario subestimaba al sanador, pero Myrddion balanceó el bastón comprado en Maratón con un movimiento de revés que dio de lleno en la mandíbula del patán. Más por fortuna que por intención, el golpe impactó con la fuerza suficiente para derribar a Hrothnar como si de un buey sacrificado se tratara.
Con el líder tendido en el suelo inconsciente, el resto de los matones continuó avanzando de forma amenazadora, al creer aún que cinco hombres serían más que suficientes para acallar cualquier oposición. Sin embargo, Brangaine vio que estaban distraídos y saltó de repente desde la pila del equipaje. Con un grito tribal espeluznante, le asestó al primero una cuchillada en el brazo que segó ropa, piel y músculo con la misma facilidad que si se hubiera tratado de mantequilla. Mientras este se quedaba mirando como un tonto el chorro de sangre que empezó a manar de la herida, Praxíteles lo derribó fácilmente con un golpe de porra, al tiempo que Finn avanzaba hacia los cuatro restantes con los ojos enrojecidos por la rabia. Al ver la sangre vertida por sus compañeros caídos, los matones titubearon y, a continuación, confundidos por la rapidez con la que la suerte los había abandonado, se dieron la vuelta y salieron corriendo sin preocuparse ni por Hrothnar ni por el que seguía sangrando.
Myrddion suspiró y se volvió hacia Finn.
—Ve a ver si encuentras a alguien que pueda arrestar a estos dos idiotas. Es obvio que se dedican a desplumar a los recién llegados en el muelle mismo.
Para evitar posibles represalias, escrutó el embarcadero de madera en busca de más peligros, aunque ninguno de los marineros o comerciantes demostró el más mínimo interés por la pequeña reyerta que acababa de tener lugar. Los hombres prudentes andaban por el muelle con los ojos cerrados.
—Es evidente que en Dubris no impera la ley. Ojalá tuviéramos alas y pudiéramos largarnos de aquí cuanto antes.
Finn regresó, pero sin ningún miembro de la autoridad. Se encogió de hombros de forma expresiva y explicó que varios caudillos controlaban diferentes sectores de la ciudad y que necesitarían saber a cuál de ellos servía Hrothnar y cuáles eran las tareas que tenía asignadas antes de poder emprender cualquier tipo de acción contra los dos cautivos heridos. Hrothnar era un ciudadano y el grupo de sanadores no tenía ninguna posición de privilegio en aquella comunidad anárquica.
—No creo que lleguemos a ver a esos canallas encarcelados, por eso no temen aprovecharse de los extranjeros —explicó Finn—. Dubris ha cambiado mucho desde que estuvimos aquí por última vez, maestro, y los celtas han dejado la ciudad y su administración en manos de los comerciantes sajones. Por si eso fuera poco, he sentido una gran frustración al comprobar que apenas comprendía lo que decía la gente. Los idiomas que se hablan aquí son bastante distintos de las lenguas francas.
—Hay diferencias superficiales, pero yo he comprendido a Hrothnar bastante bien, y Dios sabe a qué raza pertenece. —Myrddion frunció el ceño, irritado—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer con estos carcamales? —Pensó unos instantes y empezó a rebuscar en su zurrón—. Brangaine, ¿nos queda agua limpia en los frascos? —preguntó.
Acostumbrada a las excentricidades de Myrddion, la mujer asintió.
—Bien, pues búscame un trozo de tela limpia, me encargaré de curarles los golpes y las heridas.
Una vez decidido a actuar, Myrddion se volvió para dirigirse a Finn y a Praxíteles.
—No les quitéis el ojo de encima a esas bellas durmientes mientras les suturo las heridas. Aunque ni siquiera yo sé por qué me molesto en ayudarlos… Para que los muy idiotas puedan dedicarse a atracar a otros viajeros respetables, supongo.
Refunfuñando como un viejo cascarrabias, el sanador lavó y suturó los dos cráneos rotos y la puñalada del antebrazo. Apenas había terminado cuando Hrothnar empezó a agitar las manos en el aire con impotencia. Myrddion esperó hasta que el matón hubo recobrado el conocimiento y lo obligó a levantarse bruscamente. El tipo era pesado y desprendía un hedor de lo más desagradable.
—He olvidado contarte que somos sanadores, Hrothnar, aunque no creo que te hubiera importado mientras intentabas robarnos. Sin embargo, por inofensivo que pueda parecer nuestro grupo de viajeros, no podríamos haber superado las reyertas y batallas con las que nos hemos topado en tierras francas de no haber sido capaces de protegernos. En tu lugar, Hrothnar, yo me plantearía otro tipo de negocio si quieres llegar a viejo. O eso, o deberías aprender a ver más allá de las apariencias.
Hrothnar intentó enfocar la mirada sin mover la dolorida cabeza. Sus ojos verdes reflejaron una perplejidad casi infantil.
—¿Por qué no nos habéis matado? ¿Por qué me habéis suturado la cabeza? Podría atacaros de nuevo antes de que tuvierais la oportunidad de abandonar Dubris.
Myrddion sonrió algo arrepentido, puesto que el análisis de Hrothnar era correcto. Un grupo con tres mujeres y dos niños, uno de los cuales ni siquiera andaba, era un objetivo muy vulnerable por esas calles tan estrechas y peligrosas.
—Si eres capaz de comprender el significado de lo que te voy a contar, puede que aprendas algo que te servirá toda la vida. Como sanadores, nos debemos al juramento que hacemos con nuestro oficio. Quienes nos dedicamos a sanar juramos no hacer daño a los demás, aunque nuestra seguridad se vea amenazada. Estoy obligado a reparar el daño que os he infligido, por lo que no tenéis por qué temernos. Como tampoco sufriréis ningún efecto adverso por vuestros intentos de extorsión, por mucho que hayamos servido en los ejércitos de grandes e implacables hombres. Nos hemos visto con la sangre hasta los tobillos ejerciendo nuestro oficio y hemos aprendido de las malas experiencias los trucos necesarios para protegernos de los ejércitos armados. Y ahora, recoge a tu amigo y déjanos en paz.
Desconcertado, Hrothnar se quedó mirando a Myrddion mientras intentaba comprender los motivos de la generosidad que había demostrado el sanador. Sabía por experiencia que la fuerza y la brutalidad contribuían a llenarle la barriga mucho más que las muestras de compasión o generosidad. Sabía que los sanadores podrían haberles cortado el pescuezo mientras habían permanecido inconscientes. De hecho, él no habría dudado en proceder de ese modo ante cualquier adversario abatido. Siendo así las cosas, le parecía una verdadera locura que aquellos hombres dejaran escapar indemnes a sus cautivos en la anárquica Dubris a menos que hubiera un buen motivo oculto para ello.
Como si le hubiera leído la mente a Hrothnar, Myrddion respondió al matón devolviéndole el monedero de piel que se le había desprendido del cinturón al caer al suelo. Hrothnar lo agarró como pudo con una mano y calculó su peso. Las monedas seguían en su interior.
—Pero… ¿por qué? —balbuceó Hrothnar—. Seamos sinceros, nos teníais a vuestra merced. Os habría resultado sencillo quedaros con mi dinero y negaros a devolvérmelo. Sin embargo, me lo habéis retornado intacto. No os comprendo, Myrddion Merlinus.
Finn también miró a Myrddion con desconcierto. Como mínimo, el monedero de Hrothnar habría podido compensar a los sanadores por las molestias causadas.
—Si me quedo con tu dinero, yo también me convertiré en un ladrón cualquiera —replicó Myrddion con gravedad—. Exactamente como tú.
Por primera vez, la respuesta de Hrothnar llegó cargada de algo próximo a un humor cínico:
—No, vos no sois un ladrón como yo, ¿verdad? Pero en cambio me parecéis peculiar y peligroso, por lo que empiezo a preguntarme qué sois en realidad.
—Yo no sé nada sobre ti, Hrothnar, como tampoco sé qué te ha llevado a ganarte el pan de ese modo tan brutal y violento. Sin embargo, he aprendido muchas cosas acerca del mundo durante mis viajes, sobre todo de su crueldad y de las penurias que recaen sobre los más pobres. Una vez más, Hrothnar, espero que sepas sacar partido de esta experiencia y que no nos molestes más.
Hrothnar guardó silencio, puesto que Myrddion lo había dejado desconcertado y confundido. Ese joven podía ser un necio o alguien muy peligroso. Cualquiera que fuese el caso, Hrothnar no quería saber nada más del sanador ni de su grupo. Mientras se esforzaba en levantar a su compañero, inclinó la cabeza para responder con una mínima reverencia de respeto. En silencio, cargó con su cómplice inconsciente y se dio la vuelta para alejarse caminando con dificultad mientras a su alrededor el ajetreo de los muelles seguía bullendo como si nada hubiera ocurrido.
Cadoc regresó antes de mediodía con el rostro lúgubre y dos carros; uno de ellos lo conducía un joven sajón campechano con un acento tan cerrado que Myrddion tuvo serias dificultades para comprender lo que decía. Enseguida se dio cuenta del motivo por el que Cadoc volvía tan consternado.
¡Bueyes!
Un único caballo pardo estaba amarrado en la parte trasera del primero de los carros, pero las bestias que iban uncidas al yugo eran enormes bueyes marrones con las astas recortadas, rematadas en latón, y de mirada apagada. Cadoc aborrecía los bueyes porque eran lentos y tercos, y costaba dominarlos. En una situación de peligro, no tenían más que un único paso, por mucho que los azotaras, y el tiempo que tardaban en virar podía resultar fatal en caso de que los carros sufrieran un ataque. Incluso a Myrddion, que era imparcial al respecto, le disgustaba tener que viajar tras una yunta de bueyes porque sus cascos anchos solían levantar una densa nube de polvo.
—¿Te lo puedes creer? ¡Parece que los caballos han desaparecido por completo de Dubris! Lo más que he podido conseguir ha sido esta criatura aquejada de esparaván. Me la ha vendido un comerciante dumnonio que necesitaba dinero para regresar a casa. Los celtas están abandonando Dubris en masa. En cambio, no faltan nórdicos ansiosos por ocupar su lugar.
—Cierto, Cadoc, ya hemos comprobado que los muelles son más peligrosos aquí que en Ostia, y no me ha parecido precisamente una buena señal —agregó Finn—. He estado deseando volver a casa desde que iniciamos el camino en Constantinopla y, ahora que estamos aquí, resulta que nuestro hogar es más extraño y amenazador que el más remoto de los sitios que hayamos podido visitar.
—Salgamos de este lugar de mala muerte —dijo Myrddion con un suspiro—. No puedo creer que en seis años haya habido tantos cambios en la Britania. Hemos visto el movimiento de las tribus en la Galia y sabemos por experiencia que la violencia ha llenado el vacío creado por el retroceso de los romanos. De algún modo, jamás esperaba encontrarme con esto aquí, en la Britania. Debemos de habernos perdido cambios asombrosos durante nuestras andanzas.
—Nada que haya beneficiado a la población, maestro, eso seguro —gruñó Cadoc mientras bajaba del carro que, muy básico y mal construido, no gozaba ni siquiera del refinamiento de una cubierta de piel—. ¡Mirad esto! Incluso las ruedas están hechas de madera. ¿Recordáis los aros metálicos de los carros de Roma?
—Esto no es Roma —le espetó Finn en vano.
—Qué ganas tengo de ver el cielo despejado y de respirar aire puro —murmuró Myrddion entre dientes—. Salgamos de Dubris tan pronto como sea posible.
Con la eficiencia adquirida con la práctica, los sanadores cargaron los carros. Eran conscientes de las miradas codiciosas de los obreros del muelle y estaban nerviosos por la posibilidad de toparse con asaltadores de caminos, por lo que trabajaron con rapidez. Mientras tanto, Praxíteles no paró de preguntar acerca de la extensión y la calidad del puerto más importante de la Britania, y los sanadores sintieron una cierta vergüenza al comparar el mugriento y pequeño puerto de Dubris con las maravillas de Constantinopla.
En cuanto tuvieron cargados los carros y se hubieron montado en ellos, el chasquido del largo látigo de Cadoc instó a los bueyes a ponerse en marcha. Así pues, con las riendas del otro carro en manos de Praxíteles, y Myrddion a lomos del caballo pardo, iniciaron el viaje a través de Dubris. La evidencia de un cambio arrollador y destructivo estaba presente por todas partes y Myrddion pensó que esa mutación era propia del mundo, tan natural como la lluvia o la luz del sol.
Sin embargo, constatar esas cicatrices recientes en su tierra natal le causaba dolor. Hasta el más insignificante de los templos había quedado reducido a cascotes y los vándalos habían derribado columnas enteras de muchos edificios, de manera que Myrddion podía ver la inteligente ingeniería que había mantenido unidas las diferentes partes. Mudos, y a la vez elocuentes, los pedestales solitarios le recordaron que en otro tiempo allí se habían erigido dioses de mármol que proporcionaban paz y abundancia a los ciudadanos de Dubris.
—Todo cambia —susurró Myrddion para intentar, en vano, convencerse de ello—. Quedarse quieto significa pudrirse y morir.
Poco después empezó a divisarse el foro y el grupo enmudeció al advertir que había quedado destruido. Fue más penosa todavía la imagen de los chiquillos andrajosos jugando con fragmentos de mármol bajo la débil luz del sol primaveral. Como pequeños cachorros, se dedicaban a apedrear a un perro hambriento. El pobre animal intentó escabullirse por un bosque de columnas, pero los niños lo persiguieron chillando entusiasmados. Al otro lado del ancho camino, otros niños igualmente harapientos tiraban piedras al agua limosa y con verdín que todavía albergaba el calidarium de los antiguos baños, ya desprovistos de techo. Seis años antes, Myrddion había estado bañándose allí mismo, pero ¿ahora…? Los invasores se habían llevado las piedras y la madera para crear estructuras improvisadas en las afueras de la ciudad.
Un objeto de colores chillones llamó la atención de Myrddion desde el centro de un matojo de cardo que había crecido entre las losas de mármol resquebrajadas. Sin pensárselo dos veces, bajó de su caballo y apartó las hojas con espinas para recoger un pedazo de mármol grabado y pintado. Lo levantó como un trofeo y sus compañeros identificaron de inmediato el hallazgo.
Una mano esculpida y pintada de rojo para simular la piel bronceada, con un dedo levantado hacia el cielo. Milagrosamente, los dedos estaban intactos. El anillo grabado en el dedo extendido era de color azul y capturaba la luz como si se tratara de una gema auténtica y no de una mera representación pictórica.
—¿Tal vez era de la estatua de un dios? ¿O sería parte de un memorial a un emperador o a un noble senador? No importa, puesto que ahora ya está tan muerto como la Dubris romana que hemos encontrado tras volver de Constantinopla. No tiene sentido lamentarse por los días de paz que quedaron atrás durante nuestra ausencia.
Aun así, a pesar de esa aceptación racional de la naturaleza orgánica del cambio, Myrddion acarició la mano de mármol y le pidió a Brangaine que la guardara hasta que encontrara tiempo de examinarla con calma. Con el mismo respeto, Brangaine recogió un jirón de tela con el que envolvió la mano de piedra con cuidado, como si perteneciera a un hombre todavía vivo y lamentara la amputación.
Mientras los viajeros cruzaban la ciudad, les seguían con la vista hombres de mirada endurecida que reconocieron las trenzas celtas en sus tocados y las joyas antiguas que llevaban. Pero tantos años viajando habían curtido a los sanadores y los habían hecho más fuertes, por lo que se veían envueltos de una leve aura de peligro que silenciaba a aquellos hoscos hombres y a sus altas y angulosas mujeres. Solo los niños demostraron tener el valor o la inconsciencia de lanzarles insultos a medida que los carros cruzaban las calles.
—¡Asquerosos celtas! ¡Perros cobardes! ¡Marchaos a vuestras cabañas apestosas!
—¿Dónde están ahora vuestros amigos romanos? —gritó una mujer rubia desde los escalones de un pequeño teatro, mientras le daba el pecho a un niño—. ¡Han huido todos, así que será mejor que os deis prisa y los sigáis hasta donde está el cabrón de Ambrosio!
Al final cerró la boca cuando Myrddion sacó su enorme espada celta y la dejó atravesada sobre la silla de montar. Con una precisión infalible, la mujer escupió a los pies de su caballo. El sanador la miró fijamente y decidió ignorarla, igual que al grupo de cuatro chicos que corría tras la pequeña comitiva.
—Pronto necesitaremos abastecernos, maestro —gritó Cadoc a su líder sin volver la cabeza siquiera. El aprendiz, que se caracterizaba por su enorme prudencia, no cometería el error de apartar los ojos del camino mientras estuvieran cruzando territorio enemigo.
—Habla en latín, Cadoc —le instó Myrddion con tono cortante—. No tenemos por qué ir pregonando a los cuatro vientos que poseemos dinero.
—De acuerdo. Pero necesitamos provisiones de todos modos. Y tengo esa picazón entre los omóplatos por las miradas. Estas calles tienen mil ojos.
—Puede que nos detengamos en las afueras de la ciudad si encontramos un mercado en el que podamos sentirnos seguros. Pero si debemos viajar día y noche y llenarnos la barriga solo con agua, lo haremos. Aquí no despertamos más que odio, por lo que no estoy dispuesto a parar si puedo evitarlo, por mucha hambre que tenga.
Praxíteles tenía el garrote a mano, sobre las rodillas, mientras asía las riendas de su carro. Finn también había sacado la espada, y la comitiva cruzó con pesadez aquellas calles hostiles, armada y preparada pero sin detenerse. Al fin cayó la noche y el grupo se vio obligado a detenerse. Incluso entonces los hombres se mantuvieron en guardia mientras las mujeres dormían, conscientes de que la noche estaba llena de peligros y amenazas y de que el odio se palpaba en el ambiente.
—¡Bienvenido a la Britania, nuestro hogar! —le murmuró Myrddion a Cadoc en tono irónico mientras este se acostaba bajo el carro—. Preferiría dormir en las calles de Roma que en este pozo negro.
Cadoc se dio cuenta de que tenía poco que decir cuando estaba preocupado de verdad. Su vivacidad y su humor se habían esfumado durante el lento trayecto desde los muelles. Sin embargo, igual que su maestro, lamentaba que todas aquellas cosas que tanto solían gustarle se hubieran perdido.
Antes del amanecer, en la hora en que el cielo se tornó gris y las estrellas desaparecieron, los sanadores retomaron el camino. La noche había sido fría y el invierno no había desaparecido del todo, por lo que iban acurrucados en sus capas, deseando poder comer caliente. La niebla se había instalado sobre los edificios de la ciudad y confería a aquellas ruinas saqueadas el aspecto de una integridad ilusoria, puesto que los detalles de lodo y madera combada se desdibujaban y se creaba un bello espejismo de formas simples. Los patios y jardines invadidos por las malas hierbas quedaban suavizados y disfrazados por una reluciente capa de rocío. Las calles desiertas resonaban de forma misteriosa, como si las piedras recordaran los pies enfundados en sandalias de las legiones y los cánticos salvajes, y a la vez bellos, de los guerreros celtas preparados para la guerra. A aquella hora parecía que los fantasmas del pasado llamaban con insistencia desde las brumas a aquellos viajeros incautos hasta que, por fin, el sol empezó a iluminar el cielo y les devolvió la imagen de la prosaica y desagradable realidad de Dubris.
—Con un poco de suerte, cuando el sol haya salido habremos dejado atrás la ciudad y encontraremos algún buen mercado, maestro —le dijo Bridie a Myrddion a modo de consuelo cuando vio que se acercaba al carro sobre su caballo. Enseguida, la mujer bajó la mirada hacia su retoño dormido y sonrió.
—Has demostrado mucha paciencia y mucho coraje, Bridie. Dar a luz a un niño a bordo de un barco durante el trayecto desde la Galia no es cualquier cosa. Pero pronto podrás regresar a tu tierra y presentarle tu hijo a Ceridwen. Ya verás como se convertirá en un verdadero celta.
Bridie acarició un pequeño colgante dorado que el bebé llevaba alrededor del cuello, con el amor incondicional que solo las madres sienten por sus hijos.
—Gracias por el amuleto, maestro. Este oro es muy puro, debéis de haberlo adquirido en Constantinopla. Es un obsequio maravilloso para mi hijo que, sin duda, lo marcará para siempre a vuestro favor.
Myrddion se sonrojó, puesto que había temido que Bridie pudiera haberse ofendido por la costumbre romana de regalar a los recién nacidos un pequeño alhajero con un amuleto en el interior. Pero Bridie había viajado mucho desde Cymru y había desarrollado un instinto que le permitía juzgar el corazón de los hombres con gran precisión.
—Tu chico merece un futuro mejor que el de perseguir las fortunas de la guerra de un lado para otro, a cuál más cruel —dijo Myrddion con tono apesadumbrado mientras contemplaba a Finn dormir sobre la carga apilada en el carro. Praxíteles manejaba las riendas y cantaba canciones griegas con su voz dulce y melodiosa—. Me gustaría que convencieras a Finn para que ocupe mi lugar en Segontium, Bridie. Yo espero convertirme en sanador ambulante, puesto que son muchas las almas que sufren en las pequeñas aldeas y las granjas. Pero tú y tu bebé merecéis tener una casita acogedora. Mi maestra, Annwynn, que tantas cosas me enseñó durante los muchos años de aprendizaje que pasé a su lado, es anciana y necesita una espalda joven y un par de manos fuertes que la ayuden a preparar remedios curativos. En la granja de Annwynn podréis llevar una buena vida y tu hijo crecerá sano y fuerte.
Bridie alzó los ojos bruscamente en dirección a Myrddion.
—¿Queréis libraros de nosotros, maestro? ¿Somos acaso un estorbo para vos?
Myrddion tensó las riendas, fruto de la sorpresa y como gesto de negación, hasta que el caballo empezó a danzar, molesto.
—¡No, Bridie, en absoluto! Mi corazón se quedará triste cuando nos separemos, pero Finn y tú debéis hacer lo que sea mejor para el pequeño.
Bridie suspiró y asintió con la cabeza.
—También tendréis vuestros propios hijos algún día, maestro. ¿Dejaréis entonces de vagar por el mundo?
—Estoy seguro de que no llegaré a ser padre, por muchos años que pueda llegar a vivir —susurró Myrddion con los labios retorcidos en una mueca de amargo pesar—. Hasta el momento no he demostrado mucho acierto con las mujeres, ya lo sabes. Algunos hombres nacemos para permanecer solos.
—Oh, maestro —susurró Bridie con tristeza, aunque el caballo de Myrddion ya se había adelantado y él no pudo oírla. Ese momento de intimidad quedó atrás enseguida en cuanto su hijo se despertó y empezó a requerir el pecho.
Cuando el sol empezaba a iluminar el horizonte, los viajeros se adentraron en un mercado que se estaba instalado en las afueras de la ciudad. Los sanadores agradecieron la presencia de los granjeros locales y de sajones, que llevaban a cuestas cestos de aves vivas, huevos embalados con paja y hortalizas frescas, junto con comerciantes que exhibían sus mercancías en toscas mesas recubiertas con telas que daban fe de su próspera posición. Esos artículos estaban concebidos para tentar a las masas que acudirían más tarde, e incluían todo tipo de chucherías de relumbrón que podían comprarse por cuatro cuartos en cualquier puerto franco, así como bagatelas de lugares tan lejanos como Massilia. Bridie, Brangaine y Rhedyn bajaron de los carros y se lanzaron sobre la comida con una avidez propia de compradoras desesperadas. Tenían demasiada experiencia para malgastar el dinero en alhajas que ennegrecerían casi de inmediato o en cazuelas tan delgadas que quedarían inservibles poco después de haberlas comprado. Regateaban, camelaban a los vendedores y exigían los tratos más beneficiosos para ellas con la seguridad que les daba el conocimiento rudimentario de los seis idiomas que se hablaban en todos los mercados del mar Intermedio. Unos minutos después de terminar el recorrido por el mercado, las compras estaban ya cargadas en los carros y el grupo abandonó el mercado para dejar atrás las pobres cabañas de las afueras de Dubris. El viaje a casa había empezado.
El aire era limpio y transportaba el fértil aroma de la tierra recién arada, de las cosechas, del humo de leña y de las flores silvestres que crecían entre las raíces de los árboles. De repente a Myrddion le llegó el aroma de su hogar tan próximo y tan potente que los ojos se le llenaron de lágrimas y se vio obligado a ladear la cabeza para que sus amigos no lo sorprendieran llorando. Se había marchado de la Britania con sentimientos encontrados: ansias de aventura, resentimiento y entusiasmo; sin embargo, había aprendido que su tierra natal, por atrasada que pudiera parecerle en esos momentos, formaba parte de su sangre y de sus huesos.
—Juro que no volveré a marcharme jamás, no importa lo que nos depare el futuro. A juzgar por el estado en el que hemos encontrado Dubris, nos espera un montón de trabajo en la Britania.
Pero sus compañeros no lo oyeron. De todos modos, tampoco habrían objetado nada, el hogar era lo más importante para ellos… siempre lo había sido. Myrddion había conseguido cumplir el sueño de llegar hasta Constantinopla y ellos lo habían seguido de buena gana, pero sin olvidar en ningún momento dónde estaban sus raíces.
«Nunca más», se dijo Myrddion. Pensó en Flavia y sintió en sus dedos la textura de la piel y del maravilloso cabello de aquella mujer; en los labios todavía notaba el sabor a miel de su boca y su lengua traviesa. El cuerpo del sanador seguía anhelándola. Sin embargo, ella había elegido convertirse en concubina del padre de Myrddion, aunque solo fuera por un tiempo. A raíz de eso él había jurado que no amaría a ninguna otra mujer, nunca más. El amor y la pasión no contribuían precisamente a mitigar su terrible soledad. Cuando aparecían, no le provocaban más que dolor.
Desde entonces llegó a la conclusión de que el amor por su patria sería suficiente para cubrir las necesidades de su corazón solitario.