Lo reventaron de un tiro
cuando buscó a su muñeco
y allí yació el niño muerto:
pobre, solo, frío y yerto.
«Mamíferos, Kevin, son los que vienen de una mami». Cuando Kevin entendía algo, sonreía y se le achinaba la cara. Las tardes en que Wan cerraba un rato el supermercado y venía a darles de comer a las carpas con su prole legionaria, Kevin era feliz y se perdía en el montón. Parecía hijo de Wan y por ahí lo era; Jéssica, su mamá, no estaba muy segura y contaba que «algo con el chino tuve». A Wan no le parecía muy probable, «chico nació trece meses después», juraba, mostrando una vez las dos manos abiertas y otra vez tres dedos de la derecha, pero nunca dejó de enviarle a Jéssica provisiones desde Hermosura para que Kevin comiera bien. Todas las semanas mandaba arroz, latas de atún, tomates, leche en polvo, y unas muñequitas chinas que cantaban canciones imposibles hasta que se les acababan las pilas chinas, lo que por suerte suele suceder muy rápido. Ni siquiera cuando aparecí yo y me hice cargo del nene dejó de traer sus bolsitas.
Kevin me adoptó. Por eso me quedé. Jéssica andaba perdidísima: se había hecho groupie, «lecheras», las llaman ellos, de Merqueados, una banda de cumbia que le hacía honor a su nombre. Y Cleopatra, tía de Jéssica y tía abuela de Kevin, estaba perdidísima en las alturas de su locura, charlando todo el día con Santa María, y en la complejidad de su misión religiosa, organizando la villa. Así que cuando Kevin entendía algo se reía, parecía hijo de Wan, y me abrazaba. Yo todavía siento el cuerpito de Kevin, esa forma amorosa, tibia, y segura de aferrarse a mí que tenía, como si yo fuera un hogar. Es raro eso, no tengo un cuerpo memorioso. No recuerdo siquiera los cuerpos de los hombres con los que más gocé. Ni siquiera el de Jonás, ni siquiera la verga de Jonás que me tuvo encandilada los primeros meses en la villa, hasta que él se perdió entre las pendejas chetas que nos visitaban y yo empecé a perderme en las polleras de su tía, tan parecida a él pero tanto más grande y más bella. Se me fue fundiendo su cuerpo en el de Cleopatra hasta que desapareció del todo Jonás, mucho antes de estar muerto y un poco antes de que a Cleo y a mí nos sorprendiera el amor que sigue sorprendiéndonos.
Jonás se dio cuenta antes que yo, los amantes siempre saben, y se reía, me decía: «Estás cada vez menos prejuiciosa, primero te cogiste a un negro como yo y ahora te agarró un lesbianismo bizarro: te querés garchar a una negra travestí. Y no te creas que por travesti le vas a poder bajar la caña: mi tía, tan señorita como la ves, te va a dar con un tronco. Antes de ser famosa por la Virgen, ya era famosa por la anaconda que tiene». Nunca supe si le causaba gracia o estaba celoso. Tampoco me importó. Y a mi amada empecé a amarla después, cuando la villa era escombros y de Jonás solo lamentaba su muerte y de lo demás casi no me acordaba. Pero de Kevin me acuerdo todavía hoy. Ni siquiera Cleopatrita me lo borró.
Estuvo conmigo desde el primer día que pasé en la villa, desde esa mañana todavía fría pero llena de jazmines de un noviembre que parece remoto por todo lo que se murió desde entonces, pero que sucedió pocos años atrás. Al principio del almuerzo apareció al lado mío y de alguna manera, todavía no hablaba, me pidió que le diera de comer. Yo entendí, me divirtió el brillo mudo de esos ojitos negros y lo senté en mi falda. Un rato después, cuando ya habíamos comido bastante, Kevin me acarició la cara con sus manitos llenas de asado y ensalada rusa e inmediatamente me dio un beso y me abrazó.
Por cosas como esta digo que me adoptó, Cleo, no te ofendas, no hay reproche cuando digo que Kevin se refugió en mí. No lo sé, me parece que no, vos estabas con Santa María todo el día. Y Kevin y yo estábamos bastante solos. Ay, no, no es reproche, basta Cleo: yo tampoco estuve al lado de él cuando más me necesitó, tampoco pude abrazarlo, darle calor mientras el calor lo abandonaba, llevarlo en ambulancia al hospital y amenazar a todo el personal médico para que lo salvara, o simplemente entibiar su cuerpo hasta el final.
Ya sé que siempre cuento esto, no es que me olvide de que ya lo conté, es que la escena no deja de ocurrir en mí: en aquella primera comida Kevin encontró mi revólver y empezó a jugar al disparado, a que se moría de un balazo: todavía no hablaba pero ya actuaba muy bien, gritó «puuuuuum», se agarró el pecho, caminó mareado, cayó al piso y se quedó quietito unos segundos hasta que no aguantó más la risa y las ganas de ver la aprobación en las caras de los demás. Me acuerdo de sus carcajaditas una vez, y otra vez de su simulacro de caída, y otra vez de su cuerpo quieto, como si mi mente intentara un consuelo fallido, como si quisiera reemplazar lo que no vi, el momento en que efectivamente recibió un balazo y se murió para siempre, por esta otra escena de juego. Y me sale mal: hace bastante que casi no pienso en la muerte de Kevin pero esta otra escena, esta que cuento y cuento, me duele en la carne, me cambia el ritmo cardíaco, algo se me rompió en el corazón con la muerte de Kevin y no estoy hablando pelotudeces, no hay metáfora en esto: desde que arrasaron con la villa y asesinaron a mi nenito, el corazón me empezó a sonar como una máquina descompuesta, perdió el ritmo, comenzó a hacer ruidos extraños, perdió elasticidad, a veces se contrae y se queda así, doliendo, apretado como un puño, y yo sé que me voy a morir de eso pese al ejército de cardiólogos que pagamos.
También tengo recuerdos bellos, pero duelen casi tanto como los otros. Y la muerte de ese hijo de puta del Jefe, saber que de algún modo murió por mi causa y mi decisión, aunque no fue mi disparo, no me achicó el dolor.
¿Que para qué dejé que Dani lo matara entonces, Cleo? Para matarlo, mi vida, para hacer un poco de justicia. No, no alcanzaba con que fuera preso, además de que no iba a ir preso.
Pero ahora quiero seguir hablando de Kevin, mi primer hogar, ese nene me hizo una casa a mí, ahí, en tu rancho villero, en ese dormitorio lleno de angelitos que le habías fabricado con durlock, estampitas y peluches. Yo creo que el primer día que me quedé a dormir en tu rancho, me quedé sin querer: fue Kevin, que se apareció en pijama abrazado a su muñeco favorito, el cocinero pelado. Cuando ya estaba bastante borracha y triste, me había largado a llorar, no recuerdo por qué, tal vez no lo supiera tampoco entonces, Kevin me vio, se fue corriendo al rancho y volvió con un rollo de papel higiénico. Empezó a vendarme, ¿te acordás, Cleo querida?, me vendó entera, de la cabeza a los pies con el papel higiénico, parecía una momia yo, ese nene era tan amoroso, me estaba curando, no dejó nada de mí sin cubrir y al final me agarró de la mano y me llevó a su cama y me abrazó y se puso a cantar algo, era como una canción de cuna, una cumbia dulce en su boquita y en su cuerpito que me entibió para siempre, ese mismo cuerpito que helado de muerte también me congeló y me astilló como si el hogar que habíamos construido él y yo hubiera sido de alguna clase de vidrio, y ese hogar no se murió con él, amor, él me lo hizo y sigue acá con vos y con Cleopatrita pero fisurado de la muerte de él, como si vos, yo e incluso nuestra hijita que ni siquiera era un embrión cuando pasó todo esto, ya lo sé, como si todas nosotras le debiéramos algo, la vida que no tuvo, como si fuéramos culpables de vivir sin él.
Yo había ido a mi casa a buscar unas cosas esa tarde. Él quiso venir conmigo pero yo tenía que ir al banco y al diario a terminar de arreglar un año más de licencia sin goce de sueldo o la desvinculación definitiva, no estaba segura. Y no lo estuve hasta después, hasta que, a dos cuadras del diario, me llamaron para avisarme que habría un operativo y lo llamé a Daniel que averiguó y me dijo que sí y juntó unas Itakas y se largó para la villa y yo también me largué como loca.
Eran las seis y media de la tarde, me llevé por delante varios autos, el mío quedó todo abollado, era un quilombo imposible pero igual logré alcanzar la Panamericana en cuarenta minutos; hasta Márquez llegué y ahí estaba todo cortado por la policía y sus carros de asalto y sus patrulleros y sus infantes con borceguíes y ametralladoras. Abandoné el auto ahí y seguí caminando por abajo, escuchando los tiros de lejos, y para cuando llegué ya no había casi nadie: estaban trabajando las topadoras y la Virgen ya estaba sin cabeza y las carpas flotaban muertas en la superficie del estanque y solo había canas y ametralladoras. Yo era periodista y entré con los otros periodistas, algunos eran amigos míos y les pedí que me ayudaran a buscar a Kevin y creo que me ayudaron también los que no eran amigos. Estábamos todos buscando a un negrito divino, con cara de chino, como así de alto y no lo encontramos y tampoco encontré a Cleo y seguí buscando cuando apareció Daniel, hasta la mañana siguiente estuvimos entre las topadoras y nada, nadie. Nunca más lo encontré.
Días después conseguimos las copias de las cámaras de seguridad y de lo que habían llegado a filmar unos chicos de una universidad alemana que estaban haciendo un documental y los celulares de muchos de los pibes. Ahí lo vi a mi hijito muriéndose solo, ni siquiera pudo abrazar al muñeco que quedó a dos metros de su cuerpo, se murió con el brazo estirado hacia el cocinero, agitándose con las convulsiones que le provocó la muerte.