Era la rata del mal
si se mordía a un dead man
lo transformaba en carroña
y no había cocaína
ni alcohol ni benzodiapinas
que reventara a esa roña.
Casi todos los animales tienen más poder de frente que de espaldas. La rata de mis pesadillas no. Vista a los ojos era asquerosa, repulsiva, inmunda, pero no causaba pérdida de perspectiva. A las alimañas se las aplasta, como hizo la Virgen, hace milenios y descalza, con la serpiente. Aunque la virginidad no era uno de mis atributos, se ve que alcanzaba con ser mujer porque le miraba el hocico y tenía la certeza de poder pisarla hasta convertirla en una lámina peluda, en un pedazo de alfombra, en una hojita que podría llevarse cualquier viento.
El terror lo sentía cuando se alejaba. Rara amenaza mi rata, que quebraba certezas y perspectivas en retirada. De espaldas, me hundía en un vértigo viscoso y frío, en una caída libre, una vulnerabilidad sin límite que siempre me llevaba a otra pesadilla: soñaba que me despertaba con una resaca monumental —martillazos en la cabeza, náuseas, diarrea, angustia— Y todo empeoraba cuando miraba alrededor y veía una montaña de cadáveres, de origen tan inexplicable como mi presencia ahí: no recordaba cómo había llegado, no sabía si me tocaría ser el próximo cuerpo apilado y no podía ni caminar porque las piernas no me respondían o porque me resbalaba en mis propios vómitos o en mi propia mierda.
Mi rata arrastraba un miriñaque de excrementos y fósiles, un rastrillo de mierda y huesos afilados como para ararnos de muerte la villa entera. ¿Cómo no iba a ser aterradora una rata con arado de fósiles en El Poso, que es pura tierra y barro? En el reino de los cartoneros reinaba ella, con su carrito hecho de la carne y los huesos de los muertos que había transformado en carroña con su simple mordida.
La cartonera de mierda me persiguió en sueños todo el tiempo que estuve en la villa. La primera vez me aterrorizó. Me desperté, pero no pude moverme del catre que ocupaba en el rancho de Cleopatra. Me quedé muda y quieta y todavía sugestionada, casi dejé de respirar escuchando el ruido grave que, creí, hacía mi rata afilándose las garras contra las paredes siempre húmedas en todos los ranchos de la villa, y agradeciendo a la Virgen que la borrachera de la noche anterior me hubiera desmayado antes de que se me ocurriera desvestirme y sacarme los borceguíes. El pánico siempre me hace nacer dioses.
Con la certeza de que solo me atacaría si dejaba de estar alerta, pasé muchas noches sin dormir. Noches enteras conjurando a la rata onírica con el ruido que hacían las legiones de las ratas reales, que saltaban y corrían arriba de las chapas de los techos en una coreografía incesante y compleja. Empezaba arriba, pero se desarrollaba en varios niveles. En el suelo, las vampiresas amantes de las sobras chocaban contra las cajas de tetra que se caían de las mesas hasta cuando no había viento. Creo que esos eran los gatos: en la cadena alimenticia de El Poso, las alimañas se dividían los víveres por alturas. Éramos una villa ecológica, reciclábamos casi todo, hasta la misma mierda que se comían las ratas reales, las fiesteras after hour, las coprófagas.
La cadena empezaba por nosotros o por lo menos eso creíamos: tomábamos, comíamos y cogíamos más o menos como cualquiera, tal vez un poco más, como todo el mundo cuando sospecha que se acaba el mundo, seguramente más que cualquiera, nos desbordábamos, no podíamos contenernos, no era el alcohol porque bailábamos tanto que se nos evaporaba en sudores, en frenesís rítmicos, en ardores que exorcizaban hasta demonios y no estoy metaforizando. Había danzas que expulsaban diablos, gente que se desmayaba y cuando volvía en sí pedía perdón a todos por sus ofensas: así, algunas noches terminaban en confesiones, llantos generales, abrazos. Ernestito se convirtió a la Virgen después de una tremenda orgía de reggaeton. Bailó como un poseso hasta que se cayó y cuando se despertó apagó la música, se arrodilló frente a la Colorada y le dijo que basta ya de conseguir guita chupando pijas, que sembraran zanahorias, que él no pensaba comerse ni una hamburguesa comprada con el orto o la poronga de ella. Ni con los de él. Que había visto a la Virgen mientras bailaba y que la Virgen no quería que ellos vivieran de garchar y que, además, desde que estaban las carpas y sembrábamos tomates y zapallitos, comida no le faltaba a nadie en El Poso. A la Colo le pareció que tenía razón y terminaron los dos arrodillados a los pies de la Virgen del estanque y todos los demás atrás de ellos, también llorando.
No era la jarra, ni el alcohol que le echábamos a la jarra ni los psicofármacos que le echaban los zarpados a la jarra de alcohol, creo yo, pero igual se nos caían las cosas y nos caíamos nosotros, aunque tampoco era siempre el trance místico lo que nos abatía. Yo he caído poco y ninguna de las veces que caí fue por empuje de la divinidad. Si las fiestas me hubieran pasado en mi época de periodista, hubiera usado el grosero calificativo de «borrachos» para describirnos: el periodismo no es un oficio de sutilezas, pero para entonces casi no ejercía. En esas fiestas me fui convirtiendo en letrista. Hay que decir que no de las más sutiles.
Místicos, extáticos o borrachos, como sea, dejábamos muchas cosas tiradas al final de nuestras cenas. Lo que quedaba arriba de la mesa se lo comían los gatos y los pájaros y tenían escenas tensas. Los gatos miraban a los pájaros con ojos pensativos y los pájaros miraban a los gatos con ojos asustados pero no se iban, no renunciaban a su parte del banquete ni aun corriendo el riesgo de transformarse ellos mismos en manjares. Por supuesto, a veces los gatos pasaban de la contemplación a la acción y, zarpazo o mordisco mediante, les vaciaban de miedo los ojos a los pájaros. Nuestras aves eran también noctámbulas, toda la villa era un quilombo de bichos desvelados: las palomas (Columba palumbus), los gorriones (Passer domesticus), las cotorras (Myiopsitta monachus), los chingolos (Zonotrichia pileata), los zorzales colorados (Turdus rufiventris) y las torcazas (Zenaida maculata). Eran una avanzada latina, incesante e insomne. Teníamos plagas de cotorras que correteaban con las ratas, también ellas por arriba de las chapas, y se escondían en las macetas enormes de malvones que Cleo había ordenado —por sugerencia de la Virgen— poner en los techos en lugar de los ladrillos y restos de demolición que normalmente los aseguran en este tipo de arquitectura. Vista desde el cielo, la villa sí era un jardín, era un bosque de malvones con nidos y todo. Hasta horneros (Furnarius) alojaban los malvones, que terminaban germinando también sobre los nidos.
Lo que no se comían los pájaros ni los gatos se lo comían los perros. Ahí los que tenían ojos dubitativos eran los gatos y los que pensaban eran los perros y a veces la tensión estallaba en batallas que terminaban a los tiros. Los que el primer vecino que se cansaba de no poder dormir tiraba al cielo para que se asusten los perros, los gatos y los pájaros. Las ratas reales se quedaban igual. Parece que no les entraban balas.
Todo era morder, masticar, tragar: se escuchaban los crujidos, degluciones y quebraduras con que el mundo se come al mundo. Nuestras ratas roían todo lo que sobraba, la cáscara y el carozo de todo: los cueros de papas y naranjas, los espinazos de las carpas, los papeles engrasados que habían envuelto salamines, las cajas de pizza, los pedazos de uñas que escupían los villeros ansiosos, los potrillos que parían las pobres yeguas entre los carros, la leche que escupían las putas, los pelos que caían de las extensas afeitadas travestis, la mierda de cada uno, esas cosas se comían las ratas de la villa, sacadas también ellas de la merca que se nos caía o se nos quedaba arriba de las fórmicas de las mesas sobre las que también fornicábamos.
Y los tetras, a los tetras se los chupaban y después los masticaban despacito, igual que a los forros usados. Terminaban borrachas, subidas a las paredes del estanque, mirando para abajo, quién sabe si tratando de reconocer su propio reflejo o lamentando no ser lo suficientemente anfibias para poder aprovechar mejor el banquete de carpas de colores que daba vueltas ahí adentro del agua y que a veces se asomaba.
Las ratas miraban a las carpas y las carpas miraban a las ratas y todo quedaba congelado en ese instante de contemplación, que en general antecedía al amanecer. Lo único que se movía era el reflejo de los colores de la Virgen de cemento que presidía el estanque con sus brazos abiertos y hospitalarios, mecida por la brisa. En la villa nunca había vientos fuertes. Habrá sido por la gracia del paredón. O de la Virgen, quién sabe.
A veces, algunas de las ratas más gordas se caían al estanque: terminaban flotando como globos pestilentes. Y ahí las carpas, acostumbradas como estaban a que les cayera comida del cielo —el cielo éramos nosotros, los que quedaran en pie, que les tirábamos lo que sobraba antes de irnos a dormir, apenas terminábamos la fiesta—, dejaban la contemplación pero no la paciencia y se las comían despacito: las carroñeras esperaban que se pudrieran bien las ratas gordas y se las chupaban de a poco con sus bocas sin dientes. Cleo no quería, pero muchas veces se las dejábamos flotando: las carpas parecían alborozadas cuando comían la podredumbre de las ratas flotadoras, brillaban, se ponían más coloridas, el estanque parecía un jardín de flores carnívoras y mefíticas.
Después de las fiestas, casi todas las noches, seguían despiertos los pájaros, los gatos, los perros, las ratas reales y yo, que tomaba merca para no dormir y quedar a merced de mi rata imaginaria. Al mediodía tomaba whisky para irme a dormir la siesta, cuando a la luz del solazo bonaerense las amenazas de las pesadillas se desvanecían. Durante el día estaba segura de no poder ser devorada por una rata. Cuando empezaba a atardecer, volvía el miedo. Durante ese minuto cuarenta y uno que tarda el sol en caer desde que toca el horizonte, cuando en el cielo pueden verse siete azules, aparecen las primeras estrellas y se callan hasta las cotorras, empezaba la pesadilla para mí: la rata de mis sueños extendía su manto de terror al mismo tiempo que la noche el suyo de oscuridad. Y empezaba a pensar, a argumentarle al pánico que una sola rata imaginaria no podría nada contra mí, una mujer real.
Cómo no se me tornaba amenazante el resto de las ratas es una pregunta que no puedo responder del todo ni siquiera hoy. No estaba tan loca como para no darme cuenta de que una rata imaginaria no podría hacer de mí su cena pero muchas ratas reales tal vez sí. Pero ni aun en esos días tenía mucha fe en las multitudes: «Si el pueblo unido no tiene mucha conciencia de su fuerza unida, qué pueden saber un montón de ratas unidas», me decía. Ese pensamiento tampoco me dejaba dormir: alguna conciencia teníamos nosotros, como las ratas tienen olfato. De todos modos, por mucho que bebiera y tomara, no podía concebir un comando de ratas capaz de coordinar tácticas y estrategias; solo pensaba que tal vez pudieran medir fuerzas con su hocico, oliendo, en ese cuarto chiquito, de ladrillos robados, durlock, ácaros, humedad y chapas, a mucha rata y poca mujer. Viéndolas dispersarse pisándose entre ellas me dormía sin miedo aunque sin soltar el revólver. Por supuesto, nunca fue necesario probar si las ratas, unidas, podían ser vencidas.
En mi casa la amenaza ratera se hubiera evaporado en instantes y nunca hubiera vacilado mi ateísmo. En el barroco miserable de la villa, cada cosa siempre arriba, abajo, adentro y al costado de otra, todo era posible. Y, eventualmente, divertido: de tanta superposición, todo cogía con todo, hasta los caballos atados a los carros se subían sobre otros caballos atados a carros y se apilaban para coger aplastando carros y cartones.
De todas las siestas me despertaba la Colorada con una birra al estilo mexicano: apretaba la boca del vaso contra un montón de sal, lo daba vuelta, ponía los cubitos, les tiraba salsa inglesa, un poquito de tabasco y arriba la cerveza. Me gustaba la michelada y a eso de las siete siempre aparecía la ladera de Cleo con mi vaso helado. Me despertaba, tomaba un sorbo y sonaban los tiros y bramaban las columnas de sonido: «Hoy salgo pa’ la calle cazando / a par de locos papi que están fantasmiando / yo siempre ando ready». Como una ceremonia, la cerveza, el picante y la sal me arrancaban del sopor y de la resaca del whisky de mediodía, la verborrea de la pelirroja me sacaba de las pesadillas y los tiros del principio de la fiesta de la cama.
Habíamos puesto lucecitas de colores colgando de los techos de los ranchos para los bailes. Se encendían y todo el mundo llegaba, como si fueran señales. Eran señales, como era una señal que alguien faltara dos o tres veces seguidas: o estaba preso o estaba muerto, así que buscábamos en comisarías y hospitales. La Jéssica aparecía siempre a la hora de las comidas. Pese a lo empastillada que vivía, nunca dejaba de cumplir con algunos roles de género. A Kevin casi no lo registraba, es demasiado precio un hijo por un polvo a los dieciséis años, pero durante las cenas le servía el plato y se ocupaba de que su ropa estuviera relativamente limpia aunque no supiera de dónde salía lo que tenía puesto su hijo, mi hijito. Se lo compraba yo, que gastaba fortunas en sus caprichos de hiphoper de jardín de infantes. O se lo traía Wan, que negaba toda paternidad pero se conmovía con Kevin: «No ser hijo Wan, pero parecer», decía, y le regalaba enteritos chinos afelpados y pintados con dragones que a Kevin le encantaban. Yo me lo imaginaba adolescente, con los dragones tatuados en los brazos y en la espalda.
El Gallo se afeitaba y bañaba a los catorce pollitos que tenía con la Colorada: apenas dejaron la prostitución, comenzaron a dedicarse a cuidar a cuanto niño anduviera suelto en la villa. Andaban muchos, y el Gallo se esmeraba en tenerlos limpitos y bien peinados; los varones con gel, las nenas con dos colitas y los adolescentes con pirinchos decolorados y parados como si les hubieran puesto yeso. Es que antes de ser taxi boy el Gallo había sido albañil; los dos oficios comparten una pasión por los pelos prolijos y él sumaba pasiones y saberes. Llegaban los quince hechos una estampa de la peluquería popular cuando su esposa y madrastra tenía listas las jarras de michelada y las de jugo de naranja, que era lo que tomaban los chicos en la villa. El Torito y Helena llegaban siempre muertos de hambre, él vestido como una estrella de cumbia y ella con los mismos jeans rotos de denim francés que usaba para toda ceremonia. Casi lo único que hacían era fumar porro y coger, así que siempre estaban muertos de hambre. Helenita supervisaba el desarrollo de las carpas y el estanque, pero todo andaba bien así que el trabajo le tomaba minutos apenas. Dani venía también pero no siempre, porque no soportaba las sobremesas de Cleopatra. Yo creo que estaba enamorado de verdad.
La mesa era muy larga: usábamos de banco una de las paredes del estanque, que medía cien metros de lado. Muchas tablas sobre treinta caballetes sostenían a la más comunitaria de nuestras comidas. La Colorada y algunas otras travestis, todas con delirio de barwomen, traían trago tras trago. A la tercera o cuarta ronda todos los cuerpos comenzaban a ondularse al ritmo emputecido del reggaeton: «Le doy eremita que de esta nadie tiene / como en la mano y en la boca se te viene», cantábamos. Sí, yo también: al principio me resistí a la estupidez de las letras, me recitaba cancioneros antiguos («Bailemos las tres, amigas queridas, / bajo estas avellanedas floridas; / y quien fuere garrida como somos garridas, / si sabe amar, / en estas avellanedas floridas / vendrá a bailar») para no perder el lenguaje, pero el ritmo del reggaeton, que es una música que es sexo cuando se bebe y se la baila, me iba ganando y empezaba a meterse en la cantiga: «Chupemos las tres, amigas queridas / de estas conchudas heridas / y que le dé duro la que sea aguerrida, / y si sabe perrear, / se va a ir a menear a Florida / y después a bailar». A la altura del sexto Fernet con Coca me ponía a recitar a los gritos; según Cleo esa primera cantiga intervenida de reggaeton fue profética: «Amor, ¿vos te das cuenta de que estamos meneando en Florida como vos profetizastes?», me preguntó después del estreno de la ópera cumbia en Miami.
Pero eso fue mucho después. En ese momento lo que estaba pasando era que la música se me metía en el cuerpo y en el lexicón de la mente cerebro y lo que antes me parecía estúpido se me volvía potencia en cada célula. No se trataba de que dejara de parecerme estúpido, era que la estupidez desaparecía como criterio de valoración, a mi carne le gustaba ese ritmo emputecido y me emputecía yo también y disfrutaba del asado meneado, de las filas de chorizos apretados en las megaparrillas, de las jarras con pastillas, de reggaetear, de regatear como decía la Jéssica, de cumbianchar como decía el Torito, de perrear como decían todos, a puro tan tan y choripán, el mejor plan decían las locas a la hora de las tortas y le daban más duro a la cumbia, «que levante las manos el que quiera jalar reflashar, reloco flashar, bailando reloco pa’ lante y pa’ tras» y jalaba reloca y flashaba palante y patrás y jalaba otra vez y me acordaba del plan de crónica que me había metido en la villa y pelaba el grabador y corría atrás de Cleo y Cleo me hablaba de la Virgen sin parar, hasta cuando se empalaba a alguno de parada me hablaba sin parar. Mi amada dice que fue «el milagro de seguir vivas» pero eso fue después, la semilla del amor se hizo en la villa, qué maravilla, se derretía con mis arremetidas: la calentaba a la loca que la encarara micrófono en mano, y le preguntara y le preguntara hasta cuando estaba empotrada, engrampada, «engarzada», dice ella que tiene delirio de joya, de piedra preciosa, de zafiro puto. Cleo empezó a morir de amor por mi deseo de sus palabras y me contaba y me cantaba sus cuentos y teorías incluso con dos porongas en la mano o empujándole las tripas a pijazos al que fuera. Y nadie se quejaba porque un lechazo de Cleo era un poco como agua bendita para todos, por transitividad: mi mujer es la elegida de la Virgen. Y yo también empecé a caer ahí, me calenté con mi objeto de estudio que interrumpía mis cuestionarios cuando rugía como una leona, Cleo acababa y yo me mojaba y terminaba trepándome a la poronga lubricada de algún pibe, de cualquiera, del que pasara. En cada casa, en cada mesa de la villa todo era polvo, el de las jaladas y el de las chicas relajadas que se apretaban, tetas con tetas y terminaban muy despeinadas, fumando porro cuando pintaba la cumbia lenta del fumanchero: «bailen cumbia cumbianchero / Que llegó el fumanchero / fumando de la cabeza / empinando una cerveza».
Para esa altura de la fiesta mi rata estaba tirada panza arriba, sin miriñaque ni dirección, meciéndose como loca sobre la curvatura de su espalda y moviendo las patitas al ritmo de la cumbia. Pero era un monstruo al que no abatía ninguna botella. Siempre a alguien se le volaba un poco de merca y siempre caía sobre mi rata. Un auténtico círculo vicioso el de mi pesadilla, que terminaba siempre reciclada por todo lo que yo tomaba para evitarla.