16. Qüity: «¡Flores, flores!»

«¡Flores, flores! ¡A la Virgen le salen flores de las manos!», gritaba el Torito y se tiraba al estanque, supongo que adentro de una cápsula de colores confusos y brillantes hecha con cristales de MDMA, hasta clavarse en el barro a las carcajadas. «Las carpas», se reía, «las carpas me chupan mejor que nadie», seguía riéndose y extendía los dedos que efectivamente las carpas intentaban tragar con tanto fervor como falta de éxito. Fue un tiempo de bocas abiertas: las de las carpas, que hacían «o» y trataban de tragar todo lo que se les cruzaba; su forma de estar en el mundo era tratar de comérselo. Los huesos de los muertos en el lecho del estanque barroso, los dedos de los vivos en la superficie airosa. Y el mundo se las comía a ellas: ahí estábamos nosotros con el corazón contento de carpas y cagándonos de risa, sin pensar demasiado en que también nos devorarían: desde sus helicópteros, los dueños de las cosas nos verían igual que veíamos nosotros a las carpas. Como cosas, claro. Fuimos libres todo ese tiempo en que el Toro creía ver flores saliendo de las manos de la Virgen. No es que no nos mataran por entonces: cada tanto sí, bajaban a alguno, la policía y la agencia nos cocinaban a tiros. Y cada tanto algún pibe cagaba de un tiro a otro, por supuesto. Si vamos a contar todo, y estoy agregando este capítulo por sugerencia tuya, Cleo, tenemos que contar que los descebrados cuando se daban vuelta si les daba por pelear se cagaban a tiros y no había Virgen que los disuadiera.

Pero estábamos en temporada de milagros y pensábamos que la estatua torpe de la Virgen Cabeza irradiaba un escudo protector, eso lo creíamos un poco todos, de una manera u otra. Yo, pueblo en el pueblo como una gota de mar en el mar, creía en el pueblo unido. Como fuera, a nuestra Virgen le salía de todo por todas partes y nosotros creíamos en milagros y éramos felices. Si hubiera sido de las que lloran sangre, hubiéramos pensado que estaba menstruando: no teníamos lugar para lágrimas. Eso fue después. Entonces estábamos casi todos vivos, y festejábamos esa ocurrencia y esa persistencia de nuestras vidas. Siempre había alguno que contaba los tiros de los ratis y cuando llegaban a cien sin víctimas humanas ni sacras, cumbia, porro y cerveza. No le tomaba mucho rato al Toro empezar a flotar entre margaritas que salían como «en un vientito» de las manos celestiales. Les daba duro a las pepas. Conseguía unas con imágenes santas y sobre todo prefería la del sagrado corazón. Las chupaba arrodillado en el estanque con la misma fruición que las carpas chupaban sus dedos. «Dios es amor», nos decía, «Dios es amor». Todos nos reíamos. Y éramos Dios, algo de lo sagrado circulaba entre nosotros. Por ahí tenés razón, Cleo, mi amor, por ahí era la Virgen hecha aire puro. Es cierto que logramos que no hubiera ni olor a mierda.