14. Qüity: «Aguante, Virgen Cabeza»

Aguante, Virgen Cabeza

que esta Catedral miseria

is a very serious thing

aunque una fiesta sin fin

de pura merca y cerveza

nos tenga de la cabeza.

Se reflejaba en el agua turbia del estanque. Miraba para abajo con las manos extendidas, siempre lista para dar refugio. A veces, cuando llovía, los chicos anudaban un nylon entre sus brazos y se armaban una carpita considerable. Por más villeros y chorros que sean, a los pendejos les gusta jugar.

Como un Narciso pobre y vestido de equeco, en el agua turbia del estanque, decía, la Virgen de El Poso se miraba noche y día. Y día y noche las carpas le rompían el reflejo con sus saltitos blancos, naranjas y rojos. Y marrones también, por el barro que levantaba su voracidad inquieta. Los vecinos la cuidaban a la Virgen. Le ponían piloto si llovía, pulóveres si hacía frío. ¿Vería su efigie de espantapájaros la Santa Madre?

Para Navidad le enredaron lucecitas en los rayos dorados. Que simbolizaban la virginidad lo supe mucho después. ¿Por qué rayos, Cleo?, pregunté. ¿La tendría brillante o aguerrida la Santa Madre?

No solo ella miraba al estanque. La villa entera lo miraba. El caos villero se ordenó como si los años de miseria y precariedad, los pasillitos llenos de mierda, los pedazos de chapa, los ladrillos de diferentes clases y tamaños, las paredes en falsa escuadra, los pibes desaforados, todo se hubiera originado en la falta de un estanque. En cuanto lo terminamos, cada cosa empezó a parecer parte de un plan, algo con sentido y objetivos. Como si ese miserable laberinto hubiera sido objeto de diseño, la miseria empezó a ser austeridad.

«Lo que es el estanque es la villa», decía Daniel y de alguna manera Cleopatra también lo pensó y coronó la puesta en abismo colocando otra Virgen sobre la muralla: un rectángulo contenía a otro y a los dos los protegía una Santa Madre. Entre esas dos madres se quedaron los pibes. Querían bombear, hacer guardia, alimentar a los peces, organizar las cosechas. En el espejo del estanque se vieron también ellos y se encontraron, aun en la previsión de lo más feroz. Porque ellos sabían con qué bueyes araban y se dieron cuenta de que a nosotros también iban a echarnos las redes y se quedaron igual, entre las dos vírgenes, para dar pelea.

Les había empezado a gustar la vida, esa comunidad carnicera de carpas, salir en la tele cuando venían a hacer notas sobre nuestro emprendimiento ictícola, coger con las chicas de la facultad que venían porque les servíamos para sus papers y los miraban como héroes. Alegría sentían. Puede parecer poco pero hay poco más que pedir. Los santos también se quedaron: los pusieron sobre la muralla para que la Virgen no estuviera sola allá arriba, y para «que nos cuiden para siempre», decía riéndose el Gallo y se persignaba mientras metía cemento en las patas beatas; cuarenta santos de diversas santidades nos miraban y se miraban, además de las cámaras de la policía y de la televisión, que también nos miraban, se miraban y se duplicaban en el estanque.

Desde la autopista se los veía de espaldas a los santos, paraditos sobre los exhibidores de carteles, que, esos sí, estaban de frente. Baltasar Postura, el intendente, había decidido aprovechar cada centímetro del muro; los santos parecían enanos concentrados en el interior de la villa y hacían bien, para los del exterior estaban las iglesias y sus santos esculpidos en mármol y madera y yeso.

Los de afuera, los que les veían las nucas a nuestros santos de cemento, los de las catedrales, los que se reflejaban en los carteles publicitarios como todos nosotros en el estanque, empezaron a hablar de «los santos negros» y de «la Catedral Cabeza». Cuando veíamos su efigie de rodete en las paredes de los ranchos, nos preguntábamos qué haría Evita si Evita viviera: ¿llevaría a Cleo a trabajar con ella codo a codo a la Fundación? ¿Nos mandaría lluvias de regalos desde sus Pulquis? ¿Se lo llevaría al Torito a Olivos? ¿Vendría a tirar cascotes a los jardines de las mansiones de las que nos dividían apenas un muro y algunos miles de dólares de ingreso per cápita? Si Evita viviera seríamos peronistas.

«Y ni que hablar de cómo se sentiría el Che Guevara», decía Daniel cada vez que veíamos su efigie barbada en los bíceps de los pibes. De los de Maradona se copiaban todos, querían tener algo en común con el brazo de Dios que, justamente en esos días, pasó a la inmortalidad con un plumero en el culo, dos adolescentes escondidas en un placard y promediando una raya generosa, larga y gorda. «Viejo hijo de puta, tomaría merca de primera, acá revientan todos a los treinta», dijo Jonás. «Vos te olvidás de que era deportista, men sana en cuérpore sano», le contestó Cleo sin pensar mucho en lo que estaba diciendo. Quería convencer a los pibes de que hicieran deporte, le parecía la salvación misma que les diera por ir a jugar a la pelota en vez de fumar paco. Les daba sermones y los pibes la escuchaban y de a poco se iban «rescatando», decían ellos, inmersos también sin darse cuenta en el campo semántico de la salvación.

Tan glotones y coloridos como nuestros peces, comíamos juntos al mediodía y a la noche, todos comíamos, de alguna manera alcanzaba y encima quedaba rico. «La multiplicación de las carpas», decía Daniel con un poco de resignación cuando miraba las interminables hileras de peces extendidas sobre diez metros de parrillas improvisadas. El asado era nuestra forma predilecta, los gourmets villeros tenían su decálogo secreto para asar casi cualquier cosa. Faltó que asaran gatos nomás. El fuego lo hacíamos con lo que encontraban en la calle: diarios para encender y madera. Talaron la mitad de los árboles del barrio los salvajes. A los gritos se charlaba en esa mesa larga de tablas y caballetes, la música la apagaban solamente cuando Cleopatra, a la mañana y a la noche, rezaba sobre el borde del estanque, entre Jesús y su madre. A veces, cuando no se descontrolaba la fiesta, después de cenar nos contaba algunas de las cosas que le contaba la Virgen. Milagros eran. «Escuchenmén», vociferaba parte en rioplatense orillero, parte en español cervantino: «y sabed lo que fizo Santa María con un bardo que armaron los diablos para afanarse el alma de un peregrino, que eran de los que caminaban hasta la iglesia que les quedaba más lejos, como los que ahora van caminando a Luján: para que valga, la iglesia tiene que quedar en la loma del orto». Y se largaba a contar una cantiga de las que recopiló Alfonso el Sabio hace ocho siglos: después de pasarse la noche cogiendo con una puta, el peregrino seguía su peregrinación hacia Santiago de Compostela alegremente, sin confesarse. El diablo, que aparentemente compite con Dios para ver quién se queda con más almas y le gana por robo, se disfrazó de apóstol Santiago y se le apareció: «Debes salvar tu alma para que no arda eternamente en el lago de fuego del infierno, donde caerás sin mi ayuda, por eso te digo: elimina lo que te fizo pecar, córtate el miembro culpable». El peregrino se la cortó y se murió desangrado en el camino. Los diablos lo consideraron suicidio y vinieron en legión para llevárselo al infierno. Y aquí llegaba la moraleja; Cleo no contaba cuentos para distraernos y nada más: «Suicidarse es pecado, ¿me entienden? Hay que morirse cuando Dios quiera y no cuando a uno se le ocurre. Porque suicidarse no es solamente cuando lo hacés queriendo y te pegás un tiro en la cabeza: también es cuando tomás demasiadas drogas o cuando cogés sin forros, ¿me entienden?», intercalaba, y después terminaba la historia: interviene la Virgen, considera que el peregrino se la cortó engañado por un diablo y lo resucita. Pero no del todo: deja que los perros se coman la pija, así el hombre no vuelve a caer en la tentación y no corre más riesgos de ir a parar al infierno.

La carcajada fue unísona; había fe, pero al infierno nadie le tenía miedo en la villa. Coincidíamos, para todos la vida tenía un sentido nuevo y nos queríamos en esa novedad, en esa alegría que vivíamos y estaba también en la cara de los otros, era una fiesta sostenida, valía la pena vivir, éramos libres en esos días de alegre multitud. Los pibes empezaron a estar bien: la villa se llenó de gente, estudiantes, fotógrafos, militantes de ONG que administraban el diezmo de la culpa, antropólogos, periodistas. Los villeros empezaron a ir a las universidades para contar su experiencia autogestiva, a ser entrevistados como ejemplos de que en «este país el que se esfuerza recibe su recompensa», a viajar a las provincias para conocer los emprendimientos de otros grupos de carenciados. La prensa empezó a hablar del «sueño argentino» para referirse a nosotros.