Lo que teníamos en la villa está perdido, sí, como el paraíso está perdido y perdidos están sus prados y la sombra de sus árboles y las ramas inclinadas por el peso de las flores y las frutas que brillaban como joyas y los pájaros que cantaban como ángeles. Y sus ríos caudalosos que no inundaban ni calmaban la sed de nadie porque nadie tenía sed, sus fieras sin hambre que convivían en paz, su pareja sin sexo y su clima suave. Y esos árboles, por fin, el del bien y el mal y el de la vida. En el mundo quedaron muchos árboles, se sabe, pero de esos no hay más. En las villas en particular no hay de ninguna clase. El Poso no era la excepción. Plantamos después. Transplantamos, para ser precisa, pero ni con las decenas de ficus y las miles de latas de malvones y alegrías del hogar con que bordeamos el estanque la villa se transformaba en un locus amoenus; con el jardín del edén no tenía más semejanza que la cercanía de la divinidad, que algo de diosa tiene la Virgen aunque no sea parte de la Santísima Trinidad y sea muchísimo más joven que Jehová.
Ahora, tal vez, la villa se parece al paraíso un poco más que entonces, pero solo por lo perdida y lo añorada, aunque a veces, munidas de martinis y vista caribeña, nos ponemos a planear la villa nueva, a pensar cómo recrear eso que tuvimos. Para empezar, algo hay: villas y villas y más villas. Basta con seguir las curvas de la distribución de la riqueza en Argentina para que no queden dudas.
Y si a alguien no le basta con los gráficos, sepa que dice Cleo que dice la Virgen que hay cada vez más villas en Buenos Aires y que las villas siguen siendo tan parecidas a los jardines del Edén como los monos a los cohetes que llevan turistas a la luna.
Es que nos faltaban árboles, dios, leones amamantando corderos, ejércitos de querubines asesinos y una espada giratoria. No solo por déficit hacíamos diferencia: lo que sobraba tampoco le hacía espejo al country de Eva y Adán. No se espera de ningún edén que huela a mierda, por citar una de las abundancias que rompían todo reflejo. Es que oler a mierda no es sencillamente feo; oler a mierda es oler a descomposición, a muerte in progress.
Y no es que yo esperara, como Dante, que «una eterna margarita me recibiera dentro de sí como el agua unida recibiendo un rayo de luz». Beatrice, rara Beatrice me salió Cleo. Es verdad, más rara Dante le salí yo. La cuestión es que yo no esperaba nada, ni margarita eterna ni un carajo, pero qué flores tuvimos en la villa. No eran eternas ni por quince días, vivíamos apretando viveristas para que nos entregaran alegrías del hogar y petunias y prímulas y tulipanes. Sí, tulipanes también: a mi señora le daba delirio de holandesa de vez en cuando. Yo no estaba en la comisión de decoradores, pero sé que iban todas las semanas a buscar plantines porque sí estuve al frente de la comisión de relaciones institucionales todo el tiempo que nos duró el paraíso. Y me la pasé tratando de calmar a los que llegaban a las puteadas porque los pibes se les zarpaban con las amenazas. Ahí lo conocí a Wan. Después se volvió a China y puso un supermercado argentino el hijo de puta. Claro, vende calabazas criollas y yerba y no sé qué cosas que hace pasar por asado y vino y pan francés, todo a precios siderales. Choripanes, vende Wan en Beijing. Sí, a los hombres nuevos chinos les encanta el consumo suntuoso.
Después seguimos con Wan, quiero terminar: la villa, ni siquiera ahora, cuando no queda chapa sobre chapa, cuando está tan perdida como él, se parece al paraíso. Pero lo raro es que un poco sí se parecía, algo sagrado hubo ahí y no fue la Virgen. Bueno, la Virgen también.
Todo se reproducía, parecía Amsterdam El Poso entre tanta agua y tanta flor y tanto humo de marihuana, pero nada se multiplicaba como las carpas en nuestro mundo, que no, insisto, no se parecía un carajo al de la Biblia. ¿Cerca de Dios, entre el Tigris y el Éufrates, cogerían también? En el Olimpo ya se sabe que sí, y que crecían prados perfumados ahí donde se habían revolcado Zeus y Hera. En el cielo de los musulmanes me imagino que también, ¿si no por qué le prometerían setenta mujeres a cada guerrero que muera por Alá? ¿Para que les ceben mate? Cleo, ¿podrás preguntarle a la Virgen para qué quieren tantas minas los árabes resucitados? Ella debe saber. Debe vivir en el mismo barrio.
Nosotros cogíamos también, claro, pero no nos reproducíamos, pasó lo propio de la abundancia: nos dedicamos casi exclusivamente al placer. Y a comer carpa en guiso, con chimichurri, en chop suey, en puchero, con salsa agridulce, en salpicón, saltada con verduras, con polenta, en ceviche y, obvio, asada. Dos días estuvieron la Colorada, Dani, el Gallo y Cleo encerrados con Wan para aprenderse bien las recetas. Dos días enteros en Hermosura, el súper chino que nuestro chino tenía a dos cuadras de la entrada principal de El Poso. Era un galpón de mierda en el que vendía cigarrillos de a uno y medios cafés y fideos y arroz y vino en caja y tintura rubia porque en la villa las mayorías querían ser rubias como en casi todas partes. Tenía música también la Hermosura: llena de una melodía horrible estaba, una especie de feng shui funcional de evangelistas chinos que nuestro hombre taiwanés disfrutaba en serio. Se pasaba horas y horas en la caja canturreando, guardando billetes y sonriéndole a todo el mundo. «Es difícil ser extranjero», nos explicó después. Y ahora sabemos que no mentía.
Dos mujeres de El Poso que empleaba en el supermercado le contaron nuestro proyecto ictícola. A Wan le encantó, lo tomó como una causa propia y se aplicó tan industriosamente como si lo fuera. Sin dar muchas explicaciones, salvo un nostálgico «papá Wan carpas Taiwán», se sumó a las huestes de El Poso: todos los días aparecía con sus siete chicos a darles de comer a las carpas que conseguimos robar del Parque Japonés. Ni siquiera le importaba que la villa, además de proveerlo de empleadas baratas, lo proveyera de los pibes que lo asaltaban de vez en cuando. Se limitaba a saludar con un «yo conozco vos, no robar más Wan» a los que se iba encontrando en los pasillos; quién sabe, tal vez consideraba que el trabajo de las madres compensaba los desmanes de los hijos o buscaría que lo dejen en paz de una vez. Y por supuesto que lo dejaron en paz: como él mismo decía, «yo chino, no boludo».
Se habrá ido por lo mismo que nos fuimos nosotras, una mezcla de miedo y asco y ganas de seguir viviendo. Por ahí a él también se lo ordenó la Virgen, como afirma mi amada, aunque Wan no creía en Santa María. Estaba contento en la Argentina: «China impuesto hijos», decía, «mucha gente, todo amontonado. Acá mucho más mejor».
Al Parque Japonés fuimos el Gallo, Daniel, la Colorada, Cleo, Wan, Helena, el Torito y yo. Hay que decir la verdad: lo que más se reproducía eran las carpas, sí, pero los que más cogían eran Helena y el Torito. No sé para qué vinieron esa noche: se pusieron a garchar arriba de un puentecito de bambú y se cayeron al agua y a partir de ahí no hicieron otra cosa que reírse. De todos modos no nos fue difícil conseguir las carpas. Aunque la Colo tal vez no estaría de acuerdo conmigo: tuvo que seducir al par de vigilantes, «en quince minutos los liquido a los dos, apúrensen que me da un poco de asco cogerme a estos cobanis», dijo con voz bajita y una pija policía en cada mano. Era el precio de la entrada al parque a medianoche.
Cleopatra se puso a rezarle a la Virgen para pedirle perdón, «porque no está bien robar, y menos bien todavía está chuparle la pija a los vigilantes». Wan, que casi nunca tenía nada que decir, por lo menos en castellano, consideró necesario aclarar: «Yo Jesús, Virgen no cree» y Cleo interrumpió su comunicación con la Santa Madre para mirarlo con dientes en los ojos. Intervinimos y les recordamos que Dios es amor, que las diferencias no importan mientras amemos al prójimo. Les resultamos convincentes. Cleo volvió a rezar y Wan a elegir las carpas «más buenas, más huevas, más hijitos». Debe haber hecho una buena selección: nos llevamos unas veinte carpas gorditas y de todos colores metidas en bolsitas de nylon con agua. Eso fue en noviembre y en marzo teníamos mil doscientas.