8. Qüity: «Entré a la villa»

Entré a la villa un año y medio después, un día de noviembre. Era muy temprano, como las ocho; con Daniel pensamos que la hermana Cleopatra seguramente había redescubierto la mañana poco tiempo atrás, después de abandonar la vida nocturna. Había llovido mucho el día anterior y la villa resucitaba después del diluvio; estábamos tan hundidos en el barro que parecíamos emerger de ahí, como las primeras criaturas del dios de la Virgen que hablaba y sigue hablando con Cleopatra.

El centro de El Poso se inundaba: cuando llovía no había pibes, la Virgen no atendía y los caminos del Señor se tornaban navegables. La pampa se ondula de trecho en trecho y en esos trechos la pirámide social se hace geografía; el agua cae para abajo, claro, y, todavía más claro, abajo están las villas. Arrastra los ranchitos más precarios y de vez en cuando ahoga a alguno. Por lo que puedo recordar, esa mañana los restos del naufragio eran solo cartones de vino, jeringas, botellas de plástico y pañales. No había cadáveres. Los vivos charlábamos en grupitos marcando el ritmo de la cumbia de fondo con los pies mientras esperábamos a la Hermana entre los destellos del proletariado villero que estaba de pelo engominado, pirinchos parados, cintas de colores, ropa de gimnasia cara y zapatillas destellantes. Los chongos parecían bailarinas: avanzaban apoyando las puntitas de los pies sobre las piedras del barrial para conservar los brillos de sus llantas. Los nenes corrían y jugaban a la mancha a pesar de sus madres que intentaban, aullando, mantenerlos lejos de la mierda del suelo. Algunos hombres se reían bajito con las bocas vacías mirando a las mujeres y las mujeres también se reían, pero se tapaban el vacío de la boca con el gesto automático de los desdentados coquetos. Estaba reflexionando sobre Dios, el pan y los que no tienen dientes cuando apareció la diva por el aire. No era un milagro: los guardaespaldas cargaban la silla de ruedas para que no se hundiera en el barro. Es necesario que quede claro que el centro de El Poso era un pantano de mierda. Susana, que estaba viejísima y ya no se asustaba ni se sorprendía por nada, pidió que ubicaran la silla cerca de las señoras chetas y de la estrella de la cumbia nacional, un villero que se quedó en la villa, todos divinos según diversos modelos de divinidad oriundos de Miami.

Las «hermanitas», ex compañeras de trabajo de Cleopatra, iban y venían presurosas llevando basura, trayendo caballetes y tablones, todo en la espalda como buenas, industriosas y maquilladísimas hormiguitas travestis. Había fogones y había señoras gordas al lado de los fogones; de esa mixtura, fuego y gorda, salía un olor encantador a mate cocido y tostadas, a desayuno en casa olía la mañana cuando por fin apareció Cleopatra trayendo unos frascos, «es mermelada de naranjas», las primeras palabras que le escuché sin mediación de cámaras y micrófonos, «es caserísima, la hice yo con mis propias manos y las naranjas son de los árboles del barrio». Se apoyó en el pecho de cemento de la Virgen cabezona y recibió amor y regalos, encantada, se reía y saltaba en el lugar como una criatura, como sigue haciendo todavía a pesar de las patas de gallo y de todos los muertos. Las dos, Cleo y nuestra hija, saltan en el lugar cuando se ponen contentas, por ejemplo cuando le regalo una Barbie nueva a la nena y un perfume a Cleo. Esa mañana no podía siquiera imaginarlo, pero el olor a hogar y Cleopatra no se irían más de mi vida.

Cleo estaba apoyada en el Cristo, entonces, y recibía huevos, un iPhone, ropa, una gallinita colorada, se rio estrepitosamente la médium de la Virgen: «¡Ay, Gladys, vení a verla, es igualita a vos, hasta hablan parecido!». Nos reímos todos; se parecían de verdad. «Esta se va a llamar la Gladina», la bautizó Cleo. «Y yo me voy a quedar con los huevos», contestó Gladys. «Siempre igual, vos, creí que te habías regenerado, Colorada». Siguieron los regalos: una camisa de seda, diez baguettes, cajas de arroz blanco, una cartera Vuitton. Cleo saltó como cinco minutos seguidos cuando la diva vieja, su madrina, le dio el perrito. «Ay, Su, gracias, gracias, no te hubieras molestado, qué divino que es, qué es, macho es… ¡chicas!, ¿cómo le ponemos? Gauchito pongámosle, con nosotras va a vivir rodeado de chinas. Miren, tiene un collarcito. Está todo vacunado. Mejor, porque este es fino y acá los finos se pueden pegar cada peste», se puso reflexiva la loca mística y remató: «bueno, nosotros también, pero estamos acostumbrados». Con un sentido común que me sorprendió y me sigue sorprendiendo por provenir de una persona que dialoga con seres celestiales, Cleo nos dijo que Dios nos quiere, que en Dios nos queremos y que tomemos la leche; ya era hora y hacía un frío de cagarse, que primero es lo primero. Rezaríamos después. Eran todos alegres y amables bajo el amparo de la Hermana. Se gritaban chistes, recordaban anécdotas, se reconocían como parte de algo, yo no sabía de qué pero me hacían partícipe. Un nenito, tres años tenía, señaló el bulto que hacía mi revólver debajo del pulóver y gritó «¡pum!», se tiró al suelo y se hizo el muerto, riéndose y esperando aprobación. Me sorprendió un poco ese saber en un niño tan pequeño, pero El Poso era el reino de la eterna juventud: nadie se muere de viejo sino de enfermedades curables o tiros innecesarios. El nene se levantó riéndose, yo me reí con él, le acaricié la cabeza y se abrazó a mis piernas. Era Kevin. Desayunó en mi falda feliz de la vida, le di un caramelo que tenía en la cartera, él me dio un beso y yo tuve ganas de llevármelo a mi casa y darle caramelos para siempre como la bruja de Hansel y Gretel pero no para comérmelo sino para que me diera besos y estuviera siempre feliz.

Dani hizo lo que había ido a hacer; con la boca llena de tostadas sacaba fotos. Tenía la cámara Kirlian conectada a su wrist PC así que nadie notó su incesante actividad. «Qüity, mirá esto», me decía más o menos una vez por minuto, «Parece el estrecho de Messina: es el aura más azul y más grande que vi en mi vida», hablaba del color del alma de Cleopatra. «Aleluya, hermano, será santa en serio entonces». Estaba entusiasmadísimo; creía de verdad que las luces que fotografiaba eran signos de almas y creía en serio que había almas. Como evidencia, insistía en mostrarme la foto de la suya, una cosa opaca y gris, con agujeros negros. Es que es un hijo de puta, Daniel, y lo sabe. «Benditos los que viven en mundos legibles», recuerdo haber pensado mientras veía pasar a la Difunta Correa en brazos de una travestí que habría sido patovica en su vida anterior. Después supe que entre las travestis están las llamadas y las escogidas, las arrastradas por la necesidad y las entregadas por vocación, que lo sabían desde siempre y entonces empezaban jóvenes: nunca hacían esos «trabajos de chongo que le arruinan el cuerpo a cualquier chica», como me explicó Cleo en la villa, cuando yo grababa casi todo lo que ella decía.

La que llevaba la escultura de la Difunta era de las de necesidad. La Correa debía ser obra del mismo escultor que había hecho a la Virgen, era igual de raquítica y cabezona. En pocos minutos fueron una marea: como en una ceremonia funeraria, como momias de colores, los santos avanzaban horizontales sobre las espaldas fornidas de las travestis, cariátides de tetas desmesuradas, coloridas también ellas como un templo antiguo. Aunque se habían vestido con la discreción que impone un acto sagrado en nuestros tiempos, las travestis villeras nacen murciélagas, viven vestidas para la noche. Ni Cleo podía prescindir de sus ceñidos brillos. Ahora le sale mejor: se volvió capaz de lutos, de tejidos negros hasta las rodillas, de velos opacos, de tacos cortos, de zapatillas blancas. Pero esa mañana, la de los santos cabezones y raquíticos avanzando como muertos a una pira funeraria sobre chicas exuberantes y fuertes como toros, todavía no había salido del mundo de la necesidad, no había gozado de la riqueza, no había aprendido la discreción, ese atributo del que hacen ostentación algunas clases de poderosos.

No exagero: la Virgen Santa y todos sus santos parecían sarcófagos de yeso a la medida de desnutridos o extraterrestres, de esos que dicen que la Nasa oculta en algún lugar de este bello país. Que semejante deformidad se debía a la torpeza del escultor es obvio. Pero también es obvio que la deformidad pudo haber sido otra: patas grandes como patagones o cuerpos gordos o larguísimos o cabeza chiquita, por enumerar algunas posibilidades, así que queda habilitada la interpretación: ¿Por qué cuerpos tan débiles y cabezas tan desorbitadas? ¿Sería alguna forma de realismo villero? Tal vez el escultor estaba diciendo que era en la cabeza y en ningún otro lugar donde residía el reino de los cielos, donde los primeros serán los últimos y los últimos los primeros. O que la desproporción era necesaria para expresar la esperanza de los pobres, tan ofendidos, tan golpeados y tan humillados y sin embargo tan dispuestos a creer en que hay salvación para ellos: el escultor, las travestis, las pibas, las gordas desdentadas, los pibes chorros, los albañiles, estaban todos reunidos ahí en El Poso convencidos de que la Virgen iba a protegerlos.

Dani y yo mirábamos todo con una ironía un poco pelotuda. Tardé meses en perder esa perspectiva; el panteón villero fue una fiesta para el par de idiotas que éramos él y yo en ese momento. El Gauchito Gil, de chiripá rojo, nos suscitó comentarios como estos: «¿pero está canonizado?». «Creo que no, Dani, puesta a canonizar ladrones, la Iglesia prefiere los que le roban a los pobres». «Tenés razón: hasta Jesús lo dijo, al César lo que es del César». «Sí, pero César estaba vivo y seguro que tenía alguna idea de qué hacer con las monedas. San Martín, Roca, Mitre y Sarmiento, ¿para qué mierda podrían querer los billetes? En los trenes no los gastan, no sé si te subiste a alguno últimamente». Catalina de Siena, patrona de Roma, había sido esculpida con todos sus atributos: chupaba una pantorrilla ajena que parecía una pata de pollo pero con un pie con sus cinco dedos bien humanos como remate. «¿Era antropófaga, Dani?». «No. ¿Ves que tiene una hojita de lechuga también?, no comía ninguna otra cosa; el anillo de bodas que lleva era el prepucio de Cristo, que, según contaba la santa, se lo dio Él mismo cuando la tomó por esposa. Decía ella que le había musicalizado el casamiento el rey David y que la Santa Madre había presidido la ceremonia».

«¿Y a quién le está chupando la pierna?». «A algún enfermo, chupaba el pus de las llagas para familiarizarse con las heridas de Cristo, su marido». «Oh, l’amour».

El doctor Pantaleón era una especie de monumento al torturado. Dani, que de eso también sabía, me contó la historia: «Fue un médico filántropo que atendía a los pobres. Se convirtió al cristianismo, lo agarraron los romanos y le aplicaron el procedimiento de rutina para sectas molestas. Se les complicó: primero lo prendieron fuego y nada, el santo como de amianto. Optaron por el plomo fundido y el doctor se lo sacudió como si fuera arena. Habrán pensado que si el fuego no, tal vez el agua, porque lo metieron diez horas cabeza abajo en un estanque. El filántropo salió cantando salmos. Lo tiraron a los leones, el número preferido del pueblo romano de entonces, y los bichos lo vomitaron enterito; lo torturaron en la rueda y se dobló pero no se rompió, le insertaron una espada y el galeno como si fuera su desayuno. Los funcionarios romanos perseveraron: bien sabían que Estado que no ejecuta sus castigos es Estado muerto. Cuando probaron la decapitación, la cabeza se le separó del cuerpo y murió nomás Pantaleón, pero no se acabaron los milagros: del cuello no le salió sangre sino leche. Lo que no impide, viste cómo son de contradictorios los milagros, que en el Real Monasterio de la Encarnación de Madrid tengan una reliquia de su sangre, que se licúa durante los aniversarios del martirio de su primer propietario».

San Malverde, con paquetes hasta en el culo y armado tipo Rambo. De ese conocía la historia yo: «Es el patrón de los narcos mexicanos. Algún milagro habrá hecho porque todas las muías le piden protección antes de entrar la merca a los Estados Unidos. Canonizado no creo que esté, pero no por eso pierde eficiencia: la última vez que fui a Nueva York casi me transformo en una estatua yo también, media ciudad estaba blanca y era verano».

Mientras charlábamos Daniel y yo, Kevin siguió comiendo todo lo que había en la mesa, que era mucho. Corazón contento: cada tanto mostraba la panza y se reía. La cumbia estaba al palo, los nenes bailaban con Gladys, la Colorada que se parecía a la gallinita, los demás gritaban y se reían. Ese desayuno místico parecía un casamiento de borrachos. No sé qué me había imaginado ni si me había imaginado algo, pero seguro que no esa especie de kermés de pueblo. Cuando hasta Daniel estaba moviendo los pies bajaron la música y se fueron yendo para el centro del potrero, limpio como un living burgués después del trabajo de las hermanitas. Cleo se instaló al lado de Cristo otra vez. Cuando me introduje en la ronda de santos de cemento me sorprendió una especie de muñecota con armadura. Daniel confirmó mis sospechas: «Sí, es Juana de Arco», y sí, era medio travesti también. Los ingleses la quemaron después de que rompió el juramento y volvió a vestirse de varón… era un dios más antiguo el de entonces, parecía Zeus, le tenía simpatía a Francia y quería que el imbécil de Carlos VII fuera rey a toda costa. Para eso, y para que ganaran algunas batallas, le mandó unas voces a esa chiquita que se transformó en un general impresionante. Ni se le cruzó por la cabeza terminar con la guerra de los cien años, parece que estaba divertidísimo, como sus primos los olímpicos con Troya.