7. Qüity: «Ese día había trabajado horas y horas»

Ese día había trabajado horas y horas cubriendo el secuestro de un empresario en Quilmes. Terminé comiendo con la futura viuda y los futuros huérfanos mientras esperaban el llamado de los captores. No llamaron y se hizo tarde, serían ya las tres de la mañana cuando empecé a volver a casa.

Atravesé el centro quilmeño despacio porque había tomado, atravesé la primera parte de la villa que rodea a la autopista, más despacio porque suele haber caballos y borrachos sueltos, y cuando empezaba a atravesar los últimos quinientos metros hasta la subida y quise acelerar, se hizo la oscuridad: se apagaron todas las luces de la zona, las que titubean amarillentas desde las ventanas y los agujeros de los ranchos colgados del tendido eléctrico techo por techo como calabazas de un Halloween miserable o lucecitas de una navidad en el infierno. Se hizo el silencio también. Solo escuchaba el ronroneo asordinado y grave de los motores que pasaban arriba, a medio kilómetro, en la autopista iluminada, promisoria y distante como una orilla para el que se está ahogando.

Apagué las luces del auto; no iluminaban gran cosa y además, como todos sabemos, ser lo único visible es muy parecido a ser el único blanco. Saqué la 38 Smith & Wesson que llevaba en la guantera y la puse en el asiento del acompañante, sin ninguna certeza de que fuera a servir para algo: aunque la autopista recortaba la negrura y le daba un marco de cierta normalidad a la escena, la quietud y el silencio, que eran casi sólidos —hacían temer un ejército de zombies, no una banda de pibes chorros—, me oprimieron los pulmones y el cerebro hasta que me quedó aliento para una única idea: irme a la mierda de ahí. En la calle no había un alma, no se escuchaban ni el llanto de un pendejo ni el compás de una cumbia ni el traqueteo de un carro ni el ladrido de un perro y lo único que se movía, oscuro y lento, era mi auto, como si solo yo existiera. Pero estaban todos ahí: apagar la luz y silenciar hasta la respiración es la estrategia villera para mostrar que no hay testigos, que nadie quiere tener nada que ver ni nada que escuchar de lo que está pasando.

Lo que estaba pasando llegó segundos después que el apagón, al revés que un relámpago: primero el ruido, un aullido espeluznante que me petrificó en un alerta animal, en una alarma erizada de esas en las que la conciencia tensa hasta en los pelos. Lo único que atiné a hacer fue apretar el acelerador y agarrar el revólver, pero para eso solté el volante y terminé arriba de un cordón, haciendo un ruido estruendoso, metálico, el único además del aullido, el que hizo el poste que se incrustó entre las chapas de la puerta de atrás. Todo lo demás seguía oscuro y quieto como un escenario vacío. Y después llegó la luz: era una llamarada humana corriendo una carrera epiléptica, con movimientos imposibles para un cuerpo humano y en un grito desgarrador, corría como quien cae, se abismaba sobre sus propios pies, contorsionándose al calor del fuego que la quemaba viva y la ondulaba con dinámica de llama.

Yo la miré caer. Porque tenía zapatitos con tacos supuse que era una chica. La vi caer pensando que no se podía mirar una caída semejante sin hacer algo y tuve que pensarlo bastante, dos, cinco, ¿diez segundos?, hasta que se me hizo imperativo, para poder moverme, agarrar el tapado y bajar del auto. Estaba tan dura que creí que el frío de la noche me haría añicos como si fuera un vidrio, pero no me hizo, el olor de la carne quemada por el fuego no me hizo añicos, abrazar con mi tapado de paño rojo a la mujer que gemía y aullaba y respiraba con estertores de ballena moribunda y que rechinaba los dientes como los condenados del infierno de Dante no me hizo añicos, sentarme en el piso y ponerla en mi regazo como si fuera un bebé para apagarla del todo no me hizo añicos, mirarla a los ojos que le quedaban vivos en la carita carbonizada no me hizo añicos, decirle que se quede tranquila, que ya pasaba todo, mentirle que iba a estar bien no me hizo añicos, acercarle el cañón de la 38 a la sien no me hizo añicos, acunarla no me hizo añicos, embadurnarme de la carne y los fluidos de su cuerpo asado no me hizo añicos y dispararle y quedar bañada con el spray de sangre y sesos que le salió de la cabeza tampoco me hizo añicos.

En el silencio de la villa, mi balazo sonó como un petardo en un barril de metal, como mi corazón retumbaba en el vacío de mi cuerpo: ese ruido quebró algo, como el terremoto que rasgó las cortinas del templo cuando murió Cristo. Mi mano armada se alzó como se alza una barrera y me fui de mi vida para siempre.

El ruido del balazo me recordó el peligro, nadie más había aparecido todavía, y adopté la primera de las muchas estrategias villeras que marcarían mis hábitos desde esa noche. Caminé hasta el auto sin hacer ruido como si algún silencio pudiera borrar el estruendo del tiro de gracia que acababa de dar y cuando me subí, y estuvo bien cerrado, aceleré, tiré el poste abajo y salí arando. Por el espejo retrovisor pude ver primero las luces de los camiones de Crónica TV haciendo foco en la chica y las luces azules de los patrulleros, que llegaban después, pero no paré hasta Palermo, hasta que llegué a mi casa y me vi en el espejo del baño durante las horas que cagué como si me hubiera comido a la muerta entera.

Estaba negra, tenía costras pegadas en la cara y en la mano, como si hubiera abrazado un costillar pasado y en el antebrazo derecho el spray de los suicidas y de los que matan a quemarropa, el que había visto en tantos muertos y el que me habían relatado tantos forenses para justificar sus hipótesis, esa trama de puntos con volúmenes irregulares de sangre y seso y pólvora y sentí el miedo hasta en la sangre que me sacudía a cada latido. Me bañé, con una esponja Mortimer y detergente, con jabón blanco, con gel de baño y con espuma. Pensé en quemar la ropa pero no quería ver fuego ni en las hornallas de la cocina así que metí toda la ropa, hasta la bombacha que tenía puesta, en lavandina, y como el corazón me seguía tronando como petardazos en una caja fuerte, me tomé media caja de Alplax y me fui a la cama y me quedé sentada con el revólver, que también pasé por lavandina. Estaba loca como Macbeth con las costras de sangre, pero ser del siglo XXI tiene sus ventajas: la farmacología contemporánea anestesia al más angustiado de los asesinos. Dormí un día entero y tuve pesadillas y cuando me desperté encontré mensajes de Daniel, que me contó lo que sabía: al lado de la chica encontraron un papel que tenía pegadas letras de diario, un género nuevo, dijo Dani, algo así como un pop bíblico y siniestro con sus diferentes tamaños, sus diferentes tipografías y sus diferentes colores. Decían: «el olor de la carne quemada por el fuego apaciguará a Yavé». Se había difundido la teoría de que se trataba de un crimen mañoso y no sabían a quién atribuírselo, según los medios. Pero sabíamos todos. Daniel sabía y yo lo supe cuando escuché el verso del Levítico. No podía ser nadie más que la Bestia.

Daniel vino a mi casa y me hizo una síntesis de toda la información que tenía: la chica era paraguaya, se llamaba Evelyn, tenía dieciséis años y hacía tres que la buscaba la Interpol, desde que había desaparecido de su casa en Ypacaraí. Los diarios decían sospechar que la había secuestrado una red de trata de blancas. Daniel estaba seguro. Y yo también.

«Alguien le dio un tiro de gracia», dijo él. Yo no podía casi respirar, tomaba whisky y miraba las fotos de Evelyn que Dani había sacado de los archivos de Interpol. Me había jurado a mí misma silencio: matar a alguien, por más eutanásica que sea la intención, es un homicidio y los homicidios tienen largas condenas en todas las justicias. Contárselo a alguien era entregarse. Pero también podía ser alguna clase de absolución, una complicidad para compartir la carga de la muerte, un apoyo, una liberación o una caída en esa dimensión de voluptuosidad que nunca está ausente en el acto de entregarse a las manos de otro. No sé: tal vez fue solo la verborragia propia de la borrachera, nunca pude tomar sin hablar de más y tampoco pude nunca atravesar una situación difícil muy lejos de una botella de J&B. Había elegido bien al confidente: Dani me abrazó, me sacó fotos Kirlian para demostrarme que mi alma estaba tan azul como antes, me sirvió whisky y tomó él también, faltó al trabajo, y se puso verborrágico, le dio rienda suelta a su delirio místico-electrónico, me dijo que la materia tenía cuatro estados, sólido, líquido, gaseoso y bioplasmático, no le molestó que yo dijera que entonces el agua no sería materia porque en el colegio nos enseñaban a todos que tenía tres estados, me contó que el ingeniero ruso Semyon Dadidovich Kirlian en el año 1939 estaba haciendo un experimento de electroterapia, ¿electroshock?, pregunté yo, pero él siguió: el asunto es que el ruso recibió una descarga cuando tocó un electrodo accidentalmente y justo tenía una placa de papel fotosensible y apoyó la mano ahí y sacó una foto y cuando la reveló vio que aparecían unos halos de luz alrededor de sus dedos; que esa radiación tiene su origen en el desenvolvimiento de los átomos que componen el cuerpo humano, que poseen un núcleo de protones, neutrones y muchas más partículas subatómicas y que alrededor de este núcleo giran los electrones a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, describiendo órbitas elípticas. No recuerdo cómo, pero Daniel me explicó que de alguna manera todo esto se relaciona con el alma: en los colores del aura están los de la psiquis, me aseguró, y aparentemente dio por descontada la relación entre psiquis y alma. Hablaba cada vez más cortado y tartajeado mientras se esforzaba por mantener la compostura y me mostraba mis propias fotos, más azules ese día que antes de Evelyn. «El azul», tartajeaba, «es el color del bien, Qüity». Después me mostró fotos de su aura o de su alma o de su psiquis, no entendí si para él es todo lo mismo o son cosas distintas. Se veían unos colores tímidos, agrisados alrededor de la silueta de la mano de Daniel. Es que él, empezó a contar a cuatro centímetros del final de la botella, también había matado. Pero lo suyo había sido venganza, no eutanasia, precisó. Me pagó confesión con confesión y quedamos uno en manos del otro. Habló llorando, babeando, tomando whisky del pico, mojándose el pecho con lo que se le derramaba de la boca: él tuvo una hija. Era muy parecida a él, pero hermosa, dijo. La chica era ecologista y católica, estudiaba veterinaria y hacía caridad en las villas castrando y vacunando mascotas gratis. No se enorgullecía del trabajo de su padre. «Ni falta que me hacía», explicó él. Daniel la cuidaba: le había comprado un departamento, mandaba canas a pasear a las villas los días que ella iba, incluso consiguió una legión de voluntarios para ayudarla.

Le hubiera gustado estar más con ella, que vivieran juntos, lamentaba mucho haberse perdido su infancia. No me contó qué pasó, pero él no estuvo. Ella, Diana se llamaba, era una luz. Hasta que un hijo de puta la mató. La secuestró, la torturó y la violó hasta que se aburrió y después le pegó un tiro. La botella ya estaba vacía y yo no podía discriminar si lo que mojaba la ropa de Daniel era whisky, lágrimas o meo, porque se meó esa noche. Pese a que fue en esa época que conoció las fotos Kirlian y con ellas la prueba de la existencia del alma y con el alma la de Dios y el Juicio, no fue capaz de privarse de la venganza. Obviamente no era la primera vez que mataba a alguien, «pero antes no tenía pruebas de que existiera Dios, Qüity». Con pruebas y todo, cuando encontró al hijo de puta se encargó de despedazarlo personal y lentamente. Pero no se sintió mejor, me explicó, su hija ya estaba muerta y desde entonces ya era tarde para todo.

No habló más. Se bañó, se puso un pijama de varón que se había dejado en casa el último tipo que había sido más o menos mi novio, puso su ropa a lavar, limpió el piso, vino a mi dormitorio y me abrazó como un padre toda la noche. Fue el principio de una gran amistad. Por mucho tiempo hablé solo con él y solo cuando nos veíamos.

Me pedí una licencia psiquiátrica, para la que cumplía con todos los requisitos, y me quedé aislada en casa mirando espejos, tratando de ver en mi cara lo que antes buscaba en los ojos de los asesinos cuando los entrevistaba. Estuve meses pensando en esa nenita, en esa vida de mierda con ese final de mierda. Todas las historias terminan con muerte, pero a esa chica se la habían garchado todos los días, todo el día y hasta por las orejas, le habían pegado, la habían vejado hasta no dejarle nada propio, ni un poco de tiempo, ni un pliegue del propio cuerpo, le habían quitado toda dignidad, toda sí misma, hasta hacer de ella una pura exterioridad para demolerla a pijazos. Que no la habían demolido del todo es obvio porque intentó escapar. Por eso el fuego: ya lo había hecho la Bestia con dos o tres chicas que se le habían ido antes.

Me consoló un poco no haberle metido el revólver en la boca, haberla acunado y haberla apagado y haberla abrazado. Iba a seguir sufriendo, no tenía cara, casi no tenía piel y la iban a matar las infecciones pero no la maté por eso: le disparé porque no pude soportar tanto sufrimiento y nada más. Todavía hoy recuerdo con espanto que me miró a los ojos y agarró mi mano izquierda con su mano asada cuando gatillé. Debería haber llamado a una ambulancia. Pero tuve miedo de que llegaran los que la habían quemado, no quise perder un instante y la maté y me fui.

Después hablé con algunos forenses amigos y vi el cuerpo de Evelyn en la heladera, medio carbonizado pero limpito y lo que no estaba quemado era hermoso, un cuerpo de chica joven, hecho para vivir, como todos. Ellos, los médicos, me dijeron que seguramente hubiera muerto, que hasta se le había separado la mano izquierda del cuerpo de tan quemada y se le habían salido las vísceras de tan carbonizada. No sabían con qué mierda la habían quemado, el estado del cuerpo era semejante a los que sacan de los aviones incendiados. «Alguien le dio un tiro de gracia», me dijo Luis, el jefe de los forenses, y me dejó un poco más tranquila aunque nunca pude volver al otro lado del mundo, al de los que viven fuera de los pequeños Auschwitz que tiene Buenos Aires cada dos cuadras. Evelyn fue mi ticket to go, mi entrada a la villa. Yo la maté y ella me hizo villera.