4. Qüity: «la Virgen hablaba como una española medieval»

La Virgen hablaba como una española medieval y el día empezaba con la primera cumbia. Cada uno articulaba lo que quería decir en sintaxis propia y así armamos una lengua cumbianchera que fue contando las historias de todos, escuché de amor y de balas, de mexicaneadas y de sexo, cumbia feliz, cumbia triste y cumbia rabiosa todo el día. Ahora no quiero escuchar más. Por eso este salón blanco, estas ventanas blindadas, esta temperatura controlada. Escribo lo que pasó antes y nada o casi nada varía a mi alrededor: mi hija crece ruidosamente en otra parte de la casa y Cleo envejece y se confunde hasta la identidad con las señoras prósperas, oxigenadas y atorrantas de Miami. Aunque la religiosa es ella, yo soy el monje en esta familia; Cleo vive sumida en lo que cambia, con las ventanas abiertas y a los gritos, como vivíamos entonces. Habíamos instalado un sistema de intercomunicación en base a celulares truchos, pero fue al pedo; la costumbre de pasarse el grito, «la Colorada se puso dientes», «vienen los ratis por la colectora», «parece que la Jéssica tiene un novio nuevo» o lo que fuera, de casilla en casilla, no sufrió mengua o si la sufrió fue porque cualquiera se aparecía en la casa de cualquiera a cualquier hora. Cuestión de llegar con facturas o papas fritas, salamines y cerveza y empezaba o seguía la fiesta. Era así, desde su centro mismo la villa irradiaba alegría. Parecía cosa de la Virgen y Cleo, pero éramos nosotros, era la fuerza de juntarnos.

Ahora lo sé, pero ya no soporto un ruido más, creo que si alguien pusiera cumbia a todo volumen lo ametrallaría. No me puedo juntar más, casi no salgo, como la loca del desván pero moderna: la maniática del búnker soy. Curiosamente este aislamiento es mi mayor marca de adaptación a la sociedad americana. Formo parte del Bunker’s Club, una asociación de enfermos de mierda encerrados en incubadoras tan inviolables e impenetrables como autónomas. Yo podría pasar dos años sin salir de acá y hay quienes están equipados para encerrarse diez o veinte, pero siempre pensé que el que se encierra diez no sale nunca más, como el monje ese del Cuzco que estuvo veinte años metido en una cueva pintando infiernos, y sí, qué iba a pintar veinte años adentro de una cueva, y cuando salió, salió muerto. Yo salgo a veces, al sol. Me voy a la playa con María Cleopatrita y hacemos muñecos y castillos de arena y ella se ríe, feliz con esta madre toda para sí. De ella también me aparto: pienso en la isla llena de mosquitos y húmeda hasta la asfixia donde dormí buena parte de mi embarazo. Puedo pensar en antes, la villa, y en después, la huida, pero no puedo recordar detalles, fechas, nombres, sé que olvido, mi memoria está amasijada por lo que no puedo recordar pero recuerdo, a Kevin con las patas en la fuente y la frente en el barrial y el barrial lleno de sangre y las carpas desteñidas flotando en la superficie del estanque.

La huida iba a ser más o menos veloz. Pensábamos llegar remando a Carmelo, Uruguay, pero al final nos quedamos como tres meses en la isla. Yo siempre con Cleo y

Cleo siempre con la cabeza de la Virgen Cabeza, ese pedazo de cemento que aún hoy, cuando el éxito de nuestra ópera cumbia nos ha permitido comprar arte, ocupa el lugar central del living. Porque el centro del living de mi casa es un altar. Yo no creo ni en la Santísima Trinidad ni en su legítima esposa, madre, hermana e hija dilecta, pero vivo con Cleopatra, mi esposa, madre de mi hija, la amo y asumo esta trinidad. Habíamos empezado a irnos en marzo y no terminamos de partir hasta fines de junio, casi dos años después de que Daniel y yo emprendiéramos divertidos el camino a la villa.

No sabíamos que ese camino era como una curva o un pasaje a otra dimensión, el cambio de pantalla más importante de nuestras vidas. O por lo menos de la mía, no sé si Daniel pudo cambiar la suya, me parece que no. Habíamos tomado café en la autopista… tiene que haber sido uno de los primeros días de noviembre: me acuerdo bien de la multitud de negritos con las manos brotadas de flores blancas. Al grito de «¡jazmines!, ¡jazmines!, ¿no querés unas flores, linda?, cómprele unas a la chica, jefe, son unas moneditas», se arrojaban sobre el parabrisas. Yo quise, Daniel apreció el perfume y el pibe se fue con las moneditas y el cuerpo entero: tuvo suerte, frecuentemente eran aplastados en sus arrojos, cada tanto ensuciaban de tripas y sangre el asfalto y nadie paraba y los pibes terminaban lisitos como también terminaban los perros en las mismas rutas.

Uno de los primeros días de noviembre fuimos a la villa, entonces, Daniel y yo, esa precariedad de persona del plural sostenida ¿en qué?, ¿cuáles habrán sido los puentes que nos unían? Duraron bastante, para siempre duraron: desde que nos encontramos hasta su muerte. ¿Esa fe pueril que tenía en sus fotos Kirlian habrá sido? Ha de saberse que mi aura es azul y «el azul es el color de las almas nobles» afirmaba Daniel con certeza sin fisuras. Una especie de fe de ingeniero tenía; necesitaba de la óptica y de toda la sofisticación electrónica de su cámara Kirlian para creer en una existencia, la del bien, y en un color absoluto, el azul. Había bien en mí, según Daniel. Semejante certeza ¿no es puente suficiente?

Pero no todo era aura entre él y yo. Nuestra relación había empezado siendo laboral: yo era periodista de policiales en un diario grande y él era funcionario de la SIDE Nos habíamos conocido cuando me habían mandado a cubrir un caso horrible, el asesinato de una adolescente pobre en una fiesta de adolescentes ricos. «El homicidio», decía Daniel, que no siempre le temía a los lugares comunes, «a veces es un mal necesario». Pero haber llenado a una pendeja de merca para después llenarla de leche y vaciarla de sangre desgarrándola como «si una manada de tigres se hubiera cogido a una cierva mientras se la desayunaba», hasta que estuvo casi muerta y haberla enterrado cuando estaba casi viva no le parecía propio del reino de la necesidad. Además, esto lo pensé yo, los ricos eran ricos pero no tanto como para ser inimputables, «y esto no es Ciudad Juárez», explicó Daniel. Parecía sinceramente indignado: «No tenían por qué hacer algo así. No había necesidad: esos hijitos de puta se dieron al lujo o peor, a la lujuria o peor aún, al vicio de matar para gozar», sentenció el estoico que creía en el asesinato sin placer, durante ese café inaugural de los cientos que tomaríamos. No nos unieron solo sus fotos Kirlian: él también había estudiado Letras y también había dejado. En su caso, por la SIDE, «errando el camino: hice de mi vida una novela de espionaje triste y aburrida cuando lo que hubiera querido era escribir una apasionante», me dijo esa noche en el bar, dos o tres años antes de la mañana de noviembre que fue, sí, la primera de lo que hoy creo que es el resto de mi vida y de lo que entonces creí que sería de algún modo una vuelta a la literatura. Yo también había querido ser escritora y había sido estudiante de letras clásicas, pero dejé mis ambiciones artísticas y el griego por el diario y la buena cocaína que me garantizaba el trato fluido con la policía. Lo único que hacía era trabajar y tomar merca y mis fuentes, mis policías, dealers, ladrones, jueces, abogados y fiscales, se fueron haciendo mis amigos, mis amantes, mi familia. Eso era mi vida.

Cuando Daniel me contó algo de la historia de Cleopatra, pensé que había encontrado el tema para hacer el libro que me permitiría postular a los cien mil dólares que la Fundación de Novoperiodismo adelantaba para financiar las crónicas que le interesaban. Y una travestí que organiza una villa gracias a su comunicación con la madre celestial, una niña de Lourdes chupapijas, una santa puta y con verga les tenía que interesar. Y yo podría dejar el diario y volver al principio, a la literatura, a los griegos, a la quieta vorágine de las traducciones y a la violencia seca de las polémicas de academia.

Y de alguna manera fue así: esa mañana de noviembre Daniel, que creía que en mí había bien, y yo, que quería que lo hubiera, entramos a la villa. Noviembre, las flores blancas, la merca, el amanecer en la autopista, la redacción, Daniel, su cámara Kirlian, yo, mi Smith & Wesson, los puentes, el asfalto, las tripas, el campo de golf, todo, todos entramos a la villa por el declive verde de grass que se estrellaba contra la mugrosa muralla marquesina de El Poso, ese centro abigarrado y oscuro, ese amontonamiento de vida y de muerte purulentas y chillonas.