37

El corazón del científico se puso a latir con desorden. Guardaba un machete en el único armario del refugio. Aunque lo buscó por todas partes, no apareció.

Decidido a aclarar el misterio, Lambergis salió de la cabaña. Tres escalones de madera la alzaban sobre el suelo, pero nunca llegaría a bajarlos. Se oyó una detonación y un disparo le alcanzó en el muslo, derribándole en el porche. Alguien corrió en la oscuridad y le agarró del cuello, obligándole a erguir la cabeza.

Era Claudio Cabral, el policía. Su mano diestra sujetaba la culata de un revólver y la zurda le mantenía aferrado por la camisa, obligándole a mirar hacia la orilla de la selva.

En su borrosa linde fue dibujándose la silueta de una mujer. Lambergis forzó la vista, nublada por un velo rojizo. Era Puerto, su amor. Caminaba hacia él dedicándole su más tierna sonrisa. La misma con la que tantas veces había agradecido su ardor en la cama.

El herido intentó levantarse, pero Cabral le tumbó de un culatazo.

—¡No me mate! —suplicó Lambergis—. ¡Le daré lo que quiera, lo que me pida!

Cabral sonrió con desdén.

—Me temo que el botín ha cambiado de manos.

—¡Puerto, por favor! —suplicó el profesor—. ¡Ayúdame!

En la penumbra del atardecer, la voz de la chica sonó tan ronca que se habría confundido con la de un hombre.

—Voy a lamentar tu muerte, Abel. Has demostrado ser alguien respetable, mucho más que los otros que ensuciaron mi vida. Estoy segura de que ahora sientes hacia mí el odio que yo he sentido hacia ti todo este tiempo, pero te necesitaba. Sin embargo, no puedo dejarte vivir.

Tirado en el suelo, Lambergis gimió:

—¿Todo era mentira? ¿Tus promesas, tus caricias? Ella se echó a reír. No había mucha diferencia entre ese sonido y los ecos nocturnos de la selva. El inspector Cabral zanjó la escena:

—Hasta aquí han llegado las explicaciones. Fin de la historia.

Dándose cuenta de que estaba perdido, Lambergis insufló a sus últimas palabras un tono sarcástico:

—De modo que el poli malo se queda con el dinero y con la chica.

—Así es —asintió Cabral con sequedad—. Ni yo mismo lo habría resumido mejor. —El inspector le apoyó el cañón del arma en la frente—. Cierra los ojos, profesor, será más fácil para los dos.

—Deja que sea yo quien le remate —pidió Puerto.

—Ya te has cargado a dos tipos —le recordó Cabral—. Sin contar a esas pobres actrices que nada te habían hecho.

—Mi número de la suerte es el tres.

Puerto forcejeó brevemente con Cabral, le quitó la pistola y descerrajó a Lambergis un tiro en la nuca. Se oyó un grito agónico. La sangre les salpicó y una viva y roja mancha cubrió el cráneo del científico.

—Eres peor que las bestias salvajes —opinó Cabral, alejándose unos cuantos metros del cadáver y del olor a sangre y a pólvora. Encendió un cigarrillo y pareció reflexionar durante unos segundos—. ¿Tienes una pala? Lo enterraré en la selva —decidió—, aprovechando la luz de la luna. Tú quédate en la cabaña. Limpia toda esta mierda y pega fuego a sus cosas.

Puerto asintió. Sonreía con una expresión de paz, como si se hubiera liberado de un peso o de una deuda.

Sin dejar de sonreír, apuntó a Cabral.

—¿Qué haces? —se alarmó él.

—Probar si el cuatro me da más suerte que el tres.

El inspector arrojó el cigarrillo y dio un paso hacia ella agitando los brazos, pero una bala le perforó el pecho, frenándole en seco. Cayó a los pies de la mujer, junto al otro muerto.

El rugido de un jaguar desgarró la noche.

Marzo de 2009, El Hierro (Islas Canarias)

Diciembre de 2009, Guadalajara (Jalisco)