Hacía mucho tiempo que ningún habitante de Bahía Drake, del escaso centenar que residía en aquel inmenso territorio junto al Pacífico, divisaba al jaguar por sus selváticas inmediaciones.
Ellos, sin embargo, la joven y guapa Desdémona, y su marido, el ya mayor, pero relativamente bien conservado, don Julián, estaban seguros de haber oído rugir a la fiera desde su aislado bungalow.
El jaguar rugía al anochecer. Su desgarradora advertencia brotaba de lo más frondoso del bosque, haciendo callar a los demás animales. Infundía pavor, no en vano era el pregón de una bestia ávida de saciar su apetito con carne fresca.
También ellos, Desdémona y don Julián, ávidos de sí mismos, se mostraban insaciables de su propia carne.
Su erótica voracidad se traducía en la frecuencia con la que hacían el amor. Se acoplaban apenas sin palabras, como lo harían las primeras parejas del paraíso terrenal, uno encima del otro, uno delante del otro, revolcándose por la hierba que rodeaba el bungalow o por las fangosas orillas del río Sierpe.
Para reponer fuerzas, desayunaban en la terraza, bajo los árboles. Lucinda, una de las camareras del cercano lodge, les traía cada dos días jugo de coco, frutos tropicales y pescado fresco. La servicial Lucinda limpiaba la cabaña y se llevaba la ropa sucia.
Con el café y el primer cigarrillo del día, Desdémona y don Julián contemplaban el Pacífico costarricense, su azul nítido, mucho más claro que el de El Hierro. Era un azul turquesa, tan suave y colmado de promesas que se había convertido en el color de sus vidas. Desde el bungalow, al fondo de aquel idílico cuadro, se distinguía la isla de Drake, pero ellos solo tenían ojos para devorarse mutuamente. Tomaban su segundo café esperando a que Lucinda acabara de hacerles la cama para volver a ocuparla y aparearse como jaguares rabiosos.
—¿Nunca tienes bastante? —preguntaba don Julián, con los ojos vidriosos y el sudor chorreándole. Sacaba su curva verga de semental, lamía a Puerto allá abajo y se introducía de nuevo en su vagina con embestidas rítmicas. Ella sabía que volverían a hacer el amor a mediodía y el simple pensamiento de tenerle otra vez dentro de ella la excitaba como si estuviera en celo, invitándola a abandonarse a un paroxismo de placer y a encadenar un orgasmo con otro.
Después, don Julián se ponía unos pantalones cortos y una camiseta y caminaba hasta las riberas del Río Sierpe, donde creía había descubierto una nueva especie de lagarto.
De confirmarse que se trataba de una variante desconocida hasta la fecha, le gustaría bautizarla con el nombre de Gallotia Llambergiis, añadiendo una coqueta «i» para conferir un toque latino a su primer apellido.
No lo había hecho ni había emitido noticia de su descubrimiento a la comunidad científica porque temía que su vanidad les hiciese correr, a Desdémona y a él, innecesarios riesgos, atrayendo sobre ellos una atención de la que, por el momento, debían prescindir. Había decidido sacrificar su vanidad por una existencia más segura y aguardar otros tres o cuatro años antes de protagonizar una comunicación o ponencia en la que, ya entonces sí, plantearía un programa de recuperación del Gallotia lambergiis similar al que se había llevado a cabo con el lagarto gigante de El Hierro.
Él, Abel Lambergis, seguía siendo el mismo hombre serio y prudente, pero su Desdémona, la siempre imaginativa e inquieta María Puerto, no se mostraba tan cautelosa.
A menudo, ella echaba de menos un poco de diversión, las tiendas, los cines, el bullicio de Barcelona o de Madrid, y le urgía a abandonar su refugio de Bahía Drake. A Abel le tocaba tascar el freno, y a veces, cuando Puerto llegaba a perder los nervios y amenazaba con fugarse en la primera barca que levara anclas, hacer el triste papel de aguafiestas. Era por su bien, le decía a ella. Por el de la pareja.
Las posibilidades de que alguien les reconociera allí, a cincuenta kilómetros de Arcángel Gabriel, la última población costera antes de cerrarse la selva, eran remotas, pero debían seguir tomando precauciones.
La primera de ellas, preservar su identidad. Puerto se había convertido en Desdémona Sánchez, y él, Abel Lambergis, en ese don Julián Aguinochaga por el que le conocían en el lodge de la playa. Los bungalows del lodge tenían agua corriente, pero en lo demás no se diferenciaban apenas del que ellos ocupaban en pleno bosque, a unos cuatro kilómetros del hotel, sobre una loma cubierta de vegetación.
No muchos, pero en el lodge solía haber huéspedes. Como Lambergis utilizaba los senderos cercanos, nunca olvidaba encasquetarse su gorrito de tenis ni ponerse las gafas Ray-Ban de Leo Cosmo. El hecho de que hubiesen pertenecido a un hombre a quien él había despreciado en vida le proporcionaba un vengativo placer.
Dichas gafas habían llegado hasta San José de Costa Rica en una de sus maletas, junto con otros objetos y pertenencias del director de cine que su alegre viudita, como a veces la llamaba él, María Puerto, Desdémona, había juzgado oportuno trasladar desde la singular vivienda que en la Montaña del Hombre Muerto había compartido con el gordo y rico Leo Cosmo.
El viaje a San José se había realizado por etapas.
A los pocos días del funeral de Cosmo, celebrado en el cementerio de El Hierro, donde Puerto decidió enterrarle, Abel Lambergis había partido a Tenerife en el vuelo de Binter.
En la capital tinerfeña, el herpetólogo contrató un depósito de seguridad donde guardar los fajos de billetes que, por valor de casi un millón y medio de euros, habían aparecido en la caja fuerte de la casa del volcán. Leo Cosmo había fallecido intestado, por lo que todos sus bienes, la distribuidora, las acciones en varios canales de televisión, una editorial especializada en temas cinematográficos y, por supuesto, sus cuentas corrientes, fondos y valores, hasta otros cuatro millones y medio de euros, pasarían a manos de María Puerto. En total, seis millones, a los que había que sumar cinco propiedades repartidas por la geografía española, un piso en Barcelona, otro en San Sebastián, un chalet en Sanlúcar de Barrameda, otro en Sangenjo, más una rústica masía en el Ampurdán.
Al tiempo que se ocupaba de preparar su huida a Costa Rica, Abel Lambergis había realizado diversas gestiones con el Cabildo insular, a fin de justificar su indefinida ausencia del Lagartario de El Hierro y su renuncia a la dirección del programa de recuperación del lagarto gigante debido, arguyó el profesor, a una oferta para investigar la pervivencia de distintas especies de reptiles amenazadas en países iberoamericanos.
Mientras él llevaba a cabo todos esos cometidos, Puerto había permanecido en la Montaña del Hombre Muerto. Hizo embalar los muebles, las antigüedades y colecciones de su marido, guardándolas en un almacén de Valverde, con idea de ponerlas a la venta más adelante.
Los sirvientes fueron despedidos. Ledesma, el secretario de Cosmo, regresó a Madrid sin otra expectativa que acogerse a la caridad de un sobrino, el único pariente que le quedaba. Francisca Embid solicitó plaza en una residencia de ancianos de su ciudad natal, Orihuela. El gigante, Eulogio Morán, logró colocarse en un circo como ayudante de un domador de osos. Huang, el cocinero chino, obtuvo trabajo en un restaurante de Arrecife, y la doncella africana regresó al Sáhara Occidental, de donde era nativa…
Caso distinto fue el del gerente. En cuanto Puerto le hubo comunicado su decisión de prescindir de sus servicios, Santoro intentó chantajearla, amenazándola con airear determinadas operaciones económicas de Cosmo. Puerto se mantuvo firme. El gerente insistió en demandarla, por lo que ella, siguiendo los consejos de Abel Lambergis, puso el caso en manos de un despacho de abogados.
Su amante le había aconsejado también que sacara a la venta la casa del volcán. Puerto contactó con una agencia inmobiliaria y así lo hizo. A fin de que no se arruinasen las plantas, apalabró a un jardinero para que, de vez en cuando, se ocupase de ellas, asegurándose, de paso, de que no proliferasen las ratas y de que los pájaros no consiguieran abrirse paso al interior de la vivienda y anidar en habitaciones que, sin alfombras ni cortinas, camas ni lámparas, pronto recuperarían su primitiva condición de cuevas volcánicas. El jardinero opinó que no era posible, con esa mínima dedicación, mantener los invernaderos, por lo que Puerto hizo donación de las especies exóticas, incluidas las diferentes variedades de orquídeas, a la concejalía de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Valverde.
Las orquídeas negras siempre le iban a traer emocionantes recuerdos. Adornadas con unas hojitas de sanjora, habían sido utilizadas para decorar las escenas de los crímenes. Puerto no había sentido nada al golpear y estrangular con sus propias manos a aquellas dos mediocres actrices que le habían arrebatado el papel de Desdémona. Al matarlas, no había experimentado ansiedad, temor ni placer alguno, de la misma manera que, transcurrido el tiempo, tampoco padecería el más mínimo remordimiento. En cambio, cuando en las escenas de los crímenes eligió dónde colocar las orquídeas negras, su fúnebre presencia sí le produjo una intensa y simbólica satisfacción, la de estar colgándole a su marido asesinatos que, de no atribuírselos a él, difícilmente serían aclarados. Pero los policías, como muy bien había sentenciado Lambergis, se comportaron como «unos perfectos imbéciles». Menos mal que entonces, como una bendición caída del cielo, y cuando ya Cosmo parecía haber quedado fuera de sospecha, apareció Ricardo Dax.
¡Pobre Dax! Era un ingenuo. Puerto hizo con él lo que quiso. Le fue encelando hasta enloquecerle y provocar su enfrentamiento con Cosmo. Dax nunca sospechó que era una simple marioneta. Él solito se fue metiendo en la trampa y él mismo la cerró.
En toda aquella intriga, Lambergis había preferido no mancharse las manos con la sangre de Cosmo. Tenía un plan para liquidarle, aprovechando la perfecta coartada de sus estancias en el Roque Chico de Salmor, pero acabó aceptando la variante propuesta por Puerto, consistente en utilizar a Dax. Salió bien y la policía jugó a su favor.
Aquel inspector Cabral que tan providencialmente había aparecido en la noche del crimen no tuvo la menor duda de que el vulcanólogo había asesinado a Leo Cosmo, intentando encubrir su acción mediante la burda treta de provocar un falso accidente de automóvil. Dax había insistido en su inocencia, pero las pruebas apuntaban a su culpabilidad. Había acosado a Puerto, a la que acabó golpeando y a la que habría violado o asesinado, o ambas cosas, de no haber logrado huir ella de su ataque. El propio Lambergis había clavado la puntilla a Dax, declarando en su contra y terminando de hundir su defensa legal. Era un caso de libro. El tribunal condenó al único acusado a veinticinco años de cárcel.
Cuando Ricardo Dax se suicidó en la prisión de Tenerife 2, Puerto y Abel lo celebraron bebiéndose una botella de ginebra y haciendo el amor hasta extenuarse.
Bahía Drake era su paraíso. Nadaban entre los arrecifes vírgenes, se tumbaban en las playas desiertas. Los monos les observaban desde las palmeras, listos para robarles la ropa. Salían en lancha a pescar, a bucear, a pasar el día en la isla, o se limitaban a pasear por los caminos de la selva. Se amaban. Amor, sí, pensaba Lambergis; aquello lo era.
Puerto había regresado a España en una sola ocasión, para revisar las gestiones llevadas a cabo por el despacho de abogados que se ocupaba de sus diversos asuntos. Del pleito con Santoro, por un lado. Por otro, de la enajenación de las propiedades de Leo Cosmo. Se habían vendido dos inmuebles, el piso de San Sebastián y la residencia de Sanlúcar de Barrameda. Puerto había transferido los beneficios a un banco suizo, a una cuenta protegida. Tenía suficiente dinero como para vivir diez vidas. Ella quería disfrutarlo, pero Abel la frenaba. Debían aguantar más tiempo, hasta estar seguros de que no serían descubiertos.
Pasaron los meses. El 5 de diciembre se cumplirían cuatro del suicidio de Dax.
Esa fecha coincidía con el cumpleaños de Puerto. Lambergis había pensado regalarle una esmeralda. Tenía un contacto en Arcángel Gabriel. Alquiló una lancha y costeó hasta su desembarcadero para recoger la piedra en una de las tiendas del pueblo. Todo fue bien. Pagó la esmeralda y regresó a Bahía Drake.
Era casi de noche cuando llegó al bungalow. Puerto no estaba. A Lambergis le extrañó, porque ella no solía aventurarse por el bosque después de la caída del sol.
Entró al bungalow. Junto a la cama, en la tabla que hacía las veces de mesilla de noche, había una flor tropical.
Lambergis la cogió por el tallo y encendió una vela para verla mejor. Era una orquídea, y el color de sus pétalos negro como el alma de quien allí la hubiese depositado.