El verano de 2009 fue uno de los más calurosos que se recordaba.
Los presos de la cárcel de Tenerife 2 evitaban salir al patio. Aquel extremo calor pudo ser uno de los factores desencadenantes de los graves incidentes que convulsionaron la ya de por sí difícil convivencia en la prisión. Hubo reyertas internas, con el resultado de varios heridos por arma blanca, y un motín que duró tres días y en el que fueron tomados como rehenes varios funcionarios.
También hubo que lamentar dos suicidios. El de un hombre llamado Pedro Guerrero, que apareció ahorcado en la lavandería, y el de Ricardo Dax, el vulcanólogo acusado del asesinato del cineasta Leo Cosmo. Dax había sido agregado al servicio de enfermería de la prisión. En esa dependencia ingirió un cóctel de fármacos que le produjo la muerte.
En la celda de Dax, oculto en el colchón, fue descubierto un cuaderno de campo con dibujos geomórficos de la isla de El Hierro y un breve diario de su vida en la cárcel. Dicha memoria, junto con sus pertenencias personales, fue entregada a sus familiares. Tras leer el diario, su padre, Bernardo Dax, un modesto funcionario del servicio de Infraestructuras del Ayuntamiento de Lérida, decidió remitírselo al inspector Claudio Cabral, encargado del caso, por si de las afirmaciones y razonamientos que su hijo había puesto por escrito pudieran verificarse nuevos datos con los que defender, aunque fuese a título póstumo, su inocencia.
La redacción constaba de una docena de hojas escritas con la letra pequeña y apretada de Ricardo Dax.
Decía así:
«¿De qué color es el berilo?», me preguntaba uno de los reclusos que asisten a mis clases de geología en el penal de Tenerife 2.
«Del color de la piel de Puerto», pude haber contestado.
«¿Cómo es posible que un volcán sea capaz de expulsar rocas como montañas y millones de toneladas de lava en pocos segundos?», quiso saber otro.
«Con la misma fuerza con que bombeaba mi corazón al verla», pude haber replicado.
La mano de un tercero se alzó con otra duda: «¿De qué modo nacieron los primeros continentes?».
«Con la misma lentitud con que se resistían a separarse nuestros cuerpos», pude haber respondido, como un amante obsesivo, pero esas respuestas permanecieron en mi cárcel interior, amparadas por el silencio mineral que, desde que fui detenido, reina en mi mente.
¿Por qué a los presos les fascinan los minerales? ¿Por qué sus ojos brillan cuando sus manos sostienen un trozo de aragonito?
Quizá porque su fría e indiferente dureza les recuerda aquel arroyo en el que se bañaron de niños, el perfume del monte, el calor del verano, conmoviéndoles con una suerte de nostálgica ternura. Tal vez porque los pensamientos inspirados por el tacto de una simple esquirla de cuarzo saltan los muros de la prisión y les transportan a un espacio tapizado de aire puro, hierba y libertad. Acaso porque, en su secreta afectividad, las piedras son inocentes, tal como ellos, en sus sueños de libertad, quisieran volver a ser.
Esas voces… ¿Son ellos, mis alumnos, quienes hablan, o es ese otro personaje que habita dentro de mí y a quien, aunque no desee escucharle, oigo susurrar graves acusaciones?
¿Estaré perdiendo el juicio? No, no… Permanezco en contacto con la realidad, me siento unido al viento que choca contra las torres de la prisión y a las piedras del muro. Pero ¿por qué odio a las gaviotas?
Sus chillidos parecen taladrar mi cerebro. Cuando se posan en el patio, una torva angustia se apodera de mí. Me acurruco en una esquina, alejado de los otros presos, y escondo la cabeza entre las rodillas. Mi cuerpo, reducido a una hueca cáscara, se encoge y tiembla.
La fatiga me anula. Me aíslo en un rincón de la biblioteca, corro las cortinas y enciendo una lámpara de mesa. Es lo mejor para evitar la claridad y preparar mis lecciones.
De la Estación Vulcanológica siguen enviándome a la prisión audiovisuales, monografías, novedades editoriales. Mis compañeros no me han olvidado, aunque ignoro qué pensarán de mí.
Paso muchos ratos trabajando en el ordenador, organizando mis clases, tomando apuntes. Leo, estudio. Mi memoria sigue siendo capaz de recordar párrafos enteros, pero, con respecto a lo ocurrido en El Hierro…
«¿Cuál es el color del topacio?», me preguntaba otro recluso al concluir una de mis proyecciones.
«El de la luz del amanecer en los ojos de Puerto», pude haber contestado, pero no lo hice.
«¿Cuántos grados debe descender la temperatura para originar una glaciación?», quiso saber otro.
«Hasta generar el frío mortal que congeló mi sangre una vez la hube perdido para siempre», pude haber replicado, pero de nuevo una sensación de burla, como si alguien a mis espaldas se estuviese riendo de mí, me dejó sin respuesta.
Mis clases se desarrollan en uno de los talleres. Al principio, solo acudían unos pocos ociosos. Ahora, no se cabe.
Cada lunes y cada jueves, a las cinco y media de la tarde, espero a que mis compañeros de encierro hayan tomado asiento, apago las luces del aula y enciendo el proyector. En la pantalla van sucediéndose ríos de lava, deslizamientos de tierra, géiseres, los destructivos efectos de la contaminación y del calentamiento de la corteza terrestre: lluvias ácidas, sequías, ríos contaminados, vertidos de crudo, cormoranes cubiertos de brea, osos polares flotando a la deriva en trozos de hielo que acabarán por fundirse, abandonándolos a una muerte atroz… Y, enseguida, más terremotos, aludes, olas gigantes…
Cuando la atención de los presos se ha concentrado en la pantalla, me desplazo a un ángulo de la sala, y a la oblicua luz del cañón, observo sus carcelarios rostros. El ansia endurece sus rasgos con ese tipo de presión que en períodos de actividad sísmica tensa la piel de la tierra para, finalmente, desgarrarla en su cárcel de arcilla. ¡Cómo les impactan a esos desgraciados las imágenes de erupciones volcánicas, tsunamis, aludes, terremotos! En la semioscuridad del aula-taller brillan sus pupilas como las de los lobos. ¿Qué clase de devastadora fuerza se oculta detrás de su acerado fulgor? ¿La del crimen?
A menudo, tengo la impresión de que el proyector va a jugarme una mala pasada, a revelar, como si de otra película se tratase, lo sucedido en El Hierro… Entonces apago el cañón y hablo, gesticulo… Los presos —asesinos, violadores— quieren saberlo todo sobre los misterios del planeta. Por qué se dividieron las plataformas continentales, cómo se formaron las cordilleras, qué clase de gases y líquidos se acumulan bajo el manto vegetal, cuántos volcanes conozco y cuántos he visto explotar…
Escuchándome, ninguno piensa en mí como un criminal. Soy «el profesor» y eso me halaga. Mi voz se aterciopela y acaricia los oídos de esos hombres colonizados por el mal, el remordimiento y la culpa.
«¿Un cigarrillo?», me ofrecerá luego cualquiera de ellos, al atardecer, en el patio entre cuyos muros vagamos como espectros sin nombre.
Aceptaré. Una mano de uñas sucias me tenderá un fósforo y pasearé solo, de una punta a otra del muro, mientras el sol declina.
Me gusta celebrar su ocaso, la muerte del sol. No existe un crepúsculo como el anterior; la naturaleza jamás se repite. Es una lección que mis alumnos han aprendido y que yo no debería olvidar, como he olvidado otras cosas…
Carentes de sentido transcurren mis días en el penal. Cuando cae la noche, los cielos se oscurecen hasta hacerse de tinta. En el pasillo queda siempre encendida una luz. Basta su tímido resplandor para impedirme dormir. En mis largas vigilias veo gotas de sangre resbalando por la roca… Veo extrañas sombras en La Montaña del Hombre Muerto, turbias olas golpeando los acantilados de lava… Hora tras hora permanezco desvelado en la tiniebla de mi celda y pienso en el fin.
¿No sería preferible la muerte a este tormento? ¿Para qué seguir viviendo?
La muerte, la última máscara… ¿De qué modo se corromperá mi cuerpo? Me obsesiona el tránsito, aquello que llegaré a ser, en lo que me convertiré. Un esqueleto… Despojarán mi carne los gusanos, irán devorando mis nervios y mis rótulas y no podré llorar, no podré gritar, rogar que me incineren y entreguen mis cenizas al océano que una vez amé pero cuyo recuerdo solo me devuelve oleajes de odio.
¡Esas voces! ¿Son mis fantasmas o algún preso que se desvela y agita en pesadillas? Nada más ingresar en Tenerife 2 escuché el alarido de un hombre que estaba siendo apuñalado en las duchas. El eco de aquellos desgarradores aullidos me trastornó durante días enteros. ¿Será por eso o por lo que sucedió en El Hierro que despierto aterrado en mitad de la madrugada?
Salvo en mis clases y en las entrevistas con mi abogado, procuro eludir cualquier intercambio verbal.
El abogado me ha insistido en que no aparecerán fácilmente nuevas pruebas. Está claro que he sido víctima de una conspiración urdida por María Puerto para librarse de su marido y heredar su fortuna, pero todo apunta a mi culpabilidad. El inspector Cabral y otros policías me acusaron desde un principio. El juez tomó declaración a Puerto, pero no encontró motivo alguno, no ya para sospechar de ella, sino ni siquiera para privarla preventivamente de libertad. Su inocencia ha estado vinculada a mi culpabilidad. En la medida en que todos los indicios abrumadoramente me acusaban, ella daba pasos de gigante hacia un horizonte sin tutela ni vigilancia alguna. La policía encontró aquel mensaje de Puerto en mi ordenador, en el que me advertía que dejara de acosarla. Los testimonios de las personas, y fueron varias, que nos vieron juntos coincidieron en presentarme como un tipo enfermizo, obsesionado con ella. Seguí a Puerto desde la playa a su casa, molesté a su marido, volví a abordarla en un bar de La Restinga delante del buzo con el que estaba negociando un cursillo… José Perdigón, que podría haber declarado a mi favor, no reconoció a Puerto en la mujer que paseaba a mi lado por la playa del Parador. En todo el proceso de investigación, la policía no logró localizar una sola llamada, un solo testigo capaz de acreditar que me viera besarla o conversar con ella… El profesor Lambergis, en quien yo había confiado, declaró, mintiendo con increíble descaro, lo siguiente: la noche en que me invitó a cenar, yo bebí más de la cuenta y acabé revelándole mi fijación sexual por la mujer que habitaba en la casa del volcán. Por qué diría Lambergis tal cosa al juez, es algo que ni mi abogado ni yo nos podemos explicar…
En el comedor de la cárcel ocupo un extremo del banco y manejo los cubiertos evitando que rocen la bandeja metálica. Si alguien me dirige la palabra, le pido que se abstenga o que lo haga en voz baja.
«¿Está usted casado?», me preguntó un recluso que sí lo estaba («pero solo hasta el día en que mató a su mujer», me aclararía después otro condenado, con ese humor negro propio de la prisión).
«No», repuse.
«¿Sabe cuándo se da cuenta uno de lo importante que es la familia?», volvió a preguntarme.
«No», volví a responder.
«Cuando ya no puede disfrutarla», sentenció aquel preso, condenado por doble asesinato, el de su esposa y el de su hija.
«Cuando ha degollado a su mujer y a sus hijos y otros los han enterrado por él. Cuando no tiene nada y está solo como un perro».
El parricida se detuvo ahí. Si hubiese añadido «como usted», seguramente le habría matado.
Yo mismo, con mis propias manos, o ese otro asesino encadenado a mí y a quien entreveo en sueños, con el torso mojado de sudor y la respiración jadeante, avanzando en la oscuridad hacia un acantilado de roca volcánica…
¿Cuántos años de encierro me esperan en Tenerife 2? Mi abogado estudia una apelación, pero es seguro que cumpliré una larga condena. Otros lo celebrarán con una nueva vida, edificada sobre bases perversas…
Yo, Ricardo Dax, he tomado una decisión.
Cuando la haya llevado a cabo, les esperaré en un cielo de basalto. Lo imagino como una pradera de lava en una galaxia silenciosa y fría, con los filos de las rocas brillando a la luz de la luna como plateadas navajas. Un espacio sin ruido ni luz donde, al fin, pueda descansar…